«Lo que más se valora es lo que se ha perdido». La sabiduría popular nos da las claves para entender algo tan complicado como el papel de la Iglesia en Cuba. El revuelo levantado tras el cierre de la revista Vitral, la clausura del Centro Cívico de Pinar del Río y la jubilación de dos influyentes obispos ha servido para reconocer, aunque sea por contraste, la labor que la Iglesia Católica viene realizando en la Isla desde el advenimiento de la revolución, pero sobre todo desde mediados de los años 90.

Con pies de plomo

La Iglesia lleva cinco siglos desempeñando su labor en Cuba; en concreto, desde 1492. Ni siquiera las persecuciones desatadas por la revolución a comienzos de los 60 lograron que los católicos desistieran de vivir su fe, aunque desde entonces hubieron de hacerlo de manera secreta, primero, y discreta, después. En un sistema totalitario que tenía entre sus objetivos la eliminación de la religión y que consideraba a los católicos unos contrarrevolucionarios peligrosos –por lo que se les impedía acceder a determinados puestos profesionales o al estudio de ciertas carreras universitarias–, la Iglesia dedicó gran parte de sus esfuerzos a sobrevivir y a evitar tanto la expulsión de sacerdotes como la detención de fieles.

La Constitución de 1976 sancionó el ateísmo de Estado y prohibió a los católicos pertenecer al Partido Comunista, cuyo carné es necesario para casi todo en la Isla. A principios de los años 80 la situación se suavizó y la Iglesia obtuvo reconocimiento legal, al amparo de la Ley de Asociaciones de julio del 86, cuyo artículo segundo eximía a las asociaciones eclesiásticas de las extremas y estrictas condiciones que pesaban sobre las demás. Por otro lado, en dicha ley se decía que en el futuro se promulgaría una norma específica para las asociaciones eclesiásticas y religiosas; sin embargo, a día de hoy Cuba sigue sin tener una Ley de Cultos, por lo que la Iglesia Católica se encuentra, desde entonces, en un estado de indefinición jurídica no exento de riesgos.

Ese mismo año, 1986, se celebró el primer Encuentro Nacional Eclesial Cubano (ENEC), el más serio esfuerzo de la Iglesia por elaborar un plan pastoral acorde con la realidad social del país. La Iglesia comenzaba a desembarazarse de viejos conceptos y prejuicios y se comprometía a orar y evangelizar en medio de la sociedad. Se puso fin a una pastoral de conservación y se dio inicio a una más activa, orientada a conseguir para los laicos un mayor espacio de participación social.

La postura crítica de la Iglesia hacia la Revolución, cuyo sinsentido no ha dejado de denunciar, ha dado lugar al estallido de numerosas crisis en la relación ente ambas. Sin embargo, se ha evitado siempre la ruptura total. Para el Gobierno, sería un terrible error enfrentarse frontalmente con la Iglesia, una institución que tiene credibilidad, prestigio y la autoridad moral que le otorga el haberse mantenido en un país donde sólo el 1% de la población es católica practicante, si bien el 72% está bautizado o se define como católico.

La indeterminación jurídica en que se mueve ha obligado a la Iglesia a andar con pies de plomo, bajo la constante amenaza de la expulsión o el internamiento en campos de trabajo de sus miembros, de la restricción del espacio de relativa libertad en que desarrolla hoy en día sus actividades, etcétera. «El Gobierno mantiene en la actualidad una lucha sutil contra la Iglesia, [que es] vista como una institución privada que tiene que ser dejada al margen para que no sustraiga fuerzas y energías a la Revolución», declaraba el cardenal Ortega en 2003.[1] Y añadía: «Encima de nuestras cabezas está siempre la Oficina de Asuntos Religiosos del Comité Central del Partido Comunista, un órgano de control que limita la acción evangelizadora de la Iglesia». Desde esa posición de superioridad, y sin quitarle el hacha del cuello, el Gobierno ha ido concediendo graciosamente a la Iglesia determinadas prerrogativas, como la entrada de religiosos extranjeros en la Isla, la reparación de algunas iglesias, la creación de más de 900 casas-misión, la celebración de procesiones o la autorización a distintas diócesis para que emitan mensajes radiofónicos en fechas señaladas. No obstante, algunas de ellas, como las de Santiago de Cuba y Pinar del Río, han sido privadas de tales derechos, como castigo ante las posturas de claridad y firmeza adoptadas por sus obispos.

¿Ser o no ser?

Y es aquí es donde se plantea el conflicto principal. La misión pastoral de la Iglesia está sobre el tapete. ¿Qué hacer, enfrentarse totalmente al Gobierno o conservar los espacios de libertad obtenidos? ¿Puede una actitud de «excesiva» firmeza perjudicar la labor de la Iglesia, con todo lo que ello supondría para el pueblo cubano?

La Iglesia era y es la única organización realmente independiente que hay en Cuba desde hace medio siglo, y desde esa posición de privilegio ha podido prestar una gran ayuda a los cubanos. Su estrategia se construye en torno a una dialéctica cuyos polos son la diplomacia y el testimonio, el compromiso y la resistencia, y a la identificación completa del pastor con su rebaño. A pesar de las persecuciones, ha sabido conquistar y mantener cierto margen de autonomía, especialmente tras la visita del papa Juan Pablo II (1998). Gracias a eso, la Iglesia se ha convertido en el mayor «solucionador» de problemas materiales del país: es la farmacia del pueblo, el lugar de acogida de las minorías, la única voz que ha defendido a éstas públicamente… Ahora bien, ha tenido que luchar a un tiempo contra la persecución del régimen y padecer las críticas de quienes le reclaman que asuma un compromiso político.

No se trata de un combate entre el Cielo y la Tierra, sino de ver cómo alcanzar el objetivo deseado: el bien, material y espiritual, de los cubanos. Unos prefieren que la crítica a la dictadura sea implícita y en tono respetuoso; otros, que sea bien explícita. El dilema no es sencillo: hay que elegir entre la prudencia, que busca apuntalar el margen de autonomía conquistado, y la afirmación, irremisiblemente polémica, de los principios cristianos, lo que, dado el carácter totalitario del castrismo, supone arriesgar esa autonomía, tan valiosa para el pueblo cubano.

Por un lado están los que, liderados por el cardenal de La Habana, Jaime Ortega, presidente de la Conferencia de los Obispos de Cuba, consideran fundamental mantener abiertas las relaciones con el régimen; por otro, los que no están dispuestos a rebajar la integridad de sus denuncias y exigencias, sean cuales sean las consecuencias. No se trata de dos posturas enfrentadas, sino de unas posiciones que, durante mucho tiempo, han resultado complementarias y tremendamente positivas para la labor de la Iglesia.

La autonomía de la Iglesia viene siendo, desde hace años, el mejor aliado del pueblo cubano, un refugio de libertad, un espacio de diálogo. Cualquiera que haya vivido el ambiente eclesial cubano ha podido experimentar una especie de fenómeno burbuja: el miedo no traspasa sus muros, y los cubanos se expresan allí con libertad. Además, la autonomía ha permitido al movimiento eclesial la custodia y difusión de un mensaje verdaderamente contrarrevolucionario, ése que dice que el hombre es un ser hecho para la libertad. De ahí su aportación impagable a la reconstrucción y el fortalecimiento de la sociedad civil, lo único que puede garantizar un futuro en democracia para la Isla.

Su experiencia milenaria ha dado a la Iglesia muchas tablas en el oficio de convivir con regímenes antidemocráticos. Como ocurrió en España o Chile, la Iglesia en Cuba no sólo representa sus propios intereses institucionales, sino que se bate por las aspiraciones fundamentales de todo el pueblo, como también hiciera en la Polonia comunista[2].

Un espacio de libertad

En Cuba hay un solo partido y una sola fuente de información: el Estado. Frente a esta realidad, la Iglesia se está configurando como un espacio de libertad. De ahí que considere prioritario abrir espacios para el diálogo, un diálogo abierto a la sociedad. En este punto cabe recordar las siguientes palabras de Juan Pablo II: «La sociabilidad no se agota en el Estado, sino que se realiza en diversos grupos intermedios, comenzando por la familia y siguiendo por los grupos económicos, sociales, políticos y culturales, los cuales, como provenientes de la misma naturaleza humana, tienen su propia autonomía, sin salirse del bien común»[3]. A juicio de la Conferencia Episcopal Cubana, la «difícil situación» creada por «esa indebida identificación» entre el Estado y la sociedad de la Isla «sólo puede ser superada por el desarrollo de una ética civil y por el acrecentamiento de una cultura abierta en la que converjan el mayor número posible de realidades y esperanzas de los ciudadanos»[4].

La Iglesia Católica es una institución imprescindible para la articulación de la sociedad civil cubana debido a la labor que desempeña en los distintos campos (social, humanitario, informativo, docente, etcétera). Ahí están el Centro de Bioética Juan Pablo II, en La Habana, o el Centro de Formación Cívica y Religiosa, fundado en Pinar del Río por Dagoberto Valdés, donde se impartían clases sobre la sociedad civil que reunían semanalmente a numerosas personas interesadas en la libre discusión de asuntos sociales, económicos o culturales. El centro de Valdés ha sido clausurado en fechas recientes, pero hay otros muchos que se dedican a lo mismo.

«[Esto es] un pequeño espacio entre la utopía que nos anima y la realidad que nos aplasta. Aquí se reflexiona sobre temas tales como la división de poderes, el pluralismo, la democracia representativa, la investigación, la educación popular, etc. Los participantes llegan de todos los horizontes, incluso tenemos simpatizantes comunistas», decía Valdés de su criatura cuando aún pataleaba. Al régimen, claro, no le gustan estos espacios. Acosa a quienes los frecuentan, y persigue despiadadamente a sus promotores [5]. Y, llegado el caso, los cierra, o presiona para que se cierren. Son verdaderos espacios políticos independientes, que realizan una impagable tarea de reconciliación en un pueblo lastimosamente dividido.

La Iglesia está desempeñando también un papel muy importante en los ámbitos de la caridad y los cuidados médicos. Cáritas, creada en 1991, ha ido extendiendo su acción a todas las diócesis, vicarías y parroquias cubanas. En un país donde oficialmente no existen pobres, Cáritas y la Iglesia en su conjunto atienden discretamente a las necesidades materiales de las «personas sin recursos», los enfermos, los presos y la población en general. Por lo que hace a los medios de comunicación, las treinta publicaciones con que cuenta la Iglesia son las únicas de carácter independiente que funcionan legalmente en la Isla. Sus contenidos, que no están sometidos a autorización o censura previa, no son políticos: y es que siempre han evitado ser confundidas con la prensa opositora para intentar llegar a todos los cubanos, con independencia de la filiación política de cada cual.

En cuanto a su labor de magisterio, convendría no confundir éste con el activismo político, pues se corre el riesgo de depositar en la Iglesia unas esperanzas que no puede cumplir. Volvamos, de nuevo, la vista a la experiencia polaca:

La gente puede seleccionar dentro de los documentos de la Iglesia aquellos que parezcan ofrecer propuestas políticas, puede imaginar que ve un potencial de liderazgo para una oposición política dentro del episcopado, y, finalmente, pudiera absolverse entonces de las responsabilidades con la creencia de que las actividades de la Iglesia servirían como sustituto de sus propias acciones. Agreguemos hoy que la Iglesia sirve como maestra para todas las sociedades y que, por lo tanto, sería desastroso que quedara en manos de unos cuantos activistas que trataran de apropiarse de [su] autoridad. También sería desafortunado si los programas y las tácticas se escondieran detrás de una fachada de fe y simbolismo católicos.[6]

Fuera de la política

La Iglesia no puede, ni en Cuba ni en ningún otro sitio, vincularse con opciones políticas determinadas. La Iglesia, que nunca recomendó ni recomendará la resistencia clandestina, aporta al movimiento por la democracia la constancia y la estabilidad que le dan sus veinte siglos de historia. Su resistencia, que existe y es real, no es explosiva, sino dura y consistente; va contra la esencia del sistema totalitario: sabedora de que no existe un régimen comunista no totalitario, en Cuba lo ataca por la base, en las ideas, distribuyendo material, libros, publicaciones independientes, suministrando información al exterior, organizando reuniones, clubes de discusión, seminarios…

En Cuba hay criterios distintos sobre la situación del país y sobre las soluciones posibles, y el diálogo se está dando a media voz en la calle, los centros de trabajo, los hogares. Es evidente que los caminos que conducen a la reconciliación y a la paz, como el diálogo, tienen un innegable respaldo popular y prestigio. Pretender que la Iglesia se una institucionalmente a una determinada opción política sería para ella un suicidio. Si la Iglesia quiere conservar la neutralidad política, no puede apoyar un proyecto politizado. No es coincidencia que los comunicados de la Conferencia Episcopal Cubana estén libres de cualquier tipo de comentario político; la experiencia en muchos otros países le sirve de guía:

La Iglesia no es y no debe ser una institución política. Los obispos no son y no deben ser representantes de las aspiraciones políticas de los polacos. Pero la Iglesia Católica es la única institución en Polonia que simultáneamente tiene una estructura de poder legal y auténtica e independiente del poder totalitario y que es completamente aceptada por el pueblo. Esta realidad tiene obvias implicaciones, entre ellas la obligación del clero de hablar sobre asuntos que son de la mayor importancia para la moral de la gente. El tema de las violaciones de los derechos humanos no se puede excluir de esta obligación. Entonces, cuando los obispos critican las campañas de odio, condenan los asesinatos o buscan diálogo en lugar de represión, están expresando las aspiraciones, incluyendo las aspiraciones políticas, de una gran mayoría de los polacos.[7]

De ahí que, en consonancia con la doctrina social expresada en la Gaudium et spes, la Iglesia confíe a los laicos las labores políticas, otorgándoles plena libertad para desempeñarlas de la manera que consideren más oportuna, siempre que sea acorde con el Evangelio. «Corresponden, propia aunque no exclusivamente, a los laicos las tareas y actividades seculares (…) Corresponde a la conciencia de los laicos, debidamente formada, inscribir la ley divina en la vida de la ciudad terrena. De los sacerdotes, los laicos deben esperar luz y fuerza espiritual (…) son ellos los que deben asumir sus propias responsabilidades, iluminados por la sabiduría cristiana»[8].

No es de extrañar que uno de los grupos políticos opositores más relevantes en Cuba, quizás el que cuenta con más respaldo social, se denomine Movimiento Cristiano Liberación y tenga como principios inspiradores los del cristianismo. Su existencia ha planteado cierta polémica: la Conferencia Episcopal Cubana le ha negado su apoyo, y sólo algunos grupos de laicos, como el que elaboraba la revista Vitral, han tomado públicamente partido a favor de su gran apuesta política, el Proyecto Varela, que exige al Gobierno la convocatoria de un referéndum para introducir cambios democráticos y que ha conseguido el respaldo –firmado– de 25.000 cubanos de la Isla.

Una institución libre

El mejor resumen de la posición de la Iglesia cubana lo encontramos en el documento de conclusiones del histórico Encuentro Nacional Eclesial Cubano (ENEC) de 1986:

La Iglesia Católica en Cuba ha hecho una clara opción por la seriedad y la serenidad en el tratamiento de las cuestiones, por el diálogo directo y franco con las autoridades de la nación, por el no empleo de declaraciones que puedan servir a la propaganda en uno u otro sentido y por mantener una doble y exigente fidelidad: a la Iglesia y a la Patria. A esto se debe, en parte, el silencio, que ciertamente no ha sido total, de la Iglesia, tanto en Cuba como de cara al Continente, en estos últimos 25 años. Los obispos de Cuba, conscientes de vivir una etapa histórica de singular trascendencia, han ejercido su sagrado magisterio con el tacto y la delicadeza que requería la situación.[9]

La Iglesia se ha movido siempre en un difícil equilibrio, no entre el Gobierno y la oposición, como algunos han señalado, sino entre su acción evangélica y el papel que ha de desempeñar en un Estado dictatorial. Es bastante racional no atar los intereses a largo plazo de la institución al destino del más noble movimiento social. La Iglesia debe mantener el respeto a la dignidad, a la integridad del lenguaje (primera víctima de la corrupción en los sistemas totalitarios), al intercambio de ideas, pero para eso necesita conservar su carácter de espacio social en el que discutir abiertamente la represión y ayudar a las víctimas de la misma. Necesita ser un espacio de libertad, que se ofrezca como paraguas protector, para seguir presente en la vida pública a través de la cultura, el conocimiento, la información; pero no de la actividad política, a la que renuncia constantemente, aun a sabiendas de que cualquier artículo, ya sea sobre la Virgen del Cobre, el turismo o la santería, tiene un dimensión política, y de que son las propias omisiones las que dan la coloración política. Necesita ser un espacio de preservación de los valores fundamentales, de sentido común y equilibrio psicológico en un mundo dominado por el terror policiaco y la locura ideológica. De esta forma puede convertirse en una auténtica barrera frente al poder totalitario. Una vez más, recurriré a la experiencia polaca; a los escritos de Adam Michnik:

La Iglesia Católica es un gran activo para los polacos. No sólo porque las iglesias sirven como base para los comités que ayudan a las víctimas de la represión, porque los capellanes hablan a favor de los que son perseguidos y atacados, o porque los edificios de la Iglesia resuenan con las palabras de la literatura libre (…) y no sólo porque la Iglesia sea asilo para la cultura polaca independiente. La Iglesia es la institución más importante en Polonia porque enseña a todos que sólo debemos doblegarnos ante Dios.[10]

Gracias a su actitud, la Iglesia cubana se convertirá en parte y mediador del conflicto entre las autoridades y la sociedad; pero nunca se pondrá a la cabeza. Se convertirá en parte del conflicto porque expresa las aspiraciones básicas de la sociedad y porque es el único bastión oficialmente reconocido de apoyo a la resistencia democrática. Y se convertirá en mediador debido a su papel de constructor de puentes entre los gobernantes y los gobernados. Joseph Tischner definió el papel de la Iglesia como el de un «testigo» que debe garantizar la legitimidad de los acuerdos y su instrumentación a la luz de los valores cristianos básicos: verdad, dignidad humana y reconciliación. Las acciones concretas de la Iglesia: su defensa de aquellos que han sido humillados y ofendidos, su asistencia a los perseguidos y a sus familiares, su defensa pública de la verdad y su preocupación por la paz social, serán sus grandes aportaciones a la lucha por la democracia.

El error Vitral

Hace unos meses se produjo la jubilación, por motivos de edad, de los obispos de Pinar del Río, Siro González, y Santiago de Cuba, Pedro Meurice, los más emblemáticos defensores de la «línea dura» de la Iglesia. Inspiraron documentos clave de la historia reciente de Cuba, como la carta pastoral «El amor todo lo espera» (1993), protagonizaron algunos de los momentos más vibrantes de la visita del papa Juan Pablo II y supieron siempre poner en primer lugar su derecho a la libertad de expresión y a denunciar el deterioro político, económico y social de la Isla.

Su marcha provocó la clausura del Centro Cívico de Dagoberto Valdés y el cierre de Vitral, la revista sociocultural de la diócesis de Pinar del Río. El Centro Cívico y Vitral estaban abiertos a todo tipo de colaboraciones, y abordaban todo tipo de preocupaciones sociales, culturales, económicas, filosóficas y religiosas; pero Vitral fue siempre más audaz, y abordaba asuntos como la división de poderes, el pluralismo, la democracia representativa, la investigación, la educación popular, etc.

La decisión de dejar de publicar Vitral para así mejorar las relaciones entre la Iglesia y el Estado no puede considerarse un daño colateral, el precio que había de pagarse para conservar los espacios de libertad conseguidos. Un grupo de laicos que habían decidido mantenerse al margen de la política y desarrollar su trabajo en el campo de la sociedad civil bajo los principios cristianos han sido condenados a convertirse en políticos o marcharse. Con este gesto, la Iglesia ha entregado una parte de su libertad; una de esas armas poderosas, cargadas con la verdad, que la ayudan a mantener en todo lo alto su dignidad. A partir de ahora todo será mucho más difícil, sin la defensa incondicional del hombre y de la dignidad que hacía en cada una de sus páginas esa revista inmortal.

A pesar de este tremendo error, que todavía puede ser subsanado, es de justicia reconocer que la Iglesia se ha comprometido con las libertades y los derechos humanos a precio de sangre. La Iglesia puede desempeñar un papel clave en la transición cubana como institución mediadora. Ha de ofrecerse como un espacio de libertad en el que puedan ejercerse libremente las libertades de expresión y pensamiento, tan necesarias para constituir una sociedad civil vigorosa. Su fuerza ha de ser, junto a la autoridad moral que ha ido labrándose, su compromiso con los derechos humanos y las libertades.

Se equivocan los que, como los propios voceros del régimen castrista, desprecian su papel en una sociedad descreída y multiconfesional, así como los que le exigen una toma de postura política y la acusan de colaboracionista con la dictadura. Su moderación no es más que una respuesta a la complejidad de las circunstancias: el hecho de optar por una línea política determinada la incapacitaría para llevar a cabo esa labor clave de tender puentes entre los llamados a protagonizar la transición.

La historia pondrá a cada uno en su sitio, y, como ha ocurrido en otros muchos lugares, incluso en Chile, donde fue duramente atacada por su papel durante la dictadura de Pinochet, se terminará reconociendo la participación destacada de la Iglesia en la lucha por la instauración de la democracia en Cuba. En su día escucharemos palabras como éstas de Osvaldo Puccio, actual embajador de Chile en España: «La Iglesia en Chile tuvo un comportamiento encomiable. Fue muy importante en la defensa de los derechos humanos, y la solidaridad internacional con Chile fue enorme. Yo no soy piadoso, pero creo que la Iglesia, durante la dictadura, tuvo una conducta, incluso para aquellos que no somos parte de la Iglesia, muy generosa». Mientras llega ese día, no podemos esperar que los problemas de Cuba se solucionarán instantánea y definitivamente. Habrá que arriesgar, trabajar duro y prepararse para no pocas desilusiones. Éste es, generalmente, el precio que hay que pagar por la libertad.


[1] Entrevista concedida a la agencia Zenit en octubre de 2003.
[2] V. Adam Michnik, Cartas desde la prisión y otros ensayos, editorial Jus, México, 1992, página 158.
[3] Juan Pablo II, Centesimus Annus, n. 13
[4] «La presencia social de la Iglesia», instrucción teológico-pastoral de la Conferencia Episcopal Cubana (8-IX-2003).
[5] Dagoberto Valdés pasó de ser presidente del Consejo Técnico de Plantaciones de Pinar del Río a simple yagüero(el obrero agrícola encargado de recoger la yagua, esto es, la corteza de palma que sirve para embalar el tabaco recolectado durante el primer periodo del secado de las hojas). Además, se le ha negado sistemáticamente el permiso para salir del país, lo que le ha impedido, por ejemplo, participar en los trabajos de la comisión pontificia Justicia y Paz, de la que es miembro.
[6] Adam Michnik, op. cit., página 97.
[7] Adam Michnik, op. cit., página 135.
[8] Gaudium et spes, 43.
[9] Documento final del Encuentro Nacional Eclesial Cubano, n. 129 y 168b, La Habana, 1986.
[10] Adam Michnik, op. cit., página 136.

Publicado en Libertad Digital