En la sociedad del espectáculo, los aniversarios, sobre todo cuando son redondos, son una buena excusa para resúmenes, revisiones históricas, e incluso alguna revelación sorpresa. Ahora que se cumplen 50 años del año que lo cambió todo, Josemaría Carabante se une a los que, como González Férriz o Joaquín Estefanía, han revisado en España los acontecimientos sucedidos alrededor del mundo en 1968 pero lo hace por un camino diferente, ofreciendo una biografía intelectual de lo sucedido. Desde el convencimiento de que, como había destacado Richard Weaver, “las ideas tienen consecuencias”, Carabante acierta al centrar su trabajo en estas ideas, en sus orígenes, su desarrollo y su evolución.
Y lo hace a través de un ensayo breve para un proyecto tan ambicioso como complejo, que le obliga a realizar un impresionante ejercicio de síntesis, en el que compagina el manejo crítico de la historia del pensamiento de los últimos 100 años, con profundidad y claridad didáctica, ofreciendo herramientas para reflexionar sobre nuestro presente a la luz de lo sucedido.
El 68 se suele describir como una acumulación de derrotas políticas, y una gran victoria cultural, de cambio social, y psicológica, que afecta a las actitudes de los individuos, llamada a dar fruto durante muchos años. Se olvida a menudo, al realizar este juicio sumario que, como señalaba Aron, entre sus objetivos se encontraba el “deliberado propósito de politizar la cultura y las aulas”, por lo que la victoria cultural fue también en gran medida una victoria política. De ahí que entre los logros de las revueltas estudiantiles se encuentren éxitos de naturaleza política como el otorgar visibilidad a ciertas desigualdades, como las de raza o género, la ampliación las perspectivas de desarrollo de la mujer y la entrada en la agenda política de asuntos como la ecología. Quizás la derrota se produce, sobre todo en el plano cultural, cuando, como apunta el autor haciendo referencia a Zizek, el capitalismo asume cómodamente algunas de las reivindicaciones del 68, como la flexibilidad, el consumismo, la maleabilidad de las identidades y el hedonismo, rasgos que hoy en día constituyen, lo queramos o no, los rasgos de nuestro sistema económico y social.
Tras un breve resumen de lo sucedido durante ese año con el fin de poner en contexto al lector, y que, debido a su carácter introductorio, no puede evitar caer en la breve enumeración de hechos, el ensayo realiza un recorrido intelectual en el que cada párrafo del libro es un ejercicio de concisión y de rigor. El análisis crítico de los orígenes filosóficos del terremoto presenta la Revolución del 68 como una revolución fundamentalmente antimoderna, irracionalista, hija de la filosofía de la sospecha, que denuncia los presupuestos de la Ilustración, aunque paradójicamente lo haga desde una posición de elitismo intelectualista, que hace depender cualquier intento de revolución de la fuerza de seducción de los intelectuales.
Entre las ideas que provocan y alimentan la acción en las calles encontramos la asunción de la importancia cultural del marxismo, en la que tanto contribuyó Gramsci, más allá del terreno económico; la exaltación freudiana del instinto frente a una cultura asociada intrínsecamente con la represión; el impulso de Marcuse al dotar de naturaleza revolucionaria al deseo sexual; el nihilismo vitalista de Nietzsche; y el influjo situacionista, que, a través de las obras de Debord y Vaneigem, introduce los elementos estéticos y lúdicos tan importantes para el éxito de las revueltas. El autor, que no abandona el análisis crítico en ningún momento de la exposición y ofrece, al final, como contrapunto la visión crítica de Raymond Aron, que no dudó en calificar lo sucedido en Mayo del 68 como “psicodrama”, una comedia revolucionaria, obsesionada con la crítica pero sin un modelo social alternativo.
La posmodernidad se presenta como un proyecto de liquidación de los principales dogmas de la modernidad: la razón, la verdad o el sujeto
A continuación, este libro agudiza aún más su perspectiva crítica para analizar a los hijos intelectuales del 68, aquellos que, como Deleuze, Derrida, Foucault o Lyotard, dieron forma filosófica a algunas de las principales tesis que habían acampado en la Universidad a finales de los sesenta. Todos ellos coinciden en adoptar la filosofía como parte inseparable de la política y reducen todo intento de comprensión de la realidad a la categoría de interpretación, convirtiendo la filosofía en una terapia emancipadora. La posmodernidad se presenta así como un proyecto de “liquidación de los principales dogmas en los que se sustentaba (la modernidad), como la razón, la verdad o el sujeto”, explica Carabante. La propuesta de estos supuestos herederos del 68, para quienes la cultura resulta ser “un producto azaroso, arbitrario”, es una “pluralidad de concepciones de vida y de valores, todos igualmente válidos en el universo del igualitarismo pluricultural”. Bajo esta óptica, la diferencia y la alteridad sustituyen a los grandes relatos y culturas.
No es de extrañar que, ante la desaparición de lo común que causa el juego de la “diferencia”, las instituciones se presenten como creaciones artificiales y arbitrarias y se entienda como instancias que limitan el desarrollo del yo individual, más inclinado a las identidades volátiles. El individualismo, mezcla de subjetivismo y narcisismo, se convierte así en el eje vertebrador de la posmodernidad. Eso provoca desarraigo en el individuo contemporáneo y un contexto cultural basado en “la indiferencia, la apatía cool y la trivialidad”, características de nuestra “Era del Vacío”, donde el acuerdo sobre el bien común, e incluso la comunicación imprescindible para alcanzarlo, se hacen mucho más difíciles por la identificación de lo privado y lo público, la fragmentación de intereses, y el realce identitario de las diferencias. No en vano el autor señala como “el liberalismo posmoderno y sus colorarios –el relativismo, la diferencia, el rechazo al poder, su espíritu anti-institucional, su minimalismo ético-“ se ha convertido en un credo transversal y unánime que, como han señalado Bell o Fukuyama, desdibujan las ideologías clásicas, convertidas en una mera agregación de intereses. Ante este panorama, Carabante prefiere finalizar su ensayo con un guiño a la esperanza que, en su brevedad, no puede ocultar cierto voluntarismo.
Sobrevolando todo este ensayo aparece uno de los debates políticos de fondo más relevante de nuestros días, la necesidad de la revolución
Lo más interesante de la obra del joven filósofo madrileño es que, junto al brillante ejercicio didáctico de dar a conocer un acontecimiento determinante de nuestra historia actual, el libro se plantea con una referencia continua al momento actual, iluminando el presente con las luces largas que aporta siempre el pasado. Carabante lo advierte desde el principio al señalar como en “los últimos años, a raíz sobre todo de la última crisis económica, ha regresado la mitología del 68 al escenario público y la arena mediática. Se ha perfilado una nueva cultura política contestataria, de estilo populista, que blande las consignas libertarias de entonces y que, al hastío de la juventud, añade ahora el descontento por las penurias y desigualdades provocadas por el último capitalismo, un componente que faltaba en los levantamientos estudiantiles”. De ahí que en esta biografía intelectual de la revolución, el acento en las similitudes entre lo ocurrido alrededor del mundo en 1968 y el momento actual, sean un elemento transversal permanente.
Los momentos, especialmente en el terreno económico, son diferentes. La crisis financiera global de 2008, en la que se sitúa el epicentro de la crisis social y política, contrasta con la satisfacción generalizada del año 68. La sociedad de la abundancia con la de la desigualdad. De ahí que en 1968 el consumismo y el aburrimiento provocado por el hastío existencial fueran señalados como grandes enemigos de la vida, y de la revolución, mientras que hoy es la falta de equidad el eje que articula del malestar social y alimenta su respuesta. Frente al “actúa como si no tuvieras futuro” que animaba entonces a apurar el presente, hoy nos encontramos con el efecto paralizante que provoca el miedo a un futuro peor.
Pero pese a las diferencias, ambas épocas coinciden en su afán por reivindicar nuevos valores y plantear estilos de vida alternativos. En las bases de estos deseos de cambio destacan como presupuestos básicos “el subjetivismo, la importancia concedida a la diferencia, la tendencia individualista, el recelo ante la verdad, hacia los criterios normativos o las jerarquías”, que hoy se presentan como presupuestos del debate sobre los que no cabe discusión. El autor alerta de esa paradoja que encierra el pluralismo relativista, pues tiende a “imponer formas de vida y valores que, al normalizarse, dilapidan el pluralismo a través de una poderosa coacción homogeneizadora, y amenazan con erradicar todo aquello que se niega a amoldarse a su supuesto discurso emancipador”.
En este punto Carabante no rehúye el debate intelectual y señala las incongruencias y las dificultades de construir un modelo político sobre una base cultural que rechaza expresamente los fundamentos intelectuales sobre las que se construye el Estado Moderno. No en vano ese interés común por vías informales y alejadas de los focos de poder, con un componente artístico, fundamentalmente contestatario, más dirigido a buscar el cambio social por caminos alternativos que conquistando el poder en las urnas, fue una de las causas por las que fracasó el 68 a la hora de construir una opción política, aunque su influencia en el campo de los valores y la cultura hayan condicionado la agenda de la política de manera clara desde entonces.
En los últimos años, a raíz sobre todo de la última crisis económica, ha regresado la mitología del 68 al escenario público y la arena mediática
Sobrevolando toda este ensayo aparece uno de los debates políticos de fondo más relevante de nuestros días, la necesidad de la revolución. Es difícil no plantearse hoy, como en el 68, la desconfianza en el sistema, y dudar de la capacidad de reforma mediante el consenso y el diálogo propias de la democracia. La alternativa es plantear una enmienda a la totalidad del sistema, apartase de la dinámica institucional y recelar de la democracia liberal. Este debate a su vez está impulsado por el rechazo a la autoridad y a las normas, junto con las instituciones, porque supuestamente coartan las libertades personales. Todo ello se refleja en el carácter amorfo de la respuesta política de la sociedad, sin portavoces, sin rostros, sin interlocutores, y sin fuerzas políticas capaces de capitalizar la agitación social.
Así se ha trasladado el centro de la discusión de las instituciones a la calle, llegando incluso a cuestionarse el papel mediador de la opinión pública. La apuesta por la visualidad y el efectismo que inauguró el 68, que ajustó su actuación a “la lógica de la sociedad de la imagen”, anticipó el uso político de las tecnologías de la información propias de la sociedad del espectáculo e incorporó como parte de las tácticas subversivas nuevos elementos -el juego, la parodia o el arte- sustituyendo batalla de la “lucha de clases” por la “del tiempo libre”. Pero también hoy se nos plantea hasta qué punto la reivindicación de la estética frente a la ética y la obsesión por la crítica, sin ánimo constructivo, supone una renuncia expresa a un programa, a un diseño social alternativo.
En la actualidad estamos viendo cómo la política abandona el ideal liberal en el que las instituciones actúan de manera independiente y se sumerge en un proceso que, como se indica en estas páginas, “convierte la lucha política en una guerra cultural, y que expande los conflictos ideológicos de un modo tan virulento que ni siquiera la vieja concepción de la lucha de clases había podido prever”. La batalla cultural se traduce en una batalla política entre la legalidad constitucional y su negación revolucionaria, la reforma paulatina de las instituciones y las mejoras dialogadas, consensuales y realistas, frente al utópico cuestionamiento integral del sistema. La concepción de la política como el arte de la moderación que permite lidiar con las imperfecciones humanas y la contingencia de la historia frente a una concepción abstracta y soñadora de la misma que esboza en el laboratorio académico el orden social perfecto y solventa teóricamente todas las injusticias. Hoy como ayer, asistimos a la lucha entre la democracia liberal e ideas cercanas a las ideologías totalitarias que, en nombre del pueblo, prescinden del respeto por las instituciones y las libertades ciudadanas.
Si algo queda claro tras la lectura de “Mayo del 68. Claves filosóficas de una revuelta posmoderna” es que en esta guerra aún es muy pronto para declarar el bando ganador. El impacto cultural y psicológico del 68 no fue automático y fue necesario que la generación que protagonizó las revueltas y su individualismo ideológico fueran reemplazando los valores de la generación anterior. En el camino fueron quedando algunos sueños y una buena parte del ímpetu revolucionario. Los sueños se enfrentan, tras la euforia, con el ineludible despertar, descubriendo que lo onírico es siempre algo efímero y que se puede volver pesadilla en su contacto con la realidad. Aún es pronto para saber si la situación actual supone la resaca, la culminación o un simple rebrote del momento estudiantil del 68 a manos de una nueva generación, o, por el contrario, es el inicio de una época revolucionaria destinada a cambiar el mundo para siempre. Tal vez tengamos que esperar otros 50 años para saberlo.
Publicado en Nueva Revista