Hace unas semanas el programa Salvados de la Sexta emitió un programa sobre el «Lobby Feroz», en el que analizaba la existencia, la influencia y las formas de actuación de estos objetos políticos no identificados. El programa, que podía haber aportado luz en un tema tan necesitado de debate y claridad, puso de manifiesto la dificultad de abordar esta materia de manera objetiva, y lo fácil, y lo peligroso, que puede resultar simplificar más allá de lo razonable.
Empezó el programa con una definición, genérica y confusa, que mezclaba acciones de presión legítimas con claras acciones de corrupción desarrolladas, no por lobbies, sino por las mismas instituciones del Estado. Desde el principio existía la intención de distinguir entre el lobby bueno y el lobby malo, sin entender que la labor del lobby en la mayoría de los casos se desenvuelve en un terreno neutro, en el que existen múltiples opciones difícilmente identificables con claridad en el lado de los buenos y los malos, sino en la defensa de interés contrapuestos que presentan distintos pros y contras.
Planteamientos como el del programa, si bien facilitan al espectador tomar una posición clara y contundente sobre la materia, corren el peligro de resultar claramente antidemocráticos al presuponer una toma de decisión previa por parte de los representantes, en la que decidirían qué está bien y qué mal, y una acción posterior de los lobbies que se identifican con esta posición (los lobbies buenos) que reforzarían la posición del representante. Nada más lejos de la acción de la sociedad civil que, el propio Salvados, defendía en otro programa.
El segundo punto planteaba el lobby como una fuente de desigualdad, de unos ciudadanos desvalidos, que «no tenemos medios para hacer informes» frente a unas estructuras que invierten infinidad de recursos en convencer a los políticos de su punto de vista. El diagnóstico es contundente, pero la solución, una vez más, se plantea de manera poco práctica. Como señalaba García Pelayo hace ya muchos años, «la participación de las organizaciones de intereses en las decisiones estatales no sólo es un hecho, sino que es parte de un mecanismo necesario para el funcionamiento de la sociedad y del Estado de nuestro tiempo», de ahí que sea un error adoptar la táctica del avestruz.
Dada la labor habitual de los lobbies, consistente en gran medida en proporcionar información, no legislar sobre ellas en el sistema político actual supone condenarlos a la oscuridad, facilitando actividades y comportamientos que no se realizarían a la luz del día. Como señalaba Madison, ya en 1780, “existen dos formas de paliar las consecuencias de una facción, la primera eliminando sus causas, la segunda controlando sus efectos. Por una facción entiendo un número de ciudadanos, que unidos por una misma causa, pasión o interés, se enfrentan a los derechos de otros ciudadanos o a los intereses de la comunidad”.
La tercera idea insistía en la resistencia numantina de los propios lobbies a su regulación. Según esta tesis son los propios lobbies los que han ido retrasando e impidiendo que su actividad se regule en los distintos ordenamientos. Sorprendentemente, la oposición a la regulación del lobby ha venido siempre de la mano de los que consideran el lobby como un enemigo de la democracia. Así podemos ver cómo en los debates parlamentarios de la proposición no de ley de 1993 la oposición más dura a su regulación viniera de la mano de diputados socialistas y de IU, que defendían que «el reconocimiento formal y la regulación de los lobbies oscurecen la capacidad del legislador para discernir entre interés público general e interés parcial, limitando también la capacidad de consulta y de concertación por parte de los poderes públicos».
En una línea parecida se manifestó el Diputado de IU Pablo Castellano: «Detrás de todo esto lo que hay es el intento de profesionalización de un conjunto de operadores sociales, que, en lenguaje más coloquial llamaríamos conseguidores, los mensajeros o los presionadores. Vamos a institucionalizarlos. (…) Para el papel del gestor político está la propia ciudadanía y no necesita inscribirse en ningún registro, está inscrita en el registro fundamental: la Constitución española. (…) Nosotros somos muy conservadores, queremos conservar el papel de los partidos políticos, de los sindicatos y de las asociaciones, porque no nos gusta que haya entidades mercantiles dedicadas a la mediación política».
Fueron los gobiernos del PSOE y el PP, y no los lobbies, los que recibieron del Congreso Proposiciones de Ley que pedían la regulación del sector y fueron ellos mismos los que dejaron el tema en un cajón, a la espera de un nuevo escándalo de corrupción. La asociación profesional de los lobistas de España (APRI), que desde su creación ha impulsado la regulación del sector, no ha dejado de encontrar dificultades entre todos los grupos políticos para lograrlo.
Por último, faltaron ejemplos concretos, parecía como si esta dificultad confirmara el carácter clandestino de este tipo de acciones. Aunque quizás, preocupados como estaban en encontrar al ‘Lobby Feroz’ en Bruselas, evitaron encontrar otras acciones de presión que tenían mucho más cerca, en su propia casa: la relación de Miguel Barroso con los socios de la Sexta cuando el Gobierno le concedió su licencia de apertura del canal en 2005. O el protagonismo de la misma cadena en la campaña de las televisiones privadas para lograr que TVE suprimiera la publicidad y no la volviera a autorizar. Sin duda, dos buenos ejemplos de lobby en defensa del interés general.