El intercambio de opiniones y las preguntas de los periodistas ofrecen más oportunidades para que una palabra, un gesto, un silencio, un lapsus den al traste con una imagen laboriosamente construida.
El intercambio de opiniones y las preguntas de los periodistas y del público (cuando estas están permitidas) ofrecen más oportunidades para que una palabra, un gesto, un silencio, un lapsus den al traste con una imagen laboriosamente construida. Por eso todos los candidatos tratan de extremar las medidas de seguridad, en forma de guion y una buena carpeta de fichas y gráficos, para evitar que tanta espontaneidad acabe generando un estropicio. Aun así, si tenemos en cuenta que más de la mitad de los españoles tienen la televisión como su principal canal de información electoral, los peligros de participar en un debate son más reducidos que los riesgos que pueden suponer el no hacerlo.
Desde 1993, la celebración de estos debates se ha incorporado a nuestra tradición democrática. A lo largo de la historia electoral española se realizaron dos debates en 1993, entre González y Aznar, que se saldaron con resultado diferente. Dos debates se celebraron también en 2008, entre Rodríguez Zapatero y Rajoy. Al debate único entre Rubalcaba y Rajoy en 2011 siguieron otros dos en 2015. En este caso uno enfrentó a los líderes de gobierno y oposición, Rajoy y Sánchez, y otro a los líderes de los cuatro partidos con mejor pronóstico en las encuestas, aunque en este caso a Rajoy le sustituiría Sáenz de Santamaría. El último se celebró en 2016, donde de nuevo estarían representados los cuatro partidos con mayor representación parlamentaria, esta vez con la participación de Rajoy.
A la luz de los datos, no resulta anómalo la celebración de dos debates en plena campaña electoral. Más anómalo resulta que ambos debates se realicen de forma sucesiva y bajo el mismo formato, evitando un debate de última hora o la celebración de un cara a cara entre los representantes de los partidos con mayor representación parlamentaria. El desgaste del bipartidismo ha acentuado el equilibrio inestable entre la representatividad y la audiencia, que suele ser inversamente proporcional al número de candidatos presentes.
El desgaste del bipartidismo ha acentuado el equilibrio inestable entre la representatividad y la audiencia
Su importancia dependerá, en gran medida, de la volatilidad electoral, el número de indecisos y la variedad de la oferta electoral. Y en estas elecciones los tres aspectos han alcanzado cotas históricas. Un 42% de “indecisos”, un porcentaje elevado de personas dispuestas a cambiar su voto en la última semana y cinco partidos con encuestas superiores al 10%, hacen que el debate pueda ser decisivo. Si bien es cierto que el número de personas que pueden cambiar de opinión tras un debate no es muy elevado, resulta transcendental en un escenario en el que cambios de un 1% o 2% de los votospuede variar la adjudicación de más de 20 escaños.
Estos efectos no dependerán tanto de quién es el ganador sino de quién es capaz de aprovechar la elevada audiencia para convencer a un grupo amplio de votantes indecisos, y eso, más que del intercambio de “zascas”, dependerá de la impresión general que ofrezca el candidato a su parroquia. Además, la victoria no se logra sólo en el estudio de televisión, sino que se decanta en favor de uno o de otro en el predebate, donde han pesado las rectificaciones interesadas y las clamorosas contradicciones, y en el postdebate, que se dirimirá fundamentalmente en los medios de comunicación, a través de crónicas, columnas y tertulias, y en las redes sociales. En el fondo, estas citas de la campaña acaban creando una auténtica realidad paralela en la que el peso del resultado depende más de la preparación previa que realicen los equipos y de la lectura posterior que hagan los medios que del debate en sí mismo y el comportamiento de los candidatos.
A la luz de lo anterior no es de extrañar que algunos pretendan añadir este “test de realidad” a la ley electoral como una ceremonia obligatoria de toda campaña electoral. Su celebración contribuye a reforzar la legitimidad del sistema político, y puede facilitar el ejercicio del voto informado (un ideal de la democracia representativa). Además, su regulación no se limitaría a establecer la obligatoriedad de celebrarlos, sino que buscaría evitar que en cada campaña electoral renazca el debate sobre el debate, en el que las estrategias electorales tratan de disfrazarse de intereses democráticos, en un equilibrio imposible que sólo perjudica a la democracia.
En España hoy ya existen normas aplicables a la celebración de estos debates que exigen “respetar los principios de proporcionalidad y neutralidad informativa”, con el objetivo de asegurar el principio de igualdad en la contienda electoral. Un principio que trata de evitar que cualquier partido pueda participar en las elecciones con la ventaja que otorga, por ejemplo, formar parte del gobierno, gozar de una financiación desproporcionada o contar con el apoyo ilimitado de uno o varios medios de comunicación. Estas limitaciones, que buscan garantizar la neutralidad, se verían comprometidas tanto si, como hemos visto estos días, quien decide la celebración o no de un debate es el gobierno como si son los gestores de los medios de comunicación los que tienen la última palabra sobre quién participa y quién no en los debates.
Esta regulación trata de favorecer un intercambio de razones, señal de buena salud democrática, pero no tiene la fórmula mágica. Una vez más veremos cómo, en un escenario que concibe la política como espectáculo, su contenido se centrará en el intercambio de golpes, más emocionales que racionales, y como lo anecdótico, y su eco deformado en forma de memes, volverá a convertirse en el gran protagonista de los debates. Y los electores descubriremos una vez más que, más allá de nuestros deseos, lo mejor para la campaña electoral no es siempre lo mejor para la democracia.