La ley de Transparencia ya está en el Senado y será aprobada previsiblemente antes de acabar el año 2013. Es cierto que los tres meses que el Gobierno se dio para su aprobación en diciembre de 2011 se han convertido en dos años, pero también es cierto que esta larga espera es la consecuencia de un proceso amplio de diálogo y de algunos acontecimientos inesperados, lo que ha permitido la introducción de mejoras sustanciales en el texto que previsiblemente se convertirá en ley.

Aunque las organizaciones que llevan años peleando por la aprobación de esta ley no están del todo satisfechas y algunos reconocidos expertos han decretado ya su inutilidad, es un hecho que la ley introduce novedades, especialmente en materia de transparencia activa. De ahí que su aplicación y desarrollo se vuelvan claves y que los órganos que la propia ley establece se presentan como imprescindibles.

Nos encontramos con una Comisión de Transparencia sin funciones definidas y en la que se echa en falta presencia de la sociedad civil, lo que sitúa al Consejo de Transparencia, un organismo independiente que se incorpora a la ley casi finalizada la tramitación parlamentaria sustituyendo a la Agencia de Protección de Datos, como la institución clave de la que dependerá, en gran medida, poder alcanzar los objetivos de la ley. Para lograrlo será necesario garantizar su independencia y su operatividad.

La independencia es posible

Mucho se ha criticado su falta de independencia. El Consejo de Transparencia y Buen Gobierno se configura como un órgano público de los previstos en la Disposición Adicional Décima de la Ley 6/1997, de 14 de abril, de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado. De ahí que, a pesar de su adscripción al Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas (33.1), su estatus jurídico sea similar al de organismos como la Comisión Nacional del Mercado de Valores, la Agencia Española de Protección de Datos, o la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia. Este tipo de órganos están sometidos a una ley propia, que establece sus funciones y competencias, y que es la garantía para su “autonomía y plena independencia en el cumplimiento de sus fines” (33.2).

Se trata, por tanto, del estatus de mayor independencia que contempla nuestro ordenamiento, donde más allá del Banco de España es difícil encontrar organismos con mayor nivel de independencia, aunque se trate, en los ejemplos señalados anteriormente, de una adscripción orgánica, no funcional. Aunque la adscripción a un ministerio como Presidencia sin duda resaltaría más el carácter medular de esta ley, de manera simbólica, no pensamos que se produjera ninguna diferencia en su funcionamiento.

Además, su presidente, al que no se le exige dedicación exclusiva, pero será remunerado según las últimas enmiendas presentadas por el GPP en el Senado, será nombrado por un período no renovable de cinco años (art. 37), lo que le garantiza una existencia independiente de los ciclos políticos, que se refuerza al limitar su separación al incumplimiento grave de sus obligaciones, la incapacidad permanente, la incompatibilidad sobrevenida o la condena por delito doloso, fortalece, y refuerza su independencia (art. 37.2).

Una vez más, quizás la propuesta para el nombramiento de su presidente podría salir directamente de la Presidencia del Gobierno, y reforzar la mayoría parlamentaria necesaria para su ratificación contribuiría sin duda a reforzar esa independencia, pero, en conjunto, pensamos que la independencia del Consejo podría ser suficiente.

Una agencia proactiva

No ocurre lo mismo con su operatividad. La propia ley establece sus funciones de “velar por el cumplimiento de las obligaciones de publicidad, salvaguardar el ejercicio de derecho de acceso a la información pública y garantizar la observancia de las disposiciones de Buen Gobierno…” pero, es en la función más genérica, “promover la transparencia en la actividad pública”, donde encontramos la clave de su eficacia.

El Consejo de Transparencia no puede limitarse a actuar de manera reactiva, ante las denuncias de los ciudadanos, como un mero vigilante de la transparencia, sino que debe ir mucho más allá. Es necesaria, al menos durante los primeros años, organizar una agencia proactiva, que lidere el camino de la transparencia en nuestra sociedad, trabaje sobre cultura de la transparencia, en la administración, las organizaciones y los ciudadanos, establezca protocolos de actuación comunes, que vuelven la transparencia en algo natural al funcionamiento de toda la administración y facilite herramientas para que las distintas instituciones puedan poner a disposición de los ciudadanos toda la información que la ley exige de manera clara y accesible. Para ello deberá asumir labores de asesoría, formación, sensibilización, diseño… y ponerse activamente al servicio de las distintas administraciones.

En este punto, directamente relacionado con la operatividad de los organismos de Tranparencia (el Consejo y la Comisión) es preciso señalar un par de puntos que quizás merecería la pena revisar al paso de la ley por el Senado. Se trata del perfil del presidente y la composición de la Comisión. Sobre el presidente, la ley no establece la dedicación exclusiva del cargo, y tanto su perfil, en el que la preparación jurídica y su independencia se establecen como condición sine qua non, como las funciones que se le atribuyen se concentran en el apartado reactivo.

Pensamos que, al menos en el inicio de su labor, sería importante tenar en cuenta otros elementos como su carácter dinámico, capacidad de consenso en los distintos partidos políticos, experiencia en el sector, prestigio previo y llegada a las organizaciones sociales, así como capacidad de plantear una estrategia de comunicación ambiciosa para la formación y sensibilización.

Sin poner nuestras esperanzas en el poder de transformación social de las normas, estamos convencidos de que la ley de transparencia, por su carácter simbólico, puede abrir la puerta a un cambio en las estructuras administrativas, en sus procesos, en sus herramientas, y lo que es aún más importante, en una nueva cultura de la transparencia en la administración y la sociedad en su conjunto.