He tenido tres grandes maestros en la vida, y ayer murió el primero de ellos.

Empecé a trabajar con PAU con 18 años, después de 4 años tecleando papeles sobre geografía humana en el CSIC, con el inicio de la carrera de Derecho me venía bien un cambio de actividades y en Serrano 63 se me ofrecía una oportunidad.

En la puerta sólo ponía:
Pedro A. Urbina
Escritor
Por la decoración, el lugar más parecía un pisito de soltero que el estudio de un escritor nacido en 1936, que ya estaba por méritos propios en la historia de la literatura española. La oficina era una atalaya en medio de la ciudad, un ático de ensueño desde el que se invitaba a soñar y en el que el cielo estaba más cerca. Allí no había tiempos, a las cosas del día a día, que eran mi obligación, no se les daba importancia, los plazos tenían una importancia relativa, y todo se maceraba hasta alcanzar el sabor de las cosas bien hechas.

Allí aprendía a disfrutar trabajando, a saber que el trabajo del artista era una auténtica vocación. Que la inspiración y el trabajo eran necesariamente compatibles, y que la conversación, muchas veces, no era perdida de tiempo, sino necesaria obligación.

Como los grandes artistas unía una inteligencia portentosa y una sensibilidad extrasensorial. Era un Artista que sabía que su público no era de este mundo. Dios le brotaba en cada frase. Su biografía de “Dios, el Hijo de María”, a veces parece escrita en primera persona, de lo dentro que estaba en cada una de las escenas. “Gorrión solitario en el tejado”, con el que fue finalista del Premio Nadal, es un estilo literario en si mismo. El misterioso caso del millonario Vasco, destila, desde su título, humor inglés y a lo largo de sus páginas uno no sabe si está ante una inmensa broma o frente a un tratado de teología.

A veces necesitaba bajar a la tierra del reconocimiento, de la crítica o del lector. No le importaba sobrevivir haciendo alguna traducción como el libro de Juan Pablo II o El Caballo Rojo, que convertía en obras con vida propia, sin diluir el fondo, sin falsas ataduras de la forma, pero con la bruma que creaba el balanceo de su pluma. Tampoco le hacía ascos a escribir crítica de arte, literatura, cine, pintura, siempre que tuviera algo que decir y él, en cualquier frase, por pequeña e insustancial que fuera, ponía el genio del artista. Hoy sé que esas “necesidades” que pasamos alguna vez no eran más que atajos pensados por Dios para obligarle a regalarnos piezas imprescindibles. Se atrevió con San Agustín y Santa Teresa, y enseguida se hizo íntimo de los dos, los trataba con confianza, sin falsos respetos de purista, amaba sus formas pero no podía soportar que hubiera tanta gente que ni siquiera se atreviera a asomarse a un fondo sin fin.

Me hubiera encantado decir que con el aprendí a escribir, ya me gustaría, pero aprendí otra serie de cosas casi tan valiosas: que el sentimiento cuando no va con la cabeza de la mano tiene las patas muy cortas; que repasar y corregir no es sólo para principiantes, que hay que echar lastre, podar y podar, hasta descubrir la grandeza de lo sencillo, no sólo en la escritura; que el trabajo es para todos, también para los superdotados. Me enseñó que la vida es bella, que tiene muchos colores y todos son necesarios para que el Artista realicé su labor, aprendí a poner el alma, a dejársela a jirones en cualquier rincón, aunque tardará meses en recuperarla..

Y sobre todo me enseñó a mirar, le obsesionaban los ojos. Su despacho estaba lleno de fotos de ojos de distintas procedencias: recortados de revistas, postales, folletos turísticos, siempre homemade, siempre collage; ojos azules, profundos, llorosos, orientales, verdes, alegres, luminosos le miraban desde todos los ángulos… no es que le gustara ser objeto de admiración, era capaz de leer una vida detrás de una mirada, tenían mucho que decir. El artista, el hombre, tenía que ver el mundo desde todas las miradas de todos los hombres, ponerse en su piel, sólo así era posible entender, comprender, amar a los demás como los quería PAU.

La última vez que le ví, fuimos a comer al restaurante de enfrente, un lugar de menú de 10 euros, olor a fritanga, mesas de metal y manteles de papel. PAU, a pesar de ser pura delicadeza, estaba más en su salsa entre monos azules que entre corbatas de Hermes.

Estaba muy enfermo pero nunca pensó que iba a morir; no era la soberbía del que se cree inmortal, imprescindible, se sabía poca cosa, pero vivía tan cerca del cielo que veía la muerte como un mero trámite, innecesario, llevaba mucho tiempo contemplando cara a cara a Dios.

Cuando le he contado a mi hija Clara, de dos años, que Pedro Antonio se ha ido al cielo estaba encantada. Me ha dicho que ya estaba aquí, señalando el horizonte azul de la Florida y mirando el ordenador para que le llamáramos cuanto antes (como si supiera que ahora Skype se volvía más que nunca nuestra vía de comunicación).