En la sociedad del espectáculo, los aniversarios, sobre todo cuando son redondos, son una buena excusa para resúmenes, revisiones históricas, e incluso alguna revelación sorpresa. Ahora que se cumplen 50 años del año que lo cambió todo, Josemaría Carabante se une a los que, como González Férriz o Joaquín Estefanía, han revisado en España los acontecimientos sucedidos alrededor del mundo en 1968 pero lo hace por un camino diferente, ofreciendo una biografía intelectual de lo sucedido. Desde el convencimiento de que, como había destacado Richard Weaver, “las ideas tienen consecuencias”, Carabante acierta al centrar su trabajo en estas ideas, en sus orígenes, su desarrollo y su evolución.
Y lo hace a través de un ensayo breve para un proyecto tan ambicioso como complejo, que le obliga a realizar un impresionante ejercicio de síntesis, en el que compagina el manejo crítico de la historia del pensamiento de los últimos 100 años, con profundidad y claridad didáctica, ofreciendo herramientas para reflexionar sobre nuestro presente a la luz de lo sucedido.
El 68 se suele describir como una acumulación de derrotas políticas, y una gran victoria cultural, de cambio social, y psicológica, que afecta a las actitudes de los individuos, llamada a dar fruto durante muchos años. Se olvida a menudo, al realizar este juicio sumario que, como señalaba Aron, entre sus objetivos se encontraba el “deliberado propósito de politizar la cultura y las aulas”, por lo que la victoria cultural fue también en gran medida una victoria política. De ahí que entre los logros de las revueltas estudiantiles se encuentren éxitos de naturaleza política como el otorgar visibilidad a ciertas desigualdades, como las de raza o género, la ampliación las perspectivas de desarrollo de la mujer y la entrada en la agenda política de asuntos como la ecología. Quizás la derrota se produce, sobre todo en el plano cultural, cuando, como apunta el autor haciendo referencia a Zizek, el capitalismo asume cómodamente algunas de las reivindicaciones del 68, como la flexibilidad, el consumismo, la maleabilidad de las identidades y el hedonismo, rasgos que hoy en día constituyen, lo queramos o no, los rasgos de nuestro sistema económico y social.
Tras un breve resumen de lo sucedido durante ese año con el fin de poner en contexto al lector, y que, debido a su carácter introductorio, no puede evitar caer en la breve enumeración de hechos, el ensayo realiza un recorrido intelectual en el que cada párrafo del libro es un ejercicio de concisión y de rigor. El análisis crítico de los orígenes filosóficos del terremoto presenta la Revolución del 68 como una revolución fundamentalmente antimoderna, irracionalista, hija de la filosofía de la sospecha, que denuncia los presupuestos de la Ilustración, aunque paradójicamente lo haga desde una posición de elitismo intelectualista, que hace depender cualquier intento de revolución de la fuerza de seducción de los intelectuales.
Entre las ideas que provocan y alimentan la acción en las calles encontramos la asunción de la importancia cultural del marxismo, en la que tanto contribuyó Gramsci, más allá del terreno económico; la exaltación freudiana del instinto frente a una cultura asociada intrínsecamente con la represión; el impulso de Marcuse al dotar de naturaleza revolucionaria al deseo sexual; el nihilismo vitalista de Nietzsche; y el influjo situacionista, que, a través de las obras de Debord y Vaneigem, introduce los elementos estéticos y lúdicos tan importantes para el éxito de las revueltas. El autor, que no abandona el análisis crítico en ningún momento de la exposición y ofrece, al final, como contrapunto la visión crítica de Raymond Aron, que no dudó en calificar lo sucedido en Mayo del 68 como “psicodrama”, una comedia revolucionaria, obsesionada con la crítica pero sin un modelo social alternativo.
La posmodernidad se presenta como un proyecto de liquidación de los principales dogmas de la modernidad: la razón, la verdad o el sujeto
A continuación, este libro agudiza aún más su perspectiva crítica para analizar a los hijos intelectuales del 68, aquellos que, como Deleuze, Derrida, Foucault o Lyotard, dieron forma filosófica a algunas de las principales tesis que habían acampado en la Universidad a finales de los sesenta. Todos ellos coinciden en adoptar la filosofía como parte inseparable de la política y reducen todo intento de comprensión de la realidad a la categoría de interpretación, convirtiendo la filosofía en una terapia emancipadora. La posmodernidad se presenta así como un proyecto de “liquidación de los principales dogmas en los que se sustentaba (la modernidad), como la razón, la verdad o el sujeto”, explica Carabante. La propuesta de estos supuestos herederos del 68, para quienes la cultura resulta ser “un producto azaroso, arbitrario”, es una “pluralidad de concepciones de vida y de valores, todos igualmente válidos en el universo del igualitarismo pluricultural”. Bajo esta óptica, la diferencia y la alteridad sustituyen a los grandes relatos y culturas.
No es de extrañar que, ante la desaparición de lo común que causa el juego de la “diferencia”, las instituciones se presenten como creaciones artificiales y arbitrarias y se entienda como instancias que limitan el desarrollo del yo individual, más inclinado a las identidades volátiles. El individualismo, mezcla de subjetivismo y narcisismo, se convierte así en el eje vertebrador de la posmodernidad. Eso provoca desarraigo en el individuo contemporáneo y un contexto cultural basado en “la indiferencia, la apatía cool y la trivialidad”, características de nuestra “Era del Vacío”, donde el acuerdo sobre el bien común, e incluso la comunicación imprescindible para alcanzarlo, se hacen mucho más difíciles por la identificación de lo privado y lo público, la fragmentación de intereses, y el realce identitario de las diferencias. No en vano el autor señala como “el liberalismo posmoderno y sus colorarios –el relativismo, la diferencia, el rechazo al poder, su espíritu anti-institucional, su minimalismo ético-“ se ha convertido en un credo transversal y unánime que, como han señalado Bell o Fukuyama, desdibujan las ideologías clásicas, convertidas en una mera agregación de intereses. Ante este panorama, Carabante prefiere finalizar su ensayo con un guiño a la esperanza que, en su brevedad, no puede ocultar cierto voluntarismo.
Sobrevolando todo este ensayo aparece uno de los debates políticos de fondo más relevante de nuestros días, la necesidad de la revolución
Lo más interesante de la obra del joven filósofo madrileño es que, junto al brillante ejercicio didáctico de dar a conocer un acontecimiento determinante de nuestra historia actual, el libro se plantea con una referencia continua al momento actual, iluminando el presente con las luces largas que aporta siempre el pasado. Carabante lo advierte desde el principio al señalar como en “los últimos años, a raíz sobre todo de la última crisis económica, ha regresado la mitología del 68 al escenario público y la arena mediática. Se ha perfilado una nueva cultura política contestataria, de estilo populista, que blande las consignas libertarias de entonces y que, al hastío de la juventud, añade ahora el descontento por las penurias y desigualdades provocadas por el último capitalismo, un componente que faltaba en los levantamientos estudiantiles”. De ahí que en esta biografía intelectual de la revolución, el acento en las similitudes entre lo ocurrido alrededor del mundo en 1968 y el momento actual, sean un elemento transversal permanente.
Los momentos, especialmente en el terreno económico, son diferentes. La crisis financiera global de 2008, en la que se sitúa el epicentro de la crisis social y política, contrasta con la satisfacción generalizada del año 68. La sociedad de la abundancia con la de la desigualdad. De ahí que en 1968 el consumismo y el aburrimiento provocado por el hastío existencial fueran señalados como grandes enemigos de la vida, y de la revolución, mientras que hoy es la falta de equidad el eje que articula del malestar social y alimenta su respuesta. Frente al “actúa como si no tuvieras futuro” que animaba entonces a apurar el presente, hoy nos encontramos con el efecto paralizante que provoca el miedo a un futuro peor.
Pero pese a las diferencias, ambas épocas coinciden en su afán por reivindicar nuevos valores y plantear estilos de vida alternativos. En las bases de estos deseos de cambio destacan como presupuestos básicos “el subjetivismo, la importancia concedida a la diferencia, la tendencia individualista, el recelo ante la verdad, hacia los criterios normativos o las jerarquías”, que hoy se presentan como presupuestos del debate sobre los que no cabe discusión. El autor alerta de esa paradoja que encierra el pluralismo relativista, pues tiende a “imponer formas de vida y valores que, al normalizarse, dilapidan el pluralismo a través de una poderosa coacción homogeneizadora, y amenazan con erradicar todo aquello que se niega a amoldarse a su supuesto discurso emancipador”.
En este punto Carabante no rehúye el debate intelectual y señala las incongruencias y las dificultades de construir un modelo político sobre una base cultural que rechaza expresamente los fundamentos intelectuales sobre las que se construye el Estado Moderno. No en vano ese interés común por vías informales y alejadas de los focos de poder, con un componente artístico, fundamentalmente contestatario, más dirigido a buscar el cambio social por caminos alternativos que conquistando el poder en las urnas, fue una de las causas por las que fracasó el 68 a la hora de construir una opción política, aunque su influencia en el campo de los valores y la cultura hayan condicionado la agenda de la política de manera clara desde entonces.
En los últimos años, a raíz sobre todo de la última crisis económica, ha regresado la mitología del 68 al escenario público y la arena mediática
Sobrevolando toda este ensayo aparece uno de los debates políticos de fondo más relevante de nuestros días, la necesidad de la revolución. Es difícil no plantearse hoy, como en el 68, la desconfianza en el sistema, y dudar de la capacidad de reforma mediante el consenso y el diálogo propias de la democracia. La alternativa es plantear una enmienda a la totalidad del sistema, apartase de la dinámica institucional y recelar de la democracia liberal. Este debate a su vez está impulsado por el rechazo a la autoridad y a las normas, junto con las instituciones, porque supuestamente coartan las libertades personales. Todo ello se refleja en el carácter amorfo de la respuesta política de la sociedad, sin portavoces, sin rostros, sin interlocutores, y sin fuerzas políticas capaces de capitalizar la agitación social.
Así se ha trasladado el centro de la discusión de las instituciones a la calle, llegando incluso a cuestionarse el papel mediador de la opinión pública. La apuesta por la visualidad y el efectismo que inauguró el 68, que ajustó su actuación a “la lógica de la sociedad de la imagen”, anticipó el uso político de las tecnologías de la información propias de la sociedad del espectáculo e incorporó como parte de las tácticas subversivas nuevos elementos -el juego, la parodia o el arte- sustituyendo batalla de la “lucha de clases” por la “del tiempo libre”. Pero también hoy se nos plantea hasta qué punto la reivindicación de la estética frente a la ética y la obsesión por la crítica, sin ánimo constructivo, supone una renuncia expresa a un programa, a un diseño social alternativo.
En la actualidad estamos viendo cómo la política abandona el ideal liberal en el que las instituciones actúan de manera independiente y se sumerge en un proceso que, como se indica en estas páginas, “convierte la lucha política en una guerra cultural, y que expande los conflictos ideológicos de un modo tan virulento que ni siquiera la vieja concepción de la lucha de clases había podido prever”. La batalla cultural se traduce en una batalla política entre la legalidad constitucional y su negación revolucionaria, la reforma paulatina de las instituciones y las mejoras dialogadas, consensuales y realistas, frente al utópico cuestionamiento integral del sistema. La concepción de la política como el arte de la moderación que permite lidiar con las imperfecciones humanas y la contingencia de la historia frente a una concepción abstracta y soñadora de la misma que esboza en el laboratorio académico el orden social perfecto y solventa teóricamente todas las injusticias. Hoy como ayer, asistimos a la lucha entre la democracia liberal e ideas cercanas a las ideologías totalitarias que, en nombre del pueblo, prescinden del respeto por las instituciones y las libertades ciudadanas.
Si algo queda claro tras la lectura de “Mayo del 68. Claves filosóficas de una revuelta posmoderna” es que en esta guerra aún es muy pronto para declarar el bando ganador. El impacto cultural y psicológico del 68 no fue automático y fue necesario que la generación que protagonizó las revueltas y su individualismo ideológico fueran reemplazando los valores de la generación anterior. En el camino fueron quedando algunos sueños y una buena parte del ímpetu revolucionario. Los sueños se enfrentan, tras la euforia, con el ineludible despertar, descubriendo que lo onírico es siempre algo efímero y que se puede volver pesadilla en su contacto con la realidad. Aún es pronto para saber si la situación actual supone la resaca, la culminación o un simple rebrote del momento estudiantil del 68 a manos de una nueva generación, o, por el contrario, es el inicio de una época revolucionaria destinada a cambiar el mundo para siempre. Tal vez tengamos que esperar otros 50 años para saberlo.
El 13 de marzo de 2013, el Cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio se asomaba a la Logia de las Bendiciones de la Basílica de San Pedro. Bergoglio, que había llegado a Roma como un Cardenal al borde de la jubilación, poco conocido fuera de los ambientes argentinos y los ambientes eclesiales, acababa de ser elegido como cabeza de la Iglesia Católica.
Su primera “puesta en escena”, una intervención de menos de diez minutos iba a definir su papado y marcar el destino de la Iglesia durante el mismo. Una identificación de la jerarquía como servicio, el amor a la Iglesia más allá del protagonismo personal y una visión optimista, que solo justificaba la confianza en Dios, ante una situación llena de dificultades.
Desde entonces el Papa Francisco se ha convertido en un actor protagonista de la escena mundial. Ese mismo año Francisco era el líder mundial más buscado en Google, y desde entonces sus cuentas en Twitter, heredadas de Benedicto XVI, superan los 50 millones de seguidores y sus mensajes alcanzan unos niveles de interacción inéditos para un personaje público, logrando ese milagro de la viralidad que consiste en que se distribuyan con éxito incluso textos apócrifos. Elegido como la persona del año por distintas publicaciones, en la era de la desconfianza su estilo de liderazgo se estudia con detalle y hasta los jóvenes lo han adoptado como una referencia.
APERTURA Y LIDERAZGO
Cuando Francisco llegó al Vaticano, hace cinco años, la Iglesia atravesaba un complicado momento histórico. Se enfrentaba por igual a la irrelevancia externa y a crisis internas. Su presencia en los medios se contaba por escándalos. Como el del IOR, las filtraciones internas conocidas como el “Vatileaks”, los escándalos de pederastia… Consecuencia o no de lo anterior, la renuncia de Benedicto XVI, había desconcertado al pueblo católico, abriendo una reflexión de una parte importante de la opinión pública y de los medios de comunicación, sobre el papel de la Iglesia en el mundo y el lugar del papado en el siglo XXI.
Enfrente las teorías conspiratorias, que ven la pérdida de influencia de la Iglesia como el resultado de una confabulación entre los distintos poderes del mundo (NOM) que encuentran en la Iglesia el último obstáculo para imponer su agenda oculta, y que ven los medios como aliados privilegiados de esta conspiración.
A esto se unían las teorías derrotistas, que constatando la pérdida de importancia social y cultural de la Iglesia, parecían optar por el aislamiento como única forma de garantizar la supervivencia.
Consciente de la situación el cabeza de la Iglesia católica optó por la evangelización, “dar a conocer la fe en Jesucristo y las virtudes cristianas” (RAE) convencido de que la Iglesia católica puede contribuir con voz propia a los problemas globales del mundo actual (que en ocasiones se habían contemplado como algo ajeno, cuando no directamente opuesto, a la temática y los enfoques tradicionales de la Iglesia católica).
Francisco dejó claro desde el principio su voluntad de liderazgo denunciando que una Iglesia que no sale, en la atmósfera viciada de su encierro, enferma de autorreferencialidad, una especie de narcisismo que “conduce a la mundanidad espiritual y al clericalismo sofisticado”.
El Papa adopta una visión valiente, de apertura, sin miedo al choque entre las visiones y los valores de la Iglesia y los de una sociedad compleja y plural, pero ante esta alternativa prefiere “mil veces una Iglesia accidentada que una Iglesia enferma», y ha dejado buenas muestras de ello.
Francisco cree que la Iglesia puede aportar mucho a esta sociedad en la que la fe ya no es un presupuesto obvio de la vida en común, y es consciente que para hacerlo tiene que crecer y fortalecerse por dentro. Una opción por la reforma que ha elegido la comunicación como vía más eficaz para hacerla realidad.
LA COMUNICACIÓN COMO HERRAMIENTA ESTRATÉGICA
Como señala Austen Ivereigh, Francisco no es solo un gran reformista (reformer); es un gran “reframer”, o precisamente ha entendido que para reformar en la sociedad de la información no hay vía más eficaz que confiar en el poder transformador de un nuevo relato. Y lo ha hecho provocando un cambio de perspectiva, rompiendo con el encasillamiento habitual en el que cualquiera dentro de la Iglesia debe situarse en una batalla simplista entre conservadores y progresistas.
El Papa entiende, como Francisco de Vitoria, que formar parte de la humanidad y comunicarse con todos los seres humanos son dos caras de la misma moneda. Su comunicación parece brotar de un deseo imperioso de hacerse entender. Consciente que el éxito de la comunicación depende, en buena parte, de encontrar tierra abonada. Construye su comunicación para un público en el que la cultura católica se va perdiendo y muchas de las referencias tradicionales, palabras, referencias, hoy resultan incomprensibles para el público mayoritario, también muchas veces entre los propios católicos. Parece haber interiorizado las palabras de Benedicto XVI que alerta a los cristianos que “se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no solo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado”.
Lejos de quedarse a la espera del próximo escándalo del que defenderse Francisco tiene una agenda clara para la Iglesia católica y la impulsa de manera proactiva. Es una agenda de reformas no improvisadas, fruto de años de trabajo y reflexión, que aparece perfilada en el documento de Aparecida, en cuya redacción participó activamente y que incluye como prioritarios, la cultura del descarte, el cuidado de la tierra, la periferia, geográfica y social… Sin dejar de abordar temas de la enseñanza de la Iglesia como la defensa del no nacido, los peligros de la secularización o la llamada a la conversión y a la autenticidad evangélica.
Sus mensajes son claros, y apelan a todo el mundo, con una visión trascedente o no de la vida, católicos o no católicos. A todos ellos les habla de lo que nos une, de lo que tenemos en común, sin renunciar, pero sin poner el acento en temas en los que una parte considerable de los católicos ya no viven, como los relacionados con la moral sexual o matrimonial de la Iglesia, evitando, con su mensaje integrador, reforzar el sentido de orfandad de estos, o abocarlos a una doble moral destructiva.
Una agenda que quizás no se identifica con el pensamiento conservador, pero que aborda desde una visión tradicional. Por poner un ejemplo su firme voluntad de reforma de los usos y costumbres clericales y eclesiales, que no forman parte de la Tradición de la Iglesia, bebe de referencias clásicas del catolicismo como el Catecismo de la Iglesia Católica.
Como consecuencia la gran atención generada por el nuevo Papa, se ha traducido, en un cambio de marco, un enfoque diferente, poco habitual al tratar asuntos de la Iglesia, un voto de confianza hacia su ministerio y hacia el mensaje de la Iglesia. Una visión en la que prima la propuesta frente a la protesta, la alegría frente a la tristeza y el pesimismo, con el que habitualmente se asociaba la propuesta católica en los medios de comunicación.
En estos cinco años Francisco se ha convertido en un transmisor del mensaje de la Iglesia, que ha vuelto a ocupar las portadas de muchos medios de comunicación con propuestas concretas para la sociedad. Algunos le reprochan que la contundencia del mensaje no se ha visto reflejado en las anunciadas, sin reparar en que incluso en la sociedad de la inmediatez los cambios culturales y organizacionales requieren ir asentándose y contar con el soporte institucional e incluso logístico, y en el camino recorrido no han faltado resistencias internas, que han protagonizado las críticas más virulentas.
SUAVITER IN MODO
Su estilo comunicativo, la forma y los canales utilizados, se han revelado como aliados indispensables de este uso estratégico de la comunicación, proporcionándole un hueco entre las noticias del día y, lo que es más importante, despertando la curiosidad y la atención de la opinión pública de todo el mundo.
Consigue, algo que en la economía de la atención es un tesoro, casi magia: dirigir la atención a lo esencial a través de gestos y lenguaje, sin caer en el show, lo accidental. Francisco favorece la atención a lo esencial, evitando así que lo “secundario” ocupe el lugar de lo “sustancial”. Algo que el mismo ha resumido con acierto en la expresión: “No darle tantas vueltas al Evangelio”.
Sus gestos mandan mensajes claros. Consciente del significado de sus acciones simbólicas, el Papa no desaprovecha ocasión para enviar mensajes a través de sus acciones que sin ser accidentales, conservan el aroma de la autenticidad, tan necesario para generar confianza.
Su autenticidad es fruto de la integración de signos, gestos y palabras, una gran capacidad comunicativa y una insólita cercanía a los oyentes, con independencia de su origen, cultura, credo o posición social.
Desde la elección de su nombre, Francisco, el Santo de los pobres, el Papa ha cuidado sus gestos, consciente de su potencial comunicativo. Su aparición en el balcón con la sotana blanca, sin la tradicional muceta roja; sus famosos zapatos de cordones, que le enviaron de la zapatería bonaerense donde los había dejado a reparar; la elección como lugar de residencia de Santa Marta, donde se alojan a diario decenas de personas que trabajan en el Vaticano, celebrando allí a diario la Santa Misa y compartiendo el comedor con las personas allí alojadas, en lugar de los tradicionales Palacios Apostólicos…
Signos como la elección de Lampedusa como su primer viaje fuera de la Península Itálica, el báculo de madera de cayuco y el uso de una patera como altar; la exigencia de vehículos sencillos para sus desplazamientos, a pesar de las residencias de sus anfitriones internacionales; el empeño en subir y bajar del avión con su propio maletín en sus viajes; el lavatorio de pies en una cárcel de jóvenes en la celebración del Jueves Santo; o la comida con los trabajadores del Vaticano, son solo algunas muestras de la importancia que la imagen tiene en la comunicación del Papa.
El Papa no necesita intérprete, tiene el don de la plasticidad lingüística, la difícil virtud de materializar lo abstracto. De explicar la riqueza y complejidad de la fe con mensajes gráficos, claros y directos, en los que utiliza palabras sencillas, coloquiales, sintéticas e intuitivas, basadas en imágenes de gran plasticidad, como balconear o licuar la fe, que no pueden ser casuales, y metáforas que ayudan a captar la profundidad del mensaje evangélico: el olor de las ovejas que deben tener los sacerdotes, como el buen pastor; o las lágrimas del sufrimiento, que son como lupas que permiten que el hombre se vea al lado del Señor; parábolas modernas, storytelling con copyright eclesial que se remonta al siglo I, que vuelven su mensaje más cercano y comprensible y alcanzan los titulares en todo el mundo.
Además de una atención continua de los medios de comunicación, Francisco ha innovado en los canales de comunicación tradicionales en el papado. Más allá de su éxito en Twitter, ya señalado, su homilía diaria en Santa Marta, con la ayuda del vídeo, ha logrado una repercusión mediática y eclesial inusitada convertida en fuente habitual de titulares y alimento de las homilías de sacerdotes en todo el mundo especialmente en América. La entrevista, personal o en grupo, sin guiones previos, sin acuerdos ni revisiones, “a pecho descubierto”, también se ha convertido en un canal de comunicación extraordinario, y poco habitual en sus antecesores. Entrevistas personales en las que habla con cercanía y credibilidad, o sus esperadas entrevistas en grupo a bordo del avión con los medios de comunicación que han participado en el viaje, que por su espontaneidad y apertura a cualquier pregunta, son observadas con lupa, convertidas en un género propio. Ambas, a pesar de haber provocado más de una polémica, se han revelado como instrumentos con una gran capacidad de crear agenda.
DESDE SU PROPIA VIDA
Francisco se define por sus gestos y sus palabras, pero también por su vida. Una historia personal, una vida muy rica, una personalidad en la que aquellos que lo conocen desde mucho antes de llegar a Roma destacaban la austeridad, su cercanía y que se adapta de maravilla a estos tiempos. Una visión del mundo en el que pesa mucho la impronta latinoamericana, que le permite conocer los problemas y afrontarlos con un estilo propio.
El Papa actúa así porque es así. No finge, no interpreta un papel para transmitir una enseñanza. Actúa como es y su ejemplo arrastra. Su actuar es consecuencia de su ser. Su historia personal se hace vida en el día a día, y se vuelve comunicación. Se trasluce una gran coherencia entre lo que piensa, lo que dice, lo que hace y lo que vive. Recuerda ese consejo que San Francisco de Asís daba a sus hermanos: “Predicad el Evangelio y, si fuese necesario, también con las palabras”.
Las palabras de Francisco se plasman en sus obras. Por ejemplo, si habla de cercanía con los que sufren y abraza a los enfermos al final de su audiencia, a continuación manda al Limosnero del Papa a repartir su ayuda a Lampedusa… Su enseñanza va siempre de la mano del ejemplo convencido de que el mundo está más necesitado de testigos que de maestros; y solo aceptará a los maestros en la medida en que sean testigos.
CINCO LECCIONES DE CINCO AÑOS
Al contemplar estos cinco años de vida pública del líder de la Iglesia católica existen dos tentaciones, la de considerarla como un fenómeno peculiar de un ecosistema católico, ajeno a nuestro día a día, o como algo propio de una persona excepcional y, como tal, inevitable. Sin embargo, pienso que de lo expuesto podemos extraer algunas de lecciones válidas para la comunicación de cualquier personaje público.
Francisco puede servir de modelo a muchos líderes que viven inmersos en un mundo en cambio permanente y buscan como transformar sus organizaciones para que sigan manteniendo su razón de ser.
Podemos aprender de su concepción estratégica de la comunicación como herramienta de transformación social. Como recordaba Antonio Spadaro, tras entrevistarle “para el Papa Francisco comunicar es una exigencia” y pone a la organización frente a la necesidad de la comunicación del mensaje cristiano y de la vida de la Iglesia. Y lo hace con transparencia y valentía, superando el error del silencio, más propio de otros tiempos y que dio pie a muchas incomprensiones, a ataques indiscriminados hacia la Iglesia y a falsas acusaciones que han cuajado en una parte importante de la opinión pública.
La iniciativa, que le permite marcar la agenda de la conversación global con sus acciones, en lugar de ir a remolque, es otra de sus lecciones.
Otra sería la combinación entre profundidad y sencillez, ya señalada, que hace posible con la combinación del enfoque gráfico, imprescindible para comunicar en el siglo XXI, con el planteamiento profundo de temas de fondo.
También podemos aprender de la necesaria autenticidad, que se refleja en la coherencia entre lo que piensa, lo que dice, lo que hace y lo que vive. Vive lo que dice y con la comunicación amplifica sus efectos para lograr arrastrar con este ejemplo.
En tiempos de liderazgos contestatarios, centrados en el rechazo y la generación de resentimiento, Francisco nos enseña que comunicar bien significa sembrar esperanza aun a veces en medio del dolor.
En los últimos tiempos, en torno a términos como fake news (noticias falsas o falseadas) y posverdad se habla de la desvinculación de política y verdad como un efecto directo del impacto de la tecnología en la democracia. Esta influencia, que de momento se concentra en torno a las urnas, va mucho más allá de la influencia en la toma de decisiones de los ciudadanos y afecta otros elementos esenciales para la democracia.
La relación entre verdad y democracia no ha sido nunca fácil. No se trata sólo de que la política democrática considere aceptables ciertas dosis de mentira en pro de un valor superior, la libertad de opiniones. También los regímenes autoritarios tienen poco respeto por la verdad, porque no admite ser manipulada. Como apunta Hannah Arendt: “Vista con la perspectiva de la política, la verdad tiene un carácter despótico. Por consiguiente, los tiranos la odian, porque con razón temen la competencia de una fuerza coactiva que no pueden monopolizar, y no le otorgan demasiada estima los gobiernos que se basan en el consenso y rechazan la coacción”.
Si bien Aristóteles nos advertía que “la palabra es el fundamento de la práctica política”, la sacralización fetichista de las palabras ha constituido siempre el más cómodo mecanismo utilizado por los antidemócratas para, desde la mixtificación previa de la realidad, transformar luego, espuria e interesadamente, la lógica de la democracia en un razonamiento político esperpéntico. Los regímenes totalitarios son los que mejor han entendido que el que controla la semántica controla la realidad, y así lo resumía Stalin: “el arma esencial para el control político será el diccionario”, no en vano el principal medio de comunicación oficial del régimen soviético se llamaba precisamente Pravda (la verdad).
Existe toda una tradición en esa misma línea, comenzada por Platón, que justifica la necesidad de que el gobernante mienta al pueblo sobre los fundamentos de la vida común, por el propio interés del pueblo, como una exigencia ineludible de la vida en democracia. Ante la dificultad de conocer la verdad, y de buscarla, se crea una falacia por la que todas las ideas son igual de válidas y por tanto de verdaderas, independientemente de su conexión con la realidad. De esta manera la ausencia de la verdad se presenta como base del nuevo pacto social y fundamento de la democracia. Sólo si la verdad no existe podremos entendernos. La verdad se presentaría como un obstáculo para la convivencia y las categorías de verdad y mentira serían, desde esta perspectiva, peligrosamente totalitarias.
En la sociedad del conocimiento la información es la materia prima fundamental de la democracia; no es un elemento accesorio o nocivo sino que forma parte esencial de la misma
En tiempos de representación todo el edificio democrático se apoya sobre la opinión pública, opinión que para ser tal debería ser verdaderamente autónoma y del público, y sobre la formación de esta opinión pública impacta especialmente la verdad.
En la sociedad del conocimiento la información es la materia prima fundamental de la democracia. La comunicación no es un elemento accesorio, o incluso nocivo, para la democracia sino que forma parte esencial de la misma, hasta el punto de que la representación política sólo es explicable desde la publicidad (Habermas), “la traducción a nivel político y parlamentario de la opinión pública burguesa concebida como producto de la discusión entre particulares en el seno de la sociedad” (De Vega).
Las amenazas tecnológicas
En un mundo en el que las técnicas de la comunicación permiten una manipulación de sentimientos, comportamientos, actitudes y formas de pensar, la opinión pública, como último criterio definitorio de la verdad democrática, sufrirá también un importante deterioro. Aunque Aristóteles en su Retórica señalaba como “pertenecen al mismo arte lo creíble y lo que parece creíble”, la verdad juega en desventaja. Definida por Covarrubias como la adecuación de la información transmitida con la realidad, “la relación, oral o escrita, de la verdad y la justicia de algún negocio o caso”.
La verdad sería básicamente una, la reproducción íntegra de la realidad, mientras que las mentiras podrían tener infinidad de versiones, tantas como visiones deformadas de una realidad. A esto se añadiría que la información falsa tiene mucha más probabilidad (70%) de ser compartida que la verdadera.
A esto contribuye la tecnología. Aunque esta ofrece grandes oportunidades a la democracia no podemos ocultar los peligros que se plantean, hacerlo supondría caer en una actitud reduccionista y, como tal, falsa.
La creación de nuevas desigualdades, en torno a la brecha digital, motivada por aspectos como la edad, la raza y la educación; el aumento de control de las libertades individuales; la mayor concentración, que oculta el fin de la intermediación, y que ha sustituido la de los medios tradicionales por la de plataformas sociales y buscadores y que permite silenciar sistemáticamente a grandes sectores del público en el debate público; o el bajo compromiso que produce la participación a través de herramientas tecnológicas y que no conllevaría una auténtica involucración ciudadana. Son algunos de los riesgos que la tecnología plantea a la democracia.
La desvinculación entre democracia y verdad se plantea como un efecto directo del impacto de la tecnología en la sociedad y uno de los grandes peligros para la democracia
A estos se une la desvinculación entre democracia y verdad, que en los últimos tiempos se plantea como un efecto directo del impacto de la tecnología en la sociedad y uno de los grandes peligros para la democracia contemporánea, provocando que incluso aquellos que inicialmente minimizaron su influencia hayan pasado a reconocerla.
La democracia requiere una base de racionalidad, que se realiza y se expresa principalmente en el diálogo parlamentario, en la que radica el último fundamento y la mayor grandeza de la democracia representativa, conforme a la cual la democracia bien podría ser definida como un enorme diálogo. Este diálogo requiere de un lenguaje común ya que como advertía Thomas Hobbes en Leviatán: la lengua es para los seres humanos el principal principio organizador y sin ella “no ha existido entre los hombres ni comunidad, ni sociedad, ni contrato, ni paz, como no los hay entre los leones, los osos y los lobos”.
El problema surge cuando este diálogo se desarrolla en un lenguaje político, que Pedro de Vega caracterizó como “mandarinesco”, cargado de ficciones desvirtuadoras de las realidades más evidentes. La política convertida en una lucha por la apropiación del lenguaje, va alejando a este de la realidad y provoca la tan denunciada como peligrosa separación entre gobernantes y gobernados.
Esto también favorece la suplantación absoluta del discurso político racional por la seducción emotiva de una retórica falaz, que puede conducir a conculcar en su núcleo más profundo el sistema de valores y principios en los que fundamentó su grandeza la democracia representativa. El predominio de la imagen, que suele abstraerse del contexto y ofrecerse sin matices, inclina la balanza entre razón y corazón, hacia el lado del sentimiento. La democracia sentimental, que ha hecho a algunos autores lamentarse por lo que consideran el fin de la ilustración. La sociedad es cada vez más voluble y más sentimental y esta mutabilidad fomenta la búsqueda de la satisfacción inmediata, que lo quiere todo y ahora, y provoca que los actos se midan exclusivamente por sus consecuencias inmediatas.
El emotivismo, en expresión del filósofo escocés MacIntyre, que asume “que las diferentes elecciones morales carecen de todo fundamento que no sea algún tipo de emoción. Ello – continua el pensador- determina la imposibilidad de dar razón de dichas elecciones, por cuanto éstas -careciendo de fundamento racional- serían, de hecho, injustificables por arbitrarias. Consecuentemente, el debate sobre temas éticos no podría jamás llegar a conclusiones definitivas y sería, por lo tanto, estéril”.
La espectacularización amenaza la democracia: la política se convierte en espectáculo y el político en objeto de consumo, obligado a actuar 24 horas al día, siete días a la semana
La política se convierte en espectáculo y el político en objeto de consumo, “un artefacto de la subcultura de masas (…) obligado a actuar 24 horas al día, siete días a la semana: contar un relato, influir en la agenda de los medios, fijar el debate público, crear una red, es decir, un espacio para difundir el mensaje y hacerlo viral…” La espectacularización también amenaza la democracia, al ir desgastando la credibilidad de los actores políticos, la dependencia del pulso político de los grandes eventos de masas, como elecciones decisivas o manifestaciones y la apelación constante a una retórica de ruptura y cambio, que contrastan con la gestión diaria de la política y provocan la fragmentación de la ciudadanía.
Esta fragmentación, favorece el aislamiento de los políticos, ,“post-truth politicians”, que desarrollan su labor en sociedades democráticas con esferas públicas robustas pero que operan dentro de una realidad paralela retroalimentada por medios de comunicación disminuidos debido a la fragmentación de la conversación y condiciones económicas que les terminan convirtiendo en extensiones de un reality en el escenario de la postpolítica. Esta fragmentación del sentido de comunidad y el principio de legitimidad que sostiene los gobiernos centralizados produce efectos como el cyberapartheid y cyberbalkanization o los ciberguetos; acelerando la polarización de la política; y haciendo más rudo el debate público.
La volatilidad es otra de las consecuencias de los cambios en la información que afectan a la democracia. Además de los problemas que esto genera a la hora de predecir resultados electorales, la población es cada vez más impulsiva a la hora de tomar decisiones, de salir a la calle, de pedir cambios legislativos o demandar fuertes cambios sociales y esto dificulta la elaboración y adhesión a políticas públicas que, además de reflexión, requieren tiempo para ser exitosas.
Junto a estos efectos, que inciden directamente en la democracia, la consecuencia más relevante de “una constante y total sustitución de la verdad de hecho por las mentiras no es que las mentiras sean aceptadas en adelante como verdad, ni que la verdad se difame como mentira, sino más bien que el sentido por el que nos orientamos en el mundo real -y la categoría de la verdad versus la falsedad está entre los medios mentales para alcanzar este fin- queda destruido” (Arendt). Frente a esto, como denuncia Fernando Vallespín, la reacción “no se traduce en la búsqueda de la verdad, sino todo lo contrario”, que lleva a los ciudadanos a acercarse con muchas reservas al debate político, cuando no a permanecer al margen del mismo.
Al presentarse la verdad como el fruto del consenso y situar a cada uno como medida de la misma se imposibilita el diálogo, basado en el conocimiento de los hechos y en el convencimiento en la existencia de la verdad, y se pone en peligro la convivencia. Si alguien está convencido de algo, está convencido de que si eso es verdad no es porque él lo diga, sino porque otros seres racionales también pueden conocerlo. La mística de “mi verdad”, lejos de permitir el diálogo lo convierte en una representación falsa, sin contenido. Cada persona se construye su universo ético particular y se pierde primero la unicidad del lenguaje, y las referencias comunes después, desapareciendo esa base común (common ground) imprescindible para el diálogo.
Un acuerdo sobre la existencia de la verdad y la posibilidad de alcanzarla vuelve a ser el fundamento indispensable de una verdadera democracia
Dialogar deja de ser una búsqueda mancomunada, cooperativa de la verdad, pues ésta es inalcanzable y, de manera práctica, inexistente. Para que exista el diálogo es necesario que lo que uno propone en forma de opinión se proponga con una pretensión de verdad, y que se esté dispuesto a escuchar, exponiendo la opinión propia a la eventual mayor racionalidad o verdad de la contraria. Nada de esto es posible si se niega la capacidad natural de la razón de encontrar la verdad.
“El relativismo, templado por la razón, acaba con la razón puesta al servicio del nihilismo absoluto” 1. “Si no existe una medida racional desde la que se justifiquen o evalúen nuestras inclinaciones subjetivas –un telos objetivo-, éstas quedan despojadas de un referente, más allá de la satisfacción de los deseos del sujeto” 2. Si no existe una verdad sobre el bien y el mal, la democracia se convierte inevitablemente en una provisional convergencia de intereses opuestos, un juego de suma cero, con bandos opuestos, en el que sólo hay un ganador posible. Con una consecuencia; cuando se confrontan dos intereses y ninguno de ellos puede apelar a una razón universal, a la verdad, acaba por prevalecer el interés del más fuerte, a través de la guerra, aunque sea de posiciones.
La posverdad amenaza de manera seria la democracia. Si bien es cierto que la mentira forma parte estructural de la política, hasta muy recientemente su papel en la conformación de la opinión pública se veía compensado por otros elementos como la diversidad de actores políticos, la defensa efectiva del derecho a la información y el papel de los medios de comunicación, que permitían mantener un equilibrio imprescindible para el desarrollo de la democracia. El impacto de la tecnología, y su transformación de las lógicas comunicativas, rompe en gran medida estos equilibrios, poniendo en cuestión una serie de pilares democráticos.
Las estrategias de desinformación inciden no sólo en la capacidad de distribución, sino también en el tiempo de la misma, la sentimentalización de las decisiones políticas, la fragmentación de la opinión pública, la creación de esferas públicas paralelas polarizadas, y su consiguiente polarización, la ausencia de referencias informativas válidas y la creación de un clima de sospecha general que pone en cuestión el papel de la verdad, aumentando el cinismo y la apatía entre los ciudadanos. Todo esto pone en peligro la democracia más allá de los periodos electorales.
Un acuerdo sobre la existencia de la verdad y la posibilidad de alcanzarla vuelve a ser el fundamento indispensable de una verdadera democracia. Como señalaba Claudio Magris: “Muchas cosas dependerán de cómo resuelva nuestra civilización este dilema: si combate el nihilismo o lo lleva a sus últimas consecuencias.” Hoy más que nunca la verdad, como componente esencial para la formación de la opinión pública, más que una obligación moral (Kant) es una necesidad política, un requisito indispensable de la democracia.
Notas
1Marco, J.M. (2005): “La política como servicio público” en Alfa y Omega, número 472.
2Simón, F. (2017): Entre el deseo y la razón. Los derechos humanos en la encrucijada. CEPC. Pág. 20
Bibliografía
Arendt, H. (1993): “Verdad y política”, en Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política. Península, Barcelona. Arias Maldonado, M. (2016): Democracia Sentimental: política y emociones en el siglo XXI. Página indómita. Aristóteles (1985):La Retórica. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid. Covarrubias, S. (1674) Tesoro de la lengua castellana o española, 1611. Edición de 1674, con adiciones de Noydens. Madrid: Melchor Sánchez [impresor]. folio 77v. De Vega, P. (2017) “Significado constitucional de la representación política” en Obras escogidas de Pedro de Vega” (ed. Rafael Rubio), Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (CEPC). Habermas, J. (1999): “Tres modelos de democracia. Sobre el concepto de una política deliberativa” en La inclusión del otro. Paidós, Barcelona. Kant, I. (2010): Fundación de la metafísica de las costumbres, Encuentro, Madrid. Magris, C. (2001): Utopía y desencanto. Historias, esperanzas e ilusiones de la modernidad. Anagrama. MacIntyre, A. (2001): Tras la virtud. Crítica, Barcelona. PlatónLa República. Centro de Estudios Constitucionales. Madrid. Simón Fernando. (2017): Entre el deseo y la razón. Los derechos humanos en la encrucijada. CEPC.
En estos tiempos de fragmentación no basta con la gestión eficaz: hay que ofrecer proyectos
Vivimos en un mundo fragmentado. No es la posverdad sino la información a la carta la que está desgastando el sentido de comunidad y el principio de legitimidad que sostiene a los Gobiernos democráticos. Se produce así una fragmentación que polariza la política y crispa el debate público. En ese contexto, la intermediación política se convierte en una profesión de riesgo, y cualquier opción independiente parte con ventaja en el nuevo escenario político. Los partidos políticos se debaten entre adaptarse a esta realidad fragmentada, con soluciones segmentadas y una oferta política personalizada, o intentar liderar nuevas formas de agregación social. Del acierto en esta decisión depende en gran medida su supervivencia. Aunque actualmente se encuentra en una posición privilegiada, el Partido Popular no es ajeno a esta disyuntiva.
El primer reto al que se enfrenta es su irrelevancia en el País Vasco y Cataluña (donde vive el 20% de la población); una irrelevancia, además, que amenaza con hacerse permanente. En el mismo plano, aunque en una medida mucho menor, se encuentra la población urbana que vive en municipios de más de 50.000 habitantes (más de la mitad de la población española), y que durante la crisis ha visto reducido su poder adquisitivo y limitadas sus expectativas de bienestar futuro.
En las últimas elecciones un buen número de jóvenes dudaron entre PP y Ciudadanos, al que muchos ven como más cercano a sus intereses
El segundo reto son los jóvenes, millenials o nativos digitales. Una población decreciente (suponía un tercio del censo a principios de siglo y ahora ronda el 20%), que se siente la gran perjudicada por la crisis mientras afronta nuevos problemas como la competencia global o la ruptura entre los incentivos y el trabajo. Sus componentes se resisten a asumir que el futuro ya no es lo que era, un lugar irremediablemente mejor, y muestran desinterés por las formas tradicionales de hacer política mientras buscan opciones distintas de los partidos de siempre, contemplando con normalidad el pluripartidismo. No en vano, en las dos últimas elecciones, un buen número de ellos dudaron entre PP y Ciudadanos, al que muchos ven como un partido más cercano a sus intereses y su “heredero” natural. En unas nuevas elecciones podrían terminar de consolidar su voto hacia esa opción, lo que desmentiría esa regla no escrita de que el mero paso del tiempo sería suficiente para ir creando votantes del PP.
Esto plantea el tercer reto, consecuencia de los dos anteriores. La polarización creciente que se muestra en la diferencia enorme que hay entre las opciones, no sólo políticas, de jóvenes y mayores, habitantes de zonas urbanas y rurales, e incluso entre los partidarios de conservar el sistema político o ponerlo patas arriba. Esta polarización, que inicialmente favorecería electoralmente al PP, haría muy difícil la gobernabilidad y a largo plazo pasaría factura al sistema político en su conjunto.
La tentación de aprovechar la fragmentación es tan grande como el error que supondría caer en ella
El cuarto reto, y quizás el más peligroso, es el de la complacencia. Su posicionamiento como garante de la estabilidad lo ha convertido en un “valor refugio”, ideal para resguardarse en momentos de crisis, que le ha permitido seguir gobernando. Aunque coyunturalmente haya sobrevivido mejor que los demás, esta posición no puede convertirse en una opción permanente. Ante un desbordamiento de la inestabilidad, la opción refugio resultaría insuficiente para contener las propuestas populistas. Y ante una mejoría de la situación existe el riesgo del aburrimiento e incluso de la frivolidad de someter a debate, en nombre de “la ley histórica del progreso” que denunciaba Popper, las instituciones que han propiciado el bienestar que vivimos, considerándolas un obstáculo en lugar de una garantía.
En esta situación, que a la luz de la demografía se prolongará en el tiempo, la tentación de aprovechar la fragmentación es tan grande como el error que supondría caer en ella. En la crisis de la intermediación tradicional, es preciso sustituir la identidad, que se difumina como elemento de agregación, por otros elementos como los objetivos comunes y los proyectos. Es más necesaria que nunca la articulación de un proyecto de futuro capaz de dar respuesta coherente a los retos y hacer aceptable la complejidad sin caer en soluciones simplistas. Un proyecto que logre involucrar a una mayoría social en el mantenimiento del sistema político construido desde la Transición.
En esta labor la actitud y el tono pueden resultar más importantes que el Boletín Oficial del Estado. No basta con una gestión responsable y eficaz: es necesario también una respuesta política, de ideas, de organización y de comunicación, con argumentos y emociones.
El año de la post-verdad no podía tener mejor fin de fiesta que la muerte del dictador.
El año de la post-verdad no podía tener mejor fin de fiesta que la muerte de Fidel Castro. La cobertura informativa de los últimos días es la prueba del 9 de cómo, en tiempos de internet, la información se va apartando de los hechos deslizándose por la pendiente de la opinión, que tan buen resultado da en las cámaras de eco en las que se están convirtiendo las redes sociales.
Me fascina la fascinación con la que algunos han despedido a Fidel Castro. No se trata sólo de aquellos que parecen haber unido su futuro al destino de la Revolución, sino de personas o medios, por lo general inteligentes, cuya defensa de la democracia no se puede cuestionar pero que, ante mi fascinación, despiden fascinados a un líder militar que, sólo por poner algún ejemplo, dirigió con mano de hierro los destinos de Cuba durante más de 50 años, sin someterse ni una sola vez al refrendo de las urnas, violando reiteradamente los derechos de sus conciudadanos y dejando a su país, desde una perspectiva comparativa, en una situación mucho peor de la que se encontró en 1959.
Si atendemos a lo publicado estos días, encontramos algunos motivos de esta fascinación:
1. El primero sin duda es la disonancia cognitiva que provocan las ideologías, en este caso el comunismo. Un daltonismo, en expresión feliz, que habla de revolución o golpe de estado, presidente o dictador…, en función del color político del interesado.
2. El segundo sería su atractivo personal. Un vistazo a los álbumes y anécdotas personales publicados en los últimos días no dejan duda de que tenía un trato agradable, encantador. Quizá por eso los que le conocieron no han dudado en rendir tributo a su persona… en un ejercicio que recuerda a los vecinos del detenido que, ante las cámaras de televisión, no dudan en señalar la educación del susodicho, que cedía el paso en el portal, saludaba en el ascensor o no dudaba en ayudar a los mayores con las bolsas de la compra… «Una persona normal».
3. El tercero tiene que ver con el encanto de su discurso, el poder de su retórica, la construcción dialéctica de la utopía comunista que, aún hoy, sigue generando simpatías. Quizás el rumor de sus discursos eternos impide distinguir las voces de los ecos, las palabras de los hechos, «la eterna y repugnante distancia entre la teoría y la práctica», como señaló con acierto Carlos Mayoral.
4. La nostalgia de lo que pudo ser también se encuentra en los argumentos. Es el Castro de las buenas intenciones, pareja del Che Guevara en el baile de los iconos pop, el discreto encanto de la tentación autoritaria. Como si para lograr la absolución no fuera necesario el juicio de la Historia y bastaran sus infinitos deseos de un mundo mejor. Como repite la sabiduría popular, «el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones», y gran parte de los hits que conforman sus grandes éxitos, como la guerra de Angola o los distintos intentos de sembrar la revolución en Latinoamérica, lejos de contribuir a un mundo mejor desembocaron en auténticas carnicerías, con consecuencias que han llegado hasta nuestros días.
5. Otro motivo es sin duda el de los daños colaterales necesarios. Para los que defienden este argumento los fusilamientos probados (en torno a los 7.000), los presos políticos, los campos de reeducación, la violación constante de los derechos humanos, o su amistad con dictadores como Mugabe, Videla o Franco, no serían más que el precio a pagar por un bien superior: educación y sanidad. Es la reedición caribeña de esa máxima del cinismo, «No se puede hacer una tortilla sin romper algunos huevos», que tanto gustaba a otros hombres fascinantes como Stalin o Robespierre. El problema se complica cuando, 50 años y muchos huevos después, uno se pregunta: ¿dónde está la tortilla?, ¿qué parte del progreso de la segunda mitad del siglo XX se la debemos a Castro?; o, de manera mucho más simple, ¿está Cuba en mejor situación de como se encontraba en 1959?
6. Entre las causas tampoco podemos descartar la ignorancia de aquellos que, cegados por el relato de un símbolo contemporáneo, fruto, entre otras cosas, de una impresionante actividad de propaganda que empezó en los periódicos, se trasladó a la televisión y se ha extendido también a internet, evitan conocer una parte importante de la Historia, una parte macabra y dictatorial, sin la que no es posible entender al fascinante personaje.
Como han dicho muchos, el 25 de noviembre de 2016 no terminó nada. La muerte de Castro no garantiza una pronta recuperación de la democracia. No parece que ese modelo político chifa, que combina la economía china con la dictadura latinoamericana, vaya a poner punto y final a este largo experimento antidemocrático en mitad del Caribe. Fidel Castro seguirá presente en libros y artículos de todo el mundo, mientras los cubanos seguirán esperando, reservándole el trato que los países oprimidos han dado siempre a sus dictadores una vez alcanzada la libertad.
Tras una gestación accidentada hoy ve la luz el segundo gobierno de Mariano Rajoy. En una situación similar, hace ya cuatro años, Barack Obama reflexionaba sobre basu primer gobierno y señalaba como error principal el “pensar que este trabajo consistía en sacar adelante políticas públicas… olvidando que la naturaleza del gobierno es también contar una historia a la gente que les proporcione sentido de unidad, sentido y optimismo, especialmente durante los tiempos difíciles”.
Algo así podría estar pensando el Presidente del gobierno que, desde la campaña electoral, ha planteado este segundo mandato como la reválida del trabajo realizado hasta la fecha por su gobierno. Hay en sus intervenciones una sensación entre la pena y el desconcierto, frente a lo que juzga una incomprensión injusta. Como pidiendo una segunda oportunidad para consolidar las reformas y permitir que el tiempo proporcione la perspectiva suficiente para apreciar una obra de gobierno que, en el entorno del líder popular, están convencidos que debería tener un lugar reservado en la historia.
Para superar con éxito esta cita con la historia, cuya fecha no está del todo clara, hay una serie de asignaturas que quedaron pendientes y otras, que las nuevas circunstancias, han introducido en el programa. La primera pasa por decidir si, dadas las circunstancias, el éxito se encuentra en resistir, manteniendo indemne el trabajo de estos cuatro años, o tratar de seguir por la vía de las reformas, un sendero que algunos avisan será endiablado.
Si, a pesar de las amenazas, busca avanzar por este camino, toca seleccionar las batallas, administrar las derrotas (que las habrá), sabiendo que “perder es cuestión de método”, y ser magnánimo en las victorias que, como las buenas ideas, deberán ser y tener un poco de todos. El PSOE puede ser un buen compañero de camino. La vereda de los cambios posibles puede convertirse también en la senda que conduzca a los socialistas a un posicionamiento perdido hace ya tiempo: el del partido de las soluciones, de las instituciones, frente al partido del NO, de la calle.
Sólo así será posible hacer llegar a todos la recuperación económica, la única consolidación posible. Afrontar de una vez por todas un acuerdo por la educación, que ponga en el centro las necesidades de la sociedad del siglo XXI. Retomar el liderazgo en una Europa en busca de sentido. Reconstruir la cultura del acuerdo entre la imposición de la mayoría absoluta, y la parálisis a la que, muchas veces, conduce la “trampa del consenso”. Reconciliar a los españoles, especialmente a los jóvenes, con la política.
Aprendida la lección del maestro Aguilar Camín: “la razón es menos de la mitad de las cosas; y tener razón ni una cuarta parte”, no basta con acertar en las decisiones. Para superar con éxito esta reválida, la comunicación debe ser una herramienta clave de la gestión pública. Dejar de ser una “maría”, para cuando sobra el tiempo o vienen mal dadas, y convertirse en una asignatura imprescindible, que permita trabajar con éxito la materia prima más valiosa de nuestra época, la información.
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