Hiper mega guay

Hiper mega guay

La exageración en la crítica o en las propuestas se ha convertido ya en un recurso retórico principal dentro del elenco que tiene el particular lenguaje de los políticos.

La exageración forma parte de nuestras vidas. Semanalmente vemos cómo se repiten el gol del año, la boda del siglo, o el eclipse del milenio. Más allá de un ingrediente propio de la prensa veraniega, convertida en categoría destinada a sacar del letargo estival al lector, no hay información que no tenga su dosis de hipérbole. Si hoy la bella durmiente volviera a despertar, y echara un vistazo a nuestros medios, tendría la seguridad de haber despertado en una película de catástrofes (consagrada también como categoría cinematográfica con entidad propia, como muestra su propia entrada en Wikipedia).

A juzgar por Twitter, este afán de superar en un punto la realidad también forma parte de las relaciones personales donde el insulto se ha convertido en el mayor calificativo hacia el que piensa diferente, a la vez que solo cabe la exaltación permanente del amigo, el gran…, que siempre es un genio, la referencia en tal tema o el que más sabe de tal otro.

En la esfera pública, sirva solo como ejemplo de un fenómeno cada vez más habitual, la forma de comunicar habitualmente la emergencia medioambiental, que ha vivido su último capítulo en el dramático incendio del Amazonas que, sin quitar un ápice a su gravedad, algunos datos recientes no distinguen de incendios ocurridos en años anteriores. Esta emergencia medioambiental como respuesta propone cambios radicales en la conducta de las personas, en sus dietas, o incluso en su libertad reproductiva, para lo que acude a imágenes apocalípticas (no siempre verdaderas) que, aunque parezca sorprendente, podrían lograr un efecto contrario al perseguido.

Los discursos se mueven hoy entre un cielo y un infierno, sin una parada en la tierra, el único lugar donde existe diálogo. Pero la tierra no vende

Con la política, convertida fundamentalmente en comunicación, sucede algo similar. La exageración en la crítica o en las propuestas se ha convertido ya en un recurso retórico principal dentro del elenco que tiene el particular lenguaje de los políticos. Los discursos se mueven hoy entre un cielo y un infierno, sin una parada en la tierra, que es, a fin de cuentas, el único lugar donde sería posible el diálogo. Pero la tierra no vende. Dentro de la pugna por la atención de la sociedad, la política parte en inferioridad, por lo que ha acabado por adoptar, como el cine o la televisión, la espectacularización como instrumento, e incluso, a veces, como única estrategia.

La sorpresa, la imprevisibilidad, lo entretenido o el mero efectismo se ha convertido en un valor político, igual que antes lo fueron sus contrarios: la previsibilidad y lo aburrido. Se ha cambiado a Cicerón por la publicidad. Y como esta, la brevedad, lo sucinto, es dogma y el eslogan, el corte de televisión o el vídeo para las redes sociales se han impuesto a discursos o textos más elaborados. Se sube el tono, como la industria del cine con el volumen de las películas, pero no el nivel.

Así, no puede sorprender por tanto que «valores» netamente publicitarios como lo genuino, lo auténtico, lo original, que a veces cruzan la frontera de lo maleducado o grotesco, copen el lugar que hace no muchos años ocupaban otros como la valía. Se ha abierto el espacio entre querer ser bueno y querer, solo, parecerlo.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? La falta de perspectiva histórica que nos mantiene permanentemente en un eterno presente hace que todo sea siempre «lo más» ante la ausencia de referencias con las que comparar. El peso que, como recordaba el difunto Sartori, la cultura audiovisual ha ido otorgando a lo emocional frente a lo racional ha convertido las experiencias en la única forma de aprehender la vida y a las emociones en la materia prima de la política. A esto podríamos sumar la cultura del clic, que ha traspasado las fronteras de la búsqueda de audiencias de los medios, para llegar a nuestras cabezas.

La cultura audiovisual ha convertido las experiencias en la única forma de aprehender y a las emociones en la materia prima de la política

La política, que no solo no permanece ajena a esto, sino que contribuye decisivamente a su desarrollo, es la primera afectada. Su lenguaje se ve particularmente hinchado; sufre una inflación de los términos que, en contra de lo que muchos estrategas piensan, acaba por generar una afasia, cuando no apatía, en la sociedad. Los ciudadanos acaban por no tomar en serio nada de lo dicho y van retirándole a la clase política el valioso préstamo de su confianza, según van superando la enésima profecía maya que predice el fin del mundo. Y puestos a buscar espectáculo prefieren a los auténticos profesionales del entretenimiento.

Pero hay una derivada aún más compleja. Cuando esta inflación se transmite a la realidad en sí, esta se acaba por despreciar ya que nunca será tan intensa como el mundo de emociones que se nos presenta por todos lados. Como siempre que se va en contra de la realidad, la quiebra de expectativas llega tarde o temprano, tanto social como políticamente, porque, recordando de nuevo a Sartori, la democracia tiene un problema de expectativas. Si a esto le añadimos la confusión entre ficción y realidad, que, paradójicamente, hace que los espectadores puedan terminar restando gravedad al problema y lo conviertan en una realidad ajena al día a día o, lo que es aún más grave, en parte del paisaje, completamos un cuadro que, a salvo de la exageración, puede resultar alarmante. La desconexión con la realidad, sobre todo con la realidad política por parte de la sociedad, abre fallas en la geografía democrática de un país, fallas por las que se van, a menudo, oportunidades decisivas. Además, entre las grietas que provoca la tensión permanente entre la realidad y el discurso solo cabe ser extremo. No es posible cualquier otro escenario que no sea el de la polarización y el enfrentamiento entre visiones del mundo, tan deformadas por su propia hipérbole que no admiten ningún tipo de conciliación.

La realidad, más que pese, no es hiper mega guay. Sus propias hechuras de contradicciones y dicotomías, su creatividad a la hora de generar situaciones distintas, lo hacen imposible. Es amable, a veces, otras no. Es sencilla en ocasiones, compleja otras. Está pintada con tantos colores que no caben en un fotograma. La realidad no busca la viralidad; la política tampoco debería, aunque a veces, voluntaria o involuntariamente, la logre.

Publicado en El Confidencial

 

Pactos de gobierno: el retablo de las maravillas

Pactos de gobierno: el retablo de las maravillas

Los líderes del Partido Socialista y Unidas Podemos están atrapados en una realidad alternativa que ambos por su cuenta han trazado.

La teatralización forma parte del ADN de la política, aquellos que lo ignoran acaban cometiendo enormes errores de juicio con graves consecuencias. Aunque esto no es algo nuevo, ni exclusivo de la investidura, es cierto que en los últimos meses la política española parece haberse aficionado a la ficción y aunque en ocasiones se intenta hacer guiños a ‘Borgen’, ‘Sucesor Designado’ o ‘El ala oeste de la Casa Blanca’, el día a día se parece más a ‘Veep’ o a un episodio chusco de ‘House of Cards’.

Como ocurre en las series, donde siempre se encuentran referencias a la actualidad, también en el teatro es habitual el uso de elementos metateatrales, en los que se entrecruzan hasta confundirse ficción y realidad y entre los que destaca un artificio extremadamente complejo, el llamado «teatro en el teatro».

Este recurso, entre otros, fue utilizado por Cervantes en ‘El retablo de las maravillas’, un pequeño entremés, en el que dos comediantes, Chanfalla y Chirinos, llegaban a un pueblo para representar una función, entre la improvisación y la chapuza, bajo la falsa premisa de que solo los más capacitados, los «leídos y escribidos» de los que habla D. Miguel, serían capaces de apreciar la obra en toda su grandeza. El nivel de desconcierto del público es tal que en un momento dado, al ver aparecer a un Furrier al mando de una compañía de 30 soldados lo consideran también parte de la ficción, lo que acaba con el castigo del ejército al pueblo y sus habitantes.

Parapetados en la guerra del relato, en las últimas semanas Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, como Chanfalla y Chirinos, han organizado su propia representación. El teatro es ficción y puede, al mismo tiempo, disfrazarse de realidad, pero cuando hablamos de política podríamos decir que esta debería ser, ante todo, realidad y cuando se disfraza de ficción corre el serio peligro de terminar irremediablemente confundida con ella.

Parapetados en la guerra del relato, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, como Chanfalla y Chirinos, han organizado su propia representación

Una de las condiciones para que el «Teatro en el Teatro» sea efectiva es que esta se encuentre claramente distinguida, en el tiempo y en el espacio, de la realidad, para que fuera de ese espacio de ficción, la realidad pueda seguir su camino. Cuando en política se ofrece a la opinión pública una parte de su contenido identificado claramente como ficción, aunque no deja de ser política, dificulta su distinción con el resto de la pieza.

Existe el peligro adicional de que la ficción vaya construyendo su propia realidad y cuando el actor quiere abandonar la ficción de la que es protagonista, como ocurre en ‘El show de Truman, termina atrapada en esa realidad, que en ese momento ha dejado de ser ficción para volverse realidad alternativa. Algo que también les ha ocurrido a los líderes del Partido Socialista y Unidas Podemos, atrapados por su actuación en una realidad alternativa al escenario original que ambos por su cuenta habían trazado.

Este «teatro en el teatro» puede ir aún más allá, cuando consigue convertir al público en un personaje más de la representación. Un público que, lejos de ser espectador pasivo, acaba asumiendo el papel protagonista. Así ocurre en ‘Por los Pelos’, (adaptación de la obra de Paul Pörtner ‘Shear Madness’, que esta semana acaba sus representaciones en Madrid). En esta comedia, tras el asesinato ocurrido en una peluquería de moda, el público se convierte en investigador principal, marcando con sus preguntas el sentido de la investigación hasta terminar decidiendo en votación quién es el asesino.

Los líderes del Partido Socialista y Unidas Podemos, están atrapados en una realidad alternativa que ambos por su cuenta han trazado

Cualquiera con un interés medio en la vida política, se habrá sentido identificado con esta trama. Tras el fracaso del primer intento de formación de gobierno en España el escenario de negociación se ha trasladado al patio de butacas. Como si el público se volviera el verdadero protagonista, con capacidad de escribir un final distinto del previsto por los autores del libreto. Los regidores, con la colaboración desinteresada de sus medios y periodistas de cabecera, han comenzado a desvelar pistas, verdaderas y falsas; los actores, con la ayuda inestimable de sus apuntadores, se han lanzado a repetir sus parlamentos; los extras, Ciudadanos y el PP, se debaten entre ejercer de figurantes o seguir la comedia desde la platea, mientras se reparten los papeles que oscilan entre el silencio y el no rotundo.

Y los espectadores no terminamos de saber si han cambiado las reglas o simplemente nos hemos convertido, «teatro en el teatro«, en actores de un nuevo acto de esta tremenda obra de ficción, ahora ampliada por exigencias del guion. Lo único seguro es que si no llegan a un acuerdo antes del 23 de septiembre, el próximo 10 de noviembre, corresponderá al público señalar al verdadero culpable y cualquiera puede ser el elegido.

Mientras los protagonistas no harían mal en recordar la advertencia del manco de Lepanto «Maravilla será si no nos apedrean, porque tan desventurada criaturilla no la he visto en todos los días de mi vida» y dejar de proclamar a sus respectivos públicos: «¡Vivan Chirinos y Chanfalla!».

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La investidura y la Constitución. En busca de la gobernabilidad perdida

La investidura y la Constitución. En busca de la gobernabilidad perdida

“Innovar no es reformar”, escribió Burke. Recuérdenlo los representantes políticos antes de hablar de tocar la Constitución española.

La democracia tiene sus ritos. Tiene fechas marcadas en el calendario que la elevan por encima de lo cotidiano y aburrido. El lunes, en el Congreso de los Diputados, se celebrará uno de esos días que son diferentes al resto de días de la democracia: el de la investidura del presidente del Gobierno. Y como todos los rituales, el de investidura tiene sus reglas, dos en este caso: la de las mayorías parlamentarias fruto del sistema electoral (Artículo 68 de la Constitución) y la de propuesta y votación en la Cámara (Art. 99).

Todo sistema electoral parlamentario se debate entre la proporcionalidad que garantice la representación plural de los votantes y la gobernabilidad, que hace que esa creciente diversidad de fuerzas políticas que reflejan una sociedad cada vez más diversa, impida la parálisis del sistema político. Estos son los dos valores que, en cierta manera, están en tensión.

Hubo, en el momento de darle a España una normativa electoral, posturas distintas. Fraga optaba por un sistema mayoritario. El PSOE defendió un sistema de mayor proporcionalidad. Finalmente fue la opción de Landelino Lavilla y Herrero de Miñón, basada en la circunscripción provincial (con un mínimo de 2 escaños para cada provincia), una barrera del 3%, y el método D’Hondt, la que salió adelante. Una apuesta por la gobernabilidad, sin perder por completo la proporcionalidad. Como dato esclarecedor baste decir que cuando se diseñó nuestro sistema electoral, en 1977, en pleno renacer democrático, los partidos políticos registrados eran más de 100, de los que 22 se presentaban en la mayor parte de las circunscripciones.

Sin embargo, las paradojas, tan habituales en la vida, también se abren camino en los sistemas políticos. Han querido las circunstancias de los últimos años que precisamente haya sido un sistema cuya falta de proporcionalidad venía criticándose casi desde sus orígenes, el que haya dado lugar a un “pluralismo polarizado” (Hallin y Mancini) en el que conviven 5 fuerzas con más de 20 escaños. Esto desembocó primero en una tensa espera y, en las últimas semanas, en la “tragicomedia de la crispación” (en feliz expresión de Gil Calvo), con consecuencias que aún difíciles de prever, pero que van más allá de una investidura que parece cada vez más encaminada.

Vivimos algo similar en 2015 y 2016 y ya entonces hubo quienes plantearon la necesidad de reformas institucionales que evitaran tanto los largos periodos de interinidad como la posibilidad de prolongar ad eternum el proceso de investidura. La formación de gobierno hizo que, como ocurre tantas veces, un problema señalado como institucional se relegará al olvido. “El olvido está ahí, no lo olvidemos” escribió Benedetti y lo olvidamos hasta que las elecciones de abril de 2019 nos lo recordaron.

Las causas, más allá de la falta de previsión política y la dictadura de lo inmediato que permite enterrar problemas y sorprenderse cuando estos resurgen, las tenemos que buscar en el mecanismo de investidura y el sistema electoral. Entre todas, las más determinantes son las que ya señaladas de la elección de la provincia como circunscripción electoral y el establecimiento de un mínimo de 2 diputados por circunscripción.

Además hay que contar que según la Constitución, los escaños en juego en unas elecciones pueden ser hasta un máximo de 400. Actualmente se reparten 350, dispuestos en circunscripciones provinciales de manera proporcional, con un mínimo por cada una de ellas, (que la ley establece actualmente en dos representantes, salvo en Ceuta y Melilla que es uno).

Resumiendo, si hubiera un intento serio de reformar la ley electoral habría que contar con 3 límites: la circunscripción electoral, con un número mínimo de escaños por provincia; el criterio de proporcionalidad, según la población, y el número total de escaños que se eligen en las elecciones (300-400).

La Gran Reforma

Con estos tres límites, que actúan como fronteras para posibles reformas, hay quienes plantean el cambio del método de reparto por le de Sainte-Laguë que mejoraría la proporcionalidad. Otros abogan por el aumento de escaños hasta el límite, es decir, 400. Se respetaría el actual sistema de reparto, o se añadiría un mecanismo complementario para adjudicar los 50 nuevos escaños, creando una circunscripción nacional. Sin embargo, lejos de mejorar la gobernabilidad, esta opción la debilitaría al fortalecer el criterio de proporcionalidad y aumentar la representación de fuerzas minoritarias, que normalmente ven cómo un buen número de los votos que obtienen en circunscripciones pequeñas no logran transformarse en un escaño.

Otra alternativa, planteada recientemente, sería adjudicar esos 50 escaños de más al partido más votado, como una prima de gobernabilidad, similar a la que existe en Grecia o Italia. Desde el punto de vista constitucional este sistema compartiría con la propuesta anterior la dudosa constitucionalidad de una circunscripción complementaria a la provincial y el respeto al número de escaños establecidos por la Constitución. Más dudoso resultaría saber si una propuesta de estas características rompería con el criterio constitucional de proporcionalidad que debe primar en la asignación de escaños.

Además, cualquier reforma que quiera evitar la ingobernabilidad, debe incluir el mecanismo de investidura, en el que todos los elementos desde su activación, el mecanismo de votación y el plazo máximo, son objeto de minuciosa reglamentación constitucional.

En este sentido la Constitución (art. 99) es bastante clara y llega al detalle:

  1. La propuesta corresponde al Rey a través de la Presidencia del Congreso

  2. El candidato propuesto deberá solicitar la confianza de la Cámara (por mayoría absoluta en primera votación o simple 48 horas después)

  3. Si no sale adelante se podrán tramitar sucesivas propuestas

  4. Si a los dos meses de la primera votación nadie obtiene la confianza el Rey disolverá ambas Cámaras.

En este punto, el margen de reforma sin tocar la Constitución es menor y solo cabría, como han planteado algunos grupos políticos, la de establecer por ley un plazo para someterse a la investidura, para evitar retrasos infinitos.

Todas las demás alternativas requieren un cambio constitucional:

  1. Actualmente, según la Constitución, no cabe un sistema de doble vuelta para elegir al presidente ya que contradice la totalidad del sistema político parlamentario consagrado por la Constitución. Hacerlo supondría un cambio mucho más de fondo, al alterar la naturaleza parlamentaria del sistema.

  2. Lo mismo ocurrirá trasplantando al Parlamento un modelo donde cualquiera pudiera presentar su candidatura y los diputados solo podrían votar por un candidato o por la abstención, propiciando la creación de las mayorías necesarias y evitando el bloqueo (como sucede en el Parlamento Vasco).

  3. Una tercera opción sería la de un sistema de investidura negativa (Dinamarca, Noruega o Islandia) donde el partido más votado, o aquel que obtenga un número superior de escaños en las elecciones recibe la investidura, pudiendo el Parlamento retirar su confianza cuando lo decida.

Y tampoco puede obviarse que cualquiera de estas figuras afectarían al papel de la Corona, de la que hoy depende la propuesta del candidato y requerirían reforzar los mecanismos de control del gobierno, especialmente la moción de censura o la aprobación de los Presupuestos, para permitir que la investidura no resulte, como lo puede ser ahora, casi definitiva. Además, reformas de este calado podrían afectar a los sistemas electorales autonómicos que por lo general resultan miméticos al sistema nacional.

A modo de resumen ejecutivo: cualquier reforma o reformas que pretendan evitar la interinidad o la ingobernabilidad exigen algo más profundo, la gran reforma de nuestro país: la de la Constitución. Y de nuevo, la paradoja. Porque buscando una estabilidad inmediata, una reforma constitucional podría embarcar a España, en una transformación constitucional que afecte a aspectos esenciales del sistema político, y que, por osmosis, alcance a otros de sus pilares como la Monarquía, la moción de censura o los sistemas electorales autonómicos, en los que resulta mucho más difícil encontrar acuerdos. Por no hablar del riesgo que entraña el hecho de que el referéndum de aprobación de la reforma (cuya convocatoria hoy podrían solicitar hasta 4 grupos políticos) se ciña como amenaza en el horizonte. La búsqueda de estabilidad podría provocar mayor inestabilidad.

Más allá de este optimismo universal, casi naif, que acompaña las urgencias institucionales, es difícil creer, como recordaba con ironía Torres del Moral, que aquellos que no consiguen ponerse de acuerdo en la formación de un gobierno que siempre tendrá un horizonte limitado en el tiempo, puedan hacerlo para lograr reformas constitucionales que tendrían consecuencias directas sobre cada uno de ellos, y cuyos efectos podrían prolongarse en el tiempo indefinidamente. “Innovar no es reformar”, escribió Burke. Recuérdenlo los representantes políticos antes de hablar de tocar la Constitución.

Publicado en El Confidencial

 

La política del presente permanente

La política del presente permanente

A la nueva política le pasa como a los años de los perros, el primer año equivale a 15.

En un par de días conoceremos la fecha elegida por Pedro Sánchez para someterse a la investidura. Aún no sabemos si decidirá convocar la sesión de investidura de manera inmediata, para evitar seguir prolongando la negociación, como ingenuamente decidió hacer Rajoy cuando sugirió a Ana Pastor convocar la votación de la moción o si preferirá retrasarlo aún unas semanas, para ver cómo Unidas Podemos se consume en la incertidumbre de la espera y comete algún nuevo error.

Hoy es más cierto que nunca aquello de que el tiempo en política se hace muy largo, especialmente cuando se está en la oposición, pero no solamente. Nadie sabe aún qué pasará dentro de dos semanas y los pronósticos para septiembre deberían entrar en la categoría de ciencia-ficción, aunque algunos todavía se atrevan a pontificar sobre cambios sociales y de hegemonías, políticos o culturales, que se mantendrán durante los próximos 15 años, sin reparar en que estos pronósticos también serán debidamente arrastrados por el próximo tsunami.

Sea como fuere, lo que sabemos es que en ese tiempo pueden pasar muchas cosas. A la nueva política le pasa como a los años de los perros, el primer año equivale a quince, el segundo a veinticuatro y a partir de ahí sus años de vida equivalen a cuatro de la especie humana. Para muestra Podemos, que en cinco años ha pasado de ser la gran promesa política a convertirse en un partido que bien podríamos decir que lleva más de tres décadas en el escenario político, y sin exagerar.

Hace solo dos años que Sánchez era desahuciado por su propio partido político, y escasamente un año que llegó a la Moncloa (aunque parezca que lleva allí toda la vida). En menos tiempo aún, poco más de dos meses, el PP y Ciudadanos han invertido sus posiciones: el primero, de temer una reacción interna en cadena contra Casado, ha pasado a tener un liderazgo consolidado, mientras que es a Rivera al que, esta semana, le toca luchar por sobrevivir. Y qué decir de los últimos seis meses de Vox, en los que ha tenido tiempo para explotar, implosionar y volver a convertirse en una incógnita.

A la nueva política le pasa como a los años de los perros, el primer año equivale a quince

No se trata solo de lo larga que, en estos términos, puede resultar una legislatura de cuatro años, sino de lo largo que se hace el día para políticos, periodistas y otros adictos a la información política.

Tiempos largos, tiempos cortos

Cambian los tiempos de la información. Hace años ya, una eternidad a la velocidad de los tiempos, la comunicación institucional miraba siempre al cierre de la prensa escrita. El cierre lo era en sentido estricto: con él se cerraba el ‘backstage’ de la información. Luego llegó el telediario, con su edición de mediodía y la de la noche (que aún ofrecían un par de horas de margen al jefe de prensa), y el periódico de ayer no fue más que el papel para envolver el pescado e incluso las columnas que una vez fueron refugio del pensamiento pausado quedaron reducidas a ingeniosos toques de atención. Pronto se unieron los informativos mañaneros, los programas de cotilleo político y los canales de 24 horas de noticias. Y así, como si fueran escalones dispuestos uno tras otro, hoy los medios de comunicación informan en tiempo real, en ‘streaming’, y en competencia feroz por el tráfico, que incluye nuevas prácticas como abrir una noticia y dejarla en el aire … Continuará.

Hay casos en los que ese afán por ganar al tiempo se ha traducido incluso en publicar información antes de que se produzca, obituarios que salen de las neveras en las que los medios guardan a sus próximos muertos antes de tiempo, o, en el colmo de la aceleración, noticias inexistentes, como la que anunció la forma en la que había sido incinerada la enfermera contagiada de ébola, esa que por suerte para todos, pronto se recuperó.

Ay de aquel político que no sepa adaptarse a esos tiempos, con una reacción inmediata en forma de trino, comunicado o canutazo

En la política emocional el tiempo es breve y la realidad voluble. Y ay de aquel político que no sepa adaptarse a esos tiempos, con una reacción inmediata en forma de trino, comunicado o canutazo, porque otros se le adelantarán a decir lo que realmente piensa, o debería pensar.

Cuando la velocidad entra por la puerta la reflexión sale por la ventana. Al renunciar al tiempo, instrumento imprescindible para desentrañar la complejidad, lo emocional gana a la realidad, y resultan vanos los esfuerzos por apelar a la racionalidad.

El espectador político, tan pegado al presente, también ha perdido perspectiva, y se deja llevar por las agendas de lo inmediato, sin reparar en el mañana. De ahí que incluso causas como la medioambiental, que adquieren sentido pleno en el medio plazo, tengan que revestirse de una urgencia que a veces les resta cierta credibilidad.

El espectador político, tan pegado al presente, también ha perdido perspectiva, y se deja llevar por las agendas de lo inmediato

La velocidad del tiempo ha levantado un nuevo tipo de política efímera, en la que WhatsApp ha sustituido a la mesa de decisión, que desde su concepción parece hecha para no dudar, y que permite posiciones incluso encontradas. Los que ayer defendían el no es no como obligación democrática hoy reclaman indignados la abstención como forma de responsabilidad (y viceversa). Desaparecen los «para siempre», también los «nunca jamás» y la coherencia se adivina (nunca mejor dicho) como uno de los atributos más difíciles de encontrar en política.

Mientras, seguimos mirando con envidia esos momentos en los que «times goes by so slowly».

Publicado en El Confidencial

 

Diálogo con todos

Diálogo con todos

¿Cabe dialogar con los que apuestan claramente por la independencia y vulneran sistemáticamente la ley? ¿Y con los que durante mucho tiempo no rechazaron la violencia?

El diálogo ha sido desde el principio la materia prima de la democracia, no hay gobierno democrático que no necesite del ejercicio continuo del diálogo, y la capacidad de llegar a acuerdos basados en el diálogo previo, para desarrollar sus funciones.

Sin tratar de establecer ningún paralelismo entre situaciones distintas esto plantea una serie de cuestiones: ¿Cabe dialogar con los que apuestan claramente por la independencia y vulneran sistemáticamente la ley? ¿Y con los que durante mucho tiempo no rechazaron la violencia? ¿Es posible dialogar con los que rechazan aspectos esenciales de la Constitución? ¿Y con aquellos que cuestionan aspectos del sistema democrático liberal? ¿Se puede dialogar de todo? ¿Se puede dialogar con todos?

¿Cabe dialogar con los que apuestan claramente por la independencia y vulneran sistemáticamente la ley?

En las últimas semanas hemos pasado de reivindicar el diálogo como fórmula mágica para la democracia a denostar a aquellos que se sientan a hablar con algunas de las fuerzas políticas salidas de las urnas y, sorprendentemente, llegan a acuerdos. Frente a lo establecido en situaciones que podrían resultar equiparables, en las que se dotaba al diálogo de fuerza sanatoria, cada vez son más los que, habitualmente eligiendo los casos, ante estas preguntas responden rechazando el diálogo, como si ese rechazo fuera el precio que hay que pagar para mantener la democracia. Convencidos de que en estos casos el diálogo nunca funcionaría, se acepta como premisa (sin respaldo empírico suficiente y con cierto sesgo selectivo) que la inclusión de estas fuerzas políticas en los mecanismos políticos habituales supondría un blanqueamiento de sus postulados y una devaluación de la democracia. Mientras, se señala a los que dialogan como seres sin escrúpulos dispuestos a cualquier cosa para conquista o mantener el poder.

Más allá de un análisis coyuntural, propio del momento actual de la política española, esta situación es el fruto del descrédito progresivo del diálogo como medio indispensable del ejercicio de la democracia; de la perdida de lo que José María Barrio ha denominado como la pérdida del estos dialógico en la sociedad. «Cada vez se debate más, pero cada vez se dialoga menos». El debate se reduce a la contraposición de diversos planteamientos, opiniones puestas en pie de igualdad, que no entran en relación con las demás. Cada uno de los interlocutores mantiene su discurso de manera paralela, sin tomar en consideración lo que puedan decir el resto de los interlocutores, que no son más que contrincantes, salvo caso en el que vea amenazada su posición en la que recurrirá a todo una batería de recursos dialécticos para poner de relieve la desfachatez, o para colgar la etiqueta correspondiente a quien no comparte su opinión. Lo importante es vencer no convencer, y trasladar el mensaje propio al mayor número posible de personas y el diálogo se convierte en arma arrojadiza.

Lo importante es vencer no convencer, y trasladar el mensaje propio al mayor número posible y el diálogo se convierte en arma arrojadiza

En este contexto de intercambio de «zascas», en el que se convierte la política, las ‘fake news’ se muestran como un arma privilegiada. La verdad se convierte en un elemento secundario y con ella el carácter racional del diálogo que ya no puede ser una búsqueda, mancomunada, cooperativa de la verdad, pues esta es inalcanzable y, de manera práctica, inexistente. Los conocimientos entrarían en competencia al no poder reducirse a una forma común, y la democracia se convertiría inevitablemente en una provisional convergencia de intereses opuestos. Con una consecuencia; cuando se confrontan dos intereses y ninguno de ellos puede apelar a una razón universal, la democracia se reduciría a la aplicación de la fuerza, verbal, y acabaría por prevalecer el interés del más fuerte que, como señala Chesterton, no es más que «el derecho de los animales».

Esto imposibilita el diálogo, que se basa en el conocimiento de los hechos, en el convencimiento en la verdad. Si alguien está convencido de algo, está convencido de que si eso es verdad, no es porque él lo diga, sino porque otros seres racionales también pueden conocerlo. La mística de «mi verdad», lejos de permitir el diálogo lo ha convertido en una representación falsa, sin contenido, si no existe la verdad, o es imposible conocerla, dialogar carece de sentido. De ahí que para el diálogo sea necesario que lo que uno propone en forma de opinión se proponga con una pretensión de verdad; y que se esté dispuesto a escuchar, exponer mi propia opinión a la eventual mayor racionalidad o verdad de la contraria.

Si está convencido de algo, lo está de que si eso es verdad, no es porque él lo diga, sino porque otros seres racionales también pueden conocerlo

A la pérdida de la verdad, de la esperanza de alcanzarla, se une la perdida de la referencia objetiva del significado de las palabras, el lenguaje. Esta devaluación de la palabra, provoca reacciones tremendamente perjudiciales para la convivencia democrática. Para que exista diálogo es importante utilizar la misma lengua, así lo señalaba Thomas Hobbes al hablar de los orígenes del Estado. El filósofo inglés sostiene en el Leviatán que un lenguaje culto y disciplinado era necesario para alcanzar cierta cohesión social. La lengua era para los seres humanos el principal principio organizador y sin ella «no ha existido entre los hombres ni Comunidad, ni Sociedad, ni Contrato, ni Paz, como no los hay entre los leones, los osos y los lobos». El contrato social debía redactarse usando términos de sentido exacto y entendido universalmente: «Pues que un hombre llame sabiduría lo que otro llama Miedo y uno Crueldad lo que otro denomina Justicia, uno hable de la Prodigalidad cuando otro se refiere a la Magnanimidad… nombres así nunca pueden ser la base auténtica de un raciocinio».

Esta desconexión entre lenguaje deriva en una «guerra de las palabras», en la que el lenguaje se utiliza de manera puramente propagandística y las palabras se convierten en banderas que se defienden o atacan sin una mínima referencia a su realidad. Y quizás el término «diálogo» haya sido una de las principales víctimas de este combate. La apropiación indebida de este concepto por parte de un espectro de la vida política provoca una reacción que bajo la bandera de la defensa de la democracia acaba por dar la sensación de despreciar el diálogo. Aparece así la figura del integrista, no por las ideas que defiende sino por la forma que tiene de hacerlo, en una defensa numantina de sus verdades que no ofrece discusión alguna.

Aparece así la figura del integrista, no por las ideas que defiende sino por la forma que tiene de hacerlo, en una defensa numantina de sus verdades

Otro de los grandes enemigos del diálogo es esa visión característica de los tiempos de crisis, que Martín Delcalzo denominaba «la gran coartada», según la cual la sociedad se divide en dos bandos, «los buenos y los malos», divididos rígidamente, sin que haya nada de bueno en los malos y nada de malo en los buenos. Esta visión es ciertamente cómoda porque permite a unos y otros atribuir los problemas de la sociedad a «los enemigos» que siembran la semilla del mal, evitando el diálogo con ellos, y esquivando así las propias responsabilidades. Una vez más se cae en la democracia entendida como un juego de suma cero, con bandos opuestos, en el que solo hay un ganador posible y la democracia es simplemente un problema de fuerza en el que aquel que cuenta con un mayor número de votos se lleva el gato al agua.

En la situación actual no podemos renunciar al diálogo con los que piensan diferente, ni siquiera a la posibilidad de alcanzar acuerdos entre los diferentes. Bastaría con que el contenido de esos acuerdos se diera a conocer de manera transparente y los ciudadanos pudiéramos valorar, fuera de descalificaciones apriorísticas, si ese contenido atenta o no contra el sistema democrático.

El diálogo, sostenido por la libertad de expresión y el derecho a la información, es hoy uno de los pilares esenciales de la sociedad pluralista

El diálogo tiene que volver a ser una herramienta de construcción política. El diálogo, sostenido por la libertad de expresión y el derecho a la información, es hoy uno de los pilares esenciales de la sociedad pluralista, más importante incluso que el propio ejercicio del voto. La democracia representativa se sustenta en el diálogo y el Parlamento no es más que un lugar en el que los representantes de los ciudadanos comparten sus puntos de vista, de la misma manera que lo harían los ciudadanos si pudieran reunirse y mantener una conversación entre todos ellos. No en vano el primer Parlamento, el Británico, era conocido como el mejor club de Londres.

Un diálogo basado en la realidad, basado en el respeto a los ciudadanos, a los que se debe tratar como mayores de edad, que eluda la descalificación ‘ad hominen’ y se atreva a defender racionalmente sus propuestas tratando de convencer, didáctico y respetuoso con el lenguaje. Un diálogo que no se limite a la negociación de gobiernos y afecte, sobre todo, a las decisiones que determinan el futuro de la sociedad que deben adoptarse tras un verdadero proceso de diálogo. Presentar algo relativo y abierto a distintas soluciones como la política, la construcción de la convivencia de los hombres dentro de un ordenamiento en el que se disfrute de libertad, como una verdad absoluta puede dar lugar a nuevas formas totalitarias, aunque sean formalmente respetuosas con las formas democráticas. Es necesario articular sistemas para reconocer y evaluar todas y cada una de las opciones, como intentos legítimos de alcanzar una sociedad mejor, solo así el verdadero diálogo recuperará el protagonismo que le corresponde en la sociedad democrática.

Publicado en El Confidencial

 

La encrucijada de Ciudadanos

La encrucijada de Ciudadanos

Unos resultados tan abiertos en cuanto a la gobernabilidad como los del 26-M han provocado que los vendedores de consejos y especulaciones abran la persiana para hacer su particular agosto.

Nada como unas elecciones para desatar interpretaciones y análisis. La propia noche electoral del 26-M fue una escenificación de las distintas lecturas que los partidos hicieron de sus propios resultados y, sobre todo, de las posibilidades de pactos y acuerdos que esos resultados arrojaron la misma noche —y llevan días arrojando por los problemas en el recuento en algunas circunscripciones—. Si las elecciones sirven para abrir el paso a interpretaciones, unos resultados tan abiertos en cuanto a la gobernabilidad como los del 26-M han provocado que los vendedores de consejos y especulaciones abran la persiana para hacer su particular agosto, sin andar el difícil trecho que separa la realidad del deseo.

Pero la realidad es resumible y asumible para cualquier observador, al menos a grandes trazos: el PSOE ha confirmado su buena racha electoral, aunque nadie mejor que Sánchez sabe que en política, y más en la política del siglo XXI, nunca nada es para siempre y que los tiempos se consumen hoy a una velocidad mucho mayor que hace diez años. Cuatro años es una eternidad. En política siempre lo ha sido. Pero hoy, además, pueden ser una odisea.

En el bloque del centroderecha, por su parte, todo lo andado en las semanas transcurridas entre el 28-A y el 26-M, ha tenido que desandarse. Se vuelve a la casilla de salida, después de que Ciudadanos tratara de presentarse y afincarse en el liderazgo del bloque. Casado ha logrado superar la prueba decisiva con algo más que honra: y casi podríamos decir que, sea cual sea el resultado de las negociaciones, ha logrado su objetivo: contar con el tiempo suficiente para poner en marcha su proyecto de «reconstrucción del centroderecha» con cuatro años por delante y la ventaja de haberse consolidado como el único contrapeso territorial al éxito electoral del PSOE. La derivada decisiva, sin embargo, no está hoy en el PP sino en Ciudadanos.

Ciudadanos: en busca de criterio

Desde la misma noche electoral del 28-A, Rivera lanzó el ‘boomerang’ del liderazgo del centro derecha. El 26-M se lo ha devuelto y, como suele suceder con las decisiones arriesgadas, ha vuelto a sus manos pesando más que cuando lo lanzó. Ciudadanos se enfrenta hoy a una encrucijada estratégica que parecía resuelta.

La formación de Rivera, desde su fundación, ha hecho un esfuerzo por encontrar su espacio en un mapa político en el que PP y PSOE parecían monopolizar la vida política del país. Y es una realidad que, con mucho esfuerzo, han logrado hacerse ese hueco. Pero lograrlo no ha sido fácil y les ha obligado a ir ajustando su posicionamiento según las circunstancias. Es paradigmático el caso de Andalucía, en donde han pasado de apoyar a un gobierno del PSOE de Susana Díaz, a cogobernar con el PP de Juanma Moreno, con los votos de Vox.

La última vuelta de tuerca llegó durante las elecciones generales cuando, ante las dudas sobre su posible pacto con el PSOE, su ejecutiva cerró unánimemente todas las puertas a un acuerdo con el PSOE. Desde entonces, y con la ayuda inestimable de la foto de Colón, Ciudadanos se situó como parte del bloque de centro derecha. El resultado de las urnas el 28-A parecía confirmar el acierto de esta decisión, pero el 26 de mayo ha puesto a los dirigentes de Ciudadanos en una encrucijada que va mucho más allá de la aritmética.

Ciudadanos, que sufre desde el 28 de abril las presiones que pretenden su abstención en la moción de investidura para evitar que los votos de los independentistas catalanes se hagan indispensables, y a un coste desconocido, está en una condición envidiable que le permitiría apoyar la formación de gobiernos en un buen número de ciudades españolas y algunas comunidades autónomas. Aunque los discursos anteriores, y la actitud socialista que celebró su victoria el 28 de abril al grito de «¡Con Rivera, no!», hizo suponer en un principio que Ciudadanos apoyaría al PP siempre que sus votos fueran necesarios, contando con la reciprocidad del PP cuando la situación fuera la inversa, el veredicto de las urnas ha hecho que nada sea tan sencillo como parecía.

Los de Rivera han quedado situados como tercera fuerza política en la inmensa mayoría de estos lugares. En las 50 capitales de provincia Ciudadanos suma con el PP en 8, un número que se elevaría hasta 23 con el apoyo de Vox, y que sumando con el PSOE sería de 20. Algo parecido ocurre en los 141 municipios con más de 50.000 habitantes, donde los naranjas han obtenido mejores resultados, Ciudadanos suma una mayoría suficiente con el PP en 21 municipios, contando con los votos de Vox el número alcanzaría los 56, mientras que junto al PSOE la suma alcanzaría la mayoría en 64 localidades.

Los de Rivera han quedado situados como tercera fuerza política en la inmensa mayoría de estos lugares

De esta manera sus votos son decisivos porque están en condiciones de apoyar gobiernos tanto del PSOE como del PP. Y en ese valor crucial para la gobernabilidad está la encrucijada. Tienen que elegir entre apostar por liderar la oposición dentro del espacio de centroderecha, como anunciaron tras el 28-A, o aprovechar su envidiable posición para retomar su posición inicial y reivindicarse como un partido bisagra, con capacidad de poner y quitar gobiernos en función de criterios más o menos objetivos.

Ambas posiciones tienen una serie de pros y contras. Decidirse por la pugna por liderar la oposición supondría toda una apuesta de confianza en las propias fuerzas. Supondría renunciar a las ventajas de visibilidad que obtendría la marca si llegan a formar parte de los gobiernos locales y autonómicos, además de renunciar la consolidación de sus cuadros, la construcción de programas, la experiencia de gestión y la implantación territorial que vienen aparejadas a lograr el gobierno en distintos enclaves.

Los riesgos de esta opción tampoco se ocultan. Por un lado, supondría renunciar ¿definitivamente? a un votante socialdemócrata moderado (no sanchista) y por otro, y más importante, les introduciría en una batalla por liderar la oposición con el Partido Popular, donde, tras perder la ventaja inicial, existen riesgos de caer en la sobreactuación mutua o simplemente de ser superados por una mejor ‘performance’, fruto de la experiencia que aún atesoran parlamentarios y gobernantes populares. Perder esta carrera podría ser mortal en cuatro años para el liderazgo de Albert Rivera que, tras 13 años en política, aspiraría a liderar por cuarta, y probablemente última vez, la candidatura de los naranjas.

Por un lado, supondría renunciar ¿definitivamente? a un votante socialdemócrata moderado y, por otro, les introduciría en una batalla por liderar la oposición

Por el otro lado, estaría el apoyo total a los socialistas en plazas como Barcelona, Aragón, Murcia, Castilla y León o Madrid, a cambio de algún gobierno simbólico como el de la ciudad de Madrid. Esta decisión, a la luz de las encuestas publicadas en el periodo electoral, y a salvo de la mala memoria política, podría poner en riesgo la mitad de sus apoyos, sin que parezca tan claro que pueda llevarle a nuevos caladeros de votos. Y habría que añadir una dificultad añadida: compatibilizar este apoyo con el liderazgo de una oposición a nivel nacional en el Parlamento.

Al mismo tiempo, cundiría cierta sensación de traición, y una gran confianza en las capacidades propias, que gracias a los recursos y la visibilidad de cogobernar un número tan amplió de lugares, podría hacer aumentar sus apoyos (apelando a la mala memoria política, y a la eternidad que suponen 4 años en política). El principal riesgo de esta política, sin embargo, de esta política sería atar su destino a un socio que, hasta la fecha, se ha mostrado poco fiable, con el que resultaría difícil romper de una manera clara, y que en la mayoría de los lugares seguiría gobernando, aunque Ciudadanos le retirara su apoyo. Las noticias que nos llegan sobre los pactos en Navarra pueden servir de ejemplo.

El camino intermedio es el más difícil todavía. Requeriría adoptar una política de geometría variable, que o se afianza en una serie de criterios objetivos entre los que se adivinan la apuesta por el cambio, la renuncia expresa al sanchismo (de imposible realización), o el castigo a aquellos gobernantes sobre los que pese la sombra de la corrupción. Estos criterios objetivos puede que en ocasiones no coincidan con la sintonía personal entre sus líderes o los supuestos beneficios…, o corre el peligro de consagrar esa imagen de veleta, que se ha ido consolidando en la opinión pública. En todas ellas, la cesión debería incorporar cogobierno e incluso tratar de obtener el liderazgo en alguno de los territorios.

Las tres son decisiones arriesgadas, transcendentales que deberían adoptar por motivos estratégicos y muy conscientes de sus capacidades; equivocarse o no terminar de decidirse podría resultar fatal.

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