La relación entre verdad y democracia no ha sido nunca fácil. Ya dijo Aristóteles que “la palabra es el fundamento de la práctica política”; pero son los regímenes totalitarios los que mejor han entendido que quien domina la semántica controla la realidad. Stalin lo tenía claro: “El arma esencial para el control político será el diccionario”; no en vano, el medio de comunicación oficial del régimen soviético se llamó Pravda (la verdad). Pero en la sociedad del conocimiento, la información es la materia prima de la democracia, que se cimienta sobre la opinión pública formada en el conocimiento de la verdad.
En un mundo donde las técnicas de comunicación permiten la manipulación de sentimientos, comportamientos, actitudes y formas de pensar, la opinión pública sufrirá también un importante deterioro. Aunque Aristóteles en su Retórica señaló que “pertenecen al mismo arte lo creíble y lo que parece creíble”, la verdad juega en desventaja numérica: es una la reproducción íntegra de la realidad, mientras que las mentiras pueden tener infinidad de versiones, tantas como visiones deformadas de una realidad. A esto hay que añadir que la información falsa tiene un 70% más de posibilidades de ser compartida que la verdadera. Aunque la tecnología ofrece grandes oportunidades a la democracia, también plantea amenazas: la aparición de nuevas desigualdades en torno a la brecha digital, motivada por aspectos como la edad, el origen y la educación; el mayor control sobre los ciudadanos; la sustitución de los medios tradicionales por plataformas sociales y buscadores, que permiten silenciar a grandes sectores de la población en el debate público; o el bajo compromiso que produce la participación a través de herramientas tecnológicas y que no suponen una auténtica implicación para el ciudadano.
A estos riesgos se suma la desvinculación entre democracia y verdad, que supone uno de los grandes peligros para nuestro sistema. La democracia requiere una base de racionalidad que se expresa principalmente en el diálogo parlamentario. Este debate es el fundamento último y la mayor grandeza de la democracia representativa, que bien podría ser definida como un enorme diálogo. Y esto requiere de un lenguaje común. El problema surge cuando este diálogo se desarrolla en un lenguaje político cargado de ficciones desvirtuadoras de las realidades más evidentes. La política, convertida en una lucha por la apropiación del lenguaje, va alejando a este de la realidad y provoca una peligrosa separación entre gobernantes y gobernados.
El reality político
Esto también favorece la sustitución del discurso político racional por la seducción emotiva de una retórica falaz, que puede conducir a conculcar el sistema de valores y principios fundadores de nuestro sistema político. El predominio de la imagen, que suele abstraerse del contexto y ofrecerse sin matices, inclina la balanza entre razón y corazón hacia el lado del sentimiento: es la democracia sentimental, que algunos estudiosos consideran el fin de la Ilustración. La sociedad es cada vez más voluble y más emotiva, y esto fomenta la búsqueda de la satisfacción inmediata, que lo quiere todo y ahora, y provoca que los actos se midan exclusivamente por sus consecuencias inmediatas.
La política se convierte así en espectáculo y el político en objeto de consumo; en palabras del analista político Christian Salmon, “un artefacto de la subcultura de masas (…) obligado a actuar 24 horas al día, siete días a la semana: contar un relato, influir en la agenda de los medios, fijar el debate público, crear una red, es decir, un espacio para difundir el mensaje y hacerlo viral…”. La política-espectáculo desgasta la credibilidad de los políticos y hace depender su agenda de los grandes eventos de masas, como las elecciones o las manifestaciones, propiciando al mismo tiempo una impactante retórica de ruptura y cambio, un mensaje que contrasta con las necesidades lógicas de la gestión diaria de la política y provoca la fragmentación de la ciudadanía. Esto favorece el aislamiento de los políticos, que desarrollan su labor en estructuras públicas robustas, pero inmersas en una realidad paralela retroalimentada por unos medios de comunicación disminuidos debido a la fragmentación de la conversación y a unas condiciones económicas que les terminan convirtiendo en extensiones de un reality en el escenario de la postpolítica. Esto produce efectos como el cyberapartheid y cyberbalkanization o los ciberguetos, que aceleran la polarización de la política y embrutecen el debate público. La volatilidad es otra de su consecuencias. La población es cada vez más impulsiva a la hora decidir, de manifestarse y de pedir cambios legislativos o sociales; esto dificulta las medidas de políticas públicas que, además de reflexión, requieren de tiempo para ser eficaces.
El diálogo imposible
La consecuencia más relevante de todo lo anterior es “una constante y total sustitución de la verdad de hecho por las mentiras; no es que las mentiras sean aceptadas en adelante como verdad, ni que la verdad se difame como mentira, sino más bien que el sentido por el que nos orientamos en el mundo real -y la categoría de la verdad versus la falsedad está entre los medios mentales para alcanzar este fin- queda destruido” (Hannah Arendt).
Al presentarse la verdad como el fruto del consenso y situar a cada uno como medida de la misma se imposibilita el diálogo, basado en el conocimiento de los hechos y en el convencimiento de la existencia de la verdad, y pone en peligro la convivencia. Si alguien está convencido de algo, está convencido de que si eso es verdad no es porque él lo diga, sino porque otros seres racionales también pueden conocerlo. La mística de “mi verdad”, lejos de permitir el diálogo, lo convierte en una representación sin contenido. Cada uno se construye su universo ético particular y esto destruye la unicidad del lenguaje y las referencias comunes de la ciudadanía, que son las bases imprescindibles para el debate.
Así, dialogar deja de ser una búsqueda social de la verdad, pues ésta es inalcanzable y, en la práctica, inexistente. Para que exista el diálogo es necesario que lo que uno propone en forma de opinión se haga con una pretensión de verdad, y que se esté dispuesto a escuchar, exponiéndose a la posibilidad de que la opinión contraria sea más racional. Nada de esto es posible si se niega la capacidad natural de la razón para encontrar la verdad.
Cuando no existe una verdad sobre el bien y el mal, la democracia se convierte inevitablemente en una provisional convergencia de intereses con bandos opuestos, donde sólo hay un ganador posible. La consecuencia de esta batalla entre dos intereses que no apelan a una razón universal -a la verdad- es que acaba por imponerse el interés del más fuerte a través de la guerra, aunque sea de posiciones.
La posverdad amenaza de manera seria la democracia. Es cierto que la mentira ha sido siempre una parte estructural de la política, pero, hasta hace poco, su poder sobre de la opinión pública se equilibraba por una defensa efectiva del derecho a la información y unos medios de comunicación potentes. El impacto de las redes y la tecnología en la comunicación rompe estos equilibrios y debilita los pilares democráticos.
Las estrategias de desinformación generan, pues, la sentimentalización de las decisiones políticas, la fragmentación de la opinión pública, la creación de esferas públicas paralelas y polarizadas, la falta de referencias informativas válidas y la creación de un clima de sospecha general que pone en cuestión el papel de la verdad, aumentando el cinismo y la apatía entre los ciudadanos. El principio indispensable de una verdadera democracia vuelve a ser hoy la necesidad de recuperar un acuerdo sobre la existencia de la verdad y la posibilidad de alcanzarla. Como señaló Claudio Magris, “muchas cosas dependerán de cómo resuelva nuestra civilización este dilema: si combate el nihilismo o lo lleva a sus últimas consecuencias”.
Publicado en The Conversation