En 1975 Venezuela vivía un periodo de prosperidad democrática fruto del pacto de Punto Fijo. En ese momento la publicación de este libro de Carlos Rangel pareció a muchos inoportuno o exagerado. Hoy, más de treinta años después, la nueva edición resulta aún más oportuna que la primera, y constata su condición de clásico, de actualidad constante, independiente del momento.
En Del buen salvaje al buen revolucionario, el autor analiza lo que denomina “el fracaso de Latinoamérica” partiendo de una premisa: “en Latinoamérica el subdesarrollo económico es consecuencia del subdesarrollo político, y no al contrario”, y la revolución no es más que el fruto de este subdesarrollo y termina por arruinar aun más lo que pretendía salvar.
Entre las causas de este subdesarrollo político se encuentran, según el autor, el indigenismo, que reivindica la figura del buen salvaje que vivía en armonía hasta la aparición de la propiedad privada y vive reivindicando ese mítico estado de naturaleza; el populismo que impone el divorcio entre discurso y realidad; la teoría de la dependencia, fruto de la retórica leninista adoptada por el movimiento no alineado que supone una dejación de responsabilidad justificante y paralizante; y el antiimperialismo, promovido estratégicamente por el comunismo, que sustentó cualquier movimiento revolucionario de “liberación” nacional. Frente a esto, el autor reivindica el carácter occidental de Latinoamérica y su “normalidad” económica, social y democrática, con lo que supone asumir la responsabilidad del retraso.
A la hora de analizar los actores implicados en el proceso, el texto se detiene especialmente en el papel de Estados Unidos, el proceso de independencia hispanoamericana, y la influencia del marxismo y de la Iglesia católica.
Desde la más profunda admiración hacia el modelo de progreso de los Estados Unidos, Rangel explica las causas del sentimiento antiamericano predominante en Latinoamérica. Lo sitúa en el Corolario Roosevelt, a comienzos del siglo XX, y su explosión en la doctrina Dulles de mediados de siglo que produjo toda una serie de intervenciones de “estabilización” en la región, que instalaban regímenes dictatoriales cercanos a Estados Unidos. Hubo un cambio de orientación, pero no de percepción, con la Alianza para el Progreso, propugnada por Kennedy, para impulsar el progreso político, económico y social.
Con sensación de frustración se analiza el proceso de independencia, que se describe casi como proceso de desintegración. Especialmente interesante resulta su análisis del marxismo y su estrategia de expansión tras la II Internacional. En este punto Rangel apunta al APRA, de Víctor Haya de la Torre, como realidad determinante de la vida política latinoamericana del siglo XX, y principal causante de la expansión de las ideas comunistas que Fidel Castro transformará de mito en realidad.
Quizás lo más sorprendente es el capítulo que dedica a la Iglesia, institución que juzga desde la óptica del poder, y a la que, de manera inconsecuente con la tesis de autorresponsabilidad de todo el libro, declara auténtica culpable histórica de todos los males del continente, proclamándola aliada estratégica del marxismo. A través de una interpretación muy parcial del papel de la Iglesia en el descubrimiento y la conquista de América y la evolución de la Iglesia durante el siglo XX, y siguiendo el esquema weberiano de La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Rangel concluye que la diferencia entre el éxito norteamericano y el fracaso latinoamericano es precisamente la diferencia entre el catolicismo y el protestantismo. No advierte aquí que la llegada del protestantismo a Estados Unidos se produce a mediados del siglo XVIII, cuando en Latinoamérica se empieza a extender entre las elites las ideas del anticlericalismo ilustrado. Lo más curioso de todo es que de esta forma desvincula, aunque sea implícitamente, la labor de la Iglesia de la extensión del espíritu occidental, que se convertirá así en algo sin sustancia, sin raíz, vacío.
Por último cabe destacar el análisis de las formas de poder políticas en Latinoamérica, en las que repasa modelos como el caudillismo, el partido militar, el peronismo, los demócratas a contracorriente como Rómulo Betancourt, o los experimentalismos como el de Allende, para terminar analizando las dictaduras en Perú y Cuba. El conjunto ayuda a entender la realidad actual de Latinoamérica como el fruto de una historia que a la luz de esta explicación resulta un poco más comprensible.
Cuando hace 10 años los autores de este libro publicaron su Manual del perfecto idiota latinoamericano no podían intuir hasta qué punto la idiotez denunciada iba a resultar eficaz y prolífica. Hoy podríamos decir que se han visto obligados a revisar lo escrito y actualizarlo, con cierta amarga sensación de haber acertado en el aviso.
Uno a uno repasan con rigor la situación sociopolítica de los países de la región. En primer lugar analizan los países a los que denominan “carnívoros”, partidarios de la dictadura política y la economía estatizada, entre los que Cuba se erige en “viejo patriarca” y Venezuela, en discípulo aventajado, repartiéndose los papeles de “inspiración” y “banca” de esta tendencia. A la zaga en este proceso de expansión del populismo va Bolivia, y en el camino Ecuador, metido de lleno en su reforma constitucional, y una inclasificable Argentina atrapada en el peronismo estrábico de su presidente y su esposa y sucesora. Derrotados han quedado en el camino candidatos apoyados por Caracas en México y Perú. El análisis pormenorizado de la evolución reciente de cada uno de estos países, aunque poco sistemático, va mostrando algunas claves de la situación.
Más reveladora resulta aún la presentación de modelos de “éxito”, los países que los autores denominan de “izquierda vegetariana”, que abrazan la democracia representativa y el mercado y entre los que encontramos a Chile, Perú, Brasil, Uruguay, e incluso Nicaragua. La consolidación del Estado de derecho se presenta como el gran protagonista de la paz social y el crecimiento y la estabilidad económica y, aunque no se analizan con profundidad, la corrupción, la inseguridad, las bolsas de pobreza y las desigualdades siguen siendo sus grandes enemigos.
En un mundo cada vez más globalizado los autores no podían renunciar a analizar la situación en Europa, especialmente en España, y de determinados autores de culto, “idiotas sin fronteras”: Noam Chomsky, James Petras, Ignacio Ramonet, Harold Pinter y Alfonso Sastre. Conscientes de la situación, y del papel motor que cumple la pobreza en la expansión del populismo, se presentan algunos modelos de éxito económico como España, Irlanda, Singapur o los países emergentes de Europa del Este.
Se trata de una buena puesta al día de la situación, algo desordenada en el planteamiento de sus capítulos y demasiado deudora de su autoría coral. Los análisis particulares son clarificadores, pegados a la realidad. Pero al acabar el libro uno no termina de saber en qué consiste eso del populismo latinoamericano y cuáles son, más allá de las arcas de Chávez, las claves de sus recientes éxitos. Quizás el capítulo final en el que se cuestionan los orígenes podría haber dado más de sí.
Pero siempre nos quedará la receta final de antídotos, especialmente en los libros de Carlos Rangel y Jean-François Revel.
El Código da Vinci puso de moda el thriller religioso. Al olor de su indudable tirón comercial surgió una plétora de títulos de más o menos calidad y muy inferiores niveles de venta.
El apóstol número 13, 36 hombres justos o Espía de Dios son algunos de los originales títulos que siguieron al original. Todos compartían los mismos ingredientes: una falsificación del pasado por parte de la Iglesia Católica que, de descubrirse, haría que se conmovieran los cimientos de la fe del común de los mortales; el afán de un grupo de siniestros religiosos por mantener oculto el secreto, para lo cual no dudarán en recurrir incluso al asesinato; los esfuerzos por sacarlo a la luz de unos atractivos jóvenes, prometedores paladines de la verdad, la paz mundial, la solidaridad intercultural y la fraternidad universal… En el camino suelen quedar el rigor histórico y la realidad institucional de la Iglesia Católica, pero qué se le va a hacer: todo sea por engordar la chequera…
La editorial Libros Libres también penetró en este tipo de mercado, pero con un enfoque bien diferente. Lo hizo con el superventas El padre Elías, ambientado en una época convulsa en que la Iglesia Católica ha sido relegada a un lugar marginal de la sociedad y sufre una enorme convulsión interna, protagonizada por quienes han hecho del «renovarse o morir» un absoluto y los que piensan que el mundo se ha equivocado de dirección.
Un políticoempresario convertido en líder euromundial planea conquistar el mundo al amparo de la fraternidad universal, la tolerancia y la «religión del amor», sustituta de los credos teístas… Tocará al padre Elias, un expolíticofraile que tiempo atrás optó por la-descansada-vida-del-que-huye-del-mundanal-ruido, tratar de introducirse en su círculo de influencia para salvar a la Iglesia y al mundo.
El argumento puede resultar simplón –como ocurre con todos los best-seller, un cuasigénero literario que ha hecho mucho por el libro, por las editoriales y por quienes lo cultivan–, pero Michael O’Brien consigue con su estilo que no te separes de sus páginas hasta llegar al punto final. La gran diferencia que separa a El padre Elías de los códigos-da-vinci que por ahí pululan son las cargas de profundidad que alberga aquél: mientras lo lees no tienes la sensación de estar simplemente pasando el tiempo; estás pensando, incluso rezando, ante un trepidante superventas.
La sangre del pelícano es la segunda incursión de Libros Libres en el thrillerreligioso. Su autor, Miguel Aranguren, es un joven renacentista que pinta y escribe y dirige un interesante proyecto de excelencia literaria en el que participan varios colegios de nuestro país. A pesar de su juventud, Aranguren ha conseguido hacer de la cultura, sin subvenciones, su forma de vida. Ésta es su séptima novela, y en ella demuestra dominar las lecciones que imparte a sus alumnos.
El descubrimiento de un tremendo asesinato en el romano parque de Villa Borghese une a un sacerdote con un glamouroso pasado y a un viejo policía de deprimente presente al que la vida le ha ido apartando de su religión. En China, una iglesia renacida a pesar de las persecuciones espera ilusionada la visita secreta de un enviado del Papa. En París, un brujo convertido en estrella mediática se proclama el verdadero representante del único Dios en un espectáculo que siguen millones de personas. Mientras, en el Albaicín granadino unas monjas de clausura sufren una serie de ataques y amenazas en su convento…
La ambientación es envolvente, y suficientemente amplia como para que Aranguren aborde temas como la persecución religiosa en la China comunista, los conflictos entre musulmanes y cristianos en Occidente, la furia adoctrinadora de ciertas organizaciones internacionales o la emergencia de un auténtico show business en torno a la religión. La trama está muy bien hilada, y Aranguren mantiene en todo momento la tensión propia del género. Quizá los únicos problemas sean que el lector puede acabar echando en falta algo más de profundidad en el planteamiento y teniendo la sensación de que el autor, por intentar tocas demasiadas cuestiones, se ha quedado en casi todas ellas a medio camino. Por lo que hace a los personajes, adolecen de cierta superficialidad: son como muñecos al servicio de la trama; sólo el sacerdote y el policía arriba citados parecen tener vida propia.
Aun así, su lectura resulta muy entretenida, y, frente a la receta oficial del thriller religioso, el lector se encontrará en sus páginas con la Iglesia del día a día, perseguida en China, minoritaria en Francia, protegida tras los muros de la clausura en el Albaicín, teñida de púrpura en el Vaticano… Una Iglesia preocupada por la sociedad, volcada con los más débiles y formada por hombres, algunos malos, muchos buenísimos, con sus defectos y sus errores, sometidos a mil tentaciones pero que luchan con denuedo por que reine el Amor en sus corazones.
MIGUEL ARANGUREN: LA SANGRE DEL PELÍCANO. Libros Libres (Madrid), 2007, 478 páginas.
En estos tiempos de ideologías revueltas y mimetismo en pro de la eficacia electoral se agradece que alguien se moleste en dar explicaciones. Aún más cuando se ha puesto de moda distinguir entre conservadores y liberales a base de test, sin que se logre pasar de las tópicas definiciones que parten de la separación entre lo económico y lo social y presentan al conservador como un liberal en lo económico con afán de meterse en la vida de los demás y al socialdemócrata como un intervencionista económico liberal en lo social, como si el secreto fuera ser más o menos liberal.
Por eso resulta tan interesante este libro que David Boaz, subdirector del Cato Institute –think tank liberal norteamericano-, publicó en 1997. Se trata de una obra de divulgación en la que se repasan brillantemente las bondades del liberalismo, su origen histórico y su posición frente a algunos de los problemas actuales.
Lo primero que hace el autor es reivindicar las raíces del liberalismo, anclado en la tradición clásica y entroncado con la filosofía política liberal que dio origen, entre otras, a la revolución americana. Con esta tarjeta de presentación, el autor propone su definición de libertad, heredera de la de Von Mises o Hayek, en la que “cada individuo tiene derecho a vivir su vida como desee, siempre y cuando respete los derechos iguales de los demás” y que determinará todo su planteamiento.
El individuo, cuya naturaleza se encuentra supeditada al puro interés -dice, aunque sin terminar de aclarar cómo se puede medir este-, es el único actor social verdadero. Todos los grupos sociales, de solidaridad o familiares, no son más que creación artificial en la que cada miembro no busca otra cosa que su interés particular, que sirve de nexo de unión a todos ellos. De ahí la necesaria separación entre la sociedad civil, creación voluntaria, y la sociedad política, el Estado, en un momento en el que son muchos los que plantean lo contrario a través de los modelos de gobernanza. Para Boaz, el Estado de bienestar es el culpable de la demolición de la responsabilidad personal. Cualquier pretensión de utilizar el poder para intervenir en la vida social es altamente nociva y está condenada al fracaso. La ley, presentada como el fruto espontáneo del desarrollo humano, no tendrá otro fin que la defensa de la libertad individual, la paz y la seguridad.
Desde esta perspectiva se analizará la sociedad norteamericana y sus instituciones, para evaluar la vigencia actual de los principios liberales ante problemas como discriminación racial, pobreza, salud pública, seguridad social, medio ambiente, educación… Aquí Boaz puede causar extrañeza al lector con sus ejemplos, pero resulta iluminador en sus planteamientos de fondo.
Quizás lo más desconcertante del libro son sus trucos. En demasiadas ocasiones prescinde de contraargumentar las posturas opuestas al liberalismo y se limita a descalificarlas por su origen: así, las objeciones al aborto o la eutanasia como comportamientos contrarios a la dignidad humana no son para Boaz más que fruto de la religión. Mención aparte merecería su visión de la guerra, que presenta como una amenaza global a la libertad individual, una excusa de los gobiernos para justificar su expansión, bajo la premisa que hoy “no existe ninguna ideología agresiva que amenace la vida o la paz mundial”, algo que no sé si compartirán los liberales de este y ese lado del Atlántico. Aunque quizás el problema más grave del libro es su voluntad de presentar el liberalismo como algo natural, frente a otras ideologías artificiosas, ocultando así que el carácter neutro del gobierno supone en sí mismo una opción: la promoción estatal de unos valores, los del liberalismo.
Pequeñas fallas de una atractiva y convincente apología del liberalismo para convencidos, semejante a lo que han hecho otros autores norteamericanos como el conservador Henry D’Souza. Sin duda servirá para la divulgación, para la guerra de la opinión pública; pero se echa en falta algo de munición pesada para la guerra de las ideas. El completo aparato de lecturas recomendadas al final puede cumplir con creces esta función.
La revista Vitral nació en Pinar del Río en mayo de 1994. La suya fue la primera voz independiente que se oía en Cuba desde que, en los años 60, la dictadura de Fidel Castro estableciera el monopolio informativo del Estado. Siguiendo sus huellas, y siempre al amparo de la Iglesia Católica, fueron surgiendo nuevas publicaciones que reflejaban ese ansia de libertad de todo el pueblo cubano.
Desde el principio Vitral fue diferente. Su director, Dagoberto Valdés, optó por hacer una revista «tan abierta y serena como las marinas de Tiburcio Lorenzo, tan cubana como los medio punto de Amelia, tan participada como un danzón de los Rubalcaba, tan audaces y sugerentes como los balcones de Oliva…, tan pinareña como el Valle de Viñales». Vitral era una voz de alarma ante el estado de una sociedad que, asfixiada por el totalitarismo castrista, se iba destruyendo por dentro, empujada por doctrinarios empeñados en el error y seres humanos que sólo podían pensar en sobrevivir al hambre mientras gritaban: «Sálvese quien pueda».
Era una llamada al compromiso, para escépticos, pesimistas, desconfiados, teóricos, idealistas, escapistas, calculadores, tremendistas, mesianistas, egoístas y desorientados. Era una reivindicación constante de cambio. Pero de cambio real, de fondo, como el que acomete el cirujano que no se limita a señalar los problemas, en un país en el que sobran diagnósticos, sino que abre en canal y comienza a operar a corazón abierto. Era una ventana abierta, que lo enseñaba todo y a la que todos se podían asomar. Por sus páginas desfilaron Juan Pablo II, Dulce María Loynaz, Jorge Guillén, José Martí, Alfredo Guevara, Maritain…, cualquiera que tuviera algo que aportar a la verdad.
Vitral era la revista de la diócesis de Pinar del Río, y había convertido en su razón de ser el comienzo de la constitución pastoral Gaudium et spes:
Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia.
No hay que ser cubano, ni cubanólogo, para asomarse a esta ventana. Sus temas son apasionantes; su lógica, plena de sentido común, aplastante; su reivindicación de la persona como centro y de la verdad como idioma, universal. Como Terencio, Vitral asumió desde el principio que nada de lo humano le era ajeno, y ofrecía bimensualmente una dosis de realidad con la que hacer frente al miedo y a la propaganda mesiánica. Por eso se atrevía con todo. No había temas prohibidos para ella: educación, salud, libertad de expresión, derecho a la vida, la cultura… No faltaban en sus páginas las denuncias a la corrupción, la censura, el hambre, la falta de agua o los cortes de luz. Pero su análisis era siempre reposado, siempre profundo. Se trataba de buscar las causas desde la base de la dignidad de la persona entendida como centro y razón de ser de cualquier sistema político, económico y social.
De ahí que su lectura sea recomendable para todos. Los creyentes encontrarán la fe hecha carne, mundo, en el día a día; los no creyentes, una lección de lo que supone vivir en la verdad, a pesar de los pesares, que son muchos. Todos encontrarán un tratado práctico sobre el protagonismo de los ciudadanos, de la sociedad civil; del poder silente derivado del ser coherente cueste lo que cueste; del trabajo como tarea estimulante; de la responsabilidad; de la eficacia de las buenas obras, por pequeñas que parezcan, de su contribución a la construcción del futuro. Puede que incluso a algunos les resulten cercanos problemas como los de la educación doctrinaria o el Estado ateísta…
Vitral dejó de existir en abril de 2007, cuando todos los que la hacían posible fueron animados a abandonar el proyecto. Hoy dicen que Vitral no ha muerto. Pero no es Vitral, aunque así la llamen. Si en marzo de 2003 las sentencias condenatorias de los 75 demócratas encarcelados en la Primavera Negra se fundamentaban en delitos como la posesión de una grabadora, de una máquina de escribir, de periódicos extranjeros, o de la Declaración de los Derechos Humanos, hoy la sentencia no escrita que decidió poner fin a la Vitral que conocimos no tendría más que buscar en este libro para declararla culpable.
Culpable de llamar al diálogo y la moderación (las palabras más repetidas en este libro). Culpable de no casarse con nadie y de sufrir los ataques de todos. Culpable de comprometerse con la verdad, y de contar en sus páginas lo que los medios oficiales ocultaban (el caso Ochoa, la tragedia del remolcador 13 de Marzo, las detenciones de marzo de 2003, el éxito del Proyecto Varela…). Y, sobre todo, culpable de mantener viva la esperanza, que es lo que más temen los que viven de sembrar el miedo y la fatiga. Los enemigos de la libertad.
DAGOBERTO VALDÉS (ed.): LA LIBERTAD DE LA LUZ. COMPILACIÓN DE EDITORIALES DE LA REVISTA VITRAL. Disponible en PDF
En 1992 Francis Fukuyama proclamó solemnemente el triunfo de un mundo basado en la política y economía liberal que se habría impuesto a las utopías tras el fin de la guerra fría. Según el estudioso norteamericano, tras la caída del muro de Berlín la democracia liberal se convertía en la única opción viable, el pensamiento único.
Quince años después, en Praga, se ha celebrado un encuentro mundial de disidentes organizado por José María Aznar, Vaclac Havel y Natan Sharansky, la reunión era una muestra gráfica del estado de la historia.
El momento más esperado de dicho encuentro se produjo con la intervención del presidente de los Estados Unidos, George W. Bus, que en su segundo discurso inaugural, en 2004, proclamó el compromiso de América con el final de las tiranías que existen en el mundo, se adhería sin reservas a la tesis de la expansión de la democracia. Siguiendo este discurso vamos a exponer, con sus propias palabras, el planteamiento de fondo que ha marcado la política exterior norteamericana de los últimos años levantando grandes críticas pero, en honor a la verdad, sin ninguna alternativa seria.
Esta doctrina, expuesta por Natan Sharansky en Alegato por la democracia, se ha desarrollado con especial fuerza tras la caída del muro de Berlín. Mientras muchos se apresuraban a bajar el telón de la historia, en pantalla se asomaba ya el cartel de continuará. Tras la victoria de Occidente en la guerra fría nuevas amenazas para la libertad se cernían en el horizonte. El origen se encontraría en la situación de opresión que viven distintos países del mundo, especialmente aquellos en los que regímenes islamistas totalitarios van sembrando un resentimiento entre la población que resulta el mejor caldo de cultivo del extremismo y la violencia. El 11 de septiembre sería la advertencia definitiva de este «nuevo» peligro que se cernía sobre el mundo, un movimiento internacional de extremistas islámicos que amenazaba a todo el «mundo libre». Londres, Casablanca, Indonesia y Madrid fueron la confirmación de una guerra no declarada entre el totalitarismo violento y la libertad.
LA LIBERTAD CONTRA EL IMPERIO DEL MAL: LA NUEVA GUERRA FRÍA
Estamos en una situación de confrontación en la que se enfrentan la libertad sobre la tiranía. Un enfrentamiento similar al de la guerra fría que servirá como continua referencia. La gran novedad es que en este caso la lucha de los bloques se sustituye por la lucha de los valores.
Aunque el problema resulte tremendamente complicado, su planteamiento es tremendamente claro: la lucha por la libertad, que no es sólo un sueño utópico sino «un derecho universal y el único camino para lograr la paz en el mundo». Desde este punto de partida, el mundo se dividiría entre sociedades libres y sociedades del miedo, que se caracterizarían por la ausencia de la libertad de expresión, la existencia de sistemas de represión y la identificación de un enemigo exterior.
La nueva guerra fría es, como la anterior, mucho más que un enfrentamiento militar. Se presenta como «un conflicto ideológico entre dos visiones radicalmente diferentes de la humanidad. Por un lado, los extremistas que proponen el paraíso pero condenan a las mujeres a una vida de violencia y represión y a los hombres a la inmolación del terrorismo suicida. Su ambición pública es construir un imperio totalitario que se extienda por los actuales y los antiguos territorios musulmanes, que incluyen territorios europeos. Su estrategia: atemorizar al mundo a través del terrorismo».
En el otro lado estaría la inmensidad de hombres y mujeres, «gente de diferentes costumbres, diferentes credos que se unen por una convicción unánime: que la libertad es un derecho innegociable de todo hombre, mujer o niño, que toda vida humana tiene una dignidad y un valor que ningún poder en la tierra puede arrebatar».
LA EXPANSIÓN DE LA DEMOCRACIA: UN DEBER INTERNACIONAL
Las dictaduras son sistemas intrínsecamente beligerantes y, aunque pueden prometer estabilidad a corto plazo, más tarde o más temprano se terminan convirtiendo en un peligro tanto en el plano interno como en el internacional. De ahí que «extender la libertad sea más que un imperativo moral, sea el único camino realista para proteger a nuestra gente a largo plazo. Sajarov ya advertía que un país que no respeta los derechos de sus habitantes, no respetará los derechos de los países vecinos. La historia lo demuestra. Aquellos gobiernos que deben dar cuentas ante las urnas no atacan a los otros. Las democracias afrontan sus problemas a través del proceso político, en lugar de buscar chivos expiatorios exteriores».
La protección internacional de los derechos humanos se convierte así en un elemento esencial para la paz y la seguridad, como señala el documento de conclusiones de la conferencia. «El arma más poderosa en la lucha contra los extremismos no son las balas ni las bombas, sino la apelación universal a la libertad. La libertad es el mejor camino para fomentar la creatividad y el potencial económico de una nación. La libertad es el único orden social que conduce a la justicia, el único camino para garantizar los derechos humanos».
La expansión de la libertad se convierte así en una misión que une a las democracias de todo el mundo. Aquellos que disfrutan de la libertad tienen la responsabilidad de ayudar a aquellos que están tratando de establecer sociedades abiertas. Como demuestran iniciativas como el fondo de Naciones Unidas para la democracia o proyectos como el Foro para el Futuro establecido por los países del G-8 para fomentar la sociedad civil en los países de Oriente Medio.
El problema llega cuando la defensa de los intereses nacionales, económicos principalmente, pasan por mantener una buena relación con un gobierno dictatorial, ¿hasta qué punto puede un gobierno ir en contra de este interés nacional? La posición norteamericana resulta paradigmática al señalar que reivindica sus relaciones de amistad sin dejar de lado las exigencias democráticas con países como China, Rusia o Arabia Saudí.
¿DEMOCRACIA PARA TODOS?
Se puede decir que aunque el fin de la democracia es universal, es preciso reconocer que avanza a ritmo distinto en distintos lugares del mundo. Una de las virtudes de la democracia es su capacidad de adaptarse a la historia y a las tradiciones de cada país, de ahí que sea necesario identificar una serie de elementos que deben existir en cualquier lugar del mundo: la libertad de expresión, religión, prensa y reunión; el Estado de derecho garantizado por tribunales independientes, los derechos de propiedad privada, los partidos políticos que participen en elecciones libres y limpias. Estos derechos e instituciones garantizan la dignidad de las personas y el camino de libertad de las naciones.
En función de la situación de estas libertades podríamos hablar de tres categorías distintas. La primera sería la de «las peores dictaduras del mundo», donde estarían Bielorrusia, Burma, Cuba y Corea del Norte. Y a las que se añadirían Sudán, Zimbaue, Irán o Siria.
Otros países como Egipto, Arabia Saudí, Pakistan y China entrarían en la categoría intermedia, siempre según el presidente Bush, «países que han adoptado medidas para oponerse a los extremistas y extender la libertad y la transparencia. Aunque aún tienen mucho camino por andar».
La tercera categoría podría ser la de aquellos países como Venezuela, Vietnam, Uzbekistán o Rusia donde la libertad está en peligro y donde últimamente se han registrado ataques a las instituciones democráticas, e incluso la persecución y el encarcelamiento de líderes cívicos.
LAS POSIBILIDADES DE EXPANSIÓN DE LA DEMOCRACIA
Tras el planteamiento inicial entramos en las propuestas de acción. Es este el principal reproche de la doctrina de la expansión de la democracia: la pasividad y el conformismo europeo que se esconde tras las teorías del apaciguamiento sólo han sido posibles gracias a la acción norteamericana, especialmente durante la Segunda Guerra Mundial.
Es posible identificar dos vías de acción, las externas y las internas. Las primeras pasan por el aislamiento, las sanciones internacionales, la denuncia de sus actuaciones totalitarias, especialmente de la violación de derechos humanos y el reconocimiento de la labor de los demócratas, que les otorga una protección, aunque sea mínima, frente a las detenciones arbitrarias y maltratos del régimen.
Las segundas pasan por la actuación dentro del Estado totalitario. Incluso los sistemas más totalitarios tienen rendijas por las que escapa y se extiende la libertad, se trata de aprovechar estas rendijas para fortalecer la sociedad civil local y la cultura democrática dentro del país.
Las sociedades del miedo tienen una composición compleja. Dentro de las mismas es posible identificar los convencidos, que siempre los hay, los doblepensantes, la inmensa mayoría que se conforman con sobrevivir en una situación que internamente rechazan, y los disidentes, aquellos que se enfrentan públicamente a los gobernantes de esas sociedades. Cualquier ciudadano que esboce un pensamiento distinto del sostenido por el gobierno es considerado un «contrarrevolucionario» o «subversivo», y desde ese momento comienza «su lucha», que pasa por la perseverancia en sus reivindicaciones y una apuesta por el diálogo que suele resultar ingenua a los observadores internacionales pero cuya eficacia corrobora, una vez más, el ejemplo de la guerra fría. Gente corriente, los «sin poder», «que querían vivir sus vidas, adorar a su Dios, y contar la verdad a sus hijos». Gente como Walesa, Havel, Sajarov o Sharansky.
Aunque en el momento en el que alguien abandona su condición de doblepensante y se convierte en disidente siente una tremenda liberación, a continuación comienza un auténtico calvario. La incertidumbre, la falta de información, la restricción del ejercicio de derechos básicos como el de movimiento o el ejercer libremente su trabajo, la condena al silencio a través de la censura, la persecución, las amenazas que sufre uno mismo y sus seres queridos, el ataque y el descrédito por quienes califican su conducta de antisocial y al servicio de una potencia extranjera, e incluso la prisión, van desgastando la moral del demócrata que vive en los países totalitarios hasta llegar en muchos casos a la desesperación.
Por eso «los disidentes merecen la admiración y el apoyo incondicional de los países democráticos. El fin de las tiranías requiere el apoyo a los grupos que se enfrentan a las tiranías». Acompañar a los demócratas, escucharles, darles voz, apoyarlos económicamente para que puedan sobrevivir, proporcionarles los medios adecuados para ejercer su labor democrática y pacífica, ofrecerles servicios como asesoramiento legal o atención médica, visitarles, encontrarse con ellos, transmitirles continuamente el aire de la libertad, gritarles lo más alto posible, para que lo escuchen todos sus vecinos, que no están solos. Sólo así «los disidentes de hoy serán los líderes del mañana».
LOS PROBLEMAS DE LA EXPANSIÓN DE LA DEMOCRACIA
La expansión de la democracia no es tarea fácil, su puesta en práctica tropieza con infinidad de obstáculos y debe enfrentar un elevado número de críticas.
Junto al problema del desaliento, la impresión que la lucha contra la tiranía es algo utópico, encontramos los que señalan que acabar con la tiranía supone la imposición de una serie de valores, «occidentales», a gente que no los comparte ni quiere compartirlos. En la misma línea se desenvuelve la acusación de injerencia en la soberanía interna de un país que supone el promocionar grupos de la sociedad civil que se oponen directa o indirectamente a las dictaduras.
Ejemplos como el de Irak, Líbano o Afganistán nos alertan ante el peligro que el final de regímenes dictatoriales den paso al caos. En esta línea y tras la victoria de Hamas en Palestina, algunos temen que la democracia lleve al poder a grupos peligrosos. E incluso desde una perspectiva internacional muchos prefieren la estabilidad internacional ofrecida por estos regímenes.
La respuesta a estas críticas, en línea con los resultados de la guerra fría, apunta a que la mayoría de los habitantes que viven bajo regímenes totalitarios cuando pueden elegir eligen la libertad. Ellos son los auténticos soberanos de sus respectivas naciones, lo que justifica la colaboración con los grupos prodemocráticos. Los únicos que imponen sus valores y arrebatan la soberanía serían los extremistas, los radicales y los tiranos. Frente a los que creen que en ciertos lugares la libertad hace a los hombres menos seguros, Bush denuncia que estos crueles ataques a estas jóvenes democracias de Oriente Medio son la principal muestra de que los radicales «saben que el éxito de las sociedades libres supone una amenaza mortal para sus ambiciones y su supervivencia. El hecho de que se resistan no es razón para dudar de la democracia, es la evidencia que muestra el poder de la misma». «La política de tolerar la tiranía es un error moral y estratégico. Un error que el mundo no debe repetir en el siglo XXI. Pretender la estabilidad a costa de la libertad no conduce a la paz sino al 11 de septiembre de 2001».
El resultado incierto de algunas elecciones no supone el fracaso de la expansión de la democracia. La democracia consiste en algo más que la participación en las urnas. La democracia requiere verdaderos partidos de oposición, una sociedad civil vibrante, un gobierno que haga respetar la ley y responda a las necesidades de sus ciudadanos. Las elecciones no pueden acelerar la creación de estas instituciones y en ocasiones será preferible retrasar la convocatoria de elecciones en países que están abandonando regímenes totalitarios. Una vez lograda la estabilidad, la gente no votará por un camino de violencia. Para estar en el poder los gobernantes deberán escuchar a sus votantes y acoger sus deseos de paz, o los votantes les darán la espalda en próximas elecciones.
LA REVISIÓN DEL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS
A pesar de la situación en lugares como Irak, Libano o Afganistán la valoración que el presidente Bush hace de la aplicación de la doctrina es optimista. A comienzos de los ochenta sólo existían 45 democracias en el mundo, hoy son más de 120, hoy viven en el mundo más gente libre que en ningún otro momento de la historia. Éxitos recientes como Ucrania, Georgia o Kyrgyzstán, avances en lugares como Yemen o Kuwait, donde las mujeres han podido votar y ser elegidas por primera vez… El camino es largo pero la historia nos demuestra cómo personas con claridad moral y valentía pueden cambiar el curso de la historia. Al igual que Vaclav Havel tomó posesión como presidente de Checoslovaquia al grito de «Señores, vuestro gobierno ha vuelto a vosotros», la labor de los disidentes, su ejemplo y su liderazgo conducirá a estas naciones que hoy viven bajo la tiranía hacia la libertad.
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