Decía Bentham en sus ‘Tácticas Parlamentarias’ que la publicidad «constituye uno de los supuestos en que descansa el espíritu del parlamentarismo”. Así lo establece el artículo 80 de la Constitución, y así ha estado presente de manera casi constante en las Constituciones históricas de España desde su aparición en la Constitución gaditana de 1812, al establecer que las sesiones plenarias de las Cámaras «serán públicas”.
Este principio básico para el funcionamiento democrático, que no se puede limitar a los medios del siglo XIX como la publicación en el Boletín Oficial de las Cortes, se acentúa aún más en tiempos de desafección política, donde el Parlamento debe reivindicarse como la puerta de acceso a la política de la sociedad. De ahí que este concepto de publicidad, básico para que el Parlamento cumpla su función representativa, se amplie más allá de las sesiones parlamentarias en un principio, el de transparencia, que apuesta por hacer público y comprensible todo aquello relacionado con la institución. La transparencia parlamentaria se presenta así como un criterio de innovación política y una medida sobre la evolución del desarrollo de la democracia.
De ahí que el debate sobre la publicidad de los viajes de congresistas y senadores, que nos lleva casi irremisiblemente a la publicidad de sus agendas, no es sólo un debate sobre el control del uso que de los fondos públicos hacen nuestros representantes (como se deduce del acuerdo alcanzado por los grupos mayoritarios) sino que va mucho más allá del necesario control de medios y ciudadanos.
Así lo entiende la Ley de Transparencia, que frente a lo que algunos dicen, sí establece la obligación de transparencia para todos aquellos órganos e instituciones públicas, no sólo para la Administración. Aunque es cierto que las Cortes tras la entrada en vigor de la Ley estarán directamente obligadas a publicar sólo la información sometida a Derecho administrativo, lo que supone la obligación de publicar todo lo relativo a la gestión económica y presupuestaria, contratación, política de personal, retribuciones, subvenciones, convenios, obras e instalaciones o gestión patrimonial.
La ley emplaza al Congreso, el Senado y las Asambleas Legislativas de las comunidades autónomas a que, desde su autonomía normativa garantizada por la Constitución, asuman un compromiso con la transparencia que desarrolle los principios que establece la ley y que ésta, por respeto a la separación de poderes, no ha podido establecer como obligatorio para los órganos legislativos más allá de los aspectos administrativos.
Y este emplazamiento genera una obligación legal todavía pendiente de desarrollo.
Estas obligaciones abarcan tanto la publicación actualizada de información “cuyo conocimiento sea relevante para garantizar la transparencia de su actividad relacionada con el funcionamiento y control de la actuación pública”, como la obligación de proporcionar a los ciudadanos la información que estos solicitan en cualquier ámbito del funcionamiento de las instituciones públicas.
De ahí que, a pesar de las críticas recibidas, podamos decir que en España la Ley de Transparencia supone una apuesta clara por un sistema de transaparencia de la información pública que va mucho más allá del control del uso de los fondos públicos la lucha por la corrupción y asume, no sin reservas en forma de excepciones, el valor de la información pública como herramienta para mejorar el trabajo de las instituciones y la calidad de la democracia.
No se trata de un problema coyuntural, provocado por los líos de un exsenador, ni de una demanda de ‘frikies’ tecnológicos indiferente para la sociedad. Entre los que se oponen a esta posibilidad, anclados en la máxima del “esto siempre se ha hecho así” para descalificar estos “experimentos” se suelen emplear tres falacias que es conveniente deshacer:
- “La transparencia estará al servicio del ‘morbo’ de los espacios televisivos” que sólo se fijarán en los aspectos anecdóticos de los datos publicados, considerando a la sociedad como inmadura e incapaz de distinguir lo accesorio de lo fundamental.
- El exceso de información no es transparencia. Esta afirmación desconoce los avances tecnológicos en el procesamiento de los datos, o el surgimiento de iniciativas periodísticas muy valiosas dentro del denominado “periodismo de datos” que ya cuentan con las herramientas y el talento suficiente como para, sobre amplios volúmenes de datos publicados, transformar esa información en conocimiento.
- Demasiada transparencia va en contra de la confianza en el sistema representativo. Esta forma de pensar mantiene que la exigencia de que la transparencia exterioriza una desconfianza hacia los representantes y que, por tanto, acaba deteriorando el sistema, ignorando los profundos cambios sociológicos que se han producido en los últimos años en la sociedad española, que ahora es una sociedad madura, repolitizada y con una demanda alta de participación activa en los asuntos públicos. No se trata de considerar a los parlamentarios como mejores de edad necesitados de tutela sino, por el contrario, ampliar la esencial función representativa con la colaboración y la participación de la ciudadanía.
El estándar de comportamiento ha cambiado y lo que hasta hace poco era contemplado como un problema estético es visto ahora por la opinión pública como un verdadero problema ético. La sospecha sobre la existencia de ámbitos relativos al funcionamiento de las Cámaras que todavía no son conocidos resulta más dañina que el posible “ruido mediático” que pudiera generar la publicación proactiva de esta información.
Cada día cobra más actualidad el principio clásico de la comunicación política según el cual, si no puedes explicar una actuación política es mejor no hacerla y por eso, en el contexto actual, es mejor anticiparse y ser proactivo publicando la información que no tener que llegar a dar explicaciones arrastrado por las circunstancias.
No existe el menor obstáculo jurídico para que las Mesas establezcan, cuanto antes, el marco jurídico necesario para la aplicación de la ley de transparencia que incluya los contenidos del portal de transparencia parlamentaria y regule el procedimiento de acceso a la información pública del parlamento, lo que se necesita es determinación política para hacerlo.
Ha llegado el momento de ser valientes y, desde el respeto a la amplia autonomía normativa que tienen las mesas de las Cámaras, afrontar el desarrollo integral de la ley más allá de la publicación o no de los viajes y las agendas públicas de los parlamentarios.
No se trata sólo del control económico-administrativo, sino de mejorar el conocimiento del trabajo que realiza la institución y facilitar las relaciones entre representantes y representados. Para ello será necesario agrupar dentro del portal de transparencia la información que hoy se puede encontrar dispersa en la web del Congreso, y añadir otra información hoy inexistente -como por ejemplo las funciones de los parlamentarios, su organigrama, la información complementaria a las iniciativas legislativas, la relación del personal de confianza, las peticiones recibidas, los regalos o las consultas más habituales-.
No se trata sólo de de saciar la curiosidad ciudadana, sino de adaptar el Parlamento a las nuevas exigencias ciudadanas. Sólo así podrá evitar los cantos de sirena de los que pretenden sustituir la soberanía nacional por un poder popular informe, y seguir siendo el pilar sobre el que se sustenta el edificio de nuestra democracia.