El pasado 27 de abril fallecía en Madrid, a los 79 años, Pedro de Vega García, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense. Discípulo y colaborador de Enrique Tierno Galván, formó parte de esa segunda escuela de Salamanca en que el rector Tovar convirtió el Studii Salmanticensis en la década de los cincuenta. Como Raúl Morodo, Pablo Lucas o Fernando Morán, estuvo en el núcleo de estudiantes y profesores que luego, desde el PSP, se sumarían con voz propia al debate constitucional en la Transición.

 

Pedro de Vega elaboró su visión del constitucionalismo y la democracia desde el profundo estudio de los clásicos grecolatinos y los escritos de escolásticos, renacentistas e ilustrados. En sus clases, a la manera de Petrarca, recomendaba dialogar con los muertos para abordar los problemas de los vivos. Mostraba su admiración por la filosofía griega y el pensamiento político de la Florencia del Renacimiento, donde se imaginaba paseando por los Orti Oricellari, mediando entre Guicciardini y Maquiavelo. O en la Francia de la Ilustración de Montesquieu, del que tradujo, junto a su inseparable Mercedes, El espíritu de las leyes.

Con sagacidad y gran capacidad de interpretación de los problemas políticos y jurídicos, profundizó en la tensión permanente entre constitucionalismo y democracia en La reforma constitucional y la problemática del poder constituyente (1985), su opus magnum, convertida en referencia imprescindible para entender la reforma constitucional. En su obra, De Vega planteó la reforma constitucional, “políticamente conveniente cuando resulta jurídicamente necesaria”, como la forma de resolver esa tensión y advertía, ya en 1981, desde estas páginas, de que “el desprecio por la normativa jurídica, en nombre de exigencias políticas o de la propia voluntad del pueblo, lleva consigo perjuicios irreparables para el sano funcionamiento de las instituciones democráticas”. Un trabajo imprescindible, especialmente ahora que la tensión entre razón jurídica y razón política vuelve a estar en el centro del debate público.

Su legado ha sido editado y glosado con cariño, especialmente al otro lado del Atlántico. Allí recibió un merecido reconocimiento como doctorados honoris causa por la UNAM (México) y la PUC (Perú), además de la Orden Mexicana del Águila Azteca por su contribución a la cultura jurídica mexicana. En Europa, Carl Schmitt dijo de él que era uno de los pocos juristas que había entendido cabalmente su pensamiento jurídico-político y recibió el premio Luigi Rava a la mejor tesis de Derecho Público. Entre los autores de las 56 tesis que dirigió se cuentan muchas generaciones de constitucionalistas latinoamericanos, que desempeñan altas magistraturas en países como Perú, México, Colombia y España.

Hoy que encumbramos la horizontalidad sobre cualquier tipo de relación jerárquica puede sonar anacrónico hablar de Maestro. Don Pedro, como lo llamábamos sus discípulos, lo era y con mayúscula. La enseñanza de la teoría política no se distinguía para él de la enseñanza de la vida. La democracia, decía, debía ser fiel al dictado maquiavélico del vivere libero y el vivere civile. Por eso su enseñar no se restringía al aula y con frecuencia protagonizaba escenas propias de la Escuela de Atenas de Rafael, en la que se veía reflejado su espíritu cultural renacentista y su búsqueda permanente de la verdad. Siempre le echaremos de menos.

Publicado en El País