¿Cabe dialogar con los que apuestan claramente por la independencia y vulneran sistemáticamente la ley? ¿Y con los que durante mucho tiempo no rechazaron la violencia?
Sin tratar de establecer ningún paralelismo entre situaciones distintas esto plantea una serie de cuestiones: ¿Cabe dialogar con los que apuestan claramente por la independencia y vulneran sistemáticamente la ley? ¿Y con los que durante mucho tiempo no rechazaron la violencia? ¿Es posible dialogar con los que rechazan aspectos esenciales de la Constitución? ¿Y con aquellos que cuestionan aspectos del sistema democrático liberal? ¿Se puede dialogar de todo? ¿Se puede dialogar con todos?
¿Cabe dialogar con los que apuestan claramente por la independencia y vulneran sistemáticamente la ley?
En las últimas semanas hemos pasado de reivindicar el diálogo como fórmula mágica para la democracia a denostar a aquellos que se sientan a hablar con algunas de las fuerzas políticas salidas de las urnas y, sorprendentemente, llegan a acuerdos. Frente a lo establecido en situaciones que podrían resultar equiparables, en las que se dotaba al diálogo de fuerza sanatoria, cada vez son más los que, habitualmente eligiendo los casos, ante estas preguntas responden rechazando el diálogo, como si ese rechazo fuera el precio que hay que pagar para mantener la democracia. Convencidos de que en estos casos el diálogo nunca funcionaría, se acepta como premisa (sin respaldo empírico suficiente y con cierto sesgo selectivo) que la inclusión de estas fuerzas políticas en los mecanismos políticos habituales supondría un blanqueamiento de sus postulados y una devaluación de la democracia. Mientras, se señala a los que dialogan como seres sin escrúpulos dispuestos a cualquier cosa para conquista o mantener el poder.
Más allá de un análisis coyuntural, propio del momento actual de la política española, esta situación es el fruto del descrédito progresivo del diálogo como medio indispensable del ejercicio de la democracia; de la perdida de lo que José María Barrio ha denominado como la pérdida del estos dialógico en la sociedad. «Cada vez se debate más, pero cada vez se dialoga menos». El debate se reduce a la contraposición de diversos planteamientos, opiniones puestas en pie de igualdad, que no entran en relación con las demás. Cada uno de los interlocutores mantiene su discurso de manera paralela, sin tomar en consideración lo que puedan decir el resto de los interlocutores, que no son más que contrincantes, salvo caso en el que vea amenazada su posición en la que recurrirá a todo una batería de recursos dialécticos para poner de relieve la desfachatez, o para colgar la etiqueta correspondiente a quien no comparte su opinión. Lo importante es vencer no convencer, y trasladar el mensaje propio al mayor número posible de personas y el diálogo se convierte en arma arrojadiza.
Lo importante es vencer no convencer, y trasladar el mensaje propio al mayor número posible y el diálogo se convierte en arma arrojadiza
En este contexto de intercambio de «zascas», en el que se convierte la política, las ‘fake news’ se muestran como un arma privilegiada. La verdad se convierte en un elemento secundario y con ella el carácter racional del diálogo que ya no puede ser una búsqueda, mancomunada, cooperativa de la verdad, pues esta es inalcanzable y, de manera práctica, inexistente. Los conocimientos entrarían en competencia al no poder reducirse a una forma común, y la democracia se convertiría inevitablemente en una provisional convergencia de intereses opuestos. Con una consecuencia; cuando se confrontan dos intereses y ninguno de ellos puede apelar a una razón universal, la democracia se reduciría a la aplicación de la fuerza, verbal, y acabaría por prevalecer el interés del más fuerte que, como señala Chesterton, no es más que «el derecho de los animales».
Esto imposibilita el diálogo, que se basa en el conocimiento de los hechos, en el convencimiento en la verdad. Si alguien está convencido de algo, está convencido de que si eso es verdad, no es porque él lo diga, sino porque otros seres racionales también pueden conocerlo. La mística de «mi verdad», lejos de permitir el diálogo lo ha convertido en una representación falsa, sin contenido, si no existe la verdad, o es imposible conocerla, dialogar carece de sentido. De ahí que para el diálogo sea necesario que lo que uno propone en forma de opinión se proponga con una pretensión de verdad; y que se esté dispuesto a escuchar, exponer mi propia opinión a la eventual mayor racionalidad o verdad de la contraria.
Si está convencido de algo, lo está de que si eso es verdad, no es porque él lo diga, sino porque otros seres racionales también pueden conocerlo
A la pérdida de la verdad, de la esperanza de alcanzarla, se une la perdida de la referencia objetiva del significado de las palabras, el lenguaje. Esta devaluación de la palabra, provoca reacciones tremendamente perjudiciales para la convivencia democrática. Para que exista diálogo es importante utilizar la misma lengua, así lo señalaba Thomas Hobbes al hablar de los orígenes del Estado. El filósofo inglés sostiene en el Leviatán que un lenguaje culto y disciplinado era necesario para alcanzar cierta cohesión social. La lengua era para los seres humanos el principal principio organizador y sin ella «no ha existido entre los hombres ni Comunidad, ni Sociedad, ni Contrato, ni Paz, como no los hay entre los leones, los osos y los lobos». El contrato social debía redactarse usando términos de sentido exacto y entendido universalmente: «Pues que un hombre llame sabiduría lo que otro llama Miedo y uno Crueldad lo que otro denomina Justicia, uno hable de la Prodigalidad cuando otro se refiere a la Magnanimidad… nombres así nunca pueden ser la base auténtica de un raciocinio».
Esta desconexión entre lenguaje deriva en una «guerra de las palabras», en la que el lenguaje se utiliza de manera puramente propagandística y las palabras se convierten en banderas que se defienden o atacan sin una mínima referencia a su realidad. Y quizás el término «diálogo» haya sido una de las principales víctimas de este combate. La apropiación indebida de este concepto por parte de un espectro de la vida política provoca una reacción que bajo la bandera de la defensa de la democracia acaba por dar la sensación de despreciar el diálogo. Aparece así la figura del integrista, no por las ideas que defiende sino por la forma que tiene de hacerlo, en una defensa numantina de sus verdades que no ofrece discusión alguna.
Aparece así la figura del integrista, no por las ideas que defiende sino por la forma que tiene de hacerlo, en una defensa numantina de sus verdades
Otro de los grandes enemigos del diálogo es esa visión característica de los tiempos de crisis, que Martín Delcalzo denominaba «la gran coartada», según la cual la sociedad se divide en dos bandos, «los buenos y los malos», divididos rígidamente, sin que haya nada de bueno en los malos y nada de malo en los buenos. Esta visión es ciertamente cómoda porque permite a unos y otros atribuir los problemas de la sociedad a «los enemigos» que siembran la semilla del mal, evitando el diálogo con ellos, y esquivando así las propias responsabilidades. Una vez más se cae en la democracia entendida como un juego de suma cero, con bandos opuestos, en el que solo hay un ganador posible y la democracia es simplemente un problema de fuerza en el que aquel que cuenta con un mayor número de votos se lleva el gato al agua.
En la situación actual no podemos renunciar al diálogo con los que piensan diferente, ni siquiera a la posibilidad de alcanzar acuerdos entre los diferentes. Bastaría con que el contenido de esos acuerdos se diera a conocer de manera transparente y los ciudadanos pudiéramos valorar, fuera de descalificaciones apriorísticas, si ese contenido atenta o no contra el sistema democrático.
El diálogo, sostenido por la libertad de expresión y el derecho a la información, es hoy uno de los pilares esenciales de la sociedad pluralista
El diálogo tiene que volver a ser una herramienta de construcción política. El diálogo, sostenido por la libertad de expresión y el derecho a la información, es hoy uno de los pilares esenciales de la sociedad pluralista, más importante incluso que el propio ejercicio del voto. La democracia representativa se sustenta en el diálogo y el Parlamento no es más que un lugar en el que los representantes de los ciudadanos comparten sus puntos de vista, de la misma manera que lo harían los ciudadanos si pudieran reunirse y mantener una conversación entre todos ellos. No en vano el primer Parlamento, el Británico, era conocido como el mejor club de Londres.
Un diálogo basado en la realidad, basado en el respeto a los ciudadanos, a los que se debe tratar como mayores de edad, que eluda la descalificación ‘ad hominen’ y se atreva a defender racionalmente sus propuestas tratando de convencer, didáctico y respetuoso con el lenguaje. Un diálogo que no se limite a la negociación de gobiernos y afecte, sobre todo, a las decisiones que determinan el futuro de la sociedad que deben adoptarse tras un verdadero proceso de diálogo. Presentar algo relativo y abierto a distintas soluciones como la política, la construcción de la convivencia de los hombres dentro de un ordenamiento en el que se disfrute de libertad, como una verdad absoluta puede dar lugar a nuevas formas totalitarias, aunque sean formalmente respetuosas con las formas democráticas. Es necesario articular sistemas para reconocer y evaluar todas y cada una de las opciones, como intentos legítimos de alcanzar una sociedad mejor, solo así el verdadero diálogo recuperará el protagonismo que le corresponde en la sociedad democrática.
Publicado en El Confidencial