Quizás el protagonismo no buscado por la JEC, ha mantenido en segundo plano otras decisiones adoptadas durante la campaña por plataformas como Facebook, Twitter o WhatsApp.
Sus decisiones de los últimos días han puesto en el foco de la actualidad a la Junta Electoral Central, un órgano, que como cualquier buen árbitro suele triunfar cuando consigue pasar desapercibido. En estas elecciones no ha podido evitar salir de las sombras para actuar ante aquellos que se han acostumbrado a moverse en los límites de las reglas del juego, convencidos de que el camino de su éxito pasa por sembrar la desconfianza en el Estado de derecho.
Quizás ese protagonismo no buscado, ha mantenido en segundo plano otras decisiones adoptadas durante la campaña por plataformas como Facebook, Twitter o WhatsApp, que, aunque no han afectado de manera determinante al resultado electoral, sí han alterado el normal desarrollo del proceso.
En el año 2019 es imposible afrontar unas elecciones sin tener en cuenta que el uso innovador de la tecnología permite, al primero en adoptarlas, una posición de ventaja. Prácticas como la de crear perfiles, cada vez más concretos y personalizados, de usuarios de redes sociales a los que adaptar la publicidad y la comunicación es algo de lo que ya hemos oído hablar. Lo hicimos con el caso de Cambridge Analítica la campaña presidencial norteamericana de 2016. En la del referéndum sobre el Brexit supimos cómo personas y grupos de fuera del país podían interferir en el desarrollo de la campaña, tanto comprando publicidad como a través acciones coordinadas en las redes. Lo último que hemos conocido es el uso de WhatsApp que algunos cifran como clave del éxito de la candidatura de Bolsonaro en Brasil.
En todos los casos, el uso de las tecnologías ha ido siempre dos pasos por delante de la legislación. Y los lapsos de tiempo entre los hechos y la respuesta legislativa que se les da, acaba dando espacio a nuevos árbitros que acaban por asentar sus propias reglas.
Así ha sido en el caso de España donde la reciente reforma de la ley electoral, recurrida por el Defensor del Pueblo ante el Tribunal Constitucional, en lugar de dar respuesta a estas prácticas, ha parecido alentarlas, aumentando la incertidumbre que ni siquiera la Agencia Española de Protección de Datos ha podido evitar, en una interpretación que va más allá de la literalidad de la ley, y establece una serie de obligaciones, cuyo valor normativo resulta, cuando menos, cuestionable.
Entre la confusión y la falta de respuesta, las propias plataformas se han lanzado a poner en marcha medidas para responder a estas prácticas que amenazan la democracia. Las elecciones generales del 28 de abril en Españafueron una prueba de lo que vamos a vivir el 26 de mayo en toda Europa. Y la conclusión es que aún hay mucho que mejorar.
La privatización de la justicia electoral
Las plataformas han ido estableciendo distintas reglas del juego electoral de manera unilateral, en virtud del contrato privado que establecen con sus usuarios. Esto es ya de por sí un motivo, al menos, de reflexión, porque supone que la justicia electoral pasar a ser el resultado de una relación entre particulares. Además, no han dudado en aplicar estas normas de manera unilateral y sin previo aviso, amenazando el ejercicio de derechos fundamentales como la participación política y la libertad de expresión.
Facebook al menos trató de informar a los partidos políticos de estas condiciones. Por un lado, la red social avisó de que rastrearían y eliminarían las cuentas falsas, ofreciendo a las formaciones políticas herramientas para denunciar estos perfiles; anunció que iba a luchar contra las noticias falsas, permitiendo a los usuarios calificarlas como falsa y delegando en Newtral y Maldita.es la decisión final. Se establecían también una serie de condiciones para la contratación de publicidad en la plataforma: su identificación como campañas políticas, la debida autenticación por parte del partido de aquellos que quieran contratar campañas de publicidad, la prohibición de comprar publicidad desde fuera de España y la creación de una librería pública (que se almacenaría durante 7 años) donde estarían disponibles todas las campañas de publicidad política, con una información básica de cada una de ellas.
Un archivo similar ha establecido Google, que permite consultar la publicidad contratada por los distintos partidos y candidatos en su plataforma de YouTube. En el caso de Twitter también se anunciaron una serie de medidas dirigidas a eliminar cuentas falsas.
Una vez en campaña se plantearon una serie de incidencias que, ante la falta de respuesta rápida de las Juntas Electorales (que se limitaron a advertir frente al uso de canales institucionales con fines electorales) fueron resueltas de manera expeditiva por las distintas plataformas sociales, sin criterio ni procedimientos claros.
El primero fue la desaparición repentina en Facebook de los anuncios de aquellas fuerzas políticas que no habían efectuado el registro en la fecha establecida, a pesar de que en las instrucciones de la plataforma vinculaban este registro exclusivamente a las elecciones europeas. Todos los anuncios eliminados fueron repuestos una vez realizado el registro.
La plataforma también ha bloqueado distintos anuncios contratados por los partidos, denunciando las «mentira» de otros partidos, sin aclarar porque esta denuncia alteraba sus condiciones de uso, mientras mantenía otros que habían sido denunciados como falsos, como la serie de anuncios de Ciudadanos que se refería a una escasa diferencia de votos en distintas provincias, basada en una encuesta inexistente.
Twitter también actuó según lo anunciado y aprovechó la celebración de los debates, y la actuación de los equipos de campaña en torno a ‘hashtags’ propios, para localizar cuentas supuestamente falsas y eliminarlas sin aviso previo.
Pero lo más preocupante fue la reacción de WhatsApp, que decidió suspender sin ningún tipo de aviso previo el canal de Podemos por un supuesto mal uso de la plataforma a cinco días de la votación. Dos días después, y tras reiteradas propuestas del partido de Iglesias que denunció esta suspensión como un ataque a la libertad ideológica (denuncia archivada por la Junta Electoral Central), la plataforma propiedad de Facebook decidió suspender, también sin previo aviso y por los mismos motivos, los canales de PP, Ciudadanos y PSOE. En este caso, según los partidos involucrados, la compañía tardó en ofrecer respuestas y cuando lo hizo resultaron contradictorias.
Las consecuencias resultan preocupantes. A menos de 72 horas de la celebración de las elecciones, en un momento en el que un alto porcentaje de votantes estaba tomando su decisión, los partidos políticos se vieron privados de uno de sus canales de comunicación directa con los votantes. Lo paradójico es que fue ese el momento en el que más bulos comenzaron a circular por esta misma plataforma, dejando a los partidos indefensos frente a estos ataques, que según distintas organizaciones de verificación, se intensificaron en esos días.
Ante la actuación, marginal en estos temas de la Junta Electoral, y la ineficacia de la circular de la AEPD que no generó ninguna respuesta oficial de los partidos, la única normativa aplicable resultó la propia de las plataformas sociales y la única autoridad la de estos mismos organismos que adoptaron sin aviso ni procedimiento alguno decisiones de especial transcendencia que tuvieron consecuencias directas en el derecho de los ciudadanos a recibir información durante el proceso electoral. Nuevos árbitros electorales sin otra legitimidad que su papel predominante en el mercado.
A pesar de ser elegido mediante un procedimiento distinto, el Senado suele ser un reflejo de aquellos partidos que han obtenido la mayoría de los votos en cada provincia.
Siempre que se celebran elecciones generales en España, como las del domingo 28 de abril, nos centramos en el reparto de escaños en el Congreso de los Diputados, y su influencia en la formación de gobierno. A pesar de ser elegido mediante un procedimiento distinto, el Senado suele ser un reflejo de aquellos partidos que han obtenido la mayoría de los votos en cada provincia (3 de los cuatro senadores para el primero y el cuarto, para el segundo). Y quizá por esto, pasa desapercibido y no es objetivo un análisis sosegado.
El histórico nos dice que esta lógica mayoritaria del reparto de senadores se ha ido cumpliendo con regularidad desde las elecciones de 1979. En las 12 elecciones celebradas en España hasta el año 2016, 4 veces ha sido así en todas las circunscripciones (1989, 1996, 2000 y 2011), 5 veces hubo una sola excepción (1986, 1993, 2008, 2015 y 2016), 2 veces hubo dos excepciones (2004, 1982) y solo una vez, en 1979, el número de circunscripciones en las que no se cumplió la regla general fue de 7. De esta forma se confirma la sensación de que, a pesar del sistema de votación de lista abierta en la que se puede elegir hasta tres candidatos (independientemente de los partidos), los votos al Senado son, en cada circunscripción, una reproducción más o menos fiel de la votación a las listas cerradas del Congreso de los Diputados.
Pero las elecciones de 2019 han sido diferentes. Lo han sido en muchos aspectos, algunos de los cuales quizá ni siquiera alcancemos a calibrar ahora. Y lo han sido, también, en el Senado. De todos los senadores elegidos, ocho no lo han sido según la norma no escrita de las mayorías, producto no tanto del sistema electoral como de la forma con que los votantes se ponen frente a la papeleta anaranjada. Nueve excepciones que, quizá precisamente por eso, nos dicen mucho del votante.
La primera de ellas no se trata propiamente de una anomalía, sino la de los que conociendo la fórmula habitual de voto, optaron por la presentación de una lista conjunta en Navarra, donde UPN, PP y Ciudadanos fueron capaces de alcanzar un acuerdo que logró que sus 3 candidatos fueran los más votados en la provincia. Y de esto, podemos obtener la primera nota diferencial de estas elecciones: de haberse repetido el acuerdo navarro a nivel nacional, y bajo la advertencia de que la unión en una lista pudiera tener efectos secundarios, la suma de los votos obtenidos por cada senador en cada provincia nos dice que si Vox o Ciudadanos hubieran presentado listas conjuntas junto al PP, el resultado hubiera cambiado radicalmente. En ambos casos (PP+Vox o PP+Ciudadanos) la conjunción de fuerzas hubiera obtenido 134 escaños, frente a los 51 que hubiera logrado el PSOE.
Entre el 1+1+1 y el voto de consolación
Pero esto es lo que pudo haber sido de haber sido de otra forma. Un trabalenguas político de ‘posterioris’ que cae dentro de los ejercicios inútiles y vanas melancolías. Lo anómalo realmente lo encontramos en 7 circunscripciones en las que el reparto de senadores ha seguido una lógica contraria a la lógica asentada en las elecciones anteriores. En primer lugar, el caso de Segovia, Murcia, Zamora, Palencia y Soria (donde el PP fue segundo en intención de voto y en lugar de 1 ha conseguido 2 senadores) y, a continuación, los casos de Málaga y Madrid (donde la tercera fuerza más votada, en este caso el PP, logró un senador «arrebatándoselo» a Ciudadanos en el primer caso y al PSOE en el segundo en un reparto 2-1-1). En total, 8 escaños que no respondieron a esa norma no escrita.
Tratar de buscar una explicación a tanta anomalía ofrece algunas pistas sobre la importancia de cada voto, ya que es posible que la causa sea la mezcla entre la campaña del 1+1+1 y el voto de consolación al PACMA, una mezcla que se da en la mayoría de las provincias. Los mensajes que promovían el voto al primero de la lista del PP, Ciudadanos y Vox, el 1+1+1, se convirtieron en uno de los virales de la campaña. Es difícil encontrar un español con WhatsApp que no haya recibido un mensaje vinculado a este mecanismo de voto táctico, más o menos específico, a favor o en contra. Más allá de explicaciones interesadas o simplemente falsas que se intercambiaron ‘a priori’ con la mera intención de orientar el voto en uno u otro sentido, la única crítica razonable era la de la dificultad de coordinar ese tipo de voto, y sus daños colaterales, en caso de incumplimiento por parte de votantes de una opción política. El votante de una de las tres opciones políticas, al hacerlo, confiaba en que los votantes de los otros dos partidos adoptarían un comportamiento similar, lo que no fue siempre así.
Cuando se observa el resultado se puede decir que en la inmensa mayoría de las provincias hubo un buen número de electores que asumieron el riesgo. Mientras el voto al primer senador del PSOE coincide prácticamente en todas las circunscripciones con el número de votos obtenidos por su partido en el Congreso, el del PP obtiene, con respecto a la lista al Congreso, un número de votos superior; un incremento que se corresponde mayoritariamente con la diferencia de votos entre el primero y el segundo de las listas de Ciudadanos y Vox al Senado. Sin embargo, y aunque en todas las provincias parece que esta forma de votar ha superado el 10% de los votos, solo en algunas, que ya hemos señalado, ha tenido consecuencias.
De estas observaciones podemos apuntar que los votantes de Vox, y en mucha menor medida los de Ciudadanos, son los que más han elegido esta fórmula, mientras que los del PP han votado a los tres candidatos de su lista mayoritariamente. Se podría decir que la mayor generosidad de votantes de Vox y Ciudadanos, con ese tipo de voto cruzado, ha permitido en varias provincias la entrada de un senador más del PP de los que le «corresponderían» con la regla tradicional, mientras que el esfuerzo realizado por el PP para negar la utilidad del voto logró que sus votantes rechazarán de plano ni siquiera intentarlo.
El esfuerzo realizado por el PP para negar la utilidad del voto logró que sus votantes rechazaran de plano ni siquiera intentarlo
La segunda explicación complementaria, y que se puede observar en un buen número de provincias, sería cómo este efecto de cruzar voto debilita en el Senado el voto en bloque al PSOE y favorece al PACMA, cuyo primer candidato en muchas provincias duplica en votos al segundo y al tercero de la lista. En Zamora, por ejemplo, su primer candidato al Senado obtuvo casi el triple de votos que su par para el Congreso; un reparto sin resultados efectivos para los animalistas pero que dejó fuera a un senador socialista y a pocos votos de dejar sin escaño al segundo del PSOE. Otro tanto sucede en Segovia, en donde a pesar de conseguir más votos en el Congreso, estuvo a punto de dejar fuera al segundo senador del PSOE por una veintena de votos y dejó fuera al tercero de la lista, mientras que el PACMA roza los 1.500 (casi mil más que su homólogo al Congreso, que obtuvo 607 votos). Igualmente en Palencia, donde al tercer senador del PSOE le faltaron 500 votos para obtener escaño, mientras el PACMA obtuvo 700 votos más al Senado que al Congreso. Murcia y Soria, por su parte, son otro ejemplo: el tercero del PSOE al Senado se quedó fuera por 7.000 votos, mientras el PACMA obtuvo más de 12.000 votos.
La suma de ambos fenómenos, 1+1+1 y el 2+1 con PACMA, explicaría también el caso de Madrid, donde el senador del PP fue el segundo más votado de los cuatro. Y donde, a pesar de eso, el primer senador de Ciudadanos logró arrebatarle su sitio al 3 de la lista del PSOE, en este caso de nuevo porque el candidato del PACMA duplica el voto del candidato de su partido al Congreso (110.000/50.000) y deja fuera al tercer senador del PSOE por solo 2.000 votos. También en Madrid donde el número 1 del PP en el Senado obtuvo 216.000 votos más que el candidato al Congreso, la diferencia entre el 1 y el 2 de Ciudadanos y Vox supera, en ambos casos, los 300.000 votos.
¿Y si…?
Una visión general muestra cómo, más allá de las excepciones señaladas, más habituales de lo normal, para que el 1+1+1 hubiera sido un éxito y hubiera permitido mayoría de PP+Vox+Ciudadanos hubiera sido necesario que en un gran número de las provincias el porcentaje de votantes del PP y Ciudadanos que hubieran asumido esa fórmula superara una horquilla entre el 40 y el 60% del número total de sus votantes. Algo que, a la luz del porcentaje de votantes que finalmente eligieron la opción, incluso entre partidos como Vox que han promovido activamente este voto, resultaría casi imposible.
En tiempos donde la acción colectiva tiene menos barreras que nunca, y la iniciativa particular puede protagonizar con éxito actuaciones políticas coordinadas sin contar con el apoyo de las organizaciones políticas, estoy seguro de que en próximas elecciones veremos más experiencias de ese tipo, mientras nos conformaremos lamentándonos por lo que pudo ser y no pasó.
El intercambio de opiniones y las preguntas de los periodistas ofrecen más oportunidades para que una palabra, un gesto, un silencio, un lapsus den al traste con una imagen laboriosamente construida.
Como las torrijas en Semana Santa el debate sobre los debates forma parte de toda campaña electoral. En tiempos en los que la política parece guionizada, y que aquel que encabeza las encuestas reduce al máximo su exposición, lejos de la caravana de prensa y cuidando al milímetro cada una de sus apariciones, los debates se convierten en una pequeña ventana a través de la que ver a los políticos sin red.
El intercambio de opiniones y las preguntas de los periodistas y del público (cuando estas están permitidas) ofrecen más oportunidades para que una palabra, un gesto, un silencio, un lapsus den al traste con una imagen laboriosamente construida. Por eso todos los candidatos tratan de extremar las medidas de seguridad, en forma de guion y una buena carpeta de fichas y gráficos, para evitar que tanta espontaneidad acabe generando un estropicio. Aun así, si tenemos en cuenta que más de la mitad de los españoles tienen la televisión como su principal canal de información electoral, los peligros de participar en un debate son más reducidos que los riesgos que pueden suponer el no hacerlo.
Desde 1993, la celebración de estos debates se ha incorporado a nuestra tradición democrática. A lo largo de la historia electoral española se realizaron dos debates en 1993, entre González y Aznar, que se saldaron con resultado diferente. Dos debates se celebraron también en 2008, entre Rodríguez Zapatero y Rajoy. Al debate único entre Rubalcaba y Rajoy en 2011 siguieron otros dos en 2015. En este caso uno enfrentó a los líderes de gobierno y oposición, Rajoy y Sánchez, y otro a los líderes de los cuatro partidos con mejor pronóstico en las encuestas, aunque en este caso a Rajoy le sustituiría Sáenz de Santamaría. El último se celebró en 2016, donde de nuevo estarían representados los cuatro partidos con mayor representación parlamentaria, esta vez con la participación de Rajoy.
A la luz de los datos, no resulta anómalo la celebración de dos debates en plena campaña electoral. Más anómalo resulta que ambos debates se realicen de forma sucesiva y bajo el mismo formato, evitando un debate de última hora o la celebración de un cara a cara entre los representantes de los partidos con mayor representación parlamentaria. El desgaste del bipartidismo ha acentuado el equilibrio inestable entre la representatividad y la audiencia, que suele ser inversamente proporcional al número de candidatos presentes.
El desgaste del bipartidismo ha acentuado el equilibrio inestable entre la representatividad y la audiencia
Su importancia dependerá, en gran medida, de la volatilidad electoral, el número de indecisos y la variedad de la oferta electoral. Y en estas elecciones los tres aspectos han alcanzado cotas históricas. Un 42% de “indecisos”, un porcentaje elevado de personas dispuestas a cambiar su voto en la última semana y cinco partidos con encuestas superiores al 10%, hacen que el debate pueda ser decisivo. Si bien es cierto que el número de personas que pueden cambiar de opinión tras un debate no es muy elevado, resulta transcendental en un escenario en el que cambios de un 1% o 2% de los votospuede variar la adjudicación de más de 20 escaños.
Estos efectos no dependerán tanto de quién es el ganador sino de quién es capaz de aprovechar la elevada audiencia para convencer a un grupo amplio de votantes indecisos, y eso, más que del intercambio de “zascas”, dependerá de la impresión general que ofrezca el candidato a su parroquia. Además, la victoria no se logra sólo en el estudio de televisión, sino que se decanta en favor de uno o de otro en el predebate, donde han pesado las rectificaciones interesadas y las clamorosas contradicciones, y en el postdebate, que se dirimirá fundamentalmente en los medios de comunicación, a través de crónicas, columnas y tertulias, y en las redes sociales. En el fondo, estas citas de la campaña acaban creando una auténtica realidad paralela en la que el peso del resultado depende más de la preparación previa que realicen los equipos y de la lectura posterior que hagan los medios que del debate en sí mismo y el comportamiento de los candidatos.
A la luz de lo anterior no es de extrañar que algunos pretendan añadir este “test de realidad” a la ley electoral como una ceremonia obligatoria de toda campaña electoral. Su celebración contribuye a reforzar la legitimidad del sistema político, y puede facilitar el ejercicio del voto informado (un ideal de la democracia representativa). Además, su regulación no se limitaría a establecer la obligatoriedad de celebrarlos, sino que buscaría evitar que en cada campaña electoral renazca el debate sobre el debate, en el que las estrategias electorales tratan de disfrazarse de intereses democráticos, en un equilibrio imposible que sólo perjudica a la democracia.
En España hoy ya existen normas aplicables a la celebración de estos debates que exigen “respetar los principios de proporcionalidad y neutralidad informativa”, con el objetivo de asegurar el principio de igualdad en la contienda electoral. Un principio que trata de evitar que cualquier partido pueda participar en las elecciones con la ventaja que otorga, por ejemplo, formar parte del gobierno, gozar de una financiación desproporcionada o contar con el apoyo ilimitado de uno o varios medios de comunicación. Estas limitaciones, que buscan garantizar la neutralidad, se verían comprometidas tanto si, como hemos visto estos días, quien decide la celebración o no de un debate es el gobierno como si son los gestores de los medios de comunicación los que tienen la última palabra sobre quién participa y quién no en los debates.
Esta regulación trata de favorecer un intercambio de razones, señal de buena salud democrática, pero no tiene la fórmula mágica. Una vez más veremos cómo, en un escenario que concibe la política como espectáculo, su contenido se centrará en el intercambio de golpes, más emocionales que racionales, y como lo anecdótico, y su eco deformado en forma de memes, volverá a convertirse en el gran protagonista de los debates. Y los electores descubriremos una vez más que, más allá de nuestros deseos, lo mejor para la campaña electoral no es siempre lo mejor para la democracia.
Cuando Zelensky, un actor y exitoso empresario, anunciaba su intención de convertirse en presidente de Ucrania su figura era familiar para la inmensa mayoría de los ucranianos.
Cuando el 31 de diciembre de 2018, Volodimir Zelensky, un actor, comediante y exitoso empresario de la industria del entretenimiento, anunciaba su intención de convertirse en presidente de Ucrania su figura, de personaje político, era familiar para la inmensa mayoría de los ucranianos. El país asociaba ya su rostro al del presidente, un presidente que había llegado a serlo cuando el discurso encendido de un joven profesor contra las puertas giratorias en la política, grabado por uno de sus alumnos, se había hecho viral, convirtiéndole en el presidente de su país. La realidad es que, en ese momento, esta historia no había sucedido nunca. El profesor Goloborodko, convertido en presidente, era solamente un personaje de ficción, y Zelensky el que le daba vida en la serie ‘Al servicio del pueblo’, estrenada en 2015 y que había finalizado su segunda temporada. Sus historias podían encontrarse de manera gratuita en Youtube o en Netflix y se difundían ampliamente entre los más de 2,8 millones de seguidores que, antes de empezar la campaña, tenía en Instagram y al más de medio millón de sus seguidores en Facebook.
Zelensky lanzaba su candidatura con un partido de nueva creación que toma el nombre de la serie, y anunciaba su intención de no hacer campaña electoral hasta el día de las elecciones. Renunciaba así a los mítines tradicionales y a la publicidad en carteles, rechazaba cualquier tipo de debate y la gran mayoría de entrevistas. Dedicaba todos sus esfuerzos a una gira de «conciertos», mezcla de monólogo del club de la comedia y concierto, que ha ido celebrando en estadios de fútbol, teatros e incluso circos de todo el país donde sin hablar de política se limita a ridiculizar a todos sus rivales, y a una inversión en redes sociales muy superior a la del resto de los candidatos.
En sus actuaciones resulta imposible distinguir donde acaba el ‘showman’ y comienza el candidato. El hombre de la gente que habla del futuro de los niños, mientras canta una canción irónica ‘La vida es maravillosa’, o tiene un guiño de ‘reality’ al reunir a una niña que había sido separada de su abuelo. «¿Para qué necesitamos hacer campaña? Sois gente inteligente que sabéis qué hacer el día de la votación, ¿verdad?», es una de sus frases favoritas.
La cadena de televisión 1+1, donde ha desarrollado su carrera durante los últimos 15 años, se ha convertido en el centro de su campaña. No ha dejado de emitir su ‘talkshow’ ‘La voz de la gente’ y de participar en diferentes proyectos audiovisuales, construyendo un imperio audiovisual valorado en millones de dólares. Sus últimos propósitos han sido la tercera temporada de su serie, cuyo estreno estaba anunciado para tres días antes de la votación y que fue suspendido por la autoridad electoral, y un documental dedicado a Ronald Reagan en el que hacia de narrador, y que fue estrenado durante la jornada de reflexión, un día que la cadena dedicó en exclusiva a «su» candidato. En una campaña tan disruptiva es difícil no ver una coincidencia: que un documental sobre una estrella de televisión que en 1980 se convirtió en el presidente de los Estados Unidos sea narrada por una estrella de la televisión que quiere convertirse en el presidente de Ucrania.
Lejos de lo que puede parecer, el 30% de los votos que ha recibido no son votos en broma, es un voto que recoge la indignación de una buena parte de la población ucraniana, que sumergida en una complejísima realidad prefiere acogerse al liderazgo de un personaje de ficción que como decían algunos votantes «puede ser un payaso, pero no es un idiota».
Es un voto que recoge la indignación de una buena parte de la población ucraniana
Las elecciones presidenciales ucranianas son un ejemplo más de la capacidad de la ficción no solo para contar la historia sino también para modificar las percepciones de la sociedad. El cine y las series norteamericanas, que monopolizaban la producción televisiva en los años 70 y 80 configuraron el imaginario colectivo de varias generaciones que identificaban los valores del ‘american way of life’ con la felicidad. Lejos de construir un mundo paralelo,en el que evadirse de la dura realidad, la ficción ayuda a entender y construir referencias del mundo en el que vivimos, incidiendo en la forma que tenemos de relacionarnos con la realidad pero sin el filtro de la sospecha al que habitualmente sometemos a la información política.
Así lo apuntaba Martha Nussbaum: «La lectura de novelas (…) conforma la vida de la fantasía, y sin duda la fantasía da forma, para bien o para mal, a las relaciones del lector con el mundo». La literatura, la pintura, o el cine suelen ser más expresivas a la hora de tratar de explicar, o al menos de intentar entender los acontecimientos, las historias humanas hablan mucho más sobre las causas y los ‘porqué’ que los tomos de libros de Historia.
Podríamos decir que mientras los ensayos ayudan a entender el presente a los estudiosos, la ficción conforma la imagen que la sociedad tiene de una época. Al reflejar un contexto habitual este se convierte en la mejor versión de la «verdadera» historia de la humanidad. Una historia que es, en gran medida, la suma de las opciones personales de todos los que estuvieron presentes y su influencia en las decisiones de otras muchas personas. Esa intrahistoria, de la que hablaba Unamuno, y que Ortega convirtió en categoría, la única que es historia de verdad, aunque nunca llegue a ensayos, libros de historia o documentales y se quede, como en el caso del mendigo norteamericano Joe Gould, en la imperdible novela de Joseph Mithchell, amontonada en cajas de zapatos, debajo de un banco de Central Park.
‘Patria’ de Fernando Aramburu o ‘Mejor la ausencia’ de Edurne Portela han servido para que la sociedad española se aproxime al drama del terrorismo de ETA. También en las últimas semanas hemos visto también como en la excelente novela de Karina Sainz Borgo ‘La hija de la española’ la ficción se ha convertido en una poderosa herramienta para transmitir, más allá de los datos, la situación de un país como Venezuela. La novela se convierte en una herramienta de transmisión de la realidad muchísimo más poderosa que todos los informes semanales de la temporada.
No es casual que esta misma semana el Rey haya recibido a Hastings, alto ejecutivo de Netflix, con motivo del desembarco de la plataforma en España
La ficción supera a la información en su influencia en la formación de laspercepciones personales y la cultura social. Un buen modelo de esta retroalimentación entre la ficción y la realidad la encontramos en la estrategia de comunicación de Dáesh y el uso de la misma con una imitación consciente del estilo de videojuegos y de las superproducciones de éxito que generan gran atención y atractivo, además de presentar una imagen más humana del terrorista y una imagen despersonalizada de las víctimas, como revela Javier Lesaca en ‘Armas de seducción masiva’, mientras los medios de comunicación tradicionales se resisten a reflejar en toda su crudeza las consecuencias de su barbarie. Y cuando, como en Ucrania, a la ficción se le une el humor, esta capacidad de construir percepciones se hace todavía más poderosa.
No es casual que esta misma semana el rey Felipe VI haya recibido a Reed Hastings, alto ejecutivo de Netflix, con motivo del desembarco de la plataforma en España.
Un fantasma recorre la campaña electoral española: el fantasma del voto útil.
El tablero electoral español se divide en dos bloques bastante uniformes, pendientes de su capacidad de movilización, pero con una gran volatilidad interna. Esta indecisión especialmente en el bloque formado por el Partido Popular, Ciudadanos y Vox ha provocado desde muy pronto, en plena precampaña, un intercambio recurrente de declaraciones y vídeos que tratan de reivindicar que el voto solo es útil si recae sobre las propias siglas.
Para hacerlo, los partidos seleccionan cuidadosamente las cifras elegidas para que, oh casualidad, los «datos» corroboren la tesis establecida previamente. En los tiempos de la verdad a la carta no hay nada más mentiroso que un dato cuidadosamente elegido. Al hacerlo confunden, quién sabe con qué intención, entre el todo y la parte y, con esa necesidad posmoderna de simplificar asuntos complejos, culpan de todo a Víctor d’Hondt, un jurista belga que hace 141 años ideó un sistema proporcional de reparto de escaños empleado hoy en más de 40 países.
Las críticas se centran en que esta fórmula de reparto de escaños no resulta proporcional, favoreciendo a los partidos mayoritarios y perjudicando a los que tienen un respaldo electoral menor, lo que no es del todo cierto.
Lo primero que habría que decir es que el sistema electoral puramente proporcional no existe. Solo podría existir si se distribuyeran el mismo número de escaños que de votos, pero como no es así, todo sistema tiene que pensar en una fórmula matemática de reparto de los «restos». Esto es precisamente lo que intentan resolver tanto la citada ley d’Hondt, como otras fórmulas como Sainte-Laguë o la del mayor resto. Y en cierta medida, lo ha logrado. Así lo muestra la historia reciente de nuestro país en la que a pesar de las críticas coincidentes en que favorece el bipartidismo, nos encontramos actualmente con cuatro partidos por encima de 10% de los votos y escaños, algo que, según las encuestas, puede hacerse extensible a un quinto partido.
Dicho lo cual, es cierto que el sistema electoral en España favorece a los partidos mayoritarios, pero lo que afecta a la proporcionalidad no es tanto el desequilibrio que genera una opción u otra del reparto de los restos, sino el número de escaños que el sistema reparte entre las distintas circunscripciones. La LOREG, que regula el sistema electoral, reparte los escaños por provincias en función de su población, tras conceder a todas ellas una representación mínima de dos escaños, independientemente de su tamaño o población.
En Soria, que desde 2008 es la única provincia que reparte solamente dos escaños, nunca se ha obtenido uno con menos del 23% de los votos
Este reparto inicial es el que realmente afecta a la proporcionalidad y hace que 35 circunscripciones, que representan el 67% del total, repartan un total de 145 escaños. El 41% de los escaños en juego, para el 30% de la población (14.488.041 de un total 46.723.000) según los datos del INE.
De esta manera, en estas provincias resulta más difícil conseguir escaño para aquellos partidos que resultan terceros o cuartos en el recuento. Los datos históricos de estos 42 años nos señalan el porcentaje mínimo para obtener un escaño en las provincias de estas características. Por ejemplo, en Soria, que desde 2008 es la única provincia que reparte solamente dos escaños, nunca se ha obtenido uno con menos del 23% de los votos, en las ocho provincias de tres escaños nunca se ha obtenido un diputado con menos del 17,6% de los votos, en las diez de cuatro, el escaño obtenido con un porcentaje menor de votos se consiguió con el 12,2%, en las siete provincias de cinco con un 9,7% y, paradójicamente, en las siete de seis escaños el mínimo de votos necesario para lograrlo fue un 10,8%.
En estos mismos datos de las ocho elecciones generales celebradas en España vemos que cuando hablamos de promedio de votos, el porcentaje de voto para obtener dos escaños es de 30,89%, en las de tres escaños se sitúa en el 23,5%, si la circunscripción reparte cuatro escaños la media es del 17,8%, 14,8% para las de cinco escaños, y 12,6% para las de seis. Si proyectamos sobre este promedio el resultado medio de las encuestas publicadas hasta esta semana, que otorga un 27,4% de los votos al PSOE, un 20,5% al PP, un 16,8% a Ciudadanos, un 13,8% a Podemos y un 10,9% a Vox vemos cómo tres de los cinco principales partidos políticos rondan estos porcentajes y corren serio riesgo de quedarse fuera del reparto en casi todas estas circunscripciones, sin poder aprovechar los votos recibidos en esa provincia.
Caso aparte es el Senado. Con el objetivo de favorecer la representación de los territorios, se dispara la falta de proporcionalidad al repartirse el mismo número de escaños por cada provincia. Una asimetría que aumenta, aún más si cabe, si le añadimos que el sistema de reparto concede el escaño a los candidatos con mayor número de votos, escogidos en listas cerradas, pero no bloqueadas, que permiten al votante escoger tres nombres de diferentes partidos, algo, por cierto, poco habitual. De esta forma podemos decir que aquel partido que en cada provincia consiga el mayor número de votos,obtendrá tres de los cuatro escaños en juego, lo que, una vez más, a la luz de la mayoría de las encuestas publicadas, proporcionaría al PSOE un número de representantes suficientes (146 sobre los 206 asientos que se eligen), para tener mayoría absoluta sobre los 266 senadores que forman la Cámara, una vez incorporados los senadores de designación autonómica.
No es casual, por tanto, que hayan surgido ofertas del Partido Popular para unir fuerzas en estas provincias ni que, tras no ser aceptadas estas por Vox y Ciudadanos, comience la apelación a la utilidad que pretende maximizar el voto dentro de cada uno de los bloques. Estas apelaciones, si no se concretan en una serie de provincias donde el escaño está en competencia con PSOE o Podemos, corren el peligro de terminar produciendo el efecto contrario al que pretenden, perjudicando a la suma dentro del mismo bloque y, consiguientemente, a la posibilidad de formar Gobierno. Un objetivo que, más allá de los juegos aritméticos, pasa por un juego de alianzas que, a día de hoy y a todas luces, debería unir a PP-Ciudadanos-Vox o PSOE-Podemos-Nacionalistas, (aunque, según las encuestas, muchos españoles aún contemplan y aceptan la posibilidad de que Ciudadanos cambie la posición adoptada por su ejecutiva, y pase a apoyar al PSOE o al menos permita su investidura con la abstención).
Un objetivo que pasa por un juego de alianzas que, a día de hoy y a todas luces, debería unir a PP-Ciudadanos-Vox o PSOE-Podemos-Nacionalistas
Está por ver el efecto de los ataques cruzados que se dediquen los partidos a cuenta de si el voto útil es de uno o de otro. En primer lugar, está el efecto que pueda tener en el resultado final del bloque, que puede sufrir esta guerra de desgaste y que aumentaría la dificultad de formar un Gobierno alternativo al del PSOE con Podemos y los nacionalistas. En segundo lugar, está la cuestionada eficacia de este tipo de campañas, basadas en las encuestas, salvo que se realicen en los últimos días o, como ocurrió en 2016, tengan lugar muy cerca de unas elecciones anteriores. Los ciudadanos al votar no piensan tanto en la utilidad de su voto como en sus consecuencias. Y es, precisamente, en las consecuencias donde se encuentra el riesgo principal, a medio y largo plazo. Si nos atenemos a las encuestas publicadas es probable que su voto sea un voto que la misma noche electoral dejará de ser útil o inútil, quedará libre de consideraciones y cálculos para ser, sencillamente, un voto que permita gobernar a Pedro Sánchez. Esta es la gran paradoja a la que se tendrán que enfrentar muchos votantes: queriendo echar a Sánchez, habrán colaborado a mantenerlo.
Ahora que los vientos del populismo soplan más fuertes que nunca, esperemos no tener que arrepentirnos nunca de haber rodeado la ley.
En 1966 una película inesperada se alzó con 6 Oscars derrotando a ‘Quién teme a Virginia Woolf’. Se trataba de ‘Un hombre para la Eternidad’ en la que el director austriaco Fred Zinnemann traza un perfil de los últimos días del canciller de Inglaterra, y santo católico, Tomás Moro. En un pasaje memorable de la película, Moro conversa con su futuro cuñado y asistente, que le pregunta: «¿Le darías al diablo el beneficio de la ley?». A lo que responde «tú qué harías ¿dar un rodeo alrededor de la ley para dar caza al diablo?… Y cuando te hubieses saltado la última ley y el diablo se volviera contra ti, ¿dónde te esconderías si las leyes son planas? Si te las saltaras ¿crees que podrías resistir los vientos que se levantarían?». Para concluir: «Sí, yo concedería al diablo el beneficio de la ley por mi propia seguridad».
Las leyes son, en esencia, mecanismos de seguridad para la sociedad. Por eso, alterarlas, o interpretarlas en contra de su sentido original, es siempre arriesgar demasiado. Para comprobarlo no hace falta irse muy lejos. Algo así ha ocurrido durante la legislatura que concluye en España, con el extraño juego de poder que se ha despertado entre el Congreso de los Diputados y el Gobierno, y viceversa. Ambas coinciden en utilizar las instituciones con un sentido diferente a aquel con el que fueron concebidas.
Los retrasos de la Mesa
Por un lado, está el Congreso y las dificultades que la Mesa ha puesto a la tramitación de proposiciones y proyectos de Ley, con la ampliación casi automática de los plazos de enmiendas y la congelación de la fase de informe de la ponencia que han hecho imposible, en la práctica, su tramitación. Aunque pueda parecer sorprendente esta no afecta tanto al Gobierno, ya que al término de esta segunda parte de la legislatura (según los datos del propio Congreso de los Diputados) han sido seis los Proyectos de Ley presentados, de los que cuatro fueron registrados demasiado tarde para que fuera posible su tramitación, uno rechazado tras su votación en el Pleno y solo uno sometido a dos ampliaciones del plazo de enmienda. Sin embargo, han sido cuatro los Proyectos de Ley que tienen su origen en un Real Decreto Ley, los que han visto ampliados estos plazos de manera excesiva. Algo similar ocurre con las proposiciones de Ley: 14 de ellas presentadas en el Congreso, 2 en el Senado, y otras 2 procedentes de Comunidades Autónomas, que la mesa, en la que el PP y Ciudadanos cuentan con la mayoría, ha ido retrasando siguiendo los mecanismos señalados.
El abuso del Decreto Ley
Por otro, el Gobierno y el abuso del Decreto Ley. Si el 70% de las leyes aprobadas por el Gobierno de Rajoy en la primera parte de la legislatura lo fueron siguiendo este mecanismo, con el de Sánchez el número alcanza el 98%, el porcentaje más alto de toda la democracia, un porcentaje aún más llamativo si se contrasta con las palabras del propio presidente que prometía convertir: «El Congreso en el centro de la actividad política».
Si atendemos a las razones que se aducen, estas no resultan muy tranquilizantes. La primera es siempre el uso habitual que otros gobiernos han hecho de esta figura normativa. De esta manera, y a pesar del lema «ellos también lo harían» vemos cómo, aunque se ha utilizado con frecuencia este recurso, no siempre de manera correcta, el porcentaje hasta esta legislatura nunca había superado el 40% del total de normas aprobadas.
Se esgrime como excusa el bloqueo que la Mesa ha establecido sobre los proyectos de ley enviados por el Gobierno socialista durante la legislatura
Además, se esgrime como excusa el bloqueo que la Mesa del Congreso ha establecido sobre los proyectos de ley enviados por el Gobierno socialista durante la legislatura. Pero, igual que el anterior argumento, este resulta difícil de justificar porque solo 9 de los 32 reales decretos que se pretenden justificar coinciden en su objeto con los proyectos de ley presentados por el Gobierno y las proposiciones de ley presentadas por el grupo socialista. Es decir: el bloqueo de la Mesa, de haber existido como dice el Gobierno, solo habría afectado a 9 de los casos. Los 21 Reales Decretos restantes serían proyectos legislativos nuevos, iniciados por el Gobierno de Pedro Sánchez, sin relación con propuesta normativa alguna del socialismo.
Quedaría un tercer argumento, el de la «extraordinaria y urgente necesidad», que el artículo 86 de la Constitución establece como requisito indispensablepara utilizar esta figura. Esta facultad, que el Tribunal Constitucional atribuye de manera clara al Ejecutivo (STC 29/1987), no es una facultad ilimitada, a pesar de los esfuerzos del Gobierno por definir lo urgente y necesario como aquello que el Consejo de Ministros considere como tal. El propio Tribunal Constitucional es mucho más restrictivo en esta interpretación cuando señala que se limitaría a aquellas medidas que buscan: «Alcanzar los objetivos marcados para la gobernación del país, que, por circunstancias difíciles o imposibles de prever, requieren una acción normativa inmediata o en que las coyunturas económicas exigen una rápida respuesta» (STC 6/1983). Basta un rápido análisis de los temas de los 32 Reales Decretos aprobados para poner de manifiesto que, en realidad, la urgencia no es más que una excusa para sacar adelante leyes en una legislatura corta y sin apoyos suficientes. Una urgencia y necesidad que, además, es difícil de justificar en casos en los que han transcurrido 40 años desde el sorpresivo cambio de circunstancias.
El uso del Decreto Ley tras la disolución de las Cámaras
Mención aparte merece su aprobación una vez disueltas las cámaras. El debate no es si el Gobierno puede gobernar en ese momento, sino si puede meter por la puerta de atrás todas estas medidas, que más allá de su dudoso carácter de urgencia y necesidad, pueden tener un contenido orientado a la campaña electoral en ciernes. Aunque aquí también se repiten los argumentos señalados anteriormente, una vez más difícilmente soportan el contraste con la realidad. Sobre su abuso por parte de los «otros» sorprende ver como de los 41 decretos leyes que han sido aprobados una vez disueltas las Cortes Generales, 17 fueron aprobados por gobiernos de UCD, 22 por gobiernos del PSOE y solo 2 por gobiernos del PP. Sobre su urgencia y necesidad, vemos que es difícil de justificar en casos en que la norma ha sido publicada hasta cinco días después de su aprobación y fija la entrada en vigor de algunos de sus preceptos tres años después.
El problema es que, en ambos casos, este «rodeo alrededor de la ley» para lograr unos objetivos que el Gobierno considera sin duda, justos y necesarios, provoca, como señala el Tribunal Constitucional: «La relegación del poder legislativo a un papel pasivo, secundario y disminuido, en detrimento del principio representativo, de la calidad democrática y, en las propias palabras del preámbulo de la Constitución, del Estado de derecho que asegura el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular»(STC 199/2015). El Gobierno asume una función legislativa que no le corresponde, dejando en el camino las garantías de procedimiento imprescindibles en una democracia parlamentaria. Se soslayan así los principios de publicidad y deliberación en público conduciendo, como ha señalado con acierto Jorge San Miguel, a una democracia plebiscitaria.
Un riesgo para la democracia
Ante esta situación de abuso sería necesario buscar vías para evitarlo.
En el caso de «bloqueos», el problema de fondo sería la necesidad de racionalizar el calendario legislativo del Parlamento para evitar así prácticas como prorrogar plazos de enmiendas semiautomáticamente o congelar la fase de informe de ponencia. Esto se podría resolver estableciendo en el reglamento del Congreso un sistema limitado de prorrogas (con un máximo razonable de 3 o 4), y obligando a que las siguientes prórrogas o bien necesiten una mayoría reforzada o una mayor motivación del acuerdo. A esto se podría añadir el establecimiento, por parte del Gobierno, de un calendario legislativo a largo plazo, que permita que las Cámaras pueden planificar el trabajo legislativo.
En lo que se refiere al abuso de reales decretos, habrá que asumir que su coste es casi nulo, ya que, en el peor de los casos, será declarado inconstitucional años después una vez que ha producido todos sus efectos, en los que difícilmente cabe dar marcha atrás. De ahí el interés de propuestas como la de Antonio Torres del Moral que plantea modificar la ley del Tribunal Constitucional, para establecer un mecanismo para su control, y poder así dar una respuesta pronta que evite este abuso.
En cualquier caso, el problema se ha puesto ya de manifiesto y parece más que necesario atender a lo evidente: ni la Mesa puede bloquear la actividad parlamentaria ni el Gobierno evitar el trámite parlamentario para lograr sus objetivos. Lo primero desvirtúa el parlamentarismo; lo segundo, erosiona las instituciones. Ambos suponen un riesgo para la democracia en un momento en el que se repiten las advertencias sobre los peligros que en tiempos de populismo afronta la democracia. Una de ellas, las más alarmante, es la que advierte de que los enemigos de la democracia vienen de dentro, de aquellos que para protegerse no dudan en traspasar las barreras de la ley sin pensar que, lejos de ser un obstáculo, son su principal protección y la última garantía de la democracia.
Ahora que los vientos del populismo soplan más fuertes que nunca, esperemos no tener que arrepentirnos nunca de haber rodeado la ley.
*Todos los datos mencionados han sido obtenidos de la página web del Congreso de los Diputados. www.congreso.es
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