No es tiempo de enzarzarse en disputas sobre amenazas imaginarias, de corte neopopulista, más propias de la propaganda castrista y de la guerra fría, que de la sociedad globalizada. Es la hora de la democracia en Cuba.
La historia no sabe de vacaciones informativas, y gusta de jugar con los reporteros para dejar claro quién manda aquí. El día 31 de julio, mientras las redacciones preparaban las maletas e impartían a los becarios un curso sobre qué es lo que no se puede hacer, el secretario personal de Fidel Castro anunciaba la renuncia transitoria al poder del dictador más longevo de la tierra, aquejado de una hemorragia que había hecho necesaria una operación de urgencia.
No hay duda que la decisión de informar al país de la enfermedad del Comandante en jefe de la Revolución en un lugar en el que la información está absolutamente controlada no es algo propio del azar, la ignorancia o el despiste del gabinete de prensa de la residencia de Castro en Miramar. De ahí que la noticia haya generado infinidad de especulaciones y algunas reacciones, unas y otras ofrecen elementos de interés.
No deja de sorprender que el Monstruo de Birán, que ha hecho del mantener el poder un arte, que haría las delicias del «Príncipe» de Maquiavelo, haya decidido así de golpe y porrazo abandonarlo, aunque sea temporalmente y en buenas manos. Unos anuncian el principio de la agonía, otros han empezado las exequias, algunos malician que esto no es más que un ensayo general, pero en lo que todos coinciden es en predecir un periodo de inestabilidad sin precedentes en la historia del país.
El elegido es Raúl Castro. Esto, además de instaurar una dictadura hereditaria, significa una apuesta por el modelo continuista. El hasta ahora jefe del ejército lidera, al menos aparentemente, unas Fuerzas Armadas que aglutinan el poder militar y el poder económico, dirigiendo la mayoría de las empresas del país, pero no cuenta con ningún tipo de sintonía con la población y cuenta con un buen número de enemigos entre los dirigentes del régimen, que lo ven como una persona poco capacitada para el gobierno.
Más tarde o más temprano comenzarán las luchas propias de cualquier situación de vacío de poder. Y aquí es donde entramos en el apartado de las reacciones, especialmente en la del gobierno español, que ha comenzado a mirar a otra parte y a desempolvar su discurso antiimperalista, de defensa a ultranza de la soberanía cubana y su integridad territorial, algo que nadie cuestiona. No es tiempo de enzarzarse en disputas sobre amenazas imaginarias, de corte neopopulista, más propias de la propaganda castrista y de la guerra fría, que de la sociedad globalizada. Es la hora de la democracia en Cuba. La comunidad internacional tiene que mandar señales claras a la isla de que apoyará firmemente cualquier planteamiento democratizador. Como ocurrió en nuestro país, los «tapados» del régimen tienen que saber que contarán con todo el apoyo necesario que les haga falta en su camino a la democracia.
La pasividad del gobierno español, que últimamente está siempre más cerca de los enemigos de la libertad y la democracia, no servirá más que para consolidar el modelo continuista, un nuevo error que España no se puede permitir si quiere conservar su dignidad y recuperar el liderazgo que una vez tuvo en Hispanoamérica.
Se cuenta que Confucio fue preguntado por un discípulo acerca de lo que era esencial para gobernar bien. Le respondió que poner orden en las palabras. Ante la estupefacción del discípulo, Confucio explicó «si los hombres y las palabras no son correctos, el lenguaje no responde a la verdad de las cosas y, así, los asuntos no se pueden abordar adecuadamente, por ello se perjudica a la justicia y los pueblos no sabrán dónde tienen el pie y la mano».
El diálogo ha sido desde el principio la materia prima de la democracia, no hay gobierno democrático que no necesite del ejercicio continuo del diálogo para desarrollar sus funciones. Su ausencia conduce a la aplicación de la fuerza que, como señala Chesterton, «es el derecho de los animales».
De ahí que no resulte tan sorprendente que en los últimos tiempos el diálogo se haya convertido en un concepto recurrente que, de una forma u otra, afecta a un buen número de las actividades políticas del momento. Se plantea como una especie de fórmula mágica para la regeneración democrática y se convierte en una bandera que acompaña la política en temas tan diversos como la política exterior, a través de la Alianza de Civilizaciones, la política antiterrorista o la política laboral.
Frente a esta concepción demiúrgica del diálogo, son muchos los que cuestionan su alcance y posibilidades, y en sus críticas terminan cuestionando el propio concepto. Su postura plantea preguntas claves para el desarrollo de la sociedad democrática. ¿Es posible el diálogo con los violentos cuando éstos no han renunciado a la violencia?, ¿y con aquellos que amenazan el sistema democrático? Cada vez son más los que ante estas preguntas responden relegando el diálogo, como si fuera el precio que hay que pagar para mantener la democracia. Así se enfrentan las políticas de diálogo con las de confrontación, acudiendo con frecuencia al ejemplo de sir Winston Churchill en la Segunda Guerra Mundial tras las desastrosas consecuencias de la política de apaciguamiento de Chamberlain frente a la amenaza del régimen de Hitler. En esta línea se interpreta el diálogo como apatía, como muestra de debilidad, una actitud cómoda y completamente inútil. El diálogo no sería más que una estrategia de retardo, de falta de compromiso que nunca funcionaría contra los que amenazan al sistema democrático, con los que no hay diálogo posible.
Ambas actitudes, consecuencia de ese adagio que empieza a ser un clásico según el cual «en comunicación política no hay matices», provoca el descrédito progresivo del diálogo como medio indispensable del ejercicio de la democracia. Tanto el abuso del término, aplicado a todo, como su rechazo sin ninguna explicación lo han convertido en un concepto vacío, arrastrando de una forma u otra consigo al propio concepto de democracia.
De ahí que sea en la vida política donde se escenifica principalmente lo que José María Barrio ha denominado la pérdida del etos dialógico en la sociedad, «cada vez se debate más, pero cada vez se dialoga menos»1. El debate es la contraposición de diversos planteamientos, opiniones puestas en pie de igualdad, que no entran en relación con las demás. Cada uno de los interlocutores mantiene su discurso de manera paralela, sin tomar en consideración lo que puedan decir el resto de los interlocutores, que no son más que contrincantes, salvo el caso en el que vea amenazada su posición, momento en el que recurrirá a toda una batería de recursos dialécticos para poner de relieve la desfachatez o para colgar la etiqueta correspondiente a quien no comparte su opinión. Lo importante es vencer no convencer, y trasladar el mensaje propio al mayor número posible de personas. El diálogo entonces se convierte en arma arrojadiza.
No basta con la constatación de lo obvio, aunque sea para lamentarse, es necesario tratar de analizar las causas para tratar de reconstruir en la vida pública el sentido del verdadero diálogo.
HOMO VIDENS, EL HOMBRE SENTIMENTAL
Entre las causas de esta pérdida de la capacidad de diálogo en la sociedad, es interesante señalar la disminución de la capacidad de raciocinio provocada por la cultura audiovisual, algo contra lo que alertaba Giovanni Sartori en su obra Homo videns.
Hoy la imagen ocupa el primer lugar en la educación, especialmente de los más pequeños. Cualquier europeo, que pasa una media de tres horas frente al televisor, se va educando con una acumulación de impactos visuales, de imágenes, que no tiene necesidad de convertir en ideas, limitándose a recibir de forma pasiva una acumulación de sensaciones. El progresivo debilitamiento de la capacidad de abstracción, provocado por esta situación, hace que las personas reciban información perplejas ante la falta de una estructura sobre la que configurar esa información, sin un plano en el que ir situando los ladrillos de la experiencia diaria. El hombre es incapaz de distinguir y, sobre todo, es incapaz de llegar al fondo, a lo que está detrás de las imágenes. Se convierte en receptor pasivo, incapaz de transformar los impulsos audiovisuales que recibe pasivamente en partículas de saber. El conjunto de estos factores impide la transformación de la información en conocimiento, de las imágenes en conceptos, en ideas, dificulta enormemente la noble tarea de pensar. Como dice Sartori, el homo sapiens es cada vez más homo videns, sólo reacciona ante aquellas imágenes que entre un millón consiguen provocar en él algún sentimiento y el hombre no puede evitar convertirse cada vez más en un ser sentimental. Esta reacción sustituye al criterio racional, moral, por el que las cosas podían ser buenas o malas, convenientes o inconvenientes, más o menos bellas…; ahora las cosas son más o menos impresionantes, «molan», «dan buen rollo» o son «un horror».
RELATIVISMO Y EMOTIVISMO
El hombre sin capacidad de raciocinio es un hombre amoral que juzga los hechos en función de sus sentimientos. No hay actuaciones buenas o malas, todas son admisibles, y será cada hombre el que decida lo que es el bien y el mal. Benedicto X V I lo señalaba antes de ser elegido Papa, «el relativismo, dejarse llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina, parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos». El hombre, que se mueve sólo por sus preferencias, se vuelve un ser profundamente egoísta. Como señala José María Marco, «el relativismo, templado por la razón, acabó con la razón puesta al servicio del nihilismo absoluto»2.
Así se plantea el relativismo como fundamento de la democracia, que se basaría en que nadie debe alzarse con la pretensión de conocer el camino recto y viviría de que todos los caminos se reconocieran mutuamente como fragmentos del intento por llegar a lo mejor. En este camino desaparecería el concepto de verdad y con ella el carácter racional del diálogo que ya no puede ser una búsqueda mancomunada, cooperativa de la verdad, pues ésta es inalcanzable y, de manera práctica, inexistente. Los conocimientos entrarían en competencia al no poder reducirse a una forma común.
Esto imposibilita el diálogo, que se basa en el conocimiento de los hechos, en el convencimiento en la verdad. Si alguien está convencido de algo, está convencido de que si eso es verdad no es porque él lo diga, sino porque otros seres racionales también pueden conocerlo. La mística de «mi verdad», lejos de permitir el diálogo lo convierte en una representación falsa, sin contenido, si no existe la verdad, o es imposible conocerla, dialogar carece de sentido. De ahí que para el diálogo hace falta que lo que uno propone en forma de opinión se proponga con una pretensión de verdad, y que se esté dispuesto a escuchar, exponer mi propia opinión a la eventual mayor racionalidad o verdad de la contraria.
Pero nada de esto es posible si se niega la capacidad natural de la razón de discernir lo que está bien y lo que está mal. Si no se admite esto, será bastante difícil fundar razonablemente una verdadera democracia. Si no existe una verdad sobre el bien y el mal, la democracia se convierte inevitablemente en una provisional convergencia de intereses opuestos. Con una consecuencia; cuando se confrontan dos intereses y ninguno de ellos puede apelar a una razón universal acaba por prevalecer el interés del más fuerte.
EL LENGUAJE
La pérdida de la verdad, de la esperanza de alcanzarla, hace que se pierda la referencia objetiva del significado de las palabras, el lenguaje. Esta devaluación de la palabra provoca reacciones tremendamente perjudiciales para la convivencia democrática. Para que exista diálogo es importante utilizar la misma lengua, así lo señalaba Thomas Hobbes al hablar de los orígenes del Estado. El filósofo inglés sostiene en Leviatán que un lenguaje culto y disciplinado era necesario para alcanzar cierta cohesión social. La lengua era para los seres humanos el principal principio organizador y sin ella «no ha existido entre los hombres ni comunidad, ni sociedad, ni contrato, ni paz, como no los hay entre los leones, los osos y los lobos»3. El contrato social debía redactarse usando términos de sentido exacto y entendido universalmente: «Pues que un hombre llame sabiduría a lo que otro llama miedo y uno crueldad a lo que otro denomina justicia, uno hable de la prodigalidad cuando otro se refiere a la magnanimidad…, nombres así nunca pueden ser la base auténtica de un raciocinio»4 .
Quizás esta desconexión entre lenguaje y realidad sea el principal obstáculo para el diálogo. Éste se ha convertido en una «guerra de las palabras», en la que el lenguaje se utiliza de manera puramente propagandística y las palabras se convierten en banderas que se defienden o atacan sin una mínima referencia a su realidad.
Es George Lakoff el que nos ofrece una explicación más detallada de este fenómeno en su último libro, Don’t think of an elephant!, que se autopresenta como «Guía esencial para progresistas». El autor plantea que la clave del éxito republicano en EE.UU. de los últimos veinte años se ha basado en la determinación de la agenda (agenda setting) a través de la fijación del lenguaje. El autor explica cómo nuestra forma de pensar gira en torno a estructuras mentales (frames), conceptos construidos en torno a imágenes. Parte de la premisa de que tras las palabras hay unos conceptos que calan en la opinión pública, a veces con significado distinto del literal, lo que provoca que siempre que se hable de un concepto, sea a favor o en contra, redunde en beneficio del «dueño» de la palabra. Por ejemplo, en España cada vez que se hablaba de la guerra de Irak, aunque fuera para justificarla, se estaba generando rechazo en la opinión pública. El debate público es una lucha por conquistar las palabras, no cabe la interpretación aséptica del lenguaje, cada parte tratará de utilizarlo en beneficio propio, y cada cual tratará consolidarlo en el imaginario público con ingentes réditos. Qué se puede decir sino de palabras como «derecho de elección», para referirse al aborto, «clonación terapéutica» o el maleadísimo concepto de «progresista».
Quizás el término «diálogo» haya sido una de las principales víctimas de este combate. La apropiación indebida de este concepto por parte de un espectro de la vida política provoca una reacción que bajo la bandera de la defensa de la democracia acaba por dar la sensación de despreciar el diálogo. Aparece así la figura del integrista, no por las ideas que defiende sino por la forma que tiene de hacerlo, en una defensa numantina de sus verdades que no ofrece discusión alguna.
EL FALSO CONCEPTO DE TOLERANCIA
Otro obstáculo para el diálogo sería el falso concepto de tolerancia. La tolerancia entendida como respeto a la opinión ajena, aunque uno no la comparta, es letal para el diálogo porque si el titular del derecho a ser respetado es por la misma razón el opinante y su opinión, cualquier forma de discrepar del vecino sería una forma de faltarle al respeto. Frente al respeto que la persona siempre merece, piense lo que piense, y haga lo que haga, sus opiniones ya sea por falsas, por infundadas o por disparatadas, pueden provocar rechazo, enfado, risa o incluso compasión.
La tolerancia tiene mucho que ver con la actitud de permitir el mal menor; lo que se considera malo, aunque no tan malo, eso es lo que se considera tolerable; se tolera el mal sabor de una medicina; un sabor que suele ser malo, pero no tanto como las consecuencias de no tomarla. Sin embargo, se ha producido una mutación semántica por la que la tolerancia pase a significar el poner en pie de igualdad, y por tanto, mantener una actitud de crasa indiferencia respecto de una cosa o su contraria. Como consecuencia, cada vez se escucha menos. Cuando la opinión del otro es simplemente tolerable, basta con no interrumpirle ni mandarle callar, no es necesario prestar atención a su diálogo, sólo esperar a que terminé su tiempo para poder iniciar la propia intervención.
Se confunde el derecho de todos a opinar en condiciones de igualdad, y se hace valer la opinión propia como la verdad única, con la valoración de cada una de las opiniones. Se cae en el error de pensar que todas las opiniones valen lo mismo, sin discriminar una opinión autorizada, de una que no lo es. Se confunde el derecho a opinar con la valoración de cada opinión, de ahí que a diario suframos las opiniones de futbolistas metidos a médicos o artistas metidos a políticos. Es evidente que «si yo me pongo a opinar sobre las causas del cáncer, teniendo en cuenta que yo no soy oncólogo, y no se nada sobre eso, probablemente diré tonterías; y desde luego un señor que sabe de eso dirá cosas más sensatas y más razonables»5.
POLARIZACIÓN
Otro de los grandes enemigos del diálogo es esa visión característica de los tiempos de crisis, que Martín Delcalzo denominaba «la gran coartada»6, según la cual la sociedad se divide en dos bandos, «los buenos y los malos», divididos rígidamente, sin que haya nada de bueno en los malos y nada de malo en los buenos.
Esta visión es ciertamente cómoda porque permite a unos y otros atribuir los problemas de la sociedad a «los enemigos», que siembran la semilla del mal, evitando el diálogo con ellos, y esquivando así las propias responsabilidades. Una vez más se cae en la democracia entendida como un juego de suma cero, con bandos opuestos, en el que sólo hay un ganador posible y la democracia es simplemente un problema de fuerza en el que aquel que cuenta con un mayor número de votos se lleva el gato al agua.
CONCLUSIONES
El diálogo tiene que volver a ser una herramienta de construcción política. El verdadero diálogo, sostenido por la libertad de expresión y el derecho a la información, es hoy uno de los pilares esenciales de la sociedad pluralista, más importante incluso que el propio ejercicio del voto. La democracia representativa se sustenta en el diálogo y el Parlamento no es más que un lugar en el que los representantes de los ciudadanos comparten sus puntos de vista, de la misma manera que lo harían los ciudadanos si pudieran reunirse y mantener una conversación entre todos ellos. No en vano el primer Parlamento, el británico, era conocido como el mejor club de Londres.
De ahí que reivindiquemos un diálogo basado en la realidad, basado en el respeto a los ciudadanos, a los que se debe tratar como mayores de edad, que eluda la descalificación ad hominen y se atreva a defender racionalmente sus propuestas tratando de convencer, didáctico y respetuoso con el lenguaje. Hoy, más que nunca, es preciso que las decisiones que determinan el futuro de la sociedad se adopten tras un verdadero proceso de diálogo. Presentar algo relativo y abierto a distintas soluciones como la política, la construcción de la convivencia de los hombres dentro de un ordenamiento en el que se disfrute de libertad, como una verdad absoluta puede dar lugar a nuevas formas totalitarias, aunque sean formalmente respetuosas con las formas democráticas. Es necesario articular sistemas para reconocer y evaluar todas y cada una de las opciones, como intentos legítimos de alcanzar una sociedad mejor, sólo así el verdadero diálogo recuperará el protagonismo que le corresponde en la sociedad democrática.
NOTAS
1 J. M. Barrio Maestre (2003), «Tolerancia y cultura del diálogo», Revista Española de Pedagogía, LXI:224, enero-abril, pp. 131-152. 2 José María Marco ( 2 0 0 5 ) , «La política como servicio público», Alfa y Omega, n.° 472. 3 Thomas Hobbes, Leviatán, parte 1, capítulo 4. 4 Thomas Hobbes, Leviatán, parte 1, capítulo 5. 5 J. M. Barrio Maestre (2003), «Tolerancia y cultura del diálogo», Revista Española de Pedagogía, LXI:224, enero-abril, pp. 131-152. 6 José Luis Martín Delcalzo, «La gran coartada», Buenas Noticias, Planeta, 2001.
Este libro, que recoge las crónicas que el periodista Raúl Rivero escribía en La Habana hasta su encarcelamiento en el año 2003, es un testimonio histórico del daño que causa al totalitarismo la libertad.
No se encuentran en estos textos proclamas incendiarias, ni llamadas a la insumisión, ni siquiera críticas a Fidel Castro. Se trata más bien de un paseo por la Cuba de ayer y hoy, acompañados de un guía que hace de la palabra un auténtico don.
Se trata de un libro escrito en Cuba, que desde Cuba manda un mensaje a todos aquellos que tras vivir la experiencia cubana como invitados de los organismos gubernamentales creen ciegamente en la «alegría del esclavo», y «regresan a repartir adjetivos que los funcionarios de cultura les deslizaron en sus carpetas y computadoras». Es una invitación a conocer la realidad de un país, del que muchos admiran cosas que no querrían ni regaladas para su propio país.
Raúl Rivero ha ido coleccionando estampas de la vida de Cuba, y en un país donde las estadísticas no sirven de referencia, y la historia se rescribe sin parar, a voluntad del comandante supremo de la Revolución, Raúl Rivero nos cuenta la verdadera «historia oral» de la Isla, construyendo un vibrante fresco de la vida de Cuba.
Evitando los recorridos de los «tours» oficiales, Rivero nos lleva de paseo por las calles de La Habana, a pesar de la oscuridad del apagón, «avance del juicio final patrocinado por la empresa estatal de electricidad», y descubrimos que es en esas calles donde el gobierno organiza actos de repudio contra cualquiera que se atreve a pensar diferente. Nos asoma a una sociedad en la que «están en el limbo los que no tienen dólares, ni amigos o familiares en el poder, los que no están preparados para robar y los que renunciaron al cencerro, al perro y al pastor».
Visitamos también a los cubanos que una vez se fueron, y pueblan medio mundo, utilizando ese don de viajar en sueños, largos, intensos y reales, que los cubanos cultivan como nadie para asomarse a conocer Ginebra, Madrid, Nueva York o La Rioja.
Recorremos la historia del país, entre los restos que dejan cientos de «grupos de expertos» que llevan años corrigiéndola con pegamento y goma de borrar.
Dice el autor: «Me han contando que en el mundo entre las ruinas de la guerra fría en la mayoría de las naciones del planeta, las personas pueden viajar y volver a su patria, se les permite salir de vacaciones, asistir a eventos y visitar a sus amigos tanto en el extranjero como en el interior del país que un hombre, cualquier hombre, puede expresar y publicar sus opiniones políticas, puede exponer su filosofía de la vida, puede reunirse con otros que piensan como él, fundar una revista o una institución. E incluso, como dicen que ocurre allá afuera, en Cuba los padres puedan elegir qué tipo de educación recibirán sus hijos y que familias enteras tengan, incluso, un negocio particular sin que el gobierno intervenga». Con hombres como Raúl Rivero esto será pronto en Cuba una realidad.
Las transiciones desde un gobierno no democrático hacia la democracia dependen de infinidad de factores históricos, socioeconómicos y geopolíticos, pero dependen fundamentalmente del papel que desempeñan los líderes políticos y sociales antes, durante y después de la caída del régimen en cuestión.
Así lo señala elprofesor Álvarez en su análisis de las dos etapas de tránsito hacia la democracia que tuvieron lugar en España durante el siglo XX. El enfoque comparado se convierte en uno de sus más destacados aciertos al confrontar dos modelos opuestos: el de la integración de la reforma institucional de 1978 tras la muerte de Franco y el de exclusión revolucionaria que presidió la política de la II República desde su advenimiento.
La Constitución española de 1978 fue un auténtico éxito porque todos los implicados decidieron elaborar un marco de convivencia en que el equilibrio institucional y la alternancia pacífica en el poder estuvieran garantizados, dejando en el camino reivindicaciones seculares, que podían parecer «a priori» irrenunciables. El resultado -una Constitución para todos- puede peligrar si se plantea reformar estos principios básicos de convivencia de manera subrepticia, prescindiendo del camino establecido, el de los procesos de reforma constitucional. Es ahora cuando resalta aun más la oportunidad del libro, que advierte de los peligros de las democracias que se apartan del fundamento del liberalismo constitucional, y provocan un alto grado de división y polarización de la sociedad.
Desde esta perspectiva el autor responde de manera razonada y contundente a los intentos de revisar la transición democrática de 1978 y lo hace acudiendo a la historia, con el análisis de los hechos y los resultados. Afronta las críticas de los distintos argumentos deslegitimadores del proceso del 78 y los rebate para demostrar que el acuerdo sobre los aspectos básicos de convivencia al que llegaron todos los actores principales (el «overlapping consensus», siguiendo la terminología de John Rawls) produjo una de las mejores de entre las transiciones posibles.
Sin dejar de lado debates de fondo, y con un planteamiento claro de los méritos de la democracia liberal frente a la democracia revolucionaria, se plantean problemas tan actuales como la necesidad de «recuperar» una memoria histórica que el autor considera nunca olvidada. La mayoría de estas críticas dejan traslucir que esto no se ha hecho por culpa de los gobiernos de centro derecha, algo sorprendente si tenemos en cuenta que durante los 27 años transcurridos desde la aprobación de la Constitución 16 han sido de gobiernos socialistas.
El gran acierto de la transición de 1978, que ha supuesto un ejemplo para procesos similares en otros países, sería la existencia de un modelo de cambio tranquilo, destinado a establecer unas reglas del juego ajenas a las distintas ideologías, que tendrían su oportunidad en los sucesivos procesos electorales.
A lo largo del libro contemplamos la actividad de personajes políticos, eclesiásticos, sindicalistas, militares, periodistas con sus propias palabras, fruto de un excelente trabajo de documentación. El papel clave que desempeñaron todos ellos demuestra que la transición de 1978, a diferencia de la de 1931, fue un gran pacto en el que casi nadie quedó al margen, y ese fue sin duda el secreto de un éxito del que deberíamos poder seguir disfrutando.
La importación de líneas celulares procedentes de embriones que el Instituto Karolinska de Suecia ha cedido al Banco Nacional de Líneas Celulares de Granada, ha sido recibida como el pistoletazo de salida a la investigación con células madre embrionarias. Lo importante es transmitir a la sociedad el mensaje de que gracias al gobierno socialista ya se puede investigar con células madre embrionarias en España. El problema es que el mensaje no se ajusta del todo a la legalidad.
En los últimos meses se han aprobado dos Reales Decretos que desarrollan la ley 45/2003 por la que se modificó la ley de 1988 sobre Técnicas de Reproducción Asistida. La reforma tenía como objetivo evitar que se siguiera produciendo la acumulación de embriones procedentes de la fecundación «in vitro» ( más de 100.000 embriones en los congeladores), reducir el riesgo de partos múltiples, y la aplicación de la reducción embrionaria.
En el primer Real Decreto, aprobado el 23 de julio, el Gobierno ha establecido 25 excepciones en las que estaría justificado fecundar un número mayor de ovocitos que los tres establecidos por la ley, dejando en manos de los médicos la determinación del número de ovocitos que haya de ser fecundado en cada caso.
Lo que se consigue de hecho es «liberalizar» el número de ovocitos a fecundar, mientras el número de embriones que se pueden implantar sigue siendo tres. Y según han declarado expertos como Alberto Romeu, presidente de la Federación de Asociaciones para el Estudio de la Reproducción, resulta «ilógico» que las excepciones sean más amplias que la propia ley. Podríamos decir que el gobierno, por motivos de comodidad, considera que debe saltarse el contenido de la ley, respetando su formalidad y legislando a través de un Real Decreto en contra de la misma.
Sin embargo, avances científicos, de los que nos informa la revista «Nature» de este mismo mes, se encaminan hacia la implantación de un solo embrión, lo que, además de solucionar los embarazos múltiples, ha demostrado un porcentaje de éxitos muy superior al de la implantación de dos o más embriones. Esto ya está siendo recogido por países como Suecia, que en enero de 2003 prohibió transferir más de un embrión salvo casos realmente excepcionales.
El Real Decreto destruye la ley que desarrolla al dinamitar uno de sus objetivos principales, que respondía a las recomendaciones del Comité Asesor de Ética, de evitar la acumulación de los embriones congelados. Frente a esta intención deseada por todos, el Real Decreto provoca conscientemente una nueva acumulación de embriones en el congelador, sin dar una solución y haciendo mayor el problema.
Más embriones congelados
Precisamente el segundo Real Decreto, aprobado el pasado 29 de octubre, estaba destinado a poner «solución» a este problema de la acumulación de embriones congelados, desarrollando los procedimientos por los que los progenitores deberían decidir el futuro de sus embriones congelados entre las cuatro opciones ofrecidas por la ley: el mantenimiento de la crioconservación hasta que sean transferidos a la propia madre; la donación, sin ánimo de lucro, con fines reproductivos a otras parejas que lo soliciten; el consentimiento para que las estructuras biológicas obtenidas en el momento de la descongelación puedan ser utilizadas con fines de investigación; o proceder a su descongelación sin otros fines.
El Ministerio de Sanidad se limita a regular el consentimiento de los progenitores para la investigación con embriones y renuncia a regular otras opciones a las que la ley otorga la misma validez. Además el Ministerio se olvida también de desarrollar, como le sugería la ley, la crioconservación de óvulos, que plantea muchos menos problemas éticos y tan buenos resultados está produciendo en los procesos de fecundación «in vitro» (un 42,6% de éxito frente al 34,7% de los embriones congelados). Y deja a un lado también la potenciación de la investigación con células madre adultas, las únicas que a día de hoy están produciendo resultados médicos contrastados.
Desgraciadamente el Ministerio ha decidido vaciar la ley de contenido y convertirla en un instrumento para facilitar la investigación con embriones, algo que ni siquiera se ha molestado en ocultar. Así, a través de un fraude de ley, se consigue la creación de nuevos embriones congelados, que irán acumulándose hasta convertirse en problema y terminarán siendo materia prima de futuras investigaciones, en flagrante contradicción con la legislación española vigente, en la que crear embriones para la investigación es un delito castigado en el Código Penal.
El jueves por la noche escuchábamos el pitido inicial del duelo electoral que durante quince días va a tenernos en vilo.
Los entrenadores, que han estado preparando sus tácticas, ven como sus equipos, a pesar de las inclemencias del tiempo, empiezan a jugar y esperan temerosos la respuesta del contrario. Quizás ambos se han sorprendido con la primera coincidencia: el sistema de enfrentamiento. Se han decantado por el duelo directo frente al más tradicional sistema de liguillas. Lo que ha quedado claro desde el principio es que el partido lo juegan el PP contra el resto del mundo: la selección progresista.
PP, PSOE e Izquierda Unida han asumido así el reto. El PP necesitaba algo así para aclarar que hoy la mayoría para ser suficiente tiene que ser mayoría absoluta. El PSOE e Izquierda Unida quieren convertirse en canalizadores del odio al Partido Popular, sea de la naturaleza que sea, pero unos y otros se saben condenados a verse enfrentados por el traicionero “voto útil”. Mientras, el PNV y sobre todo CiU, han preferido guardar silencio probablemente hasta el recuento final de los resultados, cuando conociendo al ganador será más fácil elegir aliado.
Parece ser que los actuales campeones, han optado por una táctica defensiva, sin aspavientos. Una sólida línea formada por los resultados de gobierno de los últimos ocho años, y la lucha contra el terrorismo y el modelo de Estado como puntales que salen cada cierto tiempo al ataque, tratando de hacer el mayor daño posible, para volver rápidamente a su esquema defensivo. Un sistema quizás demasiado rígido, que necesita del recurso continuo a los papeles.
Los aspirantes hasta ahora habían practicado el antifútbol esforzándose denodadamente por destruir cualquier intento de discurso del oponente. Era de esperar que con el inicio de campaña se viera si estaban dispuestos a enviar a todos al ataque, conscientes del riesgo de morir matando, o preferían una derrota por la mínima, pero no terminan de mostrar su táctica, y siguen corriendo detrás de cada balón. Parece como si hubieran decidido intentarlo todo, sin renunciar a nada: el respaldo de estrellas, propias y ajenas; el cambio de imagen (quizás sea el uniforme oficial de ZP); o trucos electorales como el del micrófono de chaqueta que sin duda dará mucho que hablar…Todo, sin lograr evitar la sensación de estar luchando a la desesperada.
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