Un día cualquiera, hace cuatro años

Un día cualquiera, hace cuatro años

Durante estos días se han repetido los actos de solidaridad alrededor del mundo. No soy tan ingenuo como para pensar que como resultado de las protestas el régimen se atreverá a liberarlos. Tiene demasiado miedo a los hombres libres.

Imagínese el lector, sea el que sea, que una noche mientras descansa en casa tras una dura jornada de trabajo escucha ruidos en la calle; al asomarse ve como una legión de policías desciende ruidosamente de 5 o 6 coches patrulla. Sin duda lo primero que se le vendría a la cabeza es que esta «película» no tiene nada que ver con él.

Su seguridad se va esfumando al escuchar cómo se acerca el ruido de gritos y pasos, como una turba subiendo por la escalera, pero no termina de creérselo hasta que un grupo de policías armados irrumpe en su casa, sin llamar por supuesto, y comienza a registrar armarios, librerías, cajones, y va confiscando un equipo de radio, el ordenador personal, literatura extranjera, un lápiz y hasta un paquete de folios. La sorpresa final se produce cuando el jefe de la patrulla le agarra del brazo y le invita a acompañarle a no se sabe bien dónde.

Increíble, ¿no? Eso iría repitiendo al bajar las escaleras mientras los vecinos se asoman a la puerta u observan discretamente por la mirilla. Al montar en el coche y escuchar la dirección de una histórica prisión, famosa por haber sido escenario del fusilamiento de miles de personas, cualquiera empezaría a pellizcarse la cara tratando de despertar.

Esta historia no es el guión de una película, ni siquiera el relato de un mal sueño, sino una historia común que se repite cíclicamente en los sistemas totalitarios. Una vez, hace cuatro años, sucedió en la isla de Cuba. 75 personas fueron arrestadas en una oleada represiva que duró menos de 72 horas. Eran personas como cualquiera de los que están leyendo este artículo: médicos, periodistas, escritores, trabajadores manuales, profesores… preocupados por el futuro de un país paralizado desde 1959. La mayoría de ellos, 59, aún siguen en prisión, algunos, once esperan en sus casas con la amenaza permanente de volver a prisión, cuatro han tenido que abandonar su país y uno de ellos, Miguel Valdés Tamayo, falleció a causa de los maltratos recibidos en prisión.

Protegidos por el ruido mediático provocado por la guerra de Irak, los agresores pretendían devolver el miedo a una sociedad que lo estaba perdiendo y quebrar la voluntad democrática de sus líderes. Fracasaron en su intento, pero hoy, cuatro años después, la dramática injusticia aún se mantiene. En estos días la crueldad se esconde bajo el parte médico de Fidel Castro. Mientras más de 300 prisioneros políticos cubanos se pudren literalmente en mazmorras distribuidas por toda la isla-cárcel, a dieta de gofio y agua de azúcar, y sus familias viven el drama diario de la separación y la incertidumbre, la atención se centra en qué pastilla está tomando Fidel, si empezó su rehabilitación o visitó por fin el baño. Sólo algunos periodistas extranjeros se atreven a seguir denunciando el horror, al menos hasta que son expulsados del país.

Durante estos días se han repetido los actos de solidaridad alrededor del mundo. No soy tan ingenuo como para pensar que como resultado de las protestas el régimen se atreverá a liberarlos. Tiene demasiado miedo a los hombres libres. Pero, sin duda, sobre su recuerdo y su lucha el pueblo cubano ha comenzado ya a construir su futuro.

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Socialismo del siglo XXI

Socialismo del siglo XXI

Ya sabemos en que consiste el nuevo socialismo, el socialismo del siglo XXI. El socialismo de Chávez, Morales y Correa no es más que un rebautizo del comunismo de Castro.

Hugo Chávez no miente, por eso son tan peligrosas sus amenazas de comprar armamento, nacionalizar las empresas estratégicas, extender la revolución bolivariana por toda Latinoamérica o sellar alianzas estratégicas con Cuba, Bielorrusia, China o Irán. Si le dejan, tras unos meses hasta sus amenazas más increíbles se convierten en realidad.

Durante la campaña electoral repitió al que le quisiera oír que si salía elegido profundizaría todavía más en la revolución bolivariana en Venezuela, a la que incluso, advirtió, cambiaría el nombre por el de República Socialista, y desde el día siguiente a su toma de posesión se ha puesto manos a la obra.

En plena calle, como queriendo imitar a sus socios ecuatorianos, la Asamblea Nacional de Venezuela, que cada día se asemeja más a la Asamblea del Poder Popular cubana, ha cedido el poder durante dieciocho meses para que el presidente pueda aprobar cuantas leyes considere oportunas sin necesidad de solicitar la intervención del Parlamento. Venezuela vuelve a los tiempos en los que la ley era la voluntad del rey. Como los viejos absolutistas, Hugo Chávez podrá gobernar por decreto sin estar sometido a ningún tipo de control. Aunque se habla de «sólo» once materias, la lista y su relevancia hablan por sí solas: «transformación del Estado», «participación popular», «ejercicio de la función pública», «seguridad ciudadana y jurídica», «ordenación territorial», «seguridad y defensa», «infraestructura, transporte y servicios», «energético», «económico, financiero, tributario» y «científico». No hay tema que haya quedado fuera de su santa voluntad y es tal la extensión que, como ha sugerido la oposición, se podría cerrar una Asamblea que se ha quedado sin trabajo.

Para empezar las primeras leyes revolucionarias servirán para estatalizar el servicio eléctrico, la Compañía Anónima Nacional Teléfonos de Venezuela (CANTV) y los cuatro proyectos petroleros de las asociaciones de la faja oriental del Orinoco, hasta hoy en manos de British Petroleum, Exxon Mobil, ChevronTexaco, ConocoPhillips, Total y Statoil.

En nombre del pueblo venezolano se entrega al presidente el poder sin límites o se cierran los medios de comunicación críticos. En nombre del pueblo ecuatoriano se asaltan las instituciones del Estado, da igual que sea la asamblea nacional o el tribunal electoral, que constitucionalmente tratan de limitar el poder presidencial. En nombre del pueblo boliviano se nacionalizan empresas a punta de pistola… Ya sabemos en que consiste el nuevo socialismo, el socialismo del siglo XXI. El socialismo de Chávez, Morales y Correa no es más que un rebautizo del comunismo de Castro.

Mientras España apoya complacida a estos nuevos socialistas ya se empiezan a notar las consecuencias de sus actos: la inflación se dispara, los inversores se van y los emigrantes se multiplican. Sólo hay una cosa peor que reírle las gracias a un pirómano: prestarle el fuego. Cuando después las llamas comienzan a extenderse no resulta tan fácil encontrar a los bomberos.

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Ecuador se bolivarianiza

Ecuador se bolivarianiza

Lo primero que ha hecho el nuevo presidente de Ecuador, Rafael Correa, tras asumir el poder ha sido anunciar la celebración de un referéndum sobre la convocatoria de una Asamblea Constituyente plenipotenciaria, que tendría por cometido elaborar una nueva Constitución. Correa pretende hacer en Ecuador lo que ha hecho Chávez en Venezuela y lo que está intentando hacer en Bolivia Evo Morales: tomar el poder democráticamente para, a continuación, modificar las estructuras básicas del Estado.

Los nuevos populistas aplican sin sonrojo la proclama mussoliniana que Fidel Castro recicló en 1961para anunciar la llegada de un nuevo régimen a Cuba: «Dentro de la revolución todo; contra la revolución, nada». Todo lo justifica la revolución, y si la democracia no se adapta a la revolución, peor para la democracia.

Los líderes populistas atacan el sistema en su punto neurálgico para modificar la estructura del Estado y destrozar, al tiempo, el principio de la supremacía constitucional, probablemente la aportación jurídica más relevante del siglo XX, junto con la internacionalización de los Derechos Humanos.

Una Constitución no es una ley más, que pueda cambiarse con el consentimiento de la mayoría parlamentaria: es la norma suprema que rige el funcionamiento del Estado, y su reforma exige un consenso generalizado de todas las fuerzas políticas. Podemos decir que un cambio de Constitución supone un cambio de régimen, una revolución.

De ahí que no exista peor práctica para la estabilidad social y política de un país que la costumbre de llegar al Gobierno y establecer una nueva Ley Fundamental. En nuestro país tenemos la experiencia del siglo XIX: tuvimos una decena de cambios de Constitución. La historia nos demuestra que, en estas circunstancias, las constituciones pierden su sentido y, privadas de su carácter normativo, se convierten en papel mojado, en colecciones de principios generales sin validez jurídica que sólo sirven para adornar la retórica del líder de turno.

Ajeno a estos planteamientos, el presidente Correa se ha apresurado a aplicar la plantilla bolivariana mediante la convocatoria de una consulta popular que le legitime para disolver el Parlamento actual, en el que no cuenta con apoyos suficientes, y elegir uno nuevo, plenipotenciario, que gobierne y modifique la Constitución.

Esta Asamblea Constituyente, la decimoctava que se celebraría en Ecuador desde 1830, modificaría la Constitución de 1998, elaborada por otra Asamblea Constituyente convocada por la movilización de las fuerzas sociales y que también pretendía modificar radicalmente la política nacional.

Si atendemos a este último proceso constituyente, vemos cómo tomaron parte de él un amplio grupo de fuerzas sociales y políticas, entre las que destacaban la Conaie (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador), el Pachakutik (Movimiento de Unidad Plurinacional) y la Fenocin (Confederación Nacional de Organizaciones Campesinas Indígenas y Negros), y cómo unos y otros coincidieron en temas clave, como las reformas políticas necesarias para crear estabilidad política, o en reivindicaciones ya clásicas del bolivarianismo, como el reconocimiento de los derechos colectivos de ciertos grupos, especialmente los de los pueblos indígenas.

La gran mayoría de las decisiones se adoptaron por un consenso mayoritario (por unanimidad o con el respaldo de dos tercios de la Asamblea), y sólo algunas, las relativas al sistema político y al papel del Estado en la economía, se aprobaron por mayoría simple. Si existió un acuerdo generalizado hace ocho años, ¿para qué cambiarlo?

El segundo problema de esta costumbre tiene que ver con el proceso de elaboración de un texto nuevo. Cuando se pretende sustituir una Constitución por una nueva se inicia un proceso constituyente. El pueblo se convierte en protagonista principal de la democracia, es el poder constituyente, y otorga todo el poder a una Asamblea, que se encarga de la elaboración del nuevo texto.

Se trata de un periodo excepcional, transitorio, en el que la jerarquía institucional queda temporalmente suspendida y las instituciones quedan sometidas a la Asamblea, hasta que ésta realice su misión. Esto provoca que los procesos constituyentes generen inestabilidad y lleven la parálisis al país en cuestión, pues no se pueden tomar decisiones mientras se alteran las normas básicas de funcionamiento del Estado.

El pueblo, convertido en poder constituyente, deja de estar sometido a las normas durante el proceso de elaboración de la Ley Fundamental, pero la demagogia de los gobernantes y la devaluación del texto constitucional prolonga este sentimiento de omnipotencia más allá del periodo constituyente. La población se siente portadora de un sentimiento de poder ilimitado, sin sometimiento alguno a leyes e instituciones, y esto es tremendamente peligroso para la democracia. La batalla campal que se ha celebrado en Cochabamaba en los últimos días es un buen ejemplo de ello.

Para evitar esto es necesario que tanto el poder constituyente, el pueblo, como su representante, la Asamblea Constituyente, limiten su actuación a la elaboración de una nueva Constitución, como ocurrió en el propio Ecuador en 1997. De ahí que sea un tremendo error prescindir del Poder Legislativo, al que la Constitución ecuatoriana del 98, en sus artículos 281 y 282, atribuye la reforma de la Constitución, para proponer una consulta que provocará su disolución y la elección de una nueva Asamblea, que no se limitará a aprobar una nueva Ley Fundamental, sino que, investida de plenos poderes, tratará de reorganizar todas las instancias de poder, incluyendo a los altos funcionarios del Estado, como los miembros del Tribunal Supremo Electoral, sin renunciar al ejercicio de las competencias legislativas, por lo que podrá emitir leyes, decretos e incluso los Presupuestos del Estado. No hay duda alguna de que prolongará su labor más allá de la aprobación de la Constitución.

Por último, es necesario analizar la necesidad del cambio. La Constitución de 1998 fue reconocida como una reforma de consenso que hizo realidad un amplio reconocimiento de derechos, alabado por todos, y un nuevo planteamiento de la situación pluricultural, pues reconocó derechos colectivos a los pueblos indígenas y a los negros.

Aunque recibió algunas críticas, por no introducir más mecanismos participativos que los de las juntas parroquiales y dejar pendiente la cuestión de la descentralización, existía un consenso sobre su carácter integrador y su legitimidad. Sin embargo, ahora se anuncia la transformación de la estructura jurídica y del sistema de representatividad ciudadana, lo que, siguiendo el esquema bolivariano, se traducirá en un reforzamiento de los poderes del presidente y en la creación de una suerte de milicia popular de fieles al servicio de éste.

Pero el argumento fundamental esgrimido para realizar la consulta es la necesidad de modificar el «carácter patrimonialista y corporativista» de la Constitución vigente. En este sentido, aunque el poder constituyente es sólo del pueblo, Correa ya ha anunciado que impulsará un modelo económico de corte socialista. Según Correa y sus asesores, el gran problema de la Constitución del 98 es su marcado énfasis privatista, pues se barrenó el concepto de propiedad exclusiva del Estado dentro del sector público de la economía eliminado los mecanismos de presencia del sector público en la producción y la comercialización.

Sorprende que un economista que presume de haberse formado en Estados Unidos ignore que, como ha recordado recientemente Carlos Alberto Montaner, «nadie tiene la menor duda de que el Estado-empresario es el camino más directo para empobrecer a los pueblos, retrasar su desarrollo tecnológico, corromper aún más al estamento político y envilecer las relaciones entre los electores y los partidos».

No sabemos que será más perjudicial para Ecuador, la inestabilidad provocada por el cambio constitucional constante o las nuevas medidas económicas de corte socialista. De lo que estamos seguros es de que, una vez más, serán los ecuatorianos los que pagarán las consecuencias de tanta «ilustración» revolucionaria.

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Ser de izquierdas

Ser de izquierdas

El PSOE se ha negado a apoyar la moción. Así se lo habían pedido los portavoces del gobierno castrista al tildar la moción de «aznarista».

«Nosotros somos de izquierda». Algunos nos lo maliciábamos, pero la portavoz del PSOE nos lo confirmo ayer al presentar este argumento como el motivo para rechazar una moción parlamentaria que buscaba el consenso nacional para ofrecer ayuda al pueblo cubano. Oyendo sus declaraciones tras la muerte de Pinochet podíamos pensar que la extrema izquierda española se había reconciliado con la democracia, nada más lejos de la realidad. La democracia sigue siendo para ellos una forma de alcanzar el poder, el precio que hay que pagar para lograr la dictadura del proletariado.

Pero lo grave es que el PSOE se ha unido a sus socios de extrema izquierda y, con la excusa de que cualquier declaración parlamentaria sería interpretada como una provocación, el PSOE se ha negado a apoyar la moción. Así se lo habían pedido los portavoces del gobierno castrista al tildar la moción de «aznarista». Creo que esta vez sí que sobran los comentarios; hasta se hace innecesario introducir una sola coma. Para que llegado el día no se apunten gratuitamente al campo de los que apoyaron a la democracia en Cuba voy a reproducir íntegramente el texto al que los socialistas han dicho NO:

  • El futuro de Cuba deben decidirlo todos los cubanos por medio de un diálogo sin exclusiones y sobre la base del respeto a la independencia y soberanía de la nación cubana.
  • No es posible un diálogo abierto entre cubanos sin la previa liberación de todos los presos políticos y de conciencia.
  • El Gobierno de España debe encaminar sus esfuerzos para que el diálogo entre cubanos se traduzca en una política de reformas democráticas que conduzcan al reconocimiento de partidos políticos, asociaciones sindicales y de medios de comunicación libres e independientes.

Asimismo, el Congreso de los Diputados insta al Gobierno a:

  • Transmitir en el diálogo crítico que sostenga con las autoridades cubanas que el pueblo español y sus instituciones expresan su respaldo a que el pueblo cubano emprenda la senda de una transición pacífica a la democracia en Cuba.
  • Apoyar que la reconciliación y el reencuentro entre todos los cubanos debe incluir a aquellos que sufren el exilio y están dispuestos a trabajar pacíficamente por la libertad, la democracia y la concordia entre cubanos.
  • Trasladar a la Comunidad Internacional y en especial a la Unión Europea, esta posición común española con el ánimo de contribuir a construir un consenso cubano fundamentado en el reconocimiento en su plenitud del pluralismo político y que a través de unas elecciones mediante sufragio universal libre, directo y secreto, conduzcan a una Cuba libre, democrática e independiente.

Los voceros del gobierno totalitario, no menos sorprendidos, se han apresurado a celebrar el rechazo de la moción. Una vez más, y esta vez fuera de casa, han vuelto a derrotar a la democracia.

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Salvad a Castro

Salvad a Castro

Mejor haría Sopena si, en lugar de andar comparando dictaduras, se decidiera de una vez a denunciar todas aquellas dictaduras que hoy siguen aplastando a los pueblos, sin peros, porqués o sinembargos.

Hace unos días uno de los portavoces extraoficiales del Gobierno, Enric Sopena, denunciaba escandalizado la obsesión de la ultraderecha (para Sopena no existe derecha si no es ultra o neocon) en comparar las dictaduras de Castro y Pinochet, para apresurarse a aplicar su tradicional benevolencia para juzgar al régimen de Castro.

No hay nada más doloroso que entrar a comparar dictaduras, todas despreciables y crueles, pero no hay nada más humillante para las víctimas que la exoneración, ignorante o no, de sus verdugos. Empezaré dándole la razón, por una vez, a Enric Sopena: entre Castro y Pinochet no hay comparación. La dictadura de Pinochet duró 17 años, la de Castro va para los 48. Pinochet renunció voluntariamente al poder convocando un referéndum sobre su gobierno en 1988, Castro morirá en la cama tras nombrar un heredero que continúe la dictadura. Pinochet dejó a Chile en condiciones de convertirse en la Suiza de América, Castro arruinó una de las economías más solventes del continente americano. Pinochet asesinó a unos 3.000 prisioneros políticos, y más de 30.000 chilenos tuvieron que exiliarse. Castro tiene documentados más de 10.000 asesinatos entre fusilamientos (5.725), ejecuciones extrajudiciales (1.206) y fallecimientos en prisión por diversas causas (1.216) y ha empujado a al menos 75.000 a morir en el océano, y obligó a más de dos millones de cubanos al exilio. Por desgracia también en crueldad el tirano del Caribe supera cualquier dictadura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX.

Mejor haría Sopena si, en lugar de andar comparando dictaduras, se decidiera de una vez a denunciar todas aquellas dictaduras que hoy siguen aplastando a los pueblos, sin peros, porqués o sinembargos. Estoy seguro que la labor no resultaría tan sencilla, ni tan lúcida; incluso puede que en el intento pudiera terminar sufriendo las consecuencias en sus propias carnes, como muchos de sus colegas, demócratas, que están en prisión solamente por elegir vivir en libertad. La historia ya condenó a Pinochet; esperemos que pronto condene al dictador cubano aunque en España todavía queden algunos juntaletras empeñados en salvar a Castro.

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