Falsos dilemas

Falsos dilemas

«Cuando la eficacia electoral se impone a la gestión de lo público y el mundo se divide en dos, sin alternativa posible, elegir es tomar partido y, en cierto modo, renunciar»

Cuando uno visita Cuba y, tras escapar del paquete turístico La Habana-Varadero, se adentra por la «autopista» Nacional para conocer la cara menos conocida y más real de la isla caribeña, comienza a tropezarse con carteles en los que, con un diseño de dudoso gusto, se amontona la historia de la revolución que una vez asombró al mundo y lleva décadas avergonzándolo.  En el lugar que habitualmente ocupan «la chispa de la vida» o el último modelo de coche híbrido, uno se encuentra con Fidel Castro o el Che Guevara, José Martí o Camilo Cienfuegos e incluso Chávez o Mandela, cantando las maravillas del «paraíso» revolucionario.

Los hay de todo tipo, caseros, coolnaif, sofisticados… su evolución serviría para hacer una historia de los vaivenes del régimen castrista, que ha tenido que moverse mucho para seguir anclado en los años 50 del siglo XX. Todas forman parte del arsenal ideológico del gobierno -«Estudio, Trabajo, Fusil» -, muchos empiezan a perder el color -«Señores imperialistas, no les tenemos absolutamente ningún miedo» o «Vas bien, Fidel»-, algunos –«Hasta la victoria, siempre»- anuncian sueños de un futuro imposible mientras se siguen arrastrando los errores del pasado y todos -«Hasta aquí llegaron los mercenarios»- parecen recordar al turista que el parque temático del comunismo sigue siendo un territorio hostil.

Del eslogan a la polarización

Aunque al visitante le llame la atención tanto el despliegue de publicidad política vintage como la escasez de otro tipo de publicidad, no es algo tan extraño en Cuba. En el diccionario de los sistemas totalitarios, la identidad discursiva está basada en la repetición de consignas, aunque estas sean antiguas y poco creativas. Son piezas no muy sofisticadas de comunicación política, que como siempre intentan simplificar la realidad. Este ejercicio propagandístico alcanza su máxima expresión en el planteamiento de falsos dilemas como «Patria o muerte» (convertido en la consigna oficial) que buscan convertir un conjunto de decisiones complejas en una elección binaria, con la intención de que ofreciendo solo dos alternativas el ciudadano no tenga elección. La política convertida en un juego de suma cero. Todo o nada, blanco o negro… «o nosotros o el caos» aun con el riesgo de que, como en el conocido chiste gráfico, la alternativa trucada oculte que el caos también somos «nosotros».

Este tipo de estrategias polarizantes pueden ser tremendamente eficaces para la conquista del poder, especialmente cuando uno defiende la opción mayoritaria, o cuenta con más fuerza para imponer su posición, pero producen también efectos dañinos en la sociedad. Cuando la eficacia electoral se impone a la gestión de lo público y el mundo se divide en dos, sin alternativa posible, elegir es tomar partido y, en cierto modo, renunciar. Donde no hay verdades hay bandos. El pensamiento propio se va adaptando al de la tribu, que se convierte en la única unidad de medida, y se despierta una incapacidad congénita para reconocer en los propios lo que se denuncia en los otros. El juicio lo marca el ser o no ser «Uno de los nuestros» y una actuación determinada puede pasar de ser «la abominación de la desolación», «el conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno», a convertirse en una decisión brillante, toda una obra maestra de la estrategia, según de dónde venga.

Se agudiza la crítica hacia lo ajeno y se suspende el juicio hacia lo propio, con un doble rasero que justifica en los afines lo que no tolera en los adversarios. Siempre hay motivo para entender a «los nuestros» pero nunca para intentar comprender lo que hacen «los otros», aunque sea exactamente lo mismo. Así, se ocultan los defectos y se exageran las bondades de los nuestros, mientras se exageran los defectos y se ocultan las bondades ajenas. A la vez que se pide comprensión, ecuanimidad, en el juicio de lo propio, incurriendo en silencios clamorosos, se exige una interpretación literal, incluso contra el sentido común, de lo ajeno, que se acompaña con vistosos aspavientos. Se escoge lo más desproporcionado y ridículo del pensamiento ajeno, y eso cuando no se altera directamente su contenido, o se saca de contexto, para reforzarse en el propio. Incluso cuando se termina por reconocer lo sucedido, cuando no hay más remedio, siempre se acaba eximiendo de responsabilidad al culpable, «no hay delito, absolutamente ninguno, que no pueda ser tolerado cuando ‘nuestro’ lado lo comete», decía Orwell, ante la amenaza del otro (que puede ser un enemigo interior o exterior). Y cuando arrecia la crítica, siempre cabe recurrir al «ladrán luego cabalgamos» o al más actual «mi equipo no comete faltas, se las pitan».

«Se castiga al que trata de comprender al otro, mientras se rechaza cualquier tipo de acuerdo»

Primero el discurso y luego el juicio terminan instalados en la exageración y la batalla. Este catastrofismo apocalíptico dificulta todavía más el entendimiento y provoca que el fin, evitar el «infierno del mal», sea mucho más importante que cualquier irregularidad en el uso de los medios para conseguirlo. Esta es una forma de simplificación de la realidad que la acaba complicando y nos instala en realidades paralelas en las que desaparece toda posibilidad de diálogo. De este modo, se nos impide comprender que compartir objetivos no impide adoptar métodos distintos, como si la obligación moral de defender una causa justa eximiera de hacerlo de una manera inteligente.

Cambia la forma de pensar sobre las ideas que no coinciden con las nuestras, pero también sobre los que sostienen otras ideas. Primero hay que tomar partido por un equipo y, a partir de ese momento, solo importa ganar y derrotar al otro. En nombre de la tolerancia se abraza la «Tolerancia Cero» contra todo aquel que no coincide con nuestra forma de pensar. La verdad propia excluye a la verdad ajena y siempre es «el otro» el que miente o manipula la realidad. Se confunde al moderado con el equidistante, y a todos se cataloga como traidores a la causa. Se castiga al que trata de comprender al otro, mientras se rechaza cualquier tipo de acuerdo, que se presenta como prueba irrefutable de la ausencia total de convicciones. Y se obliga a los que nos rodean a elegir un bando, en una guerra cultural en la que solo hay dos.

El que abraza así la «fe verdadera», con una concepción religiosa de la política, castiga al tibio, desprecia al disidente, al que cree incapaz de entender la realidad, y asume que acabar con el enemigo es el único mecanismo para lograr la supervivencia de su visión, la única aceptable, de la democracia y la nación. Se cuestiona la legitimidad del otro bando para hacer política y se acaba justificando cualquier actuación para arrinconarlo, aunque ésta sobrepase el marco legal. Y así se alimenta una peligrosa forma de antipolítica, que parte de una afirmación compartida: «Ellos están dispuestos a todo, no podemos renunciar a jugar con sus propias reglas, aunque desgasten la democracia». Al romperse los caminos institucionales, el recurso al diálogo y a la justicia deja de estar operativo; y todo es una cuestión de fuerza. Así, la polarización es el paso previo al enfrentamiento, y cuando las emociones toman el mando se hace muy difícil el control, ni siquiera el de los algoritmos.

Y en esta batalla el relato siempre vence al dato, los eslóganes se convierten en «verdades» que se defienden con auténtica convicción, más fruto de la fe que del análisis reposado de la realidad, convertida en aquello que confirma nuestros puntos de vista y lo equivocado del punto de vista de los demás. La fe en la democracia termina sustituida por la democracia como acto de fe y de la democracia de las ideas se pasa a la democracia de las creencias, esas en las que uno está, en las que uno vive.

Patria o muerte

Entre todos estos mensajes binarios hay uno que destaca sobre los demás, convertido en lema oficial bolivariano: «Patria o muerte, venceremos». Se remonta a la época de los mambises, que, en los estertores del siglo XIX, se lanzaron a la manigua cubana al grito de «¡Independencia o Muerte!», hasta derrotar al ejército español. Desde entonces, el eslogan ha ido adaptándose a los tiempos: en 1960, tras la explosión de un barco durante la descarga de armamento en el puerto de La Habana, que dejó más de cien muertos, Fidel Castro lo reinventó por vez primera. En un discurso que empezaba señalando que no había más alternativa que la libertad o la muerte y tras unir a la patria el futuro de la libertad proclamó solemnemente: «¡Patria o Muerte!» (a la que días más tarde el propio Fidel añadiría su dosis de optimismo: «¡Venceremos!»). Este eslogan quedó grabado para siempre en la historia de la revolución cubana, recogido en la moneda de un peso, como si, ante la tragedia de «resolver» a diario, el Estado no pudiera más que recordar a sus súbditos que hay que hacer la patria, a pesar de los pesares, ya que la alternativa es mucho peor.

El grito ha sobrevivido a modo de analgésico ante la miseria económica y moral que el comunismo ha llevado allí donde se ha podido instalar. Son muchos los que, nostálgicos del comunismo e ignorando, que casi desde sus inicios era la Patria (revolucionaria) la que amenazaba la vida y la libertad, han repetido la frase como santo y seña de su revolución de salón. Y la evolución de la revolución, con la identificación de la patria con el socialismo, dio a luz al «Socialismo o Muerte», que terminaría convertido en «Comunismo o muerte» y al que también le surgieron imitadores como el «Patria Socialista o muerte», patentado por Chávez en Venezuela.

Patria y Vida

Pero hace unas semanas un grupo de cantautores cubanos, de la isla y la diáspora, «mandó a parar», ofreciendo una réplica a más de 60 años de propaganda revolucionaria con la grabación de «Patria y Vida», una canción que a ritmo de rap desnuda las miserias de la revolución. El régimen cubano, que siempre ridiculizado estas cosas como los juegos frívolos de la gusanera, ha respondido con sendos artículos, en el diario oficial del Partido Comunista, Granma y en el diario pseudooficial Cuba Debate; con reportajes en el noticiero nacional de la televisión; e incluso con actos de repudio de los más virulentos de los últimos tiempos. Hasta el propio Presidente Díaz-Canel y otros altos funcionarios del régimen, desde su cuenta de twitter, han respondido a estos jóvenes. Nunca unos versos pusieron en semejante compromiso a una «Revolución invencible».

La canción, convertida ya en himno generacional, cuadra poco con esa foto de familia del cubano traidor y adinerado, que la propaganda castrista no deja de alentar, aunque nunca se correspondió con la realidad del exilio y hace muchas décadas que dejó de resultar creíble para un pueblo que ya no puede contar con los dedos sus actos de FE (Familiares en el extranjero). Y esto es lo verdaderamente contrarrevolucionario: el carácter cultural de la propuesta. Desde sus comienzos, con la censura de PM (Pasado Meridiano) de Jiménez Leal, Castro dejó claro que la única cultura admisible en Cuba era la cultura revolucionaria, y ha perseguido cualquier manifestación cultural contra la revolución. Mantener la cultura alineada siempre ha sido una prioridad para las autoridades castristas que, en línea con la tradición comunista, no han dudado en alienarla ante cualquier indicio de «desviación ideológica» como la de escuchar a los Rolling Stones, e incluso a los Beatles. El momento álgido de esta persecución fue el juicio a Heberto Padilla, que supondría la caída del caballo de muchos intelectuales que aun miraban con cariño el «experimento comunista» de la isla caribeña. Recientemente, en medio de la pandemia, la seguridad cubana detuvo y condenó al rapero Denis Solís González, del movimiento San Isidro, acusado de desacato por sus poesías y canciones, provocando una reacción de solidaridad ciudadana que recorrió toda la isla y se convirtió en una muestra  del renacer de iniciativas cívicas, económicas, culturales, religiosas y políticas, que vive Cuba. Para muchos serán pocas y pequeñas, pero están llenas de pluralidad y creatividad. La vida nace siempre de lo pequeño.

«No hay patria sin vida, ni vida sin libertad»

En «Patria y Vida» se canta a la unidad de la Nación, formada por los que viven dentro y fuera de la isla, en original fórmula integradora que une la Isla y la Diáspora en un solo pueblo; a la libertad de expresión; el fin de privilegios y discriminaciones; la no violencia y el fin del abuso de poder; los salarios justos (en un momento crítico en que «en casa en las cazuelas ya no tienen jama»); la sustitución de la divisa extranjera (el ordenamiento monetario que ha profundizado las desigualdades cambiando «al Che Guevara y a Martí por la divisa»); la recuperación de la dignidad («pisoteada, (a) punta de pistola y de palabras que aún son nada»). A través de la música, en este caso, se reivindica que la patria no se hace con la marginación, la persecución o el exilio (“Quién le dijo que Cuba es de ustedes si mi Cuba es de toda mi gente»), sino que se construye uniendo a los distintos alrededor de lo que tienen en común.

«Patria y Vida» forma parte ya de la banda sonora de muchos cubanos, que ven reflejados en ella los principales problemas sistémicos que sufre el país y siente que su llamada a unir Patria y Vida es cargar de sentido su lucha por la libertad. Porque no hay patria sin vida, ni vida sin libertad.

En Cuba, desde hoy, cuando se oiga gritar «Patria o Muerte», en lugar de «Venceremos» muchos responderán, aunque sea en su fuero interno: «Patria, Vida y Libertad».

 

Publicado en theobjective.com

La ruptura

La ruptura

«Incluso las almas más abiertas y tolerantes, en situación de conflicto, tienden a refugiarse rodeándose de espíritus similares»

Hay historias que tienen tantos protagonistas, que cuesta encontrar alguien objetivo que pueda valorarlas. Yo, aunque solo he formado parte de la historia que cuenta González Ferriz como espectador tangencial, tampoco soy objetivo. Me pasa, imagino que como a cualquiera, que al enterarme de que algo así ha sucedido, se lamenta de no haber sido invitado y no puede evitar preguntarse el por qué. En mi caso se me ocurren tres respuestas: me sobraba la edad, me faltaba el talento o no estaba dentro del espectro ideológico, por amplio que fuera, puede incluso que las tres, aunque no resulte muy alentador.

Al leer La ruptura (Penguin, 2021) uno sabe que está ante un pasaje relevante, que va mucho más allá de la descarga emocional del autor y que logra, a través de la historia de un grupo de amigos y conocidos, ofrecer algunas claves que permiten entender mucho mejor la vida política e intelectual española de la última década. Al leerlo no se puede evitar pensar que nos encontramos ante uno de esos capítulos de la intrahistoria de la que hablaba Unamuno, y que Joe Gould, el vagabundo de la novela de Joseph Mitchell, guardaba como un tesoro en cajas de zapatos en Central Park. La intrahistoria de un grupo de intelectuales que quisieron hacer política, sin conocer el precio que suelen pagar los que, con motivos más o menos nobles, deciden dedicar una parte de su vida, al noble arte de la gestión de lo común.

Es cierto que los protagonistas no pueden quejarse de ignorancia, acaso quizás de ingenuidad. Otros intelectuales antes lo habían intentado con un éxito parecido… y lo habían contado. Quizás la diferencia es que las advertencias venían de experiencias personales, de intelectuales consagrados, que al contar su historia le dieron cierto aire mítico. Ignatieff en Fuego y Cenizas o Vargas Llosa en El pez en el agua cuentan historias parecidas pero este libro reportaje, en el que Ramón también nos habla en primera persona, nos ofrece una visión más de estar por casa, sin duda más realista, de una historia con decenas de protagonistas, mientras pone sobre la mesa una interesante reflexión sobre la naturaleza de la política.

El fracaso de una (re)generación, como apunta el subtitulo, no es sólo la historia de la nueva política sino la historia de la política de toda la vida, impermeable a las influencias externas, más amiga del discurso que del ensayo, y condicionada de manera determinante por las lógicas internas y el quehacer partidista. Unas prácticas a las que el instinto de supervivencia de la nueva política se ha acogido desde muy pronto, sin entender que quizás esa endogamia era parte importante del problema, pero nunca de la solución.

Entre las causas del «fracaso» es posible encontrar algunas generalizables como el exhibicionismo público, con el que twitter nos quita todo lo que una vez nos dio, que genera una obligación de manifestarse públicamente, anulando cualquier atisbo de juicio crítico por el miedo a las lecturas maliciosas que se pudieran hacer, y que termina sustituyendo cualquier idea o reflexión, por meras consignas. Este exhibicionismo propagandístico, en el panóptico partidista, busca a partes iguales influir en la batalla de las ideas y pagar lealmente la confianza recibida. Suelen quedar en el camino el prestigio intelectual acumulado y la institucionalidad exigida a todo cargo público (pagado en ese momento pagan todos los españoles). Es aquí cuando el ser sigue al obrar, y lo que uno dice en público acaba conformando lo que uno piensa en privado, como mecanismo de autodefensa indispensable para seguir viviendo.

Hay en ese adaptarse a la causa, a veces como medio y otras como fin, otra historia conocida, y retratada magistralmente en películas como El ejercicio del poder (2013), en la que la voluntad de hacer una sociedad mejor empuja hacia lo peor al hombre con voluntad de servicio, que se desliza por un tobogán de concesiones, en la que todo se justifica AMDG, hasta que de tanto difuminarla esa causa superior termina por desaparecer, dejando a su impulsor solo, huérfano y desorientado.

Aunque Ramón apela al factor humano, especialmente al de las ambiciones profesionales frustradas o conseguidas, este más bien parece consecuencia y no causa de la ruptura intelectual, poniendo sobre la mesa lo difícil que es convivir con personas que piensan, o se manifiestan, de una manera diferente, y pone de manifiesto que incluso las almas más abiertas y tolerantes, en situación de conflicto tienden a refugiarse rodeándose de espíritus similares.

Quien busque morbo en estas páginas no lo encontrará. Y son muchas las veces que uno está deseando algo más de información, por ejemplo, llama la atención cómo brillan por su ausencia proyectos paralelos ya en marcha en aquellos años y que podían compartir objetivos como los programas de liderazgo público de instituciones como el IESE, la Fundación Rafael del Pino, Deusto o ESADE, donde han terminado recalando algunos de los protagonistas de esta historia, y que, a la luz de los resultados, deberían asumir también parte de ese «fracaso».

Y es esa sensación de fracaso, de punto final, lo que más cuesta entender en el libro. Quizás es un problema de la coyuntura actual, que no anima al optimismo; de la gestión de expectativas de los que pensaron que sería fácil porque tenían la razón de su parte; de no llegar a entender que en política no hay victorias absolutas ni derrotas definitivas; ni que los 40 son los nuevos 30… pero más allá de la melancolía que desprende el autor el lector informado descubrirá en sus páginas un capítulo fructífero de la historia de España, de esos en los que en el último segundo aparece en letras grandes y con mayúsculas un CONTINUARÁ.

 

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El Viaje a Irak. Una hoja de ruta para la humanidad

El Viaje a Irak. Una hoja de ruta para la humanidad

Llevábamos mucho tiempo sin oír hablar de ciudades como Mosul o Nasirya. Su recuerdo estaba asociado a la guerra y al terrorismo del ISIS. Hasta que hace unos días, un señor de 85 años, incluyó estas dos ciudades en su gira de tres días y más de 1.500 kilómetros, saliéndose de la ruta habitual de tocar y salir corriendo, habitual en los jefes de Estado en sus visitas a Irak.

Si alguien hubiera dicho que un Papa iba a visitar Irak hace unos años nos hubiera parecido una broma macabra. En su momento ya lo intentó Juan Pablo II, que derribó muros más altos, pero chocó con los miedos de propios y extraños. Por eso Francisco, que ha demostrado ya muchas veces que la tozudez no tiene por qué ser siempre un pecado, se ha empeñado tanto en no decepcionar al pueblo iraquí por segunda vez. Quizás pueda resultar ingenuo o incluso provocador que cuando Roma lleva años en el centro de las amenazas del ISIS, el Papa responda visitando, la que no hace tanto tiempo era la capital de sus feudos.

Una visita para todo el pueblo iraquí

El ISIS ha perdido fuerza y presencia, pero Irak sigue siendo un país lleno de violencia, donde la religión musulmana es la religión oficial y otras religiones minoritarias son perseguidas.

A los católicos que allí viven (de rito Caldeo) no se les reconoce como ciudadanos con plenos derechos, y aun hoy siguen temiendo por sus casas e iglesias, que no dejan de sufrir ataques, aunque el culto esté permitido.

De ahí que algunos hayan leído el viaje del Papa como una reivindicación al gobierno iraquí de justicia, igualdad de ciudadanía y responsabilidad para los católicos, pero su mensaje no era sólo para las autoridades iraquíes, ni sólo para proteger a los suyos. El Papa ha condenado la violencia, especialmente la ejercida en nombre de Dios. Ha defendido a la mujer, víctima silenciosa de los terroristas que las utilizan como esclavas sexuales, reivindicando su papel como “conductoras de la historia”. La inmigración también ha tenido un sitio en su viaje, encontrándose con el padre de Alan, cuya foto muerto en la costa turca conmocionó al mundo, y que el Papa insiste en resucitar del olvido como “un símbolo de civilización, de la humanidad”.

Un Papa de gestos

En Ur de Caldea, la tierra de Abraham, el patriarca reconocido por judíos, católicos y musulmanes, el Papa celebró su acto más simbólico. Un encuentro interreligioso, con el Gran Ayatollah Ali al-Sistani, el líder chiíta de Irak. Un paso más en la búsqueda de “la fraternidad humana”, que es como le gusta describir a Francisco el reto del diálogo interreligioso, que se une a la firma de una declaración conjunta con el Gran Imam Ahmed el-Tayeb of Al-Azhar, referencia del islam sunní, en 2019.

Pero en la historia de la política reciente es difícil encontrar una imagen más poderosa que la del Papa Francisco conmovido entre las ruinas de las cuatro iglesias cristianas en Hosh al-Bieeya (la plaza de la iglesia) de Mosul, un lugar convertido en prisión por el ISIS dentro de una ciudad que, tras sobrevivir a la invasión norteamericana de Irak fue literalmente arrasada por la brutalidad del Estado islámico, causando miles de muertos y condujo a más de medio millón de personas (120.000 cristianos) al exilio.

Es la imagen del Ave Fénix que se resiste a la destrucción y resurge entre la barbarie, y lanza un mensaje de reconstrucción moral, convencido de que su mensaje de amor puede vencer a la crueldad humana, aunque pueda alcanzar límites inimaginables. Francisco no ha liberado Mosul del ISIS, pero ha liberado su nombre, que tras su visita será, a los ojos del mundo, una ciudad sufriente, en la que brotan gestos de amor y fraternidad. Todo el mundo ha podido contemplar una imagen del pueblo iraquí, alejada de la imagen habitual. Una imagen más brillante, tolerante y pacífica del país, a pesar de los muchos desafíos económicos, políticos y de seguridad que Irak sigue enfrentando.

El Papa ha querido marcar el camino de la reconstrucción. Una reconstrucción basada en la tolerancia del diferente, en el perdón y en el diálogo y el trabajo conjunto de musulmanes y cristianos, como único horizonte de paz en un país que cuenta su historia reciente en años de guerra y de violencia.

En consecuencia, el Primer Ministro iraquí ha declarado el 6 de marzo como Día Nacional de la tolerancia y la coexistencia, dejando para siempre la visita de Francisco en la memoria de Irak. Solo el tiempo podrá decir si la visita supone además un cambio real tras años de sangrienta inestabilidad en el país. Si la visita ha sembrado un futuro en el que la violencia y el terrorismo no tengan la última palabra. A la luz de las imágenes, parece que son muchos los que están preparados para trabajar duro para que sea así.

 

Publicado por compolitica.com

Sin Trump, ¿y ahora qué?

Sin Trump, ¿y ahora qué?

En los años 60 Estados Unidos decidió mantener su apoyo a una serie de regímenes dictatoriales que le servían para conservar la posición del país y contener la expansión del comunismo, una decisión de la que, por ejemplo, supo sacar partido el régimen de Franco a través de los acuerdos de 1953.

En este contexto se atribuye a F. D. Roosvelt, cuestionado sobre Anastasio Somoza, dictador nicaragüense, la frase célebre: «Sí, es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta», que luego se atribuiría también a Henry Kissinger sobre Pinochet.

Un razonamiento similar parece haber condicionado la posición de muchos frente a Trump. De esta manera, como recordaba en estas páginas Pablo Kay Albero, «durante los últimos cuatro años ha habido señales inquietantes de que católicos y evangélicos políticamente conservadores han considerado a Trump como una especie de mesías que podía proteger a los creyentes de las intrusiones de una élite secular cada vez más agresiva». Para otros, desde su elección Trump se convirtió en el mal menor, alguien a quien apoyar a pesar de sus excentricidades, aunque resultara imposible identificarse con él. Son muchos los que han apoyado a la Administración Trump a pesar de Trump, y son muchos los que en 2016 vieron en Trump un mal menor, la única vía para frenar la expansión de la agenda iniciada por Barack Obama, que Hillary Clinton amenazaba con radicalizar, y que durante su mandato se sintieron representados por las decisiones correctas en materias como la defensa de la vida antes de nacer o la designación de hasta tres magistrados de perfil claramente conservador en el Tribunal Supremo.

La pregunta es si el haber adoptado decisiones correctas hace bueno al presidente norteamericano, o si el hecho de que estas decisiones hayan sido adoptadas por Trump las deslegitima. Como reflejan los primeros análisis, el voto católico no ha sido ajeno a este dilema. Si bien los católicos practicantes han apoyado más a Trump, el voto se ha dividido al adoptar una visión más amplia. Esto no es nuevo; es el reflejo de la división tradicional en la Iglesia norteamericana entre aquellos que dan prioridad a asuntos sociales como la pobreza, la desigualdad, la inmigración, la pena de muerte o el medio ambiente, y aquellos que determinan su posición principalmente por asuntos morales como el aborto o el matrimonio entre personas del mismo sexo.

¿Y ahora qué? Tras la toma de posesión de Joe Biden, y aunque son más las incertidumbres que las certezas, muchos se han aventurado a decretar el fin del Partido Republicano. Ya ocurrió con Obama. Tras su victoria frente a McCain en 2008 fueron muchos los que se apresuraron a decretar 30 años de dominio demócrata en las instituciones, un dominio que la propia realidad no tardó en desmentir. En 2010 los republicanos recuperaban la mayoría en el Congreso, en 2014 en el Senado, y en 2016 Trump derrotaba a la candidata demócrata, Hillary Clinton. En política el tiempo pasa muy rápido, y, especialmente en esta época convulsa, el mero paso del tiempo se encarga de anular cualquier predicción a largo plazo. Además, en Estados Unidos los partidos no existen como tales, son fundamentalmente plataformas electorales con una capacidad de reinvención rápida e infinita y que se construyen alrededor de candidatos inspiradores que, en la actualidad, no necesitan mucho tiempo para darse a conocer y consolidarse.

Es cierto que no es fácil que sobreviva un trumpismo sin Trump, que pueda provocar incluso la ruptura del partido del elefante. Pero, aunque desaparezca el trumpismo, seguirán vivas sus causas. Se equivocan los que quieren ver a Trump como una pesadilla transitoria, un paréntesis en la era progresista iniciada por Barack Obama. Trump es el síntoma de un problema que no se va a desvanecer con su marcha. Un país dividido, que venía de lejos y Trump no ha hecho más que profundizar, pero que responde a causas estructurales mucho más profundas.

En manos de Biden está seguir profundizando en esta brecha, aprovechando el control demócrata de ambas cámaras, o buscar dar respuesta a los problemas comunes, donde su perfil moderado le puede permitir atraer a sensibilidades distintas (incluidos los votantes de Trump).

Es en su capacidad para lograr una sociedad estadounidense fuerte y cohesionada, de crear alianzas centradas en resolver estos problemas, dentro del país y en el escenario internacional, afrontando problemas como el de la cultura del descarte señalada por el Papa Francisco, y no en la mera retórica, donde Joe Biden se juega el éxito de su mandato y el futuro de los Estados Unidos.

Publicado en Alfa&Omega

Estados Unidos: una sociedad dividida

Estados Unidos: una sociedad dividida

Los resultados de las últimas elecciones celebradas en Estados Unidos son un buen reflejo de la sociedad norteamericana. Con una participación masiva de casi el 70 % (el porcentaje más alto en los últimos 120 años), ambos candidatos han conseguido un apoyo sin precedentes; el Senado queda dividido casi por la mitad 49/48 (con un escaño decisivo en un margen del 1 % y dos reñidísimas elecciones de desempate en enero), al igual que el Congreso, en el que aún no se han podido adjudicar todos los escaños, pero donde se reduce la distancia entre ambos partidos. Incluso los votos en el colegio electoral, a pesar de la aparente distancia que puede existir entre los candidatos, estaban tan ajustados que se ha tardado varios días en definir al ganador. Por mucha que pueda ser la sorpresa aparente, esto no es nuevo. En 2016, muchos estados se decidieron por un puñado de votos e incluso se dio la paradoja de que la candidata más votada en el voto ciudadano, Hillary Clinton, terminó derrotada. En unas elecciones en las que han votado unos 150 millones de norteamericanos, la diferencia entre la victoria y la derrota estuvo en 2016 y ha estado en 2020 por debajo de los 100.000 votos.

Lo que sí es nuevo es la dificultad tan acusada para reconocer los resultados; buena muestra de la división política y social. Biden se ha apresurado a señalar su voluntad de coser una nación rota, pero no es tan sencillo. El problema no afecta solo a las formas de un presidente que renunció a la dignidad de la institución presidencial, sino que tiene unas raíces profundas. Desde el proceso de impeachment a Bill Clinton a finales de los 90, cada presidencia no ha hecho más que aumentar esta brecha. Una forma de medición tradicional, el nivel de aprobación del presidente por parte de los simpatizantes del partido rival nos muestra cómo, desde entonces, la aprobación ha pasado de un 25 % con Bush a un 14 % con Obama y a un 3 % con Trump.

La brecha no afecta solo a la forma de votar, sino que condiciona la forma de ver el mundo. La división se traslada al debate político, rebosante de temas que generan controversia y obligan a tomar posición, mientras impiden alcanzar algún tipo de acuerdo. Y este tipo de debate, en el que solo existen buenos y malos, se traslada a unos medios de comunicación cada vez más posicionados y unas redes sociales que favorecen la fragmentación y la consiguiente polarización. La sociedad se divide en bloques y, sea cual sea el tema, cada bloque ostenta una posición radicalmente opuesta, que alcanza hasta a las relaciones personales: un 71 % de solteros demócratas nunca ligarían con un votante de Trump.

Todo se mueve en el plano de la exageración, todo es …ísimo, y para hacer frente a cualquier apocalipsis todo está permitido. Se acentúa la crítica hacia lo ajeno y se suspende el juicio hacia lo propio. Aparece el odio al equidistante, al que se considera un traidor, y todo se adapta a una política de bloques que erosiona las instituciones. Solo vale ganar, cueste lo que cueste. Da igual que se trate de la situación económica, la inmigración o, más recientemente, los conflictos raciales o el propio coronavirus. Cambia la forma de actuar y luego acaba cambiando la forma de pensar, y esa forma de simplificar la realidad la termina complicando irremediablemente. Pasamos de la democracia de las ideas a la democracia de las creencias, esas en las que uno vive.

En este complejo contexto, los desafíos de Biden son enormes: tranquilizar y unir al país, reducir las tensiones raciales, restablecer el respeto a las instituciones… No lo va a tener fácil, pero tiene el mejor perfil para hacerlo, acostumbrado durante sus casi 50 años en el Senado a los acuerdos entre partidos; no en vano era el más conservador de los demócratas que aspiraban a la presidencia. Su discurso del sábado –«es hora de cerrar heridas», «no voy a ser el presidente que divida sino el que una»– apunta en esa dirección. Ojalá tenga acierto.

Publicado en Alfa & Omega