Un día cualquiera, hace cuatro años

Un día cualquiera, hace cuatro años

Durante estos días se han repetido los actos de solidaridad alrededor del mundo. No soy tan ingenuo como para pensar que como resultado de las protestas el régimen se atreverá a liberarlos. Tiene demasiado miedo a los hombres libres.

Imagínese el lector, sea el que sea, que una noche mientras descansa en casa tras una dura jornada de trabajo escucha ruidos en la calle; al asomarse ve como una legión de policías desciende ruidosamente de 5 o 6 coches patrulla. Sin duda lo primero que se le vendría a la cabeza es que esta «película» no tiene nada que ver con él.

Su seguridad se va esfumando al escuchar cómo se acerca el ruido de gritos y pasos, como una turba subiendo por la escalera, pero no termina de creérselo hasta que un grupo de policías armados irrumpe en su casa, sin llamar por supuesto, y comienza a registrar armarios, librerías, cajones, y va confiscando un equipo de radio, el ordenador personal, literatura extranjera, un lápiz y hasta un paquete de folios. La sorpresa final se produce cuando el jefe de la patrulla le agarra del brazo y le invita a acompañarle a no se sabe bien dónde.

Increíble, ¿no? Eso iría repitiendo al bajar las escaleras mientras los vecinos se asoman a la puerta u observan discretamente por la mirilla. Al montar en el coche y escuchar la dirección de una histórica prisión, famosa por haber sido escenario del fusilamiento de miles de personas, cualquiera empezaría a pellizcarse la cara tratando de despertar.

Esta historia no es el guión de una película, ni siquiera el relato de un mal sueño, sino una historia común que se repite cíclicamente en los sistemas totalitarios. Una vez, hace cuatro años, sucedió en la isla de Cuba. 75 personas fueron arrestadas en una oleada represiva que duró menos de 72 horas. Eran personas como cualquiera de los que están leyendo este artículo: médicos, periodistas, escritores, trabajadores manuales, profesores… preocupados por el futuro de un país paralizado desde 1959. La mayoría de ellos, 59, aún siguen en prisión, algunos, once esperan en sus casas con la amenaza permanente de volver a prisión, cuatro han tenido que abandonar su país y uno de ellos, Miguel Valdés Tamayo, falleció a causa de los maltratos recibidos en prisión.

Protegidos por el ruido mediático provocado por la guerra de Irak, los agresores pretendían devolver el miedo a una sociedad que lo estaba perdiendo y quebrar la voluntad democrática de sus líderes. Fracasaron en su intento, pero hoy, cuatro años después, la dramática injusticia aún se mantiene. En estos días la crueldad se esconde bajo el parte médico de Fidel Castro. Mientras más de 300 prisioneros políticos cubanos se pudren literalmente en mazmorras distribuidas por toda la isla-cárcel, a dieta de gofio y agua de azúcar, y sus familias viven el drama diario de la separación y la incertidumbre, la atención se centra en qué pastilla está tomando Fidel, si empezó su rehabilitación o visitó por fin el baño. Sólo algunos periodistas extranjeros se atreven a seguir denunciando el horror, al menos hasta que son expulsados del país.

Durante estos días se han repetido los actos de solidaridad alrededor del mundo. No soy tan ingenuo como para pensar que como resultado de las protestas el régimen se atreverá a liberarlos. Tiene demasiado miedo a los hombres libres. Pero, sin duda, sobre su recuerdo y su lucha el pueblo cubano ha comenzado ya a construir su futuro.

Publicado en Libertad Digital

Doce hombres contra la esclavitud

Una campaña abolicionista de hace 200 años como guía práctica para la acción social

¿Es posible que un puñado de hombres movilice a la opinión pública para acabar con una lacra social ampliamente aceptada en su época? Hace ahora 200 años lo que empezó como una iniciativa de un grupo de cuáqueros concluyó con la abolición de la trata de esclavos en Gran Bretaña, el mayor imperio de entonces. El libro de Adam Hochschild «Enterrad las cadenas» (1) cuenta la primera campaña de movilización ciudadana organizada de la que tenemos constancia escrita, como precedente y modelo de los actuales movimientos sociales.

«Enterrad las cadenas» nos descubre un movimiento social casi olvidado, el de los abolicionistas británicos de finales del siglo XVIII, y nos describe de manera pormenorizada la campaña que supuso el comienzo del fin de la esclavitud en todo el mundo.

Desde el comienzo, ante la sorprendente aceptación social que entonces tenía la esclavitud, el lector se pregunta: ¿hasta dónde puede llegar la ofuscación de los hombres, capaces de convivir durante siglos con el tráfico de esclavos? Resulta sorprendente el escaso número de personas que veían una contradicción entre la libertad de los blancos y la servidumbre de los negros. Locke, Voltaire o la Iglesia anglicana participaron de una forma u otra en la esclavitud. A continuación surge un temor: ¿no estaremos conviviendo en la actualidad con atrocidades similares?

Poner fin a la esclavitud no parecía entonces más que un sueño ridículo. En realizar ese sueño se empeñaron personajes históricos como William Wilberforce, Thomas Clarkson o Granville Sharp, que ocupan injustamente un papel secundario en los libros de historia. Con ellos nació el movimiento abolicionista, que comenzará a diseñar estrategias y a aplicar herramientas de presión social que se siguen utilizando hoy en día.

Pocos pero muy organizados

El 22 de mayo de 1787 se reunía en la librería de James Phillips la primera comisión abolicionista formada por 9 cuáqueros y 3 anglicanos. Es interesante ver cómo, en un momento en que se cuestiona el papel de la religión en las sociedades democráticas, la fe actuó como principal impulso inspirador para la mayoría de los hombres que llevaron a cabo esta gesta. De ahí que resulte sorprendente el afán del autor por separar su comportamiento de sus convicciones, incluso ridiculizando estas, como si no estuvieran intrínsecamente unidas.

Aunque sólo una persona, Thomas Clarkson, estaba dedicada a tiempo completo, desde el comienzo de las reuniones las actas nos muestran una organización concienzuda en los aspectos metodológicos. Cuando se asigna una tarea a alguien, la persona y su tarea reaparecen semanalmente en las listas hasta que el trabajo ha concluido. Para mantener cohesión en el grupo imprimían periódicamente de quinientos a mil ejemplares de una «Carta a nuestros amigos del país para informarles sobre el estado de los asuntos».

El grupo se financiaba de manera privada. Unas 2.000 personas aportaban algún dinero, y existían contactos -la mayoría cuáqueros, aunque no todos- en treinta y nueve países.

Lo primero fue definir el objetivo. Debían elegir entre tratar de conseguir la abolición de la trata de esclavos o la emancipación de todos ellos. Liberar de inmediato a todas las personas esclavizadas se interpretaría como una intromisión en los derechos de propiedad de los plantadores.

Así que decidieron centrarse en la abolición de la trata, decisión que se demostró muy acertada. La abolición de la trata constituiría un hachazo en la propia raíz de la esclavitud. Al interrumpirse la trata, la población esclava se extinguiría con la muerte o los plantadores se verían forzados a tratar a sus esclavos mucho mejor.

La batalla de la opinión pública

Aquel grupo bien organizado fue pionero en la utilización de herramientas empleadas desde entonces por las organizaciones de defensa de los derechos civiles.

La sociedad en la que nace este movimiento es digna de presentación: «La mayoría de los británicos no tenía derecho de sufragio. La Cámara de los Lores, no elegida, incluía a varios cientos de nobles y veintiséis obispos de la Iglesia de Inglaterra. Además, las personas con voto para la Cámara de los Comunes eran menos del 5 por 100 de la población, y exclusivamente hombres. (…) Las campañas electorales, con sus abigarradas avalanchas de discursos, desfiles de bandas, canciones y hojas votantes repletas de denuncias anónimas y carteles insultantes eran un espectáculo presenciado por todos, tanto votantes como personas sin derecho a voto. Millones de ciudadanos podían aplaudir o abuchear a los candidatos. Aunque la mayoría no pudiese votar, los británicos vivían, no obstante, en una cultura democrática».

La comisión era consciente de la importancia de cambiar el sentir popular sobre la esclavitud y empezó su labor de opinión pública dando ejemplo: sus miembros fueron obligados a liberar e indemnizar a los esclavos. Para realizar una labor eficaz en la opinión pública recurrieron a testimonios de primera mano sobre el trato inhumano al que eran sometidos los esclavos. Con este fin al principio de la campaña se preparó un viaje dirigido a encontrar testigos, organizar simpatizantes y recabar más información de la fuente originaria, los grandes puertos esclavistas de Bristol y Liverpool.

Junto a la relación personal y las reuniones en las casas, la campaña comenzó a utilizar los medios de comunicación para multiplicar su alcance. «A mediados de la década de 1780 se publicaba en Londres una docena de periódicos, casi todos diarios.

En otros lugares de Gran Bretaña había cuarenta y nueve periódicos, además de docenas de revistas. La prensa fue fundamental para la difusión del sentimiento antiesclavista: reimprimía artículos, publicaba llamamientos para recaudar fondos y sus informes sobre mítines y peticiones abolicionistas en las ciudades de provincias estimulaban la realización de acciones similares en otras partes».

Junto a los artículos en los periódicos, algunos de los antiesclavistas más conocidos utilizaron la imprenta con acierto. John Newton publicó un enérgico folleto de quince páginas «Pensamientos sobre el comercio de esclavos africanos», del que se editaron 20.000 ejemplares que distribuyeron a la familia real y otras personalidades. Un antiguo esclavo, Equiano (Gustavus Vassa), publicó su autobiografía que rápidamente se convirtió en un auténtico «best seller», traducido a otros idiomas.

En esta labor de difusión ayudaron mucho las numerosas asociaciones de debate que florecían en Gran Bretaña en esos años y en los que se organizaron debates públicos sobre la abolición del tráfico de esclavos. Incluso lograron que en 1785 en la Universidad de Cambridge el certamen más prestigioso de ensayos en latín del país versara sobre la pregunta: «Anne liceat invitos in servitutem dare?»

El boicot al azúcar esclavista

Las instituciones educativas de élite demostraron ser un buen lugar para transmitir el mensaje. Con este fin se crearía una subcomisión de la sociedad y se contrató a un equipo de media docena de conferenciantes que trabajaban a jornada completa y a quienes se pagó un salario anual de 200 libras.

Grupos femeninos hicieron campaña «puerta a puerta», «visitando, por ejemplo, en cuatro años más del 80 por 100 de los hogares de Birmingham».

Uno de los mayores éxitos de la campaña fue involucrar a una gran parte de la población en el boicot a la azúcar producida en plantaciones esclavistas. «Cientos de miles de personas dejaron de consumir azúcar. El boicot estalló como respuesta al rechazo del proyecto de ley para la abolición de la esclavitud por el Parlamento en 1791 (…) Algunos simplemente optaron por consumir azúcar importada de la India. (…) las ventas de azúcar descendieron entre una tercera parte y la mitad. La venta de azúcar de la India se multiplicó por más de diez en un periodo de dos años e incluso los anuncios incluían en su etiquetado leyendas como ‘producido por personas libres'».

El «lobby» en el Parlamento

Junto a la labor de sensibilización social, toda campaña de presión necesita actuar ante los poderes públicos. De ahí que una de las primeras acciones desarrolladas por la organización fuera buscar a un parlamentario dispuesto a defender la causa en la Cámara de los Comunes, William Wilberforce.

Era necesario introducir el tema en la agenda política, y así lo hicieron al presentarlo ante el Consejo Privado del Parlamento que comenzó a estudiarlo y llamó a testificar. En ese momento, y en ocasiones posteriores, los activistas recorrerían el país en busca de testigos oculares dispuestos a declarar ante el Parlamento.

En mayo de 1789 se presenta la primera propuesta contra la esclavitud, en una sesión en la que, según Edmund Burke, se escuchó uno de los mejores discursos de la historia. Nadie podía esperar que ni siquiera el parlamentario mejor dispuesto dominara la montaña de materiales generada por la investigación. De ahí que, días antes del debate, un grupo de abolicionistas emprendiera «un febril maratón colectivo de preparación de textos a fin de condensar unos tres años de testimonios en un relato lo bastante breve como para darlo a leer a cada uno de los diputados. Luego, la comisión se lo envió a todos ellos».

Las propuestas abolicionistas fueron rechazadas en la Cámara en reiteradas ocasiones y el debate sobre la esclavitud terminó convirtiéndose en un clásico. En las elecciones fue un tema importante en algunos distritos. «Los candidatos al Parlamento eran clasificados por la Comisión de Actividades que publicaba sus listas en los periódicos y en carteles mostrando la postura de cada uno de ellos respecto a la emancipación: Contrario, Dudoso o Recomendado con absoluta confianza. Pronto los parlamentarios empezaron a enviar cartas a la sede central mencionando cualquier hecho que pudiera confirmar sus buenas intenciones».

Otra forma de involucrar a la gente en la presión al Parlamento fue a través del ejercicio del derecho de petición, recogido en la Declaración de Derechos de 1689.

El derecho de petición

Así comenzó a aparecer algo nuevo y subversivo en la vida política inglesa: la movilización sistemática de la opinión pública en todo el espectro de las clases sociales. «Nuestra idea de la opinión pública abarca incluso a quienes no tienen voto -declaraba uno de los folletos de la comisión por la abolición-. (…) Son muchas las cosas que pueden depender de su juicio, su voz (aunque no su voto) y su ejemplo» .

Otra herramienta fue el envío de cartas al alcalde o a algún otro magistrado importante de cada una de las ciudades principales de Gran Bretaña, instándoles a presentar peticiones antiesclavistas similares o la celebración de alguna manifestación como la que marchó hasta las oficinas del Primer Ministro en Downing Street.

Tras los repetidos fracasos en sede parlamentaria, los defensores de los esclavos optaron por modificar la estrategia de la mano de James Stephen. «Stephen propuso un proyecto de ley que prohibía a los súbditos, astilleros, armadores y aseguradores británicos participar en el comercio de negros con las colonias de Francia y sus aliados. (…) Era difícil argumentar contra el proyecto de ley, pues ¿quién podía oponerse a impedir comerciar con el país con el que Gran Bretaña había estado luchando durante más de una década? Sin embargo aquella ley tenía un alcance mucho mayor de lo que parecía. Un secreto bien guardado era que muchos, quizá la mayoría, de los barcos negreros norteamericanos supuestamente neutrales eran en realidad de propiedad británica, tenían tripulaciones británicas y habían sido armados en Liverpool. Lo único americano que llevaban encima era la bandera. En nombre de la campaña de guerra, el nuevo proyecto de ley, la denominada Ley para el Comercio Extranjero de Esclavos reduciría aproximadamente en dos tercios la trata de esclavos británica».

Cuando un parlamentario de Liverpool recurrió al conocido argumento de que otras naciones se aprovecharían del negocio de la trata de esclavos perdido por Gran Bretaña, «Doyle replicó con acritud que su razonamiento era como el de un salteador que dijera ‘Si no hubiese cometido el atraco, lo habría hecho Hill Bagshot, que estaba apostado más adelante. Además, he tenido muchos gastos…, he comprado cuatro o cinco caballos que solo sirven para detener a caballeros en la carretera'».

Campaña internacional

Otra de las estrategias de campaña que demostró su eficacia fue la de internacionalizar el problema, que se planteó como algo universal. Se empezó con la traducción de algunos de los libros y folletos a los idiomas de otras potencias que comerciaban con esclavos: al francés, al portugués, al danés, al holandés y al español. Se trató de involucrar, a través del envío de cartas, a los reyes de Suecia y España. Especialmente fluida fue la relación con los revolucionarios franceses en los orígenes de la revolución y con los activistas norteamericanos.

Los activistas contrarios a la esclavitud consiguieron presionar a otros monarcas cuando el zar Alejandro I de Rusia y el rey Federico Guillermo III de Prusia acudieron a consultar con sus aliados británicos.

En resumen, una colección de recursos como la elaboración de informes técnicos, la movilización de voluntarios, la presentación de testimonios directos, la recogida de firmas, las peticiones ante distintas instituciones, el uso de panfletos, de caras conocidas, el recurso al humor, la publicidad en medios de comunicación o incluso la internacionalización de la campaña… dieron lugar el 25 de marzo de 1807 a la abolición de la trata de esclavos.

El arte al servicio de la abolición

En la labor de difusión el «marketing» y el arte se convirtieron en eficaces aliados. Un empresario de éxito, Josiah Wedgwood, «pidió a uno de sus artesanos que diseñara un sello para estampar la cera utilizada para sellar sus paquetes. Mostraba a un africano encadenado y de rodillas que alzaba las manos en actitud de súplica, rodeado por las palabras: ‘¿no soy hombre y hermano?'» La imagen reproducida por todas partes, desde libros y hojas volantes hasta cajas de rapé y gemelos, constituyó un éxito instantáneo. El africano arrodillado de Wedgwood, un equivalente de las chapas que nos ponemos hoy para las campañas electorales, fue probablemente el primer logotipo de amplia utilización ideado para una causa política. Clarkson entregó quinientos medallones con aquella figura a las personas que fue conociendo. «Algunas señoras la llevaban en brazaletes, y otras la engarzaron de forma ornamental en alfileres para el pelo».

Otro colaborador del movimiento elaboró una lámina con un diagrama de un barco negrero completamente cargado, el «Brookes», que transportaba esclavos de la Costa de Oro a Jamaica. «El esquema daba medidas en pies y pulgadas mostrando al mismo tiempo a los esclavos alineados muy juntos en hileras, tumbados y con sus cuerpos en contacto o contra el casco del barco. La comisión se esmeró en no exagerar: el diagrama mostraba a 482 esclavos, aunque en viajes anteriores el «Brookes» había trasportado incluso entre 609 y 740. El diagrama comenzó a aparecer en periódicos, revistas, libros y folletos. Al constatar la fuerza de aquella nueva arma, la comisión imprimió también sin tardanza más de siete mil ejemplares a modo de carteles, que fueron colgados por todo el país en las paredes de casas y pubs».

Nuevas armas como las composiciones poéticas se fueron añadiendo al arsenal abolicionista. John Newton pidió a su amigo el conocido poeta William Cowper que escribiese algún poema, y Cowper respondió con «La queja del negro», que -según el comentario de Clarkson- «se difundió por casi toda la isla. Se le puso música y, seguidamente, se abrió camino hasta las calles donde se cantaba como una balada».

Los abolicionistas no solo tuvieron que movilizar a la opinión pública, sino también contrarrestar la propaganda de los que se beneficiaban del negocio de la trata de esclavos.

El enemigo también se moviliza

La Comisión para las Indias Occidentales reunía a comerciantes y armadores y a los propietarios de plantaciones. Su campaña de propaganda se financió mediante un canon impuesto a sus miembros por cada barril de azúcar o ron o bala de algodón importados.

Lo primero que pensaron fue introducir eufemismos: «En vez de denominarles esclavos, llamemos a los negros ‘plantadores auxiliares’: así no tendremos que oír luego esas violentas protestas contra la trata de esclavos por parte de teólogos piadosos, poetisas de corazón tierno y políticos miopes». Además, los plantadores comenzaron a llevar a visitantes ingenuos a realizar giras en las que les presentaban una realidad engañosa, paseándoles por hogares de capataces y no por las casas mucho más abarrotadas de los trabajadores corrientes del campo.

Publicado en Aceprensa

Socialismo del siglo XXI

Socialismo del siglo XXI

Ya sabemos en que consiste el nuevo socialismo, el socialismo del siglo XXI. El socialismo de Chávez, Morales y Correa no es más que un rebautizo del comunismo de Castro.

Hugo Chávez no miente, por eso son tan peligrosas sus amenazas de comprar armamento, nacionalizar las empresas estratégicas, extender la revolución bolivariana por toda Latinoamérica o sellar alianzas estratégicas con Cuba, Bielorrusia, China o Irán. Si le dejan, tras unos meses hasta sus amenazas más increíbles se convierten en realidad.

Durante la campaña electoral repitió al que le quisiera oír que si salía elegido profundizaría todavía más en la revolución bolivariana en Venezuela, a la que incluso, advirtió, cambiaría el nombre por el de República Socialista, y desde el día siguiente a su toma de posesión se ha puesto manos a la obra.

En plena calle, como queriendo imitar a sus socios ecuatorianos, la Asamblea Nacional de Venezuela, que cada día se asemeja más a la Asamblea del Poder Popular cubana, ha cedido el poder durante dieciocho meses para que el presidente pueda aprobar cuantas leyes considere oportunas sin necesidad de solicitar la intervención del Parlamento. Venezuela vuelve a los tiempos en los que la ley era la voluntad del rey. Como los viejos absolutistas, Hugo Chávez podrá gobernar por decreto sin estar sometido a ningún tipo de control. Aunque se habla de «sólo» once materias, la lista y su relevancia hablan por sí solas: «transformación del Estado», «participación popular», «ejercicio de la función pública», «seguridad ciudadana y jurídica», «ordenación territorial», «seguridad y defensa», «infraestructura, transporte y servicios», «energético», «económico, financiero, tributario» y «científico». No hay tema que haya quedado fuera de su santa voluntad y es tal la extensión que, como ha sugerido la oposición, se podría cerrar una Asamblea que se ha quedado sin trabajo.

Para empezar las primeras leyes revolucionarias servirán para estatalizar el servicio eléctrico, la Compañía Anónima Nacional Teléfonos de Venezuela (CANTV) y los cuatro proyectos petroleros de las asociaciones de la faja oriental del Orinoco, hasta hoy en manos de British Petroleum, Exxon Mobil, ChevronTexaco, ConocoPhillips, Total y Statoil.

En nombre del pueblo venezolano se entrega al presidente el poder sin límites o se cierran los medios de comunicación críticos. En nombre del pueblo ecuatoriano se asaltan las instituciones del Estado, da igual que sea la asamblea nacional o el tribunal electoral, que constitucionalmente tratan de limitar el poder presidencial. En nombre del pueblo boliviano se nacionalizan empresas a punta de pistola… Ya sabemos en que consiste el nuevo socialismo, el socialismo del siglo XXI. El socialismo de Chávez, Morales y Correa no es más que un rebautizo del comunismo de Castro.

Mientras España apoya complacida a estos nuevos socialistas ya se empiezan a notar las consecuencias de sus actos: la inflación se dispara, los inversores se van y los emigrantes se multiplican. Sólo hay una cosa peor que reírle las gracias a un pirómano: prestarle el fuego. Cuando después las llamas comienzan a extenderse no resulta tan fácil encontrar a los bomberos.

Publicado en Libertad Digital

Ecuador se bolivarianiza

Ecuador se bolivarianiza

Lo primero que ha hecho el nuevo presidente de Ecuador, Rafael Correa, tras asumir el poder ha sido anunciar la celebración de un referéndum sobre la convocatoria de una Asamblea Constituyente plenipotenciaria, que tendría por cometido elaborar una nueva Constitución. Correa pretende hacer en Ecuador lo que ha hecho Chávez en Venezuela y lo que está intentando hacer en Bolivia Evo Morales: tomar el poder democráticamente para, a continuación, modificar las estructuras básicas del Estado.

Los nuevos populistas aplican sin sonrojo la proclama mussoliniana que Fidel Castro recicló en 1961para anunciar la llegada de un nuevo régimen a Cuba: «Dentro de la revolución todo; contra la revolución, nada». Todo lo justifica la revolución, y si la democracia no se adapta a la revolución, peor para la democracia.

Los líderes populistas atacan el sistema en su punto neurálgico para modificar la estructura del Estado y destrozar, al tiempo, el principio de la supremacía constitucional, probablemente la aportación jurídica más relevante del siglo XX, junto con la internacionalización de los Derechos Humanos.

Una Constitución no es una ley más, que pueda cambiarse con el consentimiento de la mayoría parlamentaria: es la norma suprema que rige el funcionamiento del Estado, y su reforma exige un consenso generalizado de todas las fuerzas políticas. Podemos decir que un cambio de Constitución supone un cambio de régimen, una revolución.

De ahí que no exista peor práctica para la estabilidad social y política de un país que la costumbre de llegar al Gobierno y establecer una nueva Ley Fundamental. En nuestro país tenemos la experiencia del siglo XIX: tuvimos una decena de cambios de Constitución. La historia nos demuestra que, en estas circunstancias, las constituciones pierden su sentido y, privadas de su carácter normativo, se convierten en papel mojado, en colecciones de principios generales sin validez jurídica que sólo sirven para adornar la retórica del líder de turno.

Ajeno a estos planteamientos, el presidente Correa se ha apresurado a aplicar la plantilla bolivariana mediante la convocatoria de una consulta popular que le legitime para disolver el Parlamento actual, en el que no cuenta con apoyos suficientes, y elegir uno nuevo, plenipotenciario, que gobierne y modifique la Constitución.

Esta Asamblea Constituyente, la decimoctava que se celebraría en Ecuador desde 1830, modificaría la Constitución de 1998, elaborada por otra Asamblea Constituyente convocada por la movilización de las fuerzas sociales y que también pretendía modificar radicalmente la política nacional.

Si atendemos a este último proceso constituyente, vemos cómo tomaron parte de él un amplio grupo de fuerzas sociales y políticas, entre las que destacaban la Conaie (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador), el Pachakutik (Movimiento de Unidad Plurinacional) y la Fenocin (Confederación Nacional de Organizaciones Campesinas Indígenas y Negros), y cómo unos y otros coincidieron en temas clave, como las reformas políticas necesarias para crear estabilidad política, o en reivindicaciones ya clásicas del bolivarianismo, como el reconocimiento de los derechos colectivos de ciertos grupos, especialmente los de los pueblos indígenas.

La gran mayoría de las decisiones se adoptaron por un consenso mayoritario (por unanimidad o con el respaldo de dos tercios de la Asamblea), y sólo algunas, las relativas al sistema político y al papel del Estado en la economía, se aprobaron por mayoría simple. Si existió un acuerdo generalizado hace ocho años, ¿para qué cambiarlo?

El segundo problema de esta costumbre tiene que ver con el proceso de elaboración de un texto nuevo. Cuando se pretende sustituir una Constitución por una nueva se inicia un proceso constituyente. El pueblo se convierte en protagonista principal de la democracia, es el poder constituyente, y otorga todo el poder a una Asamblea, que se encarga de la elaboración del nuevo texto.

Se trata de un periodo excepcional, transitorio, en el que la jerarquía institucional queda temporalmente suspendida y las instituciones quedan sometidas a la Asamblea, hasta que ésta realice su misión. Esto provoca que los procesos constituyentes generen inestabilidad y lleven la parálisis al país en cuestión, pues no se pueden tomar decisiones mientras se alteran las normas básicas de funcionamiento del Estado.

El pueblo, convertido en poder constituyente, deja de estar sometido a las normas durante el proceso de elaboración de la Ley Fundamental, pero la demagogia de los gobernantes y la devaluación del texto constitucional prolonga este sentimiento de omnipotencia más allá del periodo constituyente. La población se siente portadora de un sentimiento de poder ilimitado, sin sometimiento alguno a leyes e instituciones, y esto es tremendamente peligroso para la democracia. La batalla campal que se ha celebrado en Cochabamaba en los últimos días es un buen ejemplo de ello.

Para evitar esto es necesario que tanto el poder constituyente, el pueblo, como su representante, la Asamblea Constituyente, limiten su actuación a la elaboración de una nueva Constitución, como ocurrió en el propio Ecuador en 1997. De ahí que sea un tremendo error prescindir del Poder Legislativo, al que la Constitución ecuatoriana del 98, en sus artículos 281 y 282, atribuye la reforma de la Constitución, para proponer una consulta que provocará su disolución y la elección de una nueva Asamblea, que no se limitará a aprobar una nueva Ley Fundamental, sino que, investida de plenos poderes, tratará de reorganizar todas las instancias de poder, incluyendo a los altos funcionarios del Estado, como los miembros del Tribunal Supremo Electoral, sin renunciar al ejercicio de las competencias legislativas, por lo que podrá emitir leyes, decretos e incluso los Presupuestos del Estado. No hay duda alguna de que prolongará su labor más allá de la aprobación de la Constitución.

Por último, es necesario analizar la necesidad del cambio. La Constitución de 1998 fue reconocida como una reforma de consenso que hizo realidad un amplio reconocimiento de derechos, alabado por todos, y un nuevo planteamiento de la situación pluricultural, pues reconocó derechos colectivos a los pueblos indígenas y a los negros.

Aunque recibió algunas críticas, por no introducir más mecanismos participativos que los de las juntas parroquiales y dejar pendiente la cuestión de la descentralización, existía un consenso sobre su carácter integrador y su legitimidad. Sin embargo, ahora se anuncia la transformación de la estructura jurídica y del sistema de representatividad ciudadana, lo que, siguiendo el esquema bolivariano, se traducirá en un reforzamiento de los poderes del presidente y en la creación de una suerte de milicia popular de fieles al servicio de éste.

Pero el argumento fundamental esgrimido para realizar la consulta es la necesidad de modificar el «carácter patrimonialista y corporativista» de la Constitución vigente. En este sentido, aunque el poder constituyente es sólo del pueblo, Correa ya ha anunciado que impulsará un modelo económico de corte socialista. Según Correa y sus asesores, el gran problema de la Constitución del 98 es su marcado énfasis privatista, pues se barrenó el concepto de propiedad exclusiva del Estado dentro del sector público de la economía eliminado los mecanismos de presencia del sector público en la producción y la comercialización.

Sorprende que un economista que presume de haberse formado en Estados Unidos ignore que, como ha recordado recientemente Carlos Alberto Montaner, «nadie tiene la menor duda de que el Estado-empresario es el camino más directo para empobrecer a los pueblos, retrasar su desarrollo tecnológico, corromper aún más al estamento político y envilecer las relaciones entre los electores y los partidos».

No sabemos que será más perjudicial para Ecuador, la inestabilidad provocada por el cambio constitucional constante o las nuevas medidas económicas de corte socialista. De lo que estamos seguros es de que, una vez más, serán los ecuatorianos los que pagarán las consecuencias de tanta «ilustración» revolucionaria.

Publicado en Libertad Digital

Ser de izquierdas

Ser de izquierdas

El PSOE se ha negado a apoyar la moción. Así se lo habían pedido los portavoces del gobierno castrista al tildar la moción de «aznarista».

«Nosotros somos de izquierda». Algunos nos lo maliciábamos, pero la portavoz del PSOE nos lo confirmo ayer al presentar este argumento como el motivo para rechazar una moción parlamentaria que buscaba el consenso nacional para ofrecer ayuda al pueblo cubano. Oyendo sus declaraciones tras la muerte de Pinochet podíamos pensar que la extrema izquierda española se había reconciliado con la democracia, nada más lejos de la realidad. La democracia sigue siendo para ellos una forma de alcanzar el poder, el precio que hay que pagar para lograr la dictadura del proletariado.

Pero lo grave es que el PSOE se ha unido a sus socios de extrema izquierda y, con la excusa de que cualquier declaración parlamentaria sería interpretada como una provocación, el PSOE se ha negado a apoyar la moción. Así se lo habían pedido los portavoces del gobierno castrista al tildar la moción de «aznarista». Creo que esta vez sí que sobran los comentarios; hasta se hace innecesario introducir una sola coma. Para que llegado el día no se apunten gratuitamente al campo de los que apoyaron a la democracia en Cuba voy a reproducir íntegramente el texto al que los socialistas han dicho NO:

  • El futuro de Cuba deben decidirlo todos los cubanos por medio de un diálogo sin exclusiones y sobre la base del respeto a la independencia y soberanía de la nación cubana.
  • No es posible un diálogo abierto entre cubanos sin la previa liberación de todos los presos políticos y de conciencia.
  • El Gobierno de España debe encaminar sus esfuerzos para que el diálogo entre cubanos se traduzca en una política de reformas democráticas que conduzcan al reconocimiento de partidos políticos, asociaciones sindicales y de medios de comunicación libres e independientes.

Asimismo, el Congreso de los Diputados insta al Gobierno a:

  • Transmitir en el diálogo crítico que sostenga con las autoridades cubanas que el pueblo español y sus instituciones expresan su respaldo a que el pueblo cubano emprenda la senda de una transición pacífica a la democracia en Cuba.
  • Apoyar que la reconciliación y el reencuentro entre todos los cubanos debe incluir a aquellos que sufren el exilio y están dispuestos a trabajar pacíficamente por la libertad, la democracia y la concordia entre cubanos.
  • Trasladar a la Comunidad Internacional y en especial a la Unión Europea, esta posición común española con el ánimo de contribuir a construir un consenso cubano fundamentado en el reconocimiento en su plenitud del pluralismo político y que a través de unas elecciones mediante sufragio universal libre, directo y secreto, conduzcan a una Cuba libre, democrática e independiente.

Los voceros del gobierno totalitario, no menos sorprendidos, se han apresurado a celebrar el rechazo de la moción. Una vez más, y esta vez fuera de casa, han vuelto a derrotar a la democracia.

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Salvad a Castro

Salvad a Castro

Mejor haría Sopena si, en lugar de andar comparando dictaduras, se decidiera de una vez a denunciar todas aquellas dictaduras que hoy siguen aplastando a los pueblos, sin peros, porqués o sinembargos.

Hace unos días uno de los portavoces extraoficiales del Gobierno, Enric Sopena, denunciaba escandalizado la obsesión de la ultraderecha (para Sopena no existe derecha si no es ultra o neocon) en comparar las dictaduras de Castro y Pinochet, para apresurarse a aplicar su tradicional benevolencia para juzgar al régimen de Castro.

No hay nada más doloroso que entrar a comparar dictaduras, todas despreciables y crueles, pero no hay nada más humillante para las víctimas que la exoneración, ignorante o no, de sus verdugos. Empezaré dándole la razón, por una vez, a Enric Sopena: entre Castro y Pinochet no hay comparación. La dictadura de Pinochet duró 17 años, la de Castro va para los 48. Pinochet renunció voluntariamente al poder convocando un referéndum sobre su gobierno en 1988, Castro morirá en la cama tras nombrar un heredero que continúe la dictadura. Pinochet dejó a Chile en condiciones de convertirse en la Suiza de América, Castro arruinó una de las economías más solventes del continente americano. Pinochet asesinó a unos 3.000 prisioneros políticos, y más de 30.000 chilenos tuvieron que exiliarse. Castro tiene documentados más de 10.000 asesinatos entre fusilamientos (5.725), ejecuciones extrajudiciales (1.206) y fallecimientos en prisión por diversas causas (1.216) y ha empujado a al menos 75.000 a morir en el océano, y obligó a más de dos millones de cubanos al exilio. Por desgracia también en crueldad el tirano del Caribe supera cualquier dictadura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX.

Mejor haría Sopena si, en lugar de andar comparando dictaduras, se decidiera de una vez a denunciar todas aquellas dictaduras que hoy siguen aplastando a los pueblos, sin peros, porqués o sinembargos. Estoy seguro que la labor no resultaría tan sencilla, ni tan lúcida; incluso puede que en el intento pudiera terminar sufriendo las consecuencias en sus propias carnes, como muchos de sus colegas, demócratas, que están en prisión solamente por elegir vivir en libertad. La historia ya condenó a Pinochet; esperemos que pronto condene al dictador cubano aunque en España todavía queden algunos juntaletras empeñados en salvar a Castro.

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