Su vida interna ha confirmado la ley de hierro de la oligarquía de Michels: cualquier organización con necesidades técnicas y organizativas acabará sucumbiendo al uso de la jerarquía para satisfacerlas.
Hace 65 millones de años, un meteorito de 10 km de diámetro impactó contra la Tierra. Aunque los científicos coinciden en señalar esa fecha como la de la extinción de los dinosaurios, que habían dominado la tierra durante 160 millones de años, algunos apuntan que ya en ese momento la situación era insostenible: el dramático cambio de clima estaba conduciendo a los dinosaurios hacia su extinción.
La conjunción entre las condiciones climáticas, la colisión y una serie de erupciones volcánicas que siguieron a la misma provocaron un cambio radical en el ecosistema. Se redujo la luz, aumentaron las temperaturas… Los seres vivos que querían sobrevivir tuvieron que esforzarse por adaptarse a un mundo en el que la fuerza y el gran tamaño habían dejado de ser instrumentos de poder y se habían convertido en obstáculos para la supervivencia. Los inmensos dinosaurios se habían extinguido, mientras que otros seres, como salamandras, ranas, serpientes y algunos mamíferos de menor tamaño, habían sobrevivido. Y por supervivientes, estaban obligados a evolucionar.
Cuando la competición entre los partidos apenas tiene consecuencias para la toma de decisiones solo cabe esperar que derive hacia el teatro
Millones de años después, otro ecosistema, el de la democracia, se ha visto alterado por la globalización y la revolución tecnológica. También se ha visto golpeado por la crisis económica. La transformación de la intermediación, que afecta a industrias tan variadas como los viajes, la música, el transporte o los alojamientos, ha llegado también a la política. Entre los actores principales que han entrado en crisis están los partidos políticos, gigantes que monopolizaban hasta hace poco la vida pública, como instrumentos principales de legitimación institucional, de la que llegamos a conocer como «democracia de partidos».
Por el contrario, como señala Mair, la «democracia de audiencia» es más fuerte cuando los partidos son débiles y más débil cuando los partidos son fuertes. Cuando la competición entre los partidos mayoritarios apenas tiene consecuencias para la toma de decisiones solo cabe esperar que derive hacia el teatro y el espectáculo. Y cuando la política se convierte en entretenimiento es difícil mantener partidos fuertes y no es sorprendente que estos se conviertan en un mero entretenimiento para los espectadores.
Todos ellos, clásicos y recién llegados, tratan de sobrevivir, adaptándose a la nueva situación.
Nacen
La política tradicional se está transformando. Lo están haciendo los anclajes partidistas y las identidades tradicionales. Aparecen nuevas formas de articulación política, que compiten con los partidos tradicionales. La oferta electoral es cada vez más diversa, y conjuga movimientos, agrupaciones, asociaciones… fórmulas electorales que se popularizan alrededor, o en contra, de los partidos, pero que encuentran en este ecosistema de cambio una oportunidad propicia.
La política tradicional se está transformando. Lo están haciendo los anclajes partidistas y las identidades tradicionales
Las barreras de entrada en política para estas nuevas organizaciones son más bajas que nunca. Hoy en día resulta fácil ponerse en contacto con otras personas en estructuras organizativas temporales de orientación electoral. También lo es darse a conocer, a través de la retroalimentación permanente entre los medios de comunicación y las herramientas de comunicación directa. Todo esto permite dar a luz sin mucho dolor a nuevos «partidos».
Estos tienen en común el hiperliderazgo, mezcla de ideas claras, personalismo y carisma. Articulan, bajo una ideología ecléctica como paraguas, una heterogénea coalición de intereses dispuestos a compartir marca política. Aprovechan el ambiente de transformación sociopolítica en el que nacen y dan sus primeros pasos. Y utilizan con acierto las herramientas que les proporciona la revolución tecnológica. Se adaptan a los cambios culturales que estas generan en las organizaciones sociales, gracias a los cuales los mediadores tradicionales quedan relegados mediante mecanismos de comunicación directa y simplificada, rápida capacidad de reacción y amplia presencia en los medios.
Se van consolidando así auténticas maquinarias electorales, que comparten con los partidos clásicos su orientación a la conquista del poder. En cambio, estos partidos tradicionales están cada vez menos arraigadas en la sociedad y más orientados al gobierno. Como señala Mair, han pasado de ser actores sociales a actores estatales.
Crecen
Para estas nuevas organizaciones la fase de crecimiento resulta más difícil. Más allá de la tensión permanente del periodo electoral, en el que sus estructuras y su lógica les permiten moverse como pez en el agua, los nuevos partidos tienen que encontrar la forma de sobrevivir a la rutina diaria y conseguir ser un instrumento de transformación social, en función de las expectativas generadas.
Y aquí llega el momento de la madurez organizativa, el momento de definirse. Entonces cobra todo su sentido la advertencia de Karl Rove, el que fuera consultor político de referencia de George W. Bush, conocido por algunos, no sin malicia, como ‘Bush’s Brain’, que en sus memorias ‘Courage and Consequence’ señala que en política, la estrategia es solo el 20% del éxito, el otro 80%, señala, tiene que ver con la organización. Como señalaba Manfredi, es en la descripción del programa político o el plan de gobierno, la relación con los electores, los partidos y los demás actores políticos del sistema de representación o la organización de los cuadros intermedios donde se va consolidando el proyecto y adquiere identidad más allá de sus liderazgos.
Y se suicidan
Decía Alexander Pope que «Los partidos políticos no mueren de muerte natural. Se suicidan». Estos nuevos actores políticos, tras su irrupción explosiva, se debaten, en su evolución, entre adoptar los mecanismos de organización de los partidos a los que buscan sustituir, o mantenerse en la inestabilidad de los mecanismos democráticos que les llevaron hasta aquí. Se produce una paradoja. Mientras los partidos políticos tratan de imitar, al menos en las formas, a los nuevos movimientos políticos, estos comienzan a mirar con envidia los mecanismos de organización interna de los partidos tradicionales. Se confirma así aquel principio básico que cantaba hace años Silvio Rodríguez: «Siempre hay quien quisiera ser distinto, nadie está contento con lo que le tocó».
Mientras los partidos políticos tratan de imitar a los nuevos movimientos, estos miran con envidia los mecanismos internos de los partidos tradicionales
Son los mismos elementos que han facilitado su éxito inicial los que pueden dificultar su consolidación posterior. El hiperliderazgo, tremendamente exitoso en las primeras fases, puede cegar el desarrollo de la organización, al hacer más difícil la conceptualización, el diseño y la ejecución del proyecto político. Los partidos de masas se enfrentan en las redes a masas indisciplinadas y los partidos de cuadros a bases de militantes que desean participar activamente. El viento sociopolítico que impulsó al partido en sus inicios puede cambiar de dirección, dejando al partido sin la tensión política imprescindible para mantener su alternativa. La misma tecnología que propicia la flexibilidad y la temporalidad de la acción, sin perder eficacia en la coordinación y cierta frescura inicial en la toma de posiciones, se enfrenta a la dificultad de reproducir en las sedes la lógica de las redes. Y esa agregación temporal de intereses diversos, particularizados, que acogía demandas fragmentadas bajo una misma marca, o liderazgo, genera inconsistencias y contradicciones. No solo el voto se ha vuelto más volátil y desligado, también los partidos.
La crisis de Podemos: aviso a navegantes
La vida interna de Podemos ha sido una confirmación de la clásica ‘Ley de hierro de la oligarquía’ de Michels según la cual cualquier organización con necesidades técnicas y organizativas acabará sucumbiendo al uso de la jerarquía para satisfacerlas. Podemos no es una excepción, incluso los partidos-movimiento, que en su origen dieron la sensación de que se podía romper con la estructura jerárquica de los partidos, han terminado por centralizar la organización en su cúpula dirigente. Acaban combinando el relato popular y participativo con una férrea organización de arriba abajo y la progresiva centralización de su liderazgo, en un equilibrio permanente entre la maximización de sus posibilidades electorales y el control que la cúpula ejerce sobre el proyecto.
Durante un tiempo, la capacidad de la cúpula de establecer la agenda y beneficiarse de su mayor presencia mediática para ejercer como juez y parte en cualquier decisión, tenía como consecuencia que abrir el partido fuera el mejor mecanismo para mantener el control: mantener la participación abierta acaba por mantener a la oposición dispersa. Así ha ocurrido hasta que el enfrentamiento ha alcanzado a los miembros fundadores y los miembros del comité de dirección. En este nuevo enfrentamiento, los más débiles, que hasta el momento no habían dudado en aprovechar su lugar en la cúpula para ejercer el control sobre el partido, pasan a denunciar la organización de la que se beneficiaban hasta ahora.
Si aspira a ser una redistribución radical y masiva del poder, la nueva política tiene que ir más allá de nuevas marcas y el uso eficaz de nuevos canales
Las diferencias entre el decir y el hacer han ido agigantando la diferencia entre la marca y el producto. Las respuestas en el plano de los mensajes y de las formas no se corresponden con el fondo, y no suponen cambios en la organización o los objetivos. Queda demostrada la inutilidad de tratar de resolver problemas políticos mediante respuestas meramente comunicativas.
Si aspira a ser una redistribución radical, generalizada y masiva del poder, la nueva política tiene que ir más allá de nuevas marcas, nuevas caras y el uso eficaz de nuevos canales. Para cumplir eficazmente con su función representativa debe asumir nuevos procedimientos, nuevas formas de organización y nuevas formas de liderazgo colaborativo, que le permitan gobernar y hacer políticas públicas capaces de dar respuesta a las nuevas y complejas exigencias sociales. Lo que puede funcionar para alcanzar el poder es cada vez más insuficiente para ejercerlo.
Hay quienes llevan años banalizando la Constitución, no solo como una pieza muerta sino como un fracaso. Ahora parecen haber descubierto la necesidad de defenderla, aun a costa del pluralismo.
El constitucionalismo es una profesión de riesgo desde hace unos años. Los que optamos por la enseñanza del Derecho Constitucional hemos visto cómo a la sucesión de celebraciones de aniversario, se une últimamente la inauguración de figuras constitucionales inéditas o la de cambios radicales en sus consecuencias. De la noche a la mañana, el sistema electoral bipartidistaha sido sustituido por un escenario político nuevo. Cinco fuerzas parecen tener una representación cercana a los 40 escaños. El Senado, antes «inútil», resulta ahora capaz de bloquear el techo de gasto e imprescindible para la aplicación del artículo 155 de la Constitución. La moción de censura, institucionalizada para fracasar, sale adelante con éxito… Quizás la politología de guardia y tertulia sí acertaba cuando adoptó como mantra el «cambio de época».
La última moda constitucional es la de utilizar la norma suprema como arma arrojadiza en el debate político. Durante años, en España el término constitucionalista había sido un epíteto del que solo quedaban privados aquellos que defendían la independencia de determinados territorios. Pero la aparición de Podemos, primero, y luego de Vox ha convertido la adjetivación constitucionalista en calificación, cargándolo de intenciones y, sobre todo, de intencionalidad. Se ha convertido la Carta Magna en una vara de medir el compromiso con la democracia.
El sistema electoral se ha convertido en un caballo de Troya para el acoso y derribo del sistema democrático
Este cambio se plantea en un contexto internacional en el que, como decía Hayek, parece que «la naturaleza de la libertad ha sido mejor entendida por nuestros enemigos que por nuestros amigos». Aquellos han aprendido a explotar, desde dentro, las imperfecciones de la democracia liberal hasta llevarla al colapso. El sistema electoral se ha convertido en un caballo de Troya para el acoso y derribo del sistema democrático.
Como recordaba Sartori, la democracia está basada en el disenso. Para garantizarlo, el pluralismo político, consagrado en la Constitución española, se constituye como un requisito indispensable en una sociedad democrática. El gran acierto del constitucionalismo es precisamente la aceptación de unas reglas comunes para dirimir los conflictos. Unas reglas capaces de integrarlos, para encauzarlos y darles solución, dentro de una misma arquitectura básica.
¿Hasta dónde debe llegar este pluralismo? ¿Afectaría a aquellos que se mostraran, en todo o en parte, contrarios al orden constitucional vigente?
Ahora bien, ¿hasta dónde debe llegar este pluralismo? ¿Afectaría también a aquellos que se mostraran, en todo o en parte, contrarios al orden constitucional vigente? Nuestro ordenamiento, y ahí están las reiteradas sentencias del Tribunal Constitucional, confirmadas por el TEDH (Tribunal Europeo de Derechos Humanos), no exige a los partidos una adhesión al ordenamiento. Tampoco impide la existencia de estos cuando persigan, por medios legales, modificaciones constitucionales. El artículo 168 es claro. La Constitución puede reformarse en su totalidad, lo cual resultaría incompatible con una exigencia de adhesión a los principios políticos que la inspiraron. Así lo recoge también la ley de Partidos Políticos 6/ 2002, que establece como límites aquellos que afectan al respeto en sus actividades de los valores constitucionales, sin prejuzgar su posible adhesión a estos principios básicos. De ahí que podamos decir que en España caben todos aquellos partidos que aceptan la Constitución en lo procedimental, como reglas del juego político, con independencia de hasta qué punto compartan o no los valores establecidos en nuestra Constitución.
Dentro de este principio general cabrían los partidos que pretenden reformar determinados artículos de la Constitución. Así ocurre con Ciudadanos y el PSOE, que en sus últimos programas electorales proponían 43 y 61 reformas constitucionales, respectivamente. Cabrían también aquellos que, como Podemos, proponían un proceso constituyente que reseteara el régimen constitucional de 1978. Tendrían espacio también aquellos que rechazan principios fundamentales de nuestra Constitución y defienden la república o un estado federal o, en su caso, centralizado. La clave estriba siempre en que utilicen medios democráticos para conseguir sus fines. No sucede así en países como Alemania, cuya Constitución prohíbe los partidos que lesionen los fines o valores sobre los que se asienta la democracia (Verfassungsschutz) o, de una manera más flexible, en Francia o Portugal, no se admiten partidos que cuestionen la unidad de la nación.
La Constitución puede reformarse en su totalidad, lo cual resultaría incompatible con una exigencia de adhesión a los principios políticos que la inspiraron
Solo quedarían fuera del sistema aquellos que cuestionan su valor jurídico, de reglas del juego, y pretenden transformar el orden constitucional mediante el uso de la violencia terrorista y por medios ilegales como la convocatoria de un referéndum en el que la voluntad del pueblo, la libertad de los antiguos, se impondría a la Constitución, garantía última de la libertad de los modernos. Ambos ponen en peligro la subsistencia del orden pluralista establecido por la Constitución, especialmente sensible en un momento de revitalización de las minorías identitarias cuya defensa, como recuerda Michael Ignatieff, forma parte del corazón del constitucionalismo.
En esta tesitura se plantean dos tipos de respuestas. O bien hay que tratar de integrar estas fuerzas en un sistema democrático cuyos principios rechazan. O bien se asume su propia lógica ‘schmittiana’ y se les proclama enemigos de la democracia, ya sea rechazando su derecho a existir, excluyéndoles del juego de la negociación democrática o, por qué no, proclamando la llegada del Apocalipsis.
Hay quienes llevan años banalizando la Constitución; no solo como una pieza muerta, sino como un fracaso. Ahora parecen haber descubierto la necesidad de defenderla, aun a costa del pluralismo. Incluso vemos cómo los que siempre han defendido la necesidad del diálogo y la negociación como forma de integración de los partidos anticonstitucionales en el sistema democrático —por ejemplo, la de aquellos partidos vinculados a la banda terrorista ETA—, alertan sobre las consecuencias catastróficas de sentarse en la mesa con estas fuerzas políticas. Ambos coinciden en la necesidad de cerrarles el paso hacia las instituciones.
La Constitución es un texto vivo, tan vivo que puede incluso decidir su propio final siempre que cumpla sus propias reglas, las de la reforma
En estos términos, Podemos y Vox resultan intercambiables. El debate político actual sigue al pie de la letra la máxima sartriana según la cual los anticonstitucionales son siempre los otros y la gran damnificada es la propia Constitución. Esta deja de ser una herramienta de integración de disparidades y convivencia con los otros, para convertirse en un instrumento de enfrentamiento, un arma política para descalificar al adversario.
La Constitución es un texto vivo, tan vivo que puede incluso decidir su propio final siempre que cumpla sus propias reglas, las de la reforma. Esta es una realidad difícil de asumir para quienes quieren ahora enarbolar la bandera del constitucionalismo como herramienta de exclusión política. Pero si algo no debería ser jamás la Constitución es una herramienta de exclusión. De su capacidad de integración depende, en gran medida, el futuro de nuestra democracia.
En 1992 Fukuyama decretó el fin de la historia. Su certificado apuntaba entre las causas del fin a la consolidación global de la democracia provocada por instituciones democráticas, una sociedad civil activa y ciertos niveles de riqueza. Quizás en ese momento nadie llegó a pensar que la democracia fuera eterna pero todos confiábamos en que su final estaría muy lejano, tanto que nunca lo llegaríamos a ver.
Sin embargo, desde entonces la democracia ha sufrido distintos sobresaltos. Primero fueron los ataques terroristas del 11S, que cuestionaban la capacidad de la democracia de garantizar la seguridad de los ciudadanos, y las reacciones que pusieron en cuestión el ejercicio pleno de ciertos derechos fundamentales en aras de la seguridad. Luego llegó la crisis económica cuestionando su capacidad para garantizar la prosperidad. Pero ha sido el resultado electoral de algunos procesos electorales recientes lo que ha desatado definitivamente las alarmas sobre el futuro de la democracia.
Cada vez son menos las personas que consideran la democracia como algo imprescindible, especialmente entre los jóvenes.
Si tomamos los parámetros establecidos por Foa y Mounk, la conclusión es clara: la democracia está en crisis. Cada vez son menos las personas que consideran la democracia como algo imprescindible, especialmente entre los jóvenes, mientras que cada vez son más los que aceptarían gobiernos no democráticos, siempre que les garantizaran ciertos niveles de bienestar; y siguen creciendo los resultados electorales de opciones políticas que rechazan el sistema político liberal. Aunque históricamente –y esto es un matiz importante–, la democracia no suele avanzar en línea recta. Da dos pasos adelante y uno hacia atrás.
Los ataques del 11S cuestionaron la capacidad de la democracia. | Foto: Gene Boyars | AP
Estos movimientos de la democracia pueden generar seísmos políticos. Lo que no sabemos aún es si hoy estamos asistiendo a una concatenación de seísmos, que podríamos superar con instituciones estables, o si, por el contrario, más que a un movimiento sísmico, asistimos a un proceso de degeneración progresiva, más parecido al cambio climático.
Frente a visiones que señalan que toda crisis democrática es una vuelta al lugar donde se perdió la confianza en las instituciones, los análisis están divididos al señalar si nos encontramos ante una crisis de crecimiento (fruto de un exceso de expectativas del que todo lo espera de la democracia), una crisis de madurez (en la que la rutina nos empuja a plantearnos nuevas formas de vida) o si la democracia vive sus últimos días (aunque la muerte ya no es lo que era, y la vida se prolonga casi indefinidamente, de manera incremental, progresiva, mientras se va muriendo lentamente por dentro).
El problema está en que, si llega, la muerte de la democracia no se parecerá en nada a otras muertes anteriores. Como señala con acierto Daniel Gascón en un reciente libro, los asaltos al poder transcurren por vías posmodernas. Una forma de postotalitarismo donde la violencia se sustituye por ataques a la reputación, las catástrofes por la desilusión y la tecnología que provoca nuevas exigencias “democráticas”, generando una profunda crisis de la confianza.
La rutina de la democracia nos ha hecho olvidar otros escenarios.
Estamos tan acostumbrados a la democracia que nos cuesta imaginar lo que vendría después. La rutina de la democracia nos ha hecho olvidar otros escenarios, pero junto a la alternativa de una democracia como nunca hemos conocido, por vías directas (Morris) o deliberativas (Habermas), otros pensadores apuntan ya a el gobierno como negocio (Land), el gobierno de las máquinas (Piergiacomi, Harari), o la vuelta a la monarquía absolutista (Yarvin), modelos en los que la democracia no sería más que un vestigio del pasado.
La democracia se encuentra sumida en una crisis de confianza. | Foto: Fernando Llano | AP
La democracia se convierte así en un mero ritual sin fundamento alguno, donde los hechos han desaparecido y nada es real
Juan Linz ya señaló, allá por los años 70, el camino que conduce a la quiebra de la democracia. Un camino que comienza por el rechazo a las instituciones democráticas en nombre de la democracia, poniendo, como nos alertaba de Vega, la voluntad popular, el principio democrático, por encima del principio liberal, un núcleo formado por los derechos fundamentales y la separación de poderes, que debería ser indisponible. La democracia se convierte así en un mero ritual sin fundamento alguno, donde los hechos han desaparecido y nada es real.
En ese sustrato relativista arraiga lo político reducido al antagonismo entre “amigo y enemigo”, señalado por Schmitt. Se produce así la negación de la legitimidad de los oponentes políticos, que genera una polarización extrema e impide aceptar la victoria del “otro”, mientras se utilizan todas las medidas para evitarla. Esta intolerancia va aceptando como válidas determinadas formas de actuación, lo que Tusnhet llama el Constitutional Hardball, el abuso de figuras como el cierre del gobierno, el decreto ley o el filibusterismo parlamentario, que aprovechan la letra de la ley para forzar su interpretación, aunque esto suponga minar su espíritu, desgastando las instituciones. Esto cambia la lógica de dignidad individual y beneficios a medio y largo plazo (estabilidad, prosperidad y paz), propia de la democracia, por la de beneficios inmediatos y dignidad colectiva, más propia de democracias iliberales y dictaduras competitivas, relegando al olvido a los derechos fundamentales y consagrando la quiebra de la democracia.
Se produce así la negación de la legitimidad de los oponentes políticos, que genera una polarización extrema e impide aceptar la victoria del “otro”.
Ante esta perspectiva, los retos se centran en evitar que lleguen al poderlos enemigos de la democracia y, en caso de que llegaran al poder, evitar la quiebra de la democracia.
Para lo primero los partidos políticos juegan un papel clave. Cuando no aciertan a adecuarse a las nuevas exigencias de la sociedad, la democracia entra en problemas, mientras surgen candidatos tremendamente populares, con índices de aprobación inversamente proporcionales a la profundidad de la crisis, y cuya popularidad les hace más fácil imponerse en las urnas y comenzar a erosionar la democracia. Estas organizaciones políticas podrán adoptar formas distintas a los partidos, como alianzas ante los que retan al sistema democrático.
Putin se dirige a las juventudes de su partido político en Moscú. | Foto: Alexei Druzhinin | AP
Para lo segundo es imprescindible garantizar los elementos estructurales del sistema, las instituciones que recogen los valores comunes que hemos ido consolidando como sociedad, pero no basta. La vida o la muerte de la democracia dependen también del comportamiento de los actores políticos. Las constituciones no son suficientes para garantizar la democracia, dependen de otras instituciones secundarias como la capacidad de aceptar a los oponentes políticos, la tolerancia mutua, el autocontrol…. Comportamientos basados en reglas informales, que cuando no funcionan es necesario garantizar con reglas formales para evitarlo.
Tampoco podemos olvidar las circunstancias: el escenario económico en el que puede sobrevivir una democracia o si puede sobrevivir a los desajustes entre productividad y sueldos, a la desigualdad, a la falta de movilidad social… El gran reto de la democracia es encontrar la forma de reconectar con los que se han ido quedando en el camino, institucionalizar su desconfianza, en pos de lo que Linz denominaba la democratización de la sociedad.
La democracia es una obra en construcción, que exige un continuo esfuerzo de mantenimiento y nunca se puede dar por terminada.
Como sucede al que sabe que está enfermo, quizás lo más importante sea dejar de preocuparnos tanto por la muerte de la democracia y vivir una vida democráticamente sana, lo que pueda durar. La democracia no es una obra terminada que se pueda descuidar, pensando que las estructuras todo lo aguantan. La democracia es una obra en construcción, que exige un continuo esfuerzo de mantenimiento y nunca se puede dar por terminada.
Aún es demasiado pronto para decretar el fin de la democracia, la paciente superará esta crisis y, aunque es difícil que salga fortalecida, con suerte, no saldrá muy perjudicada. Pero no podemos desaprovechar la ocasión para aprender cómo se muere la democracia y actuar en consecuencia. Cuando sea urgente, como nos recuerda Talleyrand, será demasiado tarde.
La relación entre verdad y democracia no ha sido nunca fácil. Ya dijo Aristóteles que “la palabra es el fundamento de la práctica política”; pero son los regímenes totalitarios los que mejor han entendido que quien domina la semántica controla la realidad. Stalin lo tenía claro: “El arma esencial para el control político será el diccionario”; no en vano, el medio de comunicación oficial del régimen soviético se llamó Pravda (la verdad). Pero en la sociedad del conocimiento, la información es la materia prima de la democracia, que se cimienta sobre la opinión pública formada en el conocimiento de la verdad.
En un mundo donde las técnicas de comunicación permiten la manipulación de sentimientos, comportamientos, actitudes y formas de pensar, la opinión pública sufrirá también un importante deterioro. Aunque Aristóteles en su Retórica señaló que “pertenecen al mismo arte lo creíble y lo que parece creíble”, la verdad juega en desventaja numérica: es una la reproducción íntegra de la realidad, mientras que las mentiras pueden tener infinidad de versiones, tantas como visiones deformadas de una realidad. A esto hay que añadir que la información falsa tiene un 70% más de posibilidades de ser compartida que la verdadera. Aunque la tecnología ofrece grandes oportunidades a la democracia, también plantea amenazas: la aparición de nuevas desigualdades en torno a la brecha digital, motivada por aspectos como la edad, el origen y la educación; el mayor control sobre los ciudadanos; la sustitución de los medios tradicionales por plataformas sociales y buscadores, que permiten silenciar a grandes sectores de la población en el debate público; o el bajo compromiso que produce la participación a través de herramientas tecnológicas y que no suponen una auténtica implicación para el ciudadano.
A estos riesgos se suma la desvinculación entre democracia y verdad, que supone uno de los grandes peligros para nuestro sistema. La democracia requiere una base de racionalidad que se expresa principalmente en el diálogo parlamentario. Este debate es el fundamento último y la mayor grandeza de la democracia representativa, que bien podría ser definida como un enorme diálogo. Y esto requiere de un lenguaje común. El problema surge cuando este diálogo se desarrolla en un lenguaje político cargado de ficciones desvirtuadoras de las realidades más evidentes. La política, convertida en una lucha por la apropiación del lenguaje, va alejando a este de la realidad y provoca una peligrosa separación entre gobernantes y gobernados.
El reality político
Esto también favorece la sustitución del discurso político racional por la seducción emotiva de una retórica falaz, que puede conducir a conculcar el sistema de valores y principios fundadores de nuestro sistema político. El predominio de la imagen, que suele abstraerse del contexto y ofrecerse sin matices, inclina la balanza entre razón y corazón hacia el lado del sentimiento: es la democracia sentimental, que algunos estudiosos consideran el fin de la Ilustración. La sociedad es cada vez más voluble y más emotiva, y esto fomenta la búsqueda de la satisfacción inmediata, que lo quiere todo y ahora, y provoca que los actos se midan exclusivamente por sus consecuencias inmediatas.
La política se convierte así en espectáculo y el político en objeto de consumo; en palabras del analista político Christian Salmon, “un artefacto de la subcultura de masas (…) obligado a actuar 24 horas al día, siete días a la semana: contar un relato, influir en la agenda de los medios, fijar el debate público, crear una red, es decir, un espacio para difundir el mensaje y hacerlo viral…”. La política-espectáculo desgasta la credibilidad de los políticos y hace depender su agenda de los grandes eventos de masas, como las elecciones o las manifestaciones, propiciando al mismo tiempo una impactante retórica de ruptura y cambio, un mensaje que contrasta con las necesidades lógicas de la gestión diaria de la política y provoca la fragmentación de la ciudadanía. Esto favorece el aislamiento de los políticos, que desarrollan su labor en estructuras públicas robustas, pero inmersas en una realidad paralela retroalimentada por unos medios de comunicación disminuidos debido a la fragmentación de la conversación y a unas condiciones económicas que les terminan convirtiendo en extensiones de un reality en el escenario de la postpolítica. Esto produce efectos como el cyberapartheid y cyberbalkanization o los ciberguetos, que aceleran la polarización de la política y embrutecen el debate público. La volatilidad es otra de su consecuencias. La población es cada vez más impulsiva a la hora decidir, de manifestarse y de pedir cambios legislativos o sociales; esto dificulta las medidas de políticas públicas que, además de reflexión, requieren de tiempo para ser eficaces.
El diálogo imposible
La consecuencia más relevante de todo lo anterior es “una constante y total sustitución de la verdad de hecho por las mentiras; no es que las mentiras sean aceptadas en adelante como verdad, ni que la verdad se difame como mentira, sino más bien que el sentido por el que nos orientamos en el mundo real -y la categoría de la verdad versus la falsedad está entre los medios mentales para alcanzar este fin- queda destruido” (Hannah Arendt).
Al presentarse la verdad como el fruto del consenso y situar a cada uno como medida de la misma se imposibilita el diálogo, basado en el conocimiento de los hechos y en el convencimiento de la existencia de la verdad, y pone en peligro la convivencia. Si alguien está convencido de algo, está convencido de que si eso es verdad no es porque él lo diga, sino porque otros seres racionales también pueden conocerlo. La mística de “mi verdad”, lejos de permitir el diálogo, lo convierte en una representación sin contenido. Cada uno se construye su universo ético particular y esto destruye la unicidad del lenguaje y las referencias comunes de la ciudadanía, que son las bases imprescindibles para el debate.
Así, dialogar deja de ser una búsqueda social de la verdad, pues ésta es inalcanzable y, en la práctica, inexistente. Para que exista el diálogo es necesario que lo que uno propone en forma de opinión se haga con una pretensión de verdad, y que se esté dispuesto a escuchar, exponiéndose a la posibilidad de que la opinión contraria sea más racional. Nada de esto es posible si se niega la capacidad natural de la razón para encontrar la verdad.
Cuando no existe una verdad sobre el bien y el mal, la democracia se convierte inevitablemente en una provisional convergencia de intereses con bandos opuestos, donde sólo hay un ganador posible. La consecuencia de esta batalla entre dos intereses que no apelan a una razón universal -a la verdad- es que acaba por imponerse el interés del más fuerte a través de la guerra, aunque sea de posiciones.
La posverdad amenaza de manera seria la democracia. Es cierto que la mentira ha sido siempre una parte estructural de la política, pero, hasta hace poco, su poder sobre de la opinión pública se equilibraba por una defensa efectiva del derecho a la información y unos medios de comunicación potentes. El impacto de las redes y la tecnología en la comunicación rompe estos equilibrios y debilita los pilares democráticos.
Las estrategias de desinformación generan, pues, la sentimentalización de las decisiones políticas, la fragmentación de la opinión pública, la creación de esferas públicas paralelas y polarizadas, la falta de referencias informativas válidas y la creación de un clima de sospecha general que pone en cuestión el papel de la verdad, aumentando el cinismo y la apatía entre los ciudadanos. El principio indispensable de una verdadera democracia vuelve a ser hoy la necesidad de recuperar un acuerdo sobre la existencia de la verdad y la posibilidad de alcanzarla. Como señaló Claudio Magris, “muchas cosas dependerán de cómo resuelva nuestra civilización este dilema: si combate el nihilismo o lo lleva a sus últimas consecuencias”.
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