La historia de la democracia en España no estaría completa sin sus manifestaciones. Las marchas son como los carteles electorales: nadie sabe para qué sirven pero nadie deja de utilizarlas.

En la democracia representativa, en un primer momento cuesta ver el lugar de una manifestación. Aun así, la historia de los 40 años de democracia en España, no estaría completa sin mencionar algunas de sus manifestaciones.Los más viejos del lugar recordarán aquellas que, tras la victoria de Felipe González en 1982, se oponían a las leyes del aborto, la primera ley educativa, o exigían la liberación de Miguel Ángel Blanco; las que, ya con José María Aznaren el gobierno, se oponían a la guerra de Irak, la gestión del asunto del Prestige o expresaban su repulsa y solidaridad frente al atentado del 11-M; o aquellas que, ya con José Luis Rodríguez Zapatero, pedían suspender la negociación del Gobierno con la banda terrorista ETA o se oponían a las reformas en materias como la educación, el aborto o el matrimonio entre personas del mismo sexo. Podemos decir que las manifestaciones son como los carteles electorales en campaña, algo que nadie sabe para qué sirve pero nadie deja de utilizar.

No es de extrañar que en la política-espectáculo las manifestaciones sigan siendo una de las actuaciones estelares del circo político. En un momento en el que el individualismo domina la acción política, en el que los nombres propios sustituyen a las siglas y las plataformas virtuales de recogidas de firmas son la herramienta favorita de los ciudadanos para hacer oír su voz, la política necesita más que nunca este tipo de ceremonias colectivas en las que visibilizar la existencia de un corpus político y en las que sus miembros puedan sentirse acompañados de gente que comparte las mismas ideas u objetivos. Cualquiera que ha participado en una manifestación que no haya sido un auténtico desastre vuelve a su casa con la sensación de ser parte de una comunidad influyente, mayoritario, imparable, de haber pasado a formar parte de la historia.

A pesar de ser una forma de ejercicio de derechos reconocidos por la Constitución Española como la reunión pacífica (art. 21) y la libertad de expresión (art. 20), las manifestaciones, como cualquier acción política informal, generan problemas de inserción y traducción en el sistema político. De ahí que su mera convocatoria, habitualmente en contra del que tiene capacidad de decisión, despierte recelos entre los aludidos. No deja de sorprender que, esta vez, sean los que han optado por sacar el diálogo sobre Cataluña del marco institucional, promoviendo una mesa de partidos que no forma parte del sistema, los que critican ahora que se haga política en las calles y no en el parlamento.

Los convocantes

La manifestación de estos días es original en su convocatoria, al haber sido convocada en paralelo por dos partidos políticos: el Partido Popular y Ciudadanos, a los que se han sumando otros mas. Esto está dejando de ser habitual. Hasta hace un tiempo la convocatoria de una manifestación requería una capacidad logística sólo al alcance de los partidos políticos y de ciertas organizaciones como la Iglesia Católica. Hoy, la tecnología hace posible su difusión masiva, reduce las dificultades de organización y acorta los tiempos de manera espectacular, haciendo posible lo que unos años sería impensable: convocar una manifestación, a la que se convoca a gente de toda España, con menos de tres días de antelación.

Ante esta facilidad con la que es posible organizar este tipo de llamamientos, los partidos políticos, se ven forzados a asumir el liderazgo para evitar ser sustituidos por otros actores con mejor reputación social y que suplen con la tecnología su falta de organización para poner en marcha este tipo de convocatorias masivas.

Por qué una manifestación

Se discute mucho si la convocatoria de esta manifestación ha podido ser la causa indirecta de la ruptura temporal de las negociaciones. La decisión de convocar una manifestación no es obvia. Habría otras formas de lograr sus objetivos políticos con otras formas de acción política, formal o informal. En el campo de la movilización social existen otras acciones de impacto como ‘flashmob’ o ‘performances’, que, con un coste inferior, buscan el impacto mediático a través de la originalidad y la sorpresa y plantean sus reivindicaciones en términos binarios de apoyo o rechazo. Pero las manifestaciones añaden a estos dos elementos la intención de mostrar su respaldo social, tanto de cara a la opinión pública como dentro de la propia organización, lo que en ocasiones es mucho más importante. El gran peligro de estas formas de acción política informal es su «efecto espuma» que en una sociedad de aceleración informativa hace que su eco difícilmente se mantenga más allá de las 24 o 48 horas.

Dada su dificultad organizativa, frecuentemente la manifestación se reserva como último recurso, cuando todos los anteriores han fracasado o como una demostración de fuerza en momentos clave de una negociación. Su utilidad va muchas veces más allá de la respuesta inmediata a sus reivindicaciones. La manifestación sirve también, para marcar agenda, reforzar a los ya convencidos, dar un chute de adrenalina a aquellos que forman parte de la organización y ofrecer una imagen de respaldo social, que no siempre es un reflejo exacto de la realidad, a la opinión pública.

En España donde, más allá de las guerras de cifras, se han celebrado manifestaciones numerosísimas, es difícil encontrar una manifestación que, por sí misma, haya tenido efectos inmediatos sobre la vida política, pero algunas de ellas han supuesto un cambio en el marco y en la actitud de la sociedad, en su mirada hacia determinados temas. Todos recordamos el efecto a medio plazo de movilizaciones como las que se celebraron en torno al Prestige o a la guerra de Irak, aunque también es cierto que otras muchas se diluyeron como un azucarillo celebrada la marcha, a pesar de su aparente éxito de convocatoria.

El éxito

Aunque no podremos evitar la tradicional guerra de cifras, el éxito de la manifestación no debemos buscarlo en el número de asistentes. Cuando se han medido estas convocatorias con cierto rigor se ve cómo, salvo un par de excepciones, la asistencia a las manifestaciones más numerosas de la historia de nuestro país no ha superado los 200.000 asistentes. A partir de cierto umbral, que ronda las 50.000 personas, todas las manifestaciones se vuelven «históricas».

Y después qué

Como en los debates electorales el éxito se consigue, sobre todo, en el día después. No hay nada peor que considerar la manifestación como un fin en sí mismo, cuando no es más que un medio para conseguir unos objetivos.

Las manifestaciones pueden servir también para ser el germen de una movilización más duradera, una ocasión para generar símbolos, encumbrar líderes e incluso para articular movimientos transversales a los partidos. Dada la baja credibilidad de las formaciones políticas, no es fácil que estas sean capaces de convertir el entusiasmo habitual que sale de estas concentraciones, en vinculación social, pero no es descartable que una sociedad civil fuerte y organizada, en caso de existir en España, con o sin su apoyo pudiera llevar a cabo esa tarea.

Publicado en El Confidencial