En una dictadura todo es política. Da igual que sea o no totalitaria, los dictadores, que tienen como fin último mantenerse en el poder, tienden, con acierto, a ver como amenaza cualquier actividad que pueda incorporar un componente de crítica, da igual que sea académica, económica o social. De ahí que un caso como el de Ángel Carromero, relacionado con la muerte de dos disidentes cubanos, entre los que se encontraba Oswaldo Payá, el más conocido y el que contaba con mayor respaldo social, no pueda analizarse como un caso puramente jurídico, sin implicación política alguna.
Por lo que hemos sabido, Carromero se encontraba en Cuba realizando un viaje político. No era más que uno de los cientos de personas que acuden con regularidad a Cuba desde distintos países de todo el mundo, amparados por distintos programas de promoción de la democracia financiadas públicamente por instituciones como el Congreso norteamericano, USAID, o algunos gobiernos de todo el mundo como el sueco o el de la República Checa, para acompañar a la disidencia cubana y llevarles un poco de ayuda.
Ni misión imposible, ni 007, su objetivo no era ‘gran’ cosa: una conversación en la que se trasmite una visión diferente de lo que pasa en el mundo. Por ejemplo, llevar algo de dinero para familias que tienen al cabeza de familia en la cárcel o han visto como, por su posición política, todos sus miembros han sido expulsados del trabajo y carecen de ningún tipo de ingresos. O proporcionar unos libros clásicos y fáciles de encontrar en cualquier biblioteca familiar o material informático como un ordenador portátil o una impresora, que están prohibidos en Cuba, hasta el punto de que su posesión fue utilizada como prueba de cargo contra los disidentes condenados en 2003. O facilitar el movimiento por la isla de algunos de los líderes de estos movimientos democráticos, desplazamientos indispensables para mantener unidos grupos de oposición democrática en un país donde las telecomunicaciones están intervenidas…
El énfasis con que el régimen castrista persigue este tipo de visitas, condenándolas en su Código Penal, denunciándolas públicamente como actos de subversión, amenazando a los visitantes e incluso expulsándolos cuando lo consideran necesario, es lo que daba un componente de incertidumbre a una visita a unos colegas políticos, que, realizada en cualquier otro país del mundo, no merecería ningún tipo de atención de las autoridades ni de los medios de comunicación.
Motivos suficientes
Se puede cuestionar la eficacia de este tipo de ayudas, y es probable que ningún libro las recoja cuando se escriba la historia de la transición a la democracia en Cuba. Es posible que los más beneficiados sean los visitantes, que tienen la oportunidad de conocer de primera mano la crueldad de un régimen anacrónico y a personas que llevan años luchando por la democracia. Quizás por ello y por la defensa que de este tipo peculiar de ‘turismo solidario’ hacen tanto los que reciben las visitas, como aquellos que lo hicieron años atrás en la URSS, Checoslovaquia o Polonia hay motivos más que suficientes para realizarlas.
Estas circunstancias estuvieron muy presentes durante el proceso. Con ese componente político fue presentado el caso en los medios de la isla y así se ha encargado de recordarlo el Gobierno cubano, que no dejó de amenazar con los cargos de violación del status migratorio tipificados en el Código Penal cubano. De ahí que no sea necesario un conocimiento profundo del derecho para intuir que el juicio, al que ni siquiera dejaron pasar a los hijos de una de las víctimas, no cumplió con los principios procedimentales básicos para poder hablar de un juicio justo.
Carromero fue privado durante los primeros días de asistencia letrada y consular (más allá de un breve encuentro con el cónsul durante las primeras 72 horas), fue retenido en prisión durante casi tres meses en espera de juicio, algo impensable en Europa por el tipo de delito que se le imputaba, y fue condenado sin permitir a su defensa el derecho de acceso a las supuestas pruebas que condujeron a la condena, y en base a su autoinculpación realizada en unas condiciones cuestionadas.
Argumentos como la retirada de todos los puntos de su carnet, suministrados a la Justicia cubana por los medios de comunicación españoles, carecen de peso legal desde el momento en que está demostrado que Carromero tenía todavía el carnet en regla, al no ser todavía la retirada de puntos efectiva, por lo que podía conducir legalmente tanto en España como en el extranjero. Por contra se ha preferido dar credibilidad a la versión oficial confirmada letra por letra en un proceso judicial realizado por un régimen al que no suelen dar credibilidad.
Investigación objetiva
Leyendo lo publicado durante estos días quizás sea necesario recordar lo obvio: Cuba no es un estado democrático en el que exista una separación entre el Poder Ejecutivo y el Judicial. De ahí la necesidad de analizar con algo de sentido crítico una sentencia, de un caso que afectaría a la reputación del Gobierno cubano, dictada por una Justicia que ha perpetrado alguno de los disparates jurídicos más esperpénticos del pasado reciente, como el juicio al General Ochoa y Tony de La Guardía, que Jorge Masseti relata de primera mano en ‘El Fulgor y el delirio’, un testimonio tan apasionante como brutal, o las condenas a los 75 detenidos durante la Primavera de Cuba de 2003.
No hay duda de que el Gobierno español decidió optar por el camino más corto para traer a España al político, y su celeridad en actuar, y las reiteradas conversaciones con sus homólogos cubanos, no hacen más que justificar el carácter político del caso. De ahí la aceptación de la sentencia, a pesar de la falta de garantías del proceso, y el empeño en respetar escrupulosamente todos los requisitos legales establecidos para poder acceder a los beneficios penitenciarios establecidos por nuestro ordenamiento.
Ha llegado la hora de cerrar definitivamente el caso Carromero y reabrir el caso Payá-Cepero, eso sí, con todas las garantías. No hay duda que en las circunstancias descritas es difícil saber lo que pasó, pero resulta difícil admitir la versión oficial de un Gobierno que había amenazado reiteradamente a las víctimas. O que desde su salida de La Habana, a las 6 de la mañana puso de manifiesto que Oswaldo Payá salía de viaje lo estuvieran vigilando. O que ha negado a la familia conocer los resultados de la autopsia e incluso asistir al juicio oral, y que se basa sólo en la autoinculpación dictada de Carromero que incluso en su redacción resulta sospechosa.
Resulta tan difícil como extraño el empeño en negar a la familia el derecho a conocer lo sucedido, sea lo que sea, realizando una investigación objetiva, algo que, por las circunstancias expuestas no ha sido garantizado por el proceso judicial celebrado y que correspondería al Gobierno español promover, dada la condición de español de una de las víctimas.