Falsos dilemas

Falsos dilemas

«Cuando la eficacia electoral se impone a la gestión de lo público y el mundo se divide en dos, sin alternativa posible, elegir es tomar partido y, en cierto modo, renunciar»

Cuando uno visita Cuba y, tras escapar del paquete turístico La Habana-Varadero, se adentra por la «autopista» Nacional para conocer la cara menos conocida y más real de la isla caribeña, comienza a tropezarse con carteles en los que, con un diseño de dudoso gusto, se amontona la historia de la revolución que una vez asombró al mundo y lleva décadas avergonzándolo.  En el lugar que habitualmente ocupan «la chispa de la vida» o el último modelo de coche híbrido, uno se encuentra con Fidel Castro o el Che Guevara, José Martí o Camilo Cienfuegos e incluso Chávez o Mandela, cantando las maravillas del «paraíso» revolucionario.

Los hay de todo tipo, caseros, coolnaif, sofisticados… su evolución serviría para hacer una historia de los vaivenes del régimen castrista, que ha tenido que moverse mucho para seguir anclado en los años 50 del siglo XX. Todas forman parte del arsenal ideológico del gobierno -«Estudio, Trabajo, Fusil» -, muchos empiezan a perder el color -«Señores imperialistas, no les tenemos absolutamente ningún miedo» o «Vas bien, Fidel»-, algunos –«Hasta la victoria, siempre»- anuncian sueños de un futuro imposible mientras se siguen arrastrando los errores del pasado y todos -«Hasta aquí llegaron los mercenarios»- parecen recordar al turista que el parque temático del comunismo sigue siendo un territorio hostil.

Del eslogan a la polarización

Aunque al visitante le llame la atención tanto el despliegue de publicidad política vintage como la escasez de otro tipo de publicidad, no es algo tan extraño en Cuba. En el diccionario de los sistemas totalitarios, la identidad discursiva está basada en la repetición de consignas, aunque estas sean antiguas y poco creativas. Son piezas no muy sofisticadas de comunicación política, que como siempre intentan simplificar la realidad. Este ejercicio propagandístico alcanza su máxima expresión en el planteamiento de falsos dilemas como «Patria o muerte» (convertido en la consigna oficial) que buscan convertir un conjunto de decisiones complejas en una elección binaria, con la intención de que ofreciendo solo dos alternativas el ciudadano no tenga elección. La política convertida en un juego de suma cero. Todo o nada, blanco o negro… «o nosotros o el caos» aun con el riesgo de que, como en el conocido chiste gráfico, la alternativa trucada oculte que el caos también somos «nosotros».

Este tipo de estrategias polarizantes pueden ser tremendamente eficaces para la conquista del poder, especialmente cuando uno defiende la opción mayoritaria, o cuenta con más fuerza para imponer su posición, pero producen también efectos dañinos en la sociedad. Cuando la eficacia electoral se impone a la gestión de lo público y el mundo se divide en dos, sin alternativa posible, elegir es tomar partido y, en cierto modo, renunciar. Donde no hay verdades hay bandos. El pensamiento propio se va adaptando al de la tribu, que se convierte en la única unidad de medida, y se despierta una incapacidad congénita para reconocer en los propios lo que se denuncia en los otros. El juicio lo marca el ser o no ser «Uno de los nuestros» y una actuación determinada puede pasar de ser «la abominación de la desolación», «el conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno», a convertirse en una decisión brillante, toda una obra maestra de la estrategia, según de dónde venga.

Se agudiza la crítica hacia lo ajeno y se suspende el juicio hacia lo propio, con un doble rasero que justifica en los afines lo que no tolera en los adversarios. Siempre hay motivo para entender a «los nuestros» pero nunca para intentar comprender lo que hacen «los otros», aunque sea exactamente lo mismo. Así, se ocultan los defectos y se exageran las bondades de los nuestros, mientras se exageran los defectos y se ocultan las bondades ajenas. A la vez que se pide comprensión, ecuanimidad, en el juicio de lo propio, incurriendo en silencios clamorosos, se exige una interpretación literal, incluso contra el sentido común, de lo ajeno, que se acompaña con vistosos aspavientos. Se escoge lo más desproporcionado y ridículo del pensamiento ajeno, y eso cuando no se altera directamente su contenido, o se saca de contexto, para reforzarse en el propio. Incluso cuando se termina por reconocer lo sucedido, cuando no hay más remedio, siempre se acaba eximiendo de responsabilidad al culpable, «no hay delito, absolutamente ninguno, que no pueda ser tolerado cuando ‘nuestro’ lado lo comete», decía Orwell, ante la amenaza del otro (que puede ser un enemigo interior o exterior). Y cuando arrecia la crítica, siempre cabe recurrir al «ladrán luego cabalgamos» o al más actual «mi equipo no comete faltas, se las pitan».

«Se castiga al que trata de comprender al otro, mientras se rechaza cualquier tipo de acuerdo»

Primero el discurso y luego el juicio terminan instalados en la exageración y la batalla. Este catastrofismo apocalíptico dificulta todavía más el entendimiento y provoca que el fin, evitar el «infierno del mal», sea mucho más importante que cualquier irregularidad en el uso de los medios para conseguirlo. Esta es una forma de simplificación de la realidad que la acaba complicando y nos instala en realidades paralelas en las que desaparece toda posibilidad de diálogo. De este modo, se nos impide comprender que compartir objetivos no impide adoptar métodos distintos, como si la obligación moral de defender una causa justa eximiera de hacerlo de una manera inteligente.

Cambia la forma de pensar sobre las ideas que no coinciden con las nuestras, pero también sobre los que sostienen otras ideas. Primero hay que tomar partido por un equipo y, a partir de ese momento, solo importa ganar y derrotar al otro. En nombre de la tolerancia se abraza la «Tolerancia Cero» contra todo aquel que no coincide con nuestra forma de pensar. La verdad propia excluye a la verdad ajena y siempre es «el otro» el que miente o manipula la realidad. Se confunde al moderado con el equidistante, y a todos se cataloga como traidores a la causa. Se castiga al que trata de comprender al otro, mientras se rechaza cualquier tipo de acuerdo, que se presenta como prueba irrefutable de la ausencia total de convicciones. Y se obliga a los que nos rodean a elegir un bando, en una guerra cultural en la que solo hay dos.

El que abraza así la «fe verdadera», con una concepción religiosa de la política, castiga al tibio, desprecia al disidente, al que cree incapaz de entender la realidad, y asume que acabar con el enemigo es el único mecanismo para lograr la supervivencia de su visión, la única aceptable, de la democracia y la nación. Se cuestiona la legitimidad del otro bando para hacer política y se acaba justificando cualquier actuación para arrinconarlo, aunque ésta sobrepase el marco legal. Y así se alimenta una peligrosa forma de antipolítica, que parte de una afirmación compartida: «Ellos están dispuestos a todo, no podemos renunciar a jugar con sus propias reglas, aunque desgasten la democracia». Al romperse los caminos institucionales, el recurso al diálogo y a la justicia deja de estar operativo; y todo es una cuestión de fuerza. Así, la polarización es el paso previo al enfrentamiento, y cuando las emociones toman el mando se hace muy difícil el control, ni siquiera el de los algoritmos.

Y en esta batalla el relato siempre vence al dato, los eslóganes se convierten en «verdades» que se defienden con auténtica convicción, más fruto de la fe que del análisis reposado de la realidad, convertida en aquello que confirma nuestros puntos de vista y lo equivocado del punto de vista de los demás. La fe en la democracia termina sustituida por la democracia como acto de fe y de la democracia de las ideas se pasa a la democracia de las creencias, esas en las que uno está, en las que uno vive.

Patria o muerte

Entre todos estos mensajes binarios hay uno que destaca sobre los demás, convertido en lema oficial bolivariano: «Patria o muerte, venceremos». Se remonta a la época de los mambises, que, en los estertores del siglo XIX, se lanzaron a la manigua cubana al grito de «¡Independencia o Muerte!», hasta derrotar al ejército español. Desde entonces, el eslogan ha ido adaptándose a los tiempos: en 1960, tras la explosión de un barco durante la descarga de armamento en el puerto de La Habana, que dejó más de cien muertos, Fidel Castro lo reinventó por vez primera. En un discurso que empezaba señalando que no había más alternativa que la libertad o la muerte y tras unir a la patria el futuro de la libertad proclamó solemnemente: «¡Patria o Muerte!» (a la que días más tarde el propio Fidel añadiría su dosis de optimismo: «¡Venceremos!»). Este eslogan quedó grabado para siempre en la historia de la revolución cubana, recogido en la moneda de un peso, como si, ante la tragedia de «resolver» a diario, el Estado no pudiera más que recordar a sus súbditos que hay que hacer la patria, a pesar de los pesares, ya que la alternativa es mucho peor.

El grito ha sobrevivido a modo de analgésico ante la miseria económica y moral que el comunismo ha llevado allí donde se ha podido instalar. Son muchos los que, nostálgicos del comunismo e ignorando, que casi desde sus inicios era la Patria (revolucionaria) la que amenazaba la vida y la libertad, han repetido la frase como santo y seña de su revolución de salón. Y la evolución de la revolución, con la identificación de la patria con el socialismo, dio a luz al «Socialismo o Muerte», que terminaría convertido en «Comunismo o muerte» y al que también le surgieron imitadores como el «Patria Socialista o muerte», patentado por Chávez en Venezuela.

Patria y Vida

Pero hace unas semanas un grupo de cantautores cubanos, de la isla y la diáspora, «mandó a parar», ofreciendo una réplica a más de 60 años de propaganda revolucionaria con la grabación de «Patria y Vida», una canción que a ritmo de rap desnuda las miserias de la revolución. El régimen cubano, que siempre ridiculizado estas cosas como los juegos frívolos de la gusanera, ha respondido con sendos artículos, en el diario oficial del Partido Comunista, Granma y en el diario pseudooficial Cuba Debate; con reportajes en el noticiero nacional de la televisión; e incluso con actos de repudio de los más virulentos de los últimos tiempos. Hasta el propio Presidente Díaz-Canel y otros altos funcionarios del régimen, desde su cuenta de twitter, han respondido a estos jóvenes. Nunca unos versos pusieron en semejante compromiso a una «Revolución invencible».

La canción, convertida ya en himno generacional, cuadra poco con esa foto de familia del cubano traidor y adinerado, que la propaganda castrista no deja de alentar, aunque nunca se correspondió con la realidad del exilio y hace muchas décadas que dejó de resultar creíble para un pueblo que ya no puede contar con los dedos sus actos de FE (Familiares en el extranjero). Y esto es lo verdaderamente contrarrevolucionario: el carácter cultural de la propuesta. Desde sus comienzos, con la censura de PM (Pasado Meridiano) de Jiménez Leal, Castro dejó claro que la única cultura admisible en Cuba era la cultura revolucionaria, y ha perseguido cualquier manifestación cultural contra la revolución. Mantener la cultura alineada siempre ha sido una prioridad para las autoridades castristas que, en línea con la tradición comunista, no han dudado en alienarla ante cualquier indicio de «desviación ideológica» como la de escuchar a los Rolling Stones, e incluso a los Beatles. El momento álgido de esta persecución fue el juicio a Heberto Padilla, que supondría la caída del caballo de muchos intelectuales que aun miraban con cariño el «experimento comunista» de la isla caribeña. Recientemente, en medio de la pandemia, la seguridad cubana detuvo y condenó al rapero Denis Solís González, del movimiento San Isidro, acusado de desacato por sus poesías y canciones, provocando una reacción de solidaridad ciudadana que recorrió toda la isla y se convirtió en una muestra  del renacer de iniciativas cívicas, económicas, culturales, religiosas y políticas, que vive Cuba. Para muchos serán pocas y pequeñas, pero están llenas de pluralidad y creatividad. La vida nace siempre de lo pequeño.

«No hay patria sin vida, ni vida sin libertad»

En «Patria y Vida» se canta a la unidad de la Nación, formada por los que viven dentro y fuera de la isla, en original fórmula integradora que une la Isla y la Diáspora en un solo pueblo; a la libertad de expresión; el fin de privilegios y discriminaciones; la no violencia y el fin del abuso de poder; los salarios justos (en un momento crítico en que «en casa en las cazuelas ya no tienen jama»); la sustitución de la divisa extranjera (el ordenamiento monetario que ha profundizado las desigualdades cambiando «al Che Guevara y a Martí por la divisa»); la recuperación de la dignidad («pisoteada, (a) punta de pistola y de palabras que aún son nada»). A través de la música, en este caso, se reivindica que la patria no se hace con la marginación, la persecución o el exilio (“Quién le dijo que Cuba es de ustedes si mi Cuba es de toda mi gente»), sino que se construye uniendo a los distintos alrededor de lo que tienen en común.

«Patria y Vida» forma parte ya de la banda sonora de muchos cubanos, que ven reflejados en ella los principales problemas sistémicos que sufre el país y siente que su llamada a unir Patria y Vida es cargar de sentido su lucha por la libertad. Porque no hay patria sin vida, ni vida sin libertad.

En Cuba, desde hoy, cuando se oiga gritar «Patria o Muerte», en lugar de «Venceremos» muchos responderán, aunque sea en su fuero interno: «Patria, Vida y Libertad».

 

Publicado en theobjective.com