No hay democracia sin constitución, sin una norma fundamental nacida de un pacto amplio en la que se marcan las bases del sistema y protegen la actuación de los actores políticos
Hace unas semanas, un día antes de la celebración de las elecciones generales, José Antonio Zarzalejos lanzaba desde estas páginas una advertencia: «En el caso de que tuvieran que celebrarse unas terceras elecciones serían de tipo constituyente, y significaría que el régimen y la Constitución de 1978 han fracasado«. Desde entonces la idea sobrevuela las negociaciones de gobierno, en las que participan partidos que cuestionan elementos esenciales de nuestra Constitución.
De la constatación de problemas políticos actuales como la falta de respuesta adecuada ante graves desafíos sociales e institucionales o la incapacidad de acuerdo de los principales líderes políticos, se pasa, sin solución de continuidad, a denunciar el supuesto fracaso del régimen del 78, ya sea por sus pecados de origen o por su rigidez, que le habría impedido adaptarse a los profundos cambios sociales de los últimos 40 años.
La idea sobrevuela las negociaciones de gobierno, en las que participan partidos que cuestionan elementos esenciales de nuestra Constitución
De ahí que a la advertencia inicial de Zarzalejos, ante la que se ofrecen distintas soluciones, se hayan comenzado a sumar voces que la asumen, no con miedo sino con esperanza, y reclaman el inicio de un periodo constituyente.
Una crisis global
El debate sobre las causas y las posibles soluciones se plantea en clave estrictamente local, como un problema español, pero es difícil contemplarlo como un escenario exclusivo de España. Por el contrario, la situación de nuestro país coincide en el tiempo con crisis profundas en otros países como Francia, Chile, Colombia, Ecuador, o Puerto Rico y amenazan con seguir extendiéndose por el mundo.
En los últimos tiempos todos ellos, aunque de maneras distintas, han sufrido crisis políticas de importancia y en todos los casos estas crisis han provocado movilizaciones ciudadanas eficaces, capaces de hacer que los gobiernos cedieran de algún modo a las demandas de la sociedad movilizada. La diferencia de esta situación con otras anteriores, además del alto porcentaje de éxito, es que en prácticamente todas ellas las reivindicaciones concretas han derivado hacia un cuestionamiento más amplio del funcionamiento del sistema político en general.
De las causas, medios y mechas…
En el apartado de las causas de estas crisis en todas podemos encontrar una común: la falta de funcionalidad del Estado para dar respuesta a las necesidades de la sociedad, con el consiguiente alejamiento entre élites y ciudadanos. Se trataría de una suerte de percepción generalizada de ruptura del pacto social, que se sufre en silencio hasta que, en lugares y momentos determinados, explota la contestación de una sociedad que es cada día más compleja y plural, más exigente, y en la que tienen mayor visibilidad tanto los errores como las alternativas, lo que vuelve aún más patente esta distancia entre gobernantes y gobernados.
Este cuestionamiento de fondo implicaría la existencia de una élite refractaria de la realidad e ignorante de las necesidades de los ciudadanos, centrada en maximizar su propio interés con el mantenimiento incólume de este sistema. Ante esta «ceguera», a la ruptura del pacto social seguiría la del pacto político. La sociedad movilizada prescindiría de las instituciones y de sus procedimientos, de cuya eficacia y equidad desconfían, para lograr por otros medios el objetivo buscado. Lo informal se impone a lo formal y se disputa en la calle lo que no se puede defender en las instituciones.
Entre las causas de estas crisis en todas podemos encontrar una común: la falta del Estado para dar respuesta a las necesidades de la sociedad
Por su parte, los medios también han cambiado. La tecnología ofrece posibilidades de organización inimaginables, reduce barreras, costes y tiempos, y permite no solo organizar en tiempo récord redes de protestas espontaneas sino, además consolidarlas y mantenerlas en el tiempo, aumentando su visibilidad (especialmente la internacional), y favoreciendo su crecimiento e impacto social.
En contextos así, en los que se produce una ruptura entre la política y la sociedad y en los que las tecnologías ofrecen un vehículo que materializa esa ruptura, la mecha que provoca la explosión social es casi lo de menos. Y aunque siempre hay grados, porque no son equiparables una subida de la tarifa del metro, con una reforma tributaria o un fraude electoral, que todas ellas hayan desembocado en movimientos similares nos da idea de lo accesorias que son estas mechas, siempre que se prendan en el lugar y el momento justo.
… a las consecuencias
Estas movilizaciones sociales reivindican no solo su tradicional capacidad de control político, sino su capacidad de decisión directa sobre asuntos específicos o tan generales como la reconfiguración del sistema. Se trata de un trayecto con tres paradas: la falta de funcionalidad del Estado, la ruptura del pacto social, recala en el cuestionamiento de la constitución nacional vigente, como un pacto político erróneo o inadecuado en un lugar y en un momento determinado, y acaba cuestionando las reglas básicas de convivencia democrática, el constitucionalismo sobre el que se ha venido construyendo la democracia moderna. Es la propia idea de Constitución la que se cuestiona, como si fuera contra la propia naturaleza de la moderna ciudadanía, la que se ejerce en la sociedad de la información y, en definitiva, contra el signo de los tiempos.
En nombre del principio mayoritario se plantea un nuevo modelo de democracia, «iliberal», en el que se ponen en cuestión principios básicos como que el principio democrático y el principio liberal deben ir siempre de la mano; que no puede existir democracia sin que exista una norma superior al resto de normas que haga real la separación de poderes; que la democracia no es posible cuando la sociedad puede decidirlo todo y sobre todo en cualquier momento; que no existe la democracia si el procedimiento para la toma de decisiones no reviste tanta o más importancia que la decisión misma; y que determinados cambios en las reglas de juego suponen un cambio del propio juego que requieren un consenso amplísimo. Estos principios básicos del constitucionalismo son los que se debilitan ante la tiranía de la mayoría que no entiende de límites, ni temas, ni procedimientos.
El problema es que cuando se cuestionan estos principios básicos lo que en ocasiones se plantea no es tanto una reforma constitucional, ni siquiera el inicio de un proceso constituyente, sino que a veces se pretende ir más allá con el establecimiento de un sistema permanentemente en situación constituyente, un «Estado en construcción» en el que el propio concepto de Constitución, básicamente, perdería su sentido a manos del poder ciudadano, con el consiguiente debilitamiento progresivo de la democracia. Países como Cuba, Venezuela o Nicaragua ya han transitado este camino pero la democracia iliberal no es patrimonio de la izquierda bolivariana y hay otros gobiernos con ideologías contrapuestas que ya han comenzado su andadura por esta senda.
No hay democracia sin constitución, sin una norma fundamental nacida de un pacto amplio en la que se marcan las bases del sistema y los límites que hacen posible y protegen a todos los actores políticos en su actuación. Porque la democracia iliberal no es otra forma de democracia sino su final.
Publicado en El Confidencial