Según informa Fernando Garea, el Gobierno ha empezado a trabajar sobre la anunciada regulación del lobby. El mero anuncio no deja de resultar paradójico, porque la adopción de medidas que afectan al Congreso presentan la particularidad de tener que ser establecidas por las mismas cámaras, normalmente en sus respectivos reglamentos, en virtud de su autonomía normativa (garantía última de la división de poderes).

No deja de resultar paradójico que sea el gobierno el que está haciendo el trabajo a las cámaras para que, más adelante, sean ellas las que lo ratifiquen, entiendo que a través de una reforma de los reglamentos. Aún así, en este punto conviene recordar el peso legislativo que el ejecutivo tiene en el sistema español y la necesidad de trabajar en un registro integrado que vaya más allá de las actividades de presión desarrolladas en el Parlamento.

El documento al que ha tenido acceso El País, y que entrecomilla oportunamente, merece un comentario. Siempre hemos insistido en la dificultad de regular el lobby en función de los sujetos que lo desarrollan, hasta llegar a decir, a modo de provocación, que «los lobbies no existen». De ahí mi convicción de la necesidad de centrarse, a la hora de legislar, en las actividades de presión, sea cual sea el sujeto que las desarrolla.

Por eso, puestos a establecer un registro, no nos parece mal definirlo no sólo por los fines («las organizaciones sociales y representativas de intereses entre cuyos fines se encuentre influir, directa o indirectamente, en la actividad legislativa de las Cortes Generales») sino también por las actividades, entendidas de una manera amplia, como los «contactos, reuniones o comunicaciones directas con miembros de las Cámaras o con asesores al servicio de los Grupos Parlamentarios; la preparación, difusión o comunicación pública de estudios, documentos e informes orientados al debate político o a contribuir a la fijación de posiciones políticas sobre iniciativas legislativas, modificaciones en las mismas o, en general, sobre cualquier decisión política que deba adoptarse por las Cámaras o por sus órganos internos; la participación en procesos de consulta pública sobre iniciativas legislativas o mediante la comparecencia de sus representantes ante las Comisiones de las Cámaras y la organización regular de eventos, encuentros, actividades promocionales, actividades académicas o actos sociales con participación de miembros de las Cámaras o asesores de los Grupos».

Con una enumeración tan amplia, que trata de abarcar cualquier tipo de relación formal o informal entre el «lobista» y los parlamentarios, la reforma cubriría el espectro más amplio de sujetos que pueden estar sometidos a este tipo de normas: «Organizaciones empresariales, sindicatos, ONG, empresas de consultoría y relaciones institucionales y despachos de abogados, entre otras». Entendemos que la conjunción de fines y actividades dejaría fuera a fundaciones de partidos, o sin un objetivo de influencia concreto, universidades o estudiosos (la palabra experto está demasiado devaluada) cuya actividad no está destinada necesariamente a influir en la legislación, aunque lo haga de forma indirecta, hasta el punto de que su participación resulta muchas veces determinante para garantizar la eficacia de las leyes.

El asunto se complicaría al estudiar los efectos de este registro obligatorio, que, según lo publicado, supondría una suerte de llave de acceso indispensable para «participar en los procesos de consulta pública y comparecencias». Resulta difícil defender una decisión de este tipo que, interpretada literalmente, estaría dejando fuera del proceso a actores imprescindibles en el proceso legislativo como universidades y estudiosos, restringiendo en cierto modo la libertad de actuación de los propios grupos parlamentarios. Así lo reconoce la Comisión Europea, que permite las comparecencias de cualquier actor de interés para el proceso, esté o no inscrito. Otra cosa sería afrontar el registro de manera positiva, otorgando a los registrados cierta facilidad para participar en estos procesos de los que habla el texto desvelado, como también hace la Unión Europea.

Queda pendiente conocer las obligaciones que supone el registro, especialmente su contenido (especialmente en lo que se refiere a lo que la Unión Europea denomina información financiera, es decir, el dinero que se utiliza para estas actividades y la publicidad que se dará a esta información, en caso de ser requerida) y la exigencia o no de adherirse a algún tipo de Código de Conducta. También está por ver la frecuencia de actualización del registro o la obligación de entregar informes periódicos de actividad y su contenido (actividades, temas, diputados con los que se han realizado estas actividades o incluso el dinero gastado en estas actividades), y las sanciones establecidas para aquellos que no cumplan con esta obligación. Quizás ante la dificultad de gestión que esto supondría, y la necesidad de emplear recursos, la única obligación sea el registro y el único incentivo para el registro esa amenaza de quedar fuera de los procedimientos formales. Si esto es así de poco servirá la anunciada obligatoriedad del registro. Estaremos pendientes.