El pueblo cubano seguirá bromeando sobre el secreto de la supervivencia de la dictadura más longeva de nuestra época, mientras se pregunta en privado: ¿qué he hecho yo para merecer esto?
hablar en estos días, nos ofrece el título perfecto para analizar un nuevo capítulo de otra historia de supervivencia, la de la dictadura cubana. Una historia que ha conseguido mantener la isla congelada en el tiempo, convertida en un museo temático del comunismo, desde que Fidel Castro se alzó con el poder en 1959, logrando, desde entonces, sobrevivir a la caída del Muro de Berlín, el fin de la URSS, el período especial, la muerte de su fundador e incluso un nuevo relevo de poder.
Para conseguirlo Cuba se ha beneficiado siempre de la indiferencia internacional (rozando en ocasiones la admiración) y el apoyo de un «tonto útil» que ha ido cambiando, un país que ofrecía al régimen el dinero y el avituallamiento necesario para sobrevivir, a cambio de disfrutar del «prestigio» revolucionario de la isla cárcel, beneficiarse de misiones sociales (una suerte de esclavitud estatal moderna) en áreas como la salud, la educación o el deporte y, sobre todo, su asesoramiento en las artes del control social. En el comunismo no existe el altruismo, y cada vez que estos «socios revolucionarios» han entrado en crisis, el Gobierno cubano se ha sentado a contemplar cómo paseaban su cadáver, mientras aumentaba la leyenda de la inmortalidad del comunismo caribeño.
El último ‘partner in crime’ de la dictadura cubana ha sido la Venezuela de Chávez y Maduro
El último ‘partner in crime’ de la dictadura cubana ha sido la Venezuela de Chávez y Maduro, con la que ha mantenido una relación de dependencia enfermiza en los últimos años. Mientras Cuba apuntalaba el sistema represivo del ejército y los servicios secretos venezolanos, Venezuela pagaba la factura en forma de subsidios y petróleo casi regalado.
Hoy, los cubanos contemplan con cierta envidia, una vez más, cómo en Venezuela aquellos que han mantenido la dictadura se tambalean ante la fuerza de una sociedad civil que, sin violentar la ley, siempre supo mantener su esperanza y lograr el respaldo de una presión internacional que ya quisieran para sí los cubanos. Mientras, el Gobierno de Díaz-Canel escribe un nuevo capítulo de su propio manual de supervivencia y ha buscado refugio en una reforma constitucional, liderada por Raúl Castro. Un nuevo texto que apuntala las viejas herramientas totalitarias en las que el régimen cubano basa su poder.
La Constitución cubana
La Constitución cubana, que hoy se somete a referéndum, contiene 224 artículos, 113 que reforman artículos ya existentes en la Constitución anterior, de 1976, añade 87 nuevos y conserva 11 artículos mientras elimina definitivamente 13. Se trata de un ejercicio de puro constitucionalismo semántico, según la tipología de Loewenstein. En contra de lo que cualquier Constitución democrática exige, la que el régimen pretende imponer, lejos de servir a la limitación del poder, se convierte en un instrumento de legitimación de quienes llevan décadas ejerciéndolo. La Constitución no cumple con los requisitos esenciales que desde 1789, en el artículo 16 de la «Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano», son considerados imprescindibles para hablar de un Estado democrático. No consagra la supremacía del texto constitucional y su aplicación directa, imprescindible para la existencia de un Estado constitucional, ni establece un órgano jurisdiccional para su aplicación; ni siquiera respeta parte de los compromisos internacionales adquiridos por el propio Estado cubano, como la Declaración de Viena de 1993. La división de poderes, connatural a cualquier Constitución, es sustituida por mecanismos deconcentración de poderes, en el que la Constitución se subordina al poder siguiendo la vieja máxima socialista, «no se hace la Revolución con el Derecho sino con la política». La suma de todo lo anterior convierte el texto constitucional en letra muerta, un panfleto incapaz de generar verdaderas obligaciones jurídicas.
La nueva Constitución cubana también se queda muy corta, respecto a constituciones contemporáneas, en lo que se refiere a los derechos fundamentales. Aunque amplía la carta existente en la Constitución anterior, reconociendo la propiedad privada, no se incorpora ni la jerarquía constitucional de los tratados internacionales de derechos humanos firmados por el país, ni la clausula abierta en el reconocimiento de derechos que sí incluyen, por ejemplo, constituciones más recientes. Tampoco se refiere a la universalidad de los derechos, limitando expresamente los mismos a los extranjeros con residencia legal y ni siquiera lo hace en condiciones de plena igualdad, abriendo la puerta a que la ley establezca diferencia de acceso a los mismos entre cubanos y extranjeros residentes. Sorprende, además, cómo derechos como el de la educación y la salud, emblemas simbólicos del comunismo cubano durante muchos años, se desvinculan de la ortodoxia comunista eliminando la gratuidad en el caso de la educación postgraduada, y abriendo la posibilidad que los servicios de salud no sean ofrecidos directamente por el Estado.
Derechos como el de la educación y la salud, emblemas del comunismo cubano durante muchos años, se desvinculan de la ortodoxia comunista
Todo esto mientras consagra al Partido Comunista como fuerza dirigente superior de la sociedad (art. 5) y establece como irrevocable el sistema socialista de partido único (art.4) que, por si quedaban dudas, declara perpetuo (art. 229), estableciendo el «derecho ciudadano» de «combatir por todos los medios, incluyendo la lucha armada, (…) a cualquiera que intente derribar el orden político, social y económico establecido» (artículo 4), una amenaza explícita que institucionaliza los CDR, que no son otra cosa que los Comités de Defensa de la Revolución.
Todo lo anterior nace además viciado desde su origen. El referéndum en el que los cubanos están llamados a ratificar el texto de la nueva Constitución, difícilmente reúne las características para ser considerado como tal. No ha existido la libertad para hacer campaña defendiendo cualquiera de las opciones; ni la igualdad de condiciones en la competición electoral, ni existe la necesaria independencia del organismo electoral, ni la presencia de observadores internacionales en todas las fases del proceso. No se da nada más que la omnipresencia y poder de un Gobierno que ha puesto su enorme aparato de propaganda al servició de la campaña del ‘Sí’, violando de paso su propia ley electoral, mientras reprime a los que intentan hacer campaña por el ‘No’.
De poco servirán los debates celebrados que, a pesar de ser presentados por la propaganda como «el más colectivo de los ejercicios de pensamiento», no se han traducido en cambios relevantes al texto original más allá del rechazo al matrimonio igualitario que formaba parte de la propuesta inicial.
De ninguna manera estamos ante el comienzo de una nueva etapa
Ganará el ‘Sí’. Lo hará, porque de ninguna manera estamos ante el comienzo de una nueva etapa, sino ante un capítulo más del manual de supervivencia del régimen cubano. El camino que el comunismo ha recorrido hasta aquí es el que pretende seguir recorriendo en adelante, mientras aumenta la división de una sociedad que, como señala Rafael Rojas, ha entrado «en una fase imparable de pluralización».
El pueblo cubano seguirá bromeando sobre el secreto de la supervivencia política de la dictadura más longeva de nuestra época, mientras se pregunta en privado: ¿qué he hecho yo para merecer esto?
La historia de la democracia en España no estaría completa sin sus manifestaciones. Las marchas son como los carteles electorales: nadie sabe para qué sirven pero nadie deja de utilizarlas.
En la democracia representativa, en un primer momento cuesta ver el lugar de una manifestación. Aun así, la historia de los 40 años de democracia en España, no estaría completa sin mencionar algunas de sus manifestaciones.Los más viejos del lugar recordarán aquellas que, tras la victoria de Felipe González en 1982, se oponían a las leyes del aborto, la primera ley educativa, o exigían la liberación de Miguel Ángel Blanco; las que, ya con José María Aznaren el gobierno, se oponían a la guerra de Irak, la gestión del asunto del Prestige o expresaban su repulsa y solidaridad frente al atentado del 11-M; o aquellas que, ya con José Luis Rodríguez Zapatero, pedían suspender la negociación del Gobierno con la banda terrorista ETA o se oponían a las reformas en materias como la educación, el aborto o el matrimonio entre personas del mismo sexo. Podemos decir que las manifestaciones son como los carteles electorales en campaña, algo que nadie sabe para qué sirve pero nadie deja de utilizar.
No es de extrañar que en la política-espectáculo las manifestaciones sigan siendo una de las actuaciones estelares del circo político. En un momento en el que el individualismo domina la acción política, en el que los nombres propios sustituyen a las siglas y las plataformas virtuales de recogidas de firmas son la herramienta favorita de los ciudadanos para hacer oír su voz, la política necesita más que nunca este tipo de ceremonias colectivas en las que visibilizar la existencia de un corpus político y en las que sus miembros puedan sentirse acompañados de gente que comparte las mismas ideas u objetivos. Cualquiera que ha participado en una manifestación que no haya sido un auténtico desastre vuelve a su casa con la sensación de ser parte de una comunidad influyente, mayoritario, imparable, de haber pasado a formar parte de la historia.
A pesar de ser una forma de ejercicio de derechos reconocidos por la Constitución Española como la reunión pacífica (art. 21) y la libertad de expresión (art. 20), las manifestaciones, como cualquier acción política informal, generan problemas de inserción y traducción en el sistema político. De ahí que su mera convocatoria, habitualmente en contra del que tiene capacidad de decisión, despierte recelos entre los aludidos. No deja de sorprender que, esta vez, sean los que han optado por sacar el diálogo sobre Cataluña del marco institucional, promoviendo una mesa de partidos que no forma parte del sistema, los que critican ahora que se haga política en las calles y no en el parlamento.
Los convocantes
La manifestación de estos días es original en su convocatoria, al haber sido convocada en paralelo por dos partidos políticos: el Partido Popular y Ciudadanos, a los que se han sumando otros mas. Esto está dejando de ser habitual. Hasta hace un tiempo la convocatoria de una manifestación requería una capacidad logística sólo al alcance de los partidos políticos y de ciertas organizaciones como la Iglesia Católica. Hoy, la tecnología hace posible su difusión masiva, reduce las dificultades de organización y acorta los tiempos de manera espectacular, haciendo posible lo que unos años sería impensable: convocar una manifestación, a la que se convoca a gente de toda España, con menos de tres días de antelación.
Ante esta facilidad con la que es posible organizar este tipo de llamamientos, los partidos políticos, se ven forzados a asumir el liderazgo para evitar ser sustituidos por otros actores con mejor reputación social y que suplen con la tecnología su falta de organizaciónpara poner en marcha este tipo de convocatorias masivas.
Por qué una manifestación
Se discute mucho si la convocatoria de esta manifestación ha podido ser la causa indirecta de la ruptura temporal de las negociaciones. La decisión de convocar una manifestación no es obvia. Habría otras formas de lograr sus objetivos políticos con otras formas de acción política, formal o informal. En el campo de la movilización social existen otras acciones de impacto como ‘flashmob’ o ‘performances’, que, con un coste inferior, buscan el impacto mediático a través de la originalidad y la sorpresa y plantean sus reivindicaciones en términos binarios de apoyo o rechazo. Pero las manifestaciones añaden a estos dos elementos la intención de mostrar su respaldo social, tanto de cara a la opinión pública como dentro de la propia organización, lo que en ocasiones es mucho más importante. El gran peligro de estas formas de acción política informal es su «efecto espuma» que en una sociedad de aceleración informativa hace que su eco difícilmente se mantenga más allá de las 24 o 48 horas.
Dada su dificultad organizativa, frecuentemente la manifestación se reserva como último recurso, cuando todos los anteriores han fracasado o como una demostración de fuerza en momentos clave de una negociación. Su utilidad va muchas veces más allá de la respuesta inmediata a sus reivindicaciones. La manifestación sirve también, para marcar agenda, reforzar a los ya convencidos, dar un chute de adrenalina a aquellos que forman parte de la organización y ofrecer una imagen de respaldo social, que no siempre es un reflejo exacto de la realidad, a la opinión pública.
En España donde, más allá de las guerras de cifras, se han celebrado manifestaciones numerosísimas, es difícil encontrar una manifestación que, por sí misma, haya tenido efectos inmediatos sobre la vida política, pero algunas de ellas han supuesto un cambio en el marco y en la actitud de la sociedad, en su mirada hacia determinados temas. Todos recordamos el efecto a medio plazo de movilizaciones como las que se celebraron en torno al Prestige o a la guerra de Irak, aunque también es cierto que otras muchas se diluyeron como un azucarillo celebrada la marcha, a pesar de su aparente éxito de convocatoria.
El éxito
Aunque no podremos evitar la tradicional guerra de cifras, el éxito de la manifestación no debemos buscarlo en el número de asistentes. Cuando se han medido estas convocatorias con cierto rigor se ve cómo, salvo un par de excepciones, la asistencia a las manifestaciones más numerosas de la historia de nuestro país no ha superado los 200.000 asistentes. A partir de cierto umbral, que ronda las 50.000 personas, todas las manifestaciones se vuelven «históricas».
Y después qué
Como en los debates electorales el éxito se consigue, sobre todo, en el día después. No hay nada peor que considerar la manifestación como un fin en sí mismo, cuando no es más que un medio para conseguir unos objetivos.
Las manifestaciones pueden servir también para ser el germen de una movilización más duradera, una ocasión para generar símbolos, encumbrar líderes e incluso para articular movimientos transversales a los partidos. Dada la baja credibilidad de las formaciones políticas, no es fácil que estas sean capaces de convertir el entusiasmo habitual que sale de estas concentraciones, en vinculación social, pero no es descartable que una sociedad civil fuerte y organizada, en caso de existir en España, con o sin su apoyo pudiera llevar a cabo esa tarea.
Su vida interna ha confirmado la ley de hierro de la oligarquía de Michels: cualquier organización con necesidades técnicas y organizativas acabará sucumbiendo al uso de la jerarquía para satisfacerlas.
Hace 65 millones de años, un meteorito de 10 km de diámetro impactó contra la Tierra. Aunque los científicos coinciden en señalar esa fecha como la de la extinción de los dinosaurios, que habían dominado la tierra durante 160 millones de años, algunos apuntan que ya en ese momento la situación era insostenible: el dramático cambio de clima estaba conduciendo a los dinosaurios hacia su extinción.
La conjunción entre las condiciones climáticas, la colisión y una serie de erupciones volcánicas que siguieron a la misma provocaron un cambio radical en el ecosistema. Se redujo la luz, aumentaron las temperaturas… Los seres vivos que querían sobrevivir tuvieron que esforzarse por adaptarse a un mundo en el que la fuerza y el gran tamaño habían dejado de ser instrumentos de poder y se habían convertido en obstáculos para la supervivencia. Los inmensos dinosaurios se habían extinguido, mientras que otros seres, como salamandras, ranas, serpientes y algunos mamíferos de menor tamaño, habían sobrevivido. Y por supervivientes, estaban obligados a evolucionar.
Cuando la competición entre los partidos apenas tiene consecuencias para la toma de decisiones solo cabe esperar que derive hacia el teatro
Millones de años después, otro ecosistema, el de la democracia, se ha visto alterado por la globalización y la revolución tecnológica. También se ha visto golpeado por la crisis económica. La transformación de la intermediación, que afecta a industrias tan variadas como los viajes, la música, el transporte o los alojamientos, ha llegado también a la política. Entre los actores principales que han entrado en crisis están los partidos políticos, gigantes que monopolizaban hasta hace poco la vida pública, como instrumentos principales de legitimación institucional, de la que llegamos a conocer como «democracia de partidos».
Por el contrario, como señala Mair, la «democracia de audiencia» es más fuerte cuando los partidos son débiles y más débil cuando los partidos son fuertes. Cuando la competición entre los partidos mayoritarios apenas tiene consecuencias para la toma de decisiones solo cabe esperar que derive hacia el teatro y el espectáculo. Y cuando la política se convierte en entretenimiento es difícil mantener partidos fuertes y no es sorprendente que estos se conviertan en un mero entretenimiento para los espectadores.
Todos ellos, clásicos y recién llegados, tratan de sobrevivir, adaptándose a la nueva situación.
Nacen
La política tradicional se está transformando. Lo están haciendo los anclajes partidistas y las identidades tradicionales. Aparecen nuevas formas de articulación política, que compiten con los partidos tradicionales. La oferta electoral es cada vez más diversa, y conjuga movimientos, agrupaciones, asociaciones… fórmulas electorales que se popularizan alrededor, o en contra, de los partidos, pero que encuentran en este ecosistema de cambio una oportunidad propicia.
La política tradicional se está transformando. Lo están haciendo los anclajes partidistas y las identidades tradicionales
Las barreras de entrada en política para estas nuevas organizaciones son más bajas que nunca. Hoy en día resulta fácil ponerse en contacto con otras personas en estructuras organizativas temporales de orientación electoral. También lo es darse a conocer, a través de la retroalimentación permanente entre los medios de comunicación y las herramientas de comunicación directa. Todo esto permite dar a luz sin mucho dolor a nuevos «partidos».
Estos tienen en común el hiperliderazgo, mezcla de ideas claras, personalismo y carisma. Articulan, bajo una ideología ecléctica como paraguas, una heterogénea coalición de intereses dispuestos a compartir marca política. Aprovechan el ambiente de transformación sociopolítica en el que nacen y dan sus primeros pasos. Y utilizan con acierto las herramientas que les proporciona la revolución tecnológica. Se adaptan a los cambios culturales que estas generan en las organizaciones sociales, gracias a los cuales los mediadores tradicionales quedan relegados mediante mecanismos de comunicación directa y simplificada, rápida capacidad de reacción y amplia presencia en los medios.
Se van consolidando así auténticas maquinarias electorales, que comparten con los partidos clásicos su orientación a la conquista del poder. En cambio, estos partidos tradicionales están cada vez menos arraigadas en la sociedad y más orientados al gobierno. Como señala Mair, han pasado de ser actores sociales a actores estatales.
Crecen
Para estas nuevas organizaciones la fase de crecimiento resulta más difícil. Más allá de la tensión permanente del periodo electoral, en el que sus estructuras y su lógica les permiten moverse como pez en el agua, los nuevos partidos tienen que encontrar la forma de sobrevivir a la rutina diaria y conseguir ser un instrumento de transformación social, en función de las expectativas generadas.
Y aquí llega el momento de la madurez organizativa, el momento de definirse. Entonces cobra todo su sentido la advertencia de Karl Rove, el que fuera consultor político de referencia de George W. Bush, conocido por algunos, no sin malicia, como ‘Bush’s Brain’, que en sus memorias ‘Courage and Consequence’ señala que en política, la estrategia es solo el 20% del éxito, el otro 80%, señala, tiene que ver con la organización. Como señalaba Manfredi, es en la descripción del programa político o el plan de gobierno, la relación con los electores, los partidos y los demás actores políticos del sistema de representación o la organización de los cuadros intermedios donde se va consolidando el proyecto y adquiere identidad más allá de sus liderazgos.
Y se suicidan
Decía Alexander Pope que «Los partidos políticos no mueren de muerte natural. Se suicidan». Estos nuevos actores políticos, tras su irrupción explosiva, se debaten, en su evolución, entre adoptar los mecanismos de organización de los partidos a los que buscan sustituir, o mantenerse en la inestabilidad de los mecanismos democráticos que les llevaron hasta aquí. Se produce una paradoja. Mientras los partidos políticos tratan de imitar, al menos en las formas, a los nuevos movimientos políticos, estos comienzan a mirar con envidia los mecanismos de organización interna de los partidos tradicionales. Se confirma así aquel principio básico que cantaba hace años Silvio Rodríguez: «Siempre hay quien quisiera ser distinto, nadie está contento con lo que le tocó».
Mientras los partidos políticos tratan de imitar a los nuevos movimientos, estos miran con envidia los mecanismos internos de los partidos tradicionales
Son los mismos elementos que han facilitado su éxito inicial los que pueden dificultar su consolidación posterior. El hiperliderazgo, tremendamente exitoso en las primeras fases, puede cegar el desarrollo de la organización, al hacer más difícil la conceptualización, el diseño y la ejecución del proyecto político. Los partidos de masas se enfrentan en las redes a masas indisciplinadas y los partidos de cuadros a bases de militantes que desean participar activamente. El viento sociopolítico que impulsó al partido en sus inicios puede cambiar de dirección, dejando al partido sin la tensión política imprescindible para mantener su alternativa. La misma tecnología que propicia la flexibilidad y la temporalidad de la acción, sin perder eficacia en la coordinación y cierta frescura inicial en la toma de posiciones, se enfrenta a la dificultad de reproducir en las sedes la lógica de las redes. Y esa agregación temporal de intereses diversos, particularizados, que acogía demandas fragmentadas bajo una misma marca, o liderazgo, genera inconsistencias y contradicciones. No solo el voto se ha vuelto más volátil y desligado, también los partidos.
La crisis de Podemos: aviso a navegantes
La vida interna de Podemos ha sido una confirmación de la clásica ‘Ley de hierro de la oligarquía’ de Michels según la cual cualquier organización con necesidades técnicas y organizativas acabará sucumbiendo al uso de la jerarquía para satisfacerlas. Podemos no es una excepción, incluso los partidos-movimiento, que en su origen dieron la sensación de que se podía romper con la estructura jerárquica de los partidos, han terminado por centralizar la organización en su cúpula dirigente. Acaban combinando el relato popular y participativo con una férrea organización de arriba abajo y la progresiva centralización de su liderazgo, en un equilibrio permanente entre la maximización de sus posibilidades electorales y el control que la cúpula ejerce sobre el proyecto.
Durante un tiempo, la capacidad de la cúpula de establecer la agenda y beneficiarse de su mayor presencia mediática para ejercer como juez y parte en cualquier decisión, tenía como consecuencia que abrir el partido fuera el mejor mecanismo para mantener el control: mantener la participación abierta acaba por mantener a la oposición dispersa. Así ha ocurrido hasta que el enfrentamiento ha alcanzado a los miembros fundadores y los miembros del comité de dirección. En este nuevo enfrentamiento, los más débiles, que hasta el momento no habían dudado en aprovechar su lugar en la cúpula para ejercer el control sobre el partido, pasan a denunciar la organización de la que se beneficiaban hasta ahora.
Si aspira a ser una redistribución radical y masiva del poder, la nueva política tiene que ir más allá de nuevas marcas y el uso eficaz de nuevos canales
Las diferencias entre el decir y el hacer han ido agigantando la diferencia entre la marca y el producto. Las respuestas en el plano de los mensajes y de las formas no se corresponden con el fondo, y no suponen cambios en la organización o los objetivos. Queda demostrada la inutilidad de tratar de resolver problemas políticos mediante respuestas meramente comunicativas.
Si aspira a ser una redistribución radical, generalizada y masiva del poder, la nueva política tiene que ir más allá de nuevas marcas, nuevas caras y el uso eficaz de nuevos canales. Para cumplir eficazmente con su función representativa debe asumir nuevos procedimientos, nuevas formas de organización y nuevas formas de liderazgo colaborativo, que le permitan gobernar y hacer políticas públicas capaces de dar respuesta a las nuevas y complejas exigencias sociales. Lo que puede funcionar para alcanzar el poder es cada vez más insuficiente para ejercerlo.
Hay quienes llevan años banalizando la Constitución, no solo como una pieza muerta sino como un fracaso. Ahora parecen haber descubierto la necesidad de defenderla, aun a costa del pluralismo.
El constitucionalismo es una profesión de riesgo desde hace unos años. Los que optamos por la enseñanza del Derecho Constitucional hemos visto cómo a la sucesión de celebraciones de aniversario, se une últimamente la inauguración de figuras constitucionales inéditas o la de cambios radicales en sus consecuencias. De la noche a la mañana, el sistema electoral bipartidistaha sido sustituido por un escenario político nuevo. Cinco fuerzas parecen tener una representación cercana a los 40 escaños. El Senado, antes «inútil», resulta ahora capaz de bloquear el techo de gasto e imprescindible para la aplicación del artículo 155 de la Constitución. La moción de censura, institucionalizada para fracasar, sale adelante con éxito… Quizás la politología de guardia y tertulia sí acertaba cuando adoptó como mantra el «cambio de época».
La última moda constitucional es la de utilizar la norma suprema como arma arrojadiza en el debate político. Durante años, en España el término constitucionalista había sido un epíteto del que solo quedaban privados aquellos que defendían la independencia de determinados territorios. Pero la aparición de Podemos, primero, y luego de Vox ha convertido la adjetivación constitucionalista en calificación, cargándolo de intenciones y, sobre todo, de intencionalidad. Se ha convertido la Carta Magna en una vara de medir el compromiso con la democracia.
El sistema electoral se ha convertido en un caballo de Troya para el acoso y derribo del sistema democrático
Este cambio se plantea en un contexto internacional en el que, como decía Hayek, parece que «la naturaleza de la libertad ha sido mejor entendida por nuestros enemigos que por nuestros amigos». Aquellos han aprendido a explotar, desde dentro, las imperfecciones de la democracia liberal hasta llevarla al colapso. El sistema electoral se ha convertido en un caballo de Troya para el acoso y derribo del sistema democrático.
Como recordaba Sartori, la democracia está basada en el disenso. Para garantizarlo, el pluralismo político, consagrado en la Constitución española, se constituye como un requisito indispensable en una sociedad democrática. El gran acierto del constitucionalismo es precisamente la aceptación de unas reglas comunes para dirimir los conflictos. Unas reglas capaces de integrarlos, para encauzarlos y darles solución, dentro de una misma arquitectura básica.
¿Hasta dónde debe llegar este pluralismo? ¿Afectaría a aquellos que se mostraran, en todo o en parte, contrarios al orden constitucional vigente?
Ahora bien, ¿hasta dónde debe llegar este pluralismo? ¿Afectaría también a aquellos que se mostraran, en todo o en parte, contrarios al orden constitucional vigente? Nuestro ordenamiento, y ahí están las reiteradas sentencias del Tribunal Constitucional, confirmadas por el TEDH (Tribunal Europeo de Derechos Humanos), no exige a los partidos una adhesión al ordenamiento. Tampoco impide la existencia de estos cuando persigan, por medios legales, modificaciones constitucionales. El artículo 168 es claro. La Constitución puede reformarse en su totalidad, lo cual resultaría incompatible con una exigencia de adhesión a los principios políticos que la inspiraron. Así lo recoge también la ley de Partidos Políticos 6/ 2002, que establece como límites aquellos que afectan al respeto en sus actividades de los valores constitucionales, sin prejuzgar su posible adhesión a estos principios básicos. De ahí que podamos decir que en España caben todos aquellos partidos que aceptan la Constitución en lo procedimental, como reglas del juego político, con independencia de hasta qué punto compartan o no los valores establecidos en nuestra Constitución.
Dentro de este principio general cabrían los partidos que pretenden reformar determinados artículos de la Constitución. Así ocurre con Ciudadanos y el PSOE, que en sus últimos programas electorales proponían 43 y 61 reformas constitucionales, respectivamente. Cabrían también aquellos que, como Podemos, proponían un proceso constituyente que reseteara el régimen constitucional de 1978. Tendrían espacio también aquellos que rechazan principios fundamentales de nuestra Constitución y defienden la república o un estado federal o, en su caso, centralizado. La clave estriba siempre en que utilicen medios democráticos para conseguir sus fines. No sucede así en países como Alemania, cuya Constitución prohíbe los partidos que lesionen los fines o valores sobre los que se asienta la democracia (Verfassungsschutz) o, de una manera más flexible, en Francia o Portugal, no se admiten partidos que cuestionen la unidad de la nación.
La Constitución puede reformarse en su totalidad, lo cual resultaría incompatible con una exigencia de adhesión a los principios políticos que la inspiraron
Solo quedarían fuera del sistema aquellos que cuestionan su valor jurídico, de reglas del juego, y pretenden transformar el orden constitucional mediante el uso de la violencia terrorista y por medios ilegales como la convocatoria de un referéndum en el que la voluntad del pueblo, la libertad de los antiguos, se impondría a la Constitución, garantía última de la libertad de los modernos. Ambos ponen en peligro la subsistencia del orden pluralista establecido por la Constitución, especialmente sensible en un momento de revitalización de las minorías identitarias cuya defensa, como recuerda Michael Ignatieff, forma parte del corazón del constitucionalismo.
En esta tesitura se plantean dos tipos de respuestas. O bien hay que tratar de integrar estas fuerzas en un sistema democrático cuyos principios rechazan. O bien se asume su propia lógica ‘schmittiana’ y se les proclama enemigos de la democracia, ya sea rechazando su derecho a existir, excluyéndoles del juego de la negociación democrática o, por qué no, proclamando la llegada del Apocalipsis.
Hay quienes llevan años banalizando la Constitución; no solo como una pieza muerta, sino como un fracaso. Ahora parecen haber descubierto la necesidad de defenderla, aun a costa del pluralismo. Incluso vemos cómo los que siempre han defendido la necesidad del diálogo y la negociación como forma de integración de los partidos anticonstitucionales en el sistema democrático —por ejemplo, la de aquellos partidos vinculados a la banda terrorista ETA—, alertan sobre las consecuencias catastróficas de sentarse en la mesa con estas fuerzas políticas. Ambos coinciden en la necesidad de cerrarles el paso hacia las instituciones.
La Constitución es un texto vivo, tan vivo que puede incluso decidir su propio final siempre que cumpla sus propias reglas, las de la reforma
En estos términos, Podemos y Vox resultan intercambiables. El debate político actual sigue al pie de la letra la máxima sartriana según la cual los anticonstitucionales son siempre los otros y la gran damnificada es la propia Constitución. Esta deja de ser una herramienta de integración de disparidades y convivencia con los otros, para convertirse en un instrumento de enfrentamiento, un arma política para descalificar al adversario.
La Constitución es un texto vivo, tan vivo que puede incluso decidir su propio final siempre que cumpla sus propias reglas, las de la reforma. Esta es una realidad difícil de asumir para quienes quieren ahora enarbolar la bandera del constitucionalismo como herramienta de exclusión política. Pero si algo no debería ser jamás la Constitución es una herramienta de exclusión. De su capacidad de integración depende, en gran medida, el futuro de nuestra democracia.
La relación entre verdad y democracia no ha sido nunca fácil. Ya dijo Aristóteles que “la palabra es el fundamento de la práctica política”; pero son los regímenes totalitarios los que mejor han entendido que quien domina la semántica controla la realidad. Stalin lo tenía claro: “El arma esencial para el control político será el diccionario”; no en vano, el medio de comunicación oficial del régimen soviético se llamó Pravda (la verdad). Pero en la sociedad del conocimiento, la información es la materia prima de la democracia, que se cimienta sobre la opinión pública formada en el conocimiento de la verdad.
En un mundo donde las técnicas de comunicación permiten la manipulación de sentimientos, comportamientos, actitudes y formas de pensar, la opinión pública sufrirá también un importante deterioro. Aunque Aristóteles en su Retórica señaló que “pertenecen al mismo arte lo creíble y lo que parece creíble”, la verdad juega en desventaja numérica: es una la reproducción íntegra de la realidad, mientras que las mentiras pueden tener infinidad de versiones, tantas como visiones deformadas de una realidad. A esto hay que añadir que la información falsa tiene un 70% más de posibilidades de ser compartida que la verdadera. Aunque la tecnología ofrece grandes oportunidades a la democracia, también plantea amenazas: la aparición de nuevas desigualdades en torno a la brecha digital, motivada por aspectos como la edad, el origen y la educación; el mayor control sobre los ciudadanos; la sustitución de los medios tradicionales por plataformas sociales y buscadores, que permiten silenciar a grandes sectores de la población en el debate público; o el bajo compromiso que produce la participación a través de herramientas tecnológicas y que no suponen una auténtica implicación para el ciudadano.
A estos riesgos se suma la desvinculación entre democracia y verdad, que supone uno de los grandes peligros para nuestro sistema. La democracia requiere una base de racionalidad que se expresa principalmente en el diálogo parlamentario. Este debate es el fundamento último y la mayor grandeza de la democracia representativa, que bien podría ser definida como un enorme diálogo. Y esto requiere de un lenguaje común. El problema surge cuando este diálogo se desarrolla en un lenguaje político cargado de ficciones desvirtuadoras de las realidades más evidentes. La política, convertida en una lucha por la apropiación del lenguaje, va alejando a este de la realidad y provoca una peligrosa separación entre gobernantes y gobernados.
El reality político
Esto también favorece la sustitución del discurso político racional por la seducción emotiva de una retórica falaz, que puede conducir a conculcar el sistema de valores y principios fundadores de nuestro sistema político. El predominio de la imagen, que suele abstraerse del contexto y ofrecerse sin matices, inclina la balanza entre razón y corazón hacia el lado del sentimiento: es la democracia sentimental, que algunos estudiosos consideran el fin de la Ilustración. La sociedad es cada vez más voluble y más emotiva, y esto fomenta la búsqueda de la satisfacción inmediata, que lo quiere todo y ahora, y provoca que los actos se midan exclusivamente por sus consecuencias inmediatas.
La política se convierte así en espectáculo y el político en objeto de consumo; en palabras del analista político Christian Salmon, “un artefacto de la subcultura de masas (…) obligado a actuar 24 horas al día, siete días a la semana: contar un relato, influir en la agenda de los medios, fijar el debate público, crear una red, es decir, un espacio para difundir el mensaje y hacerlo viral…”. La política-espectáculo desgasta la credibilidad de los políticos y hace depender su agenda de los grandes eventos de masas, como las elecciones o las manifestaciones, propiciando al mismo tiempo una impactante retórica de ruptura y cambio, un mensaje que contrasta con las necesidades lógicas de la gestión diaria de la política y provoca la fragmentación de la ciudadanía. Esto favorece el aislamiento de los políticos, que desarrollan su labor en estructuras públicas robustas, pero inmersas en una realidad paralela retroalimentada por unos medios de comunicación disminuidos debido a la fragmentación de la conversación y a unas condiciones económicas que les terminan convirtiendo en extensiones de un reality en el escenario de la postpolítica. Esto produce efectos como el cyberapartheid y cyberbalkanization o los ciberguetos, que aceleran la polarización de la política y embrutecen el debate público. La volatilidad es otra de su consecuencias. La población es cada vez más impulsiva a la hora decidir, de manifestarse y de pedir cambios legislativos o sociales; esto dificulta las medidas de políticas públicas que, además de reflexión, requieren de tiempo para ser eficaces.
El diálogo imposible
La consecuencia más relevante de todo lo anterior es “una constante y total sustitución de la verdad de hecho por las mentiras; no es que las mentiras sean aceptadas en adelante como verdad, ni que la verdad se difame como mentira, sino más bien que el sentido por el que nos orientamos en el mundo real -y la categoría de la verdad versus la falsedad está entre los medios mentales para alcanzar este fin- queda destruido” (Hannah Arendt).
Al presentarse la verdad como el fruto del consenso y situar a cada uno como medida de la misma se imposibilita el diálogo, basado en el conocimiento de los hechos y en el convencimiento de la existencia de la verdad, y pone en peligro la convivencia. Si alguien está convencido de algo, está convencido de que si eso es verdad no es porque él lo diga, sino porque otros seres racionales también pueden conocerlo. La mística de “mi verdad”, lejos de permitir el diálogo, lo convierte en una representación sin contenido. Cada uno se construye su universo ético particular y esto destruye la unicidad del lenguaje y las referencias comunes de la ciudadanía, que son las bases imprescindibles para el debate.
Así, dialogar deja de ser una búsqueda social de la verdad, pues ésta es inalcanzable y, en la práctica, inexistente. Para que exista el diálogo es necesario que lo que uno propone en forma de opinión se haga con una pretensión de verdad, y que se esté dispuesto a escuchar, exponiéndose a la posibilidad de que la opinión contraria sea más racional. Nada de esto es posible si se niega la capacidad natural de la razón para encontrar la verdad.
Cuando no existe una verdad sobre el bien y el mal, la democracia se convierte inevitablemente en una provisional convergencia de intereses con bandos opuestos, donde sólo hay un ganador posible. La consecuencia de esta batalla entre dos intereses que no apelan a una razón universal -a la verdad- es que acaba por imponerse el interés del más fuerte a través de la guerra, aunque sea de posiciones.
La posverdad amenaza de manera seria la democracia. Es cierto que la mentira ha sido siempre una parte estructural de la política, pero, hasta hace poco, su poder sobre de la opinión pública se equilibraba por una defensa efectiva del derecho a la información y unos medios de comunicación potentes. El impacto de las redes y la tecnología en la comunicación rompe estos equilibrios y debilita los pilares democráticos.
Las estrategias de desinformación generan, pues, la sentimentalización de las decisiones políticas, la fragmentación de la opinión pública, la creación de esferas públicas paralelas y polarizadas, la falta de referencias informativas válidas y la creación de un clima de sospecha general que pone en cuestión el papel de la verdad, aumentando el cinismo y la apatía entre los ciudadanos. El principio indispensable de una verdadera democracia vuelve a ser hoy la necesidad de recuperar un acuerdo sobre la existencia de la verdad y la posibilidad de alcanzarla. Como señaló Claudio Magris, “muchas cosas dependerán de cómo resuelva nuestra civilización este dilema: si combate el nihilismo o lo lleva a sus últimas consecuencias”.
Tras el éxito de La revolución divertida (2012), sobre el mundo nacido en 1968, Ramón González Férriz afronta un análisis más a fondo de lo sucedido ese año, una fecha sobra la que pivota la segunda mitad del siglo XX. El periodista y editor nos presenta la crónica de un año que, más allá de formar parte del paisaje de “Papá, cuéntame otra vez”, es una referencia vital e intelectual de la postmodernidad.
El momento no puede ser mejor, cuando se cumple el 50 aniversario de unos acontecimientos que convirtieron París en el epicentro de un terremoto sociocultural que removió el mundo con efectos duraderos. La tarea resulta aun más oportuna cuando asistimos, alrededor del mundo, a una serie de fenómenos en los que es posible descubrir reminiscencias de lo sucedido en 1968.
El autor opta por un planteamiento cronológico clásico, un travelling que, a la luz de los hechos, recorre el mundo a lo largo de ese año, con un ritmo espectacular y muy bien trabado. Francia y su explosiva combinación entre estudiantes y obreros; un Estados Unidos efervescente en el que la lucha por los derechos civiles se juntó con la guerra de Vietnam, la explosión hippy de California y los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy; el pulso entre Checoslovaquia de Dubček y la URSS, que puso de manifiesto ante la opinión pública las debilidades de los soviéticos; México, donde los estudiantes pusieron en aprietos un sistema político rocoso como el del PRI; Alemania e Italia, donde el movimiento estudiantil apostó por la confrontación violenta, con una deriva terrorista; Japón, donde el rechazo a la marina estadounidense terminó convertido en un poderoso movimiento estudiantil, y España, donde la prensa y la universidad lideraban la oposición a la dictadura franquista, y ETA cometía su primer asesinato. En este viaje se añade un apunte temático transversal sobre el feminismo, de indudable interés. Se omite un acontecimiento clave sucedido ese mismo año y con gran influencia en la batalla cultural sobre la sexualidad, la encíclica Humanae vitae, que provocó un debate cultural, dentro y fuera de la Iglesia católica, cuyos ecos todavía resuenan.
Existieron muchos 68, más allá de la primavera parisina, y González Férriz nos ayuda a entender qué tenían en común, de manera inteligente y amena. Un cocktail que mezcla los conceptos marxistas con las ideas utópicas que rechazan las formas de vida en las sociedades industriales, especialmente el capitalismo, y miran con envidia lo que está pasando en Cuba y en China, mientras rechazan la herencia de la generación de sus padres, y reivindican la libertad individual plena, simbolizada en la revolución sexual, impulsado todo ello por la fuerza de las imágenes y el papel difusor y globalizador de la televisión.
Aunque el capítulo final apunta a ciertos paralelismos con la situación actual, lo hace con mucha prudencia. Quedan en el aire muchos interrogantes. ¿Vivimos otro momento revolucionario? ¿Es compatible la revolución con un momento de recuperación económica? ¿Han sustituido las redes sociales a la televisión como propagador global de los mensajes revolucionarios, generando nuevas dinámicas? ¿Se está reproduciendo el choque entre una estructura racional y una sociedad que responde principalmente estas dinámicas irracionales? ¿Son viables esta vez vías políticas alternativas, ajenas a los partidos y a las instituciones, y más cercanas a la calle y a vías informales de actuación? Preguntas abiertas, que sin duda animarán las publicaciones y el debate de estos meses y cuya respuesta debe servir no solo como un ejercicio de erudición histórica, sino como guía para afrontar la época de cambio en la que estamos inmersos.
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