1968. El nacimiento de un mundo nuevo

Tras el éxito de La revolución divertida (2012), sobre el mundo nacido en 1968, Ramón González Férriz afronta un análisis más a fondo de lo sucedido ese año, una fecha sobra la que pivota la segunda mitad del siglo XX. El periodista y editor nos presenta la crónica de un año que, más allá de formar parte del paisaje de “Papá, cuéntame otra vez”, es una referencia vital e intelectual de la postmodernidad.

El momento no puede ser mejor, cuando se cumple el 50 aniversario de unos acontecimientos que convirtieron París en el epicentro de un terremoto sociocultural que removió el mundo con efectos duraderos. La tarea resulta aun más oportuna cuando asistimos, alrededor del mundo, a una serie de fenómenos en los que es posible descubrir reminiscencias de lo sucedido en 1968.

El autor opta por un planteamiento cronológico clásico, un travelling que, a la luz de los hechos, recorre el mundo a lo largo de ese año, con un ritmo espectacular y muy bien trabado. Francia y su explosiva combinación entre estudiantes y obreros; un Estados Unidos efervescente en el que la lucha por los derechos civiles se juntó con la guerra de Vietnam, la explosión hippy de California y los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy; el pulso entre Checoslovaquia de Dubček y la URSS, que puso de manifiesto ante la opinión pública las debilidades de los soviéticos; México, donde los estudiantes pusieron en aprietos un sistema político rocoso como el del PRI; Alemania e Italia, donde el movimiento estudiantil apostó por la confrontación violenta, con una deriva terrorista; Japón, donde el rechazo a la marina estadounidense terminó convertido en un poderoso movimiento estudiantil, y España, donde la prensa y la universidad lideraban la oposición a la dictadura franquista, y ETA cometía su primer asesinato. En este viaje se añade un apunte temático transversal sobre el feminismo, de indudable interés. Se omite un acontecimiento clave sucedido ese mismo año y con gran influencia en la batalla cultural sobre la sexualidad, la encíclica Humanae vitae, que provocó un debate cultural, dentro y fuera de la Iglesia católica, cuyos ecos todavía resuenan.

Existieron muchos 68, más allá de la primavera parisina, y González Férriz nos ayuda a entender qué tenían en común, de manera inteligente y amena. Un cocktail que mezcla los conceptos marxistas con las ideas utópicas que rechazan las formas de vida en las sociedades industriales, especialmente el capitalismo, y miran con envidia lo que está pasando en Cuba y en China, mientras rechazan la herencia de la generación de sus padres, y reivindican la libertad individual plena, simbolizada en la revolución sexual, impulsado todo ello por la fuerza de las imágenes y el papel difusor y globalizador de la televisión.

Aunque el capítulo final apunta a ciertos paralelismos con la situación actual, lo hace con mucha prudencia. Quedan en el aire muchos interrogantes. ¿Vivimos otro momento revolucionario? ¿Es compatible la revolución con un momento de recuperación económica? ¿Han sustituido las redes sociales a la televisión como propagador global de los mensajes revolucionarios, generando nuevas dinámicas? ¿Se está reproduciendo el choque entre una estructura racional y una sociedad que responde principalmente estas dinámicas irracionales? ¿Son viables esta vez vías políticas alternativas, ajenas a los partidos y a las instituciones, y más cercanas a la calle y a vías informales de actuación? Preguntas abiertas, que sin duda animarán las publicaciones y el debate de estos meses y cuya respuesta debe servir no solo como un ejercicio de erudición histórica, sino como guía para afrontar la época de cambio en la que estamos inmersos.

Publicado en Aceprensa

Mayo del 68: claves filosóficas de una revuelta posmoderna

Mayo del 68: claves filosóficas de una revuelta posmoderna

En la sociedad del espectáculo, los aniversarios, sobre todo cuando son redondos, son una buena excusa para resúmenes, revisiones históricas, e incluso alguna revelación sorpresa. Ahora que se cumplen 50 años del año que lo cambió todo, Josemaría Carabante se une a los que, como González Férriz o Joaquín Estefanía, han revisado en España los acontecimientos sucedidos alrededor del mundo en 1968 pero lo hace por un camino diferente, ofreciendo una biografía intelectual de lo sucedido. Desde el convencimiento de que, como había destacado Richard Weaver, “las ideas tienen consecuencias”, Carabante acierta al centrar su trabajo en estas ideas, en sus orígenes, su desarrollo y su evolución.

Y lo hace a través de un ensayo breve para un proyecto tan ambicioso como complejo, que le obliga a realizar un impresionante ejercicio de síntesis, en el que compagina el manejo crítico de la historia del pensamiento de los últimos 100 años, con profundidad y claridad didáctica, ofreciendo herramientas para reflexionar sobre nuestro presente a la luz de lo sucedido.

El 68 se suele describir como una acumulación de derrotas políticas, y una gran victoria cultural, de cambio social, y psicológica, que afecta a las actitudes de los individuos, llamada a dar fruto durante muchos años. Se olvida a menudo, al realizar este juicio sumario que, como señalaba Aron, entre sus objetivos se encontraba el “deliberado propósito de politizar la cultura y las aulas”, por lo que la victoria cultural fue también en gran medida una victoria política. De ahí que entre los logros de las revueltas estudiantiles se encuentren éxitos de naturaleza política como el otorgar visibilidad a ciertas desigualdades, como las de raza o género, la ampliación las perspectivas de desarrollo de la mujer y la entrada en la agenda política de asuntos como la ecología. Quizás la derrota se produce, sobre todo en el plano cultural, cuando, como apunta el autor haciendo referencia a Zizek, el capitalismo asume cómodamente algunas de las reivindicaciones del 68, como la flexibilidad, el consumismo, la maleabilidad de las identidades y el hedonismo, rasgos que hoy en día constituyen, lo queramos o no, los rasgos de nuestro sistema económico y social.

Tras un breve resumen de lo sucedido durante ese año con el fin de poner en contexto al lector, y que, debido a su carácter introductorio, no puede evitar caer en la breve enumeración de hechos, el ensayo realiza un recorrido intelectual en el que cada párrafo del libro es un ejercicio de concisión y de rigor. El análisis crítico de los orígenes filosóficos del terremoto presenta la Revolución del 68 como una revolución fundamentalmente antimoderna, irracionalista, hija de la filosofía de la sospecha, que denuncia los presupuestos de la Ilustración, aunque paradójicamente lo haga desde una posición de elitismo intelectualista, que hace depender cualquier intento de revolución de la fuerza de seducción de los intelectuales.

Entre las ideas que provocan y alimentan la acción en las calles encontramos la asunción de la importancia cultural del marxismo, en la que tanto contribuyó Gramsci, más allá del terreno económico; la exaltación freudiana del instinto frente a una cultura asociada intrínsecamente con la represión; el impulso de Marcuse al dotar de naturaleza revolucionaria al deseo sexual; el nihilismo vitalista de Nietzsche; y el influjo situacionista, que, a través de las obras de Debord y Vaneigem, introduce los elementos estéticos y lúdicos tan importantes para el éxito de las revueltas. El autor, que no abandona el análisis crítico en ningún momento de la exposición y ofrece, al final, como contrapunto la visión crítica de Raymond Aron, que no dudó en calificar lo sucedido en Mayo del 68 como “psicodrama”, una comedia revolucionaria, obsesionada con la crítica pero sin un modelo social alternativo.

La posmodernidad se presenta como un proyecto de liquidación de los principales dogmas  de la modernidad: la razón, la verdad o el sujeto

A continuación, este libro agudiza aún más su perspectiva crítica para analizar a los hijos intelectuales del 68, aquellos que, como Deleuze, Derrida, Foucault o Lyotard, dieron forma filosófica a algunas de las principales tesis que habían acampado en la Universidad a finales de los sesenta. Todos ellos coinciden en adoptar la filosofía como parte inseparable de la política y reducen todo intento de comprensión de la realidad a la categoría de interpretación, convirtiendo la filosofía en una terapia emancipadora. La posmodernidad se presenta así como un proyecto de “liquidación de los principales dogmas en los que se sustentaba (la modernidad), como la razón, la verdad o el sujeto”, explica Carabante. La propuesta de estos supuestos herederos del 68, para quienes la cultura resulta ser “un producto azaroso, arbitrario”, es una “pluralidad de concepciones de vida y de valores, todos igualmente válidos en el universo del igualitarismo pluricultural”. Bajo esta óptica, la diferencia y la alteridad sustituyen a los grandes relatos y culturas.

No es de extrañar que, ante la desaparición de lo común que causa el juego de la “diferencia”, las instituciones se presenten como creaciones artificiales y arbitrarias y se entienda como instancias que limitan el desarrollo del yo individual, más inclinado a las identidades volátiles. El individualismo, mezcla de subjetivismo y narcisismo, se convierte así en el eje vertebrador de la posmodernidad. Eso provoca desarraigo en el individuo contemporáneo y un contexto cultural basado en “la indiferencia, la apatía cool y la trivialidad”, características de nuestra “Era del Vacío”, donde el acuerdo sobre el bien común, e incluso la comunicación imprescindible para alcanzarlo, se hacen mucho más difíciles por la identificación de lo privado y lo público, la fragmentación de intereses, y el realce identitario de las diferencias. No en vano el autor señala como “el liberalismo posmoderno y sus colorarios –el relativismo, la diferencia, el rechazo al poder, su espíritu anti-institucional, su minimalismo ético-“ se ha convertido en un credo transversal y unánime que, como han señalado Bell o Fukuyama, desdibujan las ideologías clásicas, convertidas en una mera agregación de intereses. Ante este panorama, Carabante prefiere finalizar su ensayo con un guiño a la esperanza que, en su brevedad, no puede ocultar cierto voluntarismo.

Sobrevolando todo este ensayo aparece uno de los debates políticos de fondo más relevante de nuestros días, la necesidad de la revolución

Lo más interesante de la obra del joven filósofo madrileño es que, junto al brillante ejercicio didáctico de dar a conocer un acontecimiento determinante de nuestra historia actual, el libro se plantea con una referencia continua al momento actual, iluminando el presente con las luces largas que aporta siempre el pasado.  Carabante lo advierte desde el principio al señalar como en “los últimos años, a raíz sobre todo de la última crisis económica, ha regresado la mitología del 68 al escenario público y la arena mediática. Se ha perfilado una nueva cultura política contestataria, de estilo populista, que blande las consignas libertarias de entonces y que, al hastío de la juventud, añade ahora el descontento por las penurias y desigualdades provocadas por el último capitalismo, un componente que faltaba en los levantamientos estudiantiles”. De ahí que en esta biografía intelectual de la revolución, el acento en las similitudes entre lo ocurrido alrededor del mundo en 1968 y el momento actual, sean un elemento transversal permanente.

Los momentos, especialmente en el terreno económico, son diferentes. La crisis financiera global de 2008, en la que se sitúa el epicentro de la crisis social y política, contrasta con la satisfacción generalizada del año 68. La sociedad de la abundancia con la de la desigualdad.  De ahí que en 1968 el consumismo y el aburrimiento provocado por el hastío existencial fueran señalados como grandes enemigos de la vida, y de la revolución, mientras que hoy es la falta de equidad el eje que articula del malestar social y alimenta su respuesta. Frente al “actúa como si no tuvieras futuro” que animaba entonces a apurar el presente, hoy nos encontramos con el efecto paralizante que provoca el miedo a un futuro peor.

Pero pese a las diferencias, ambas épocas coinciden en su afán por reivindicar nuevos valores y plantear estilos de vida alternativos. En las bases de estos deseos de cambio destacan como presupuestos básicos “el subjetivismo, la importancia concedida a la diferencia, la tendencia individualista, el recelo ante la verdad, hacia los criterios normativos o las jerarquías”, que hoy se presentan como presupuestos del debate sobre los que no cabe discusión. El autor alerta de esa paradoja que encierra el pluralismo relativista, pues tiende a “imponer formas de vida y valores que, al normalizarse, dilapidan el pluralismo a través de una poderosa coacción homogeneizadora, y amenazan con erradicar todo aquello que se niega a amoldarse a su supuesto discurso emancipador”.

En este punto Carabante no rehúye el debate intelectual y señala las incongruencias y las dificultades de construir un modelo político sobre una base cultural que rechaza expresamente los fundamentos intelectuales sobre las que se construye el Estado Moderno. No en vano ese interés común por vías informales y alejadas de los focos de poder, con un componente artístico, fundamentalmente contestatario, más dirigido a buscar el cambio social por caminos alternativos que conquistando el poder en las urnas, fue una de las causas por las que fracasó el 68 a la hora de construir una opción política, aunque su influencia en el campo de los valores y la cultura hayan condicionado la agenda de la política de manera clara desde entonces.

En los últimos años, a raíz sobre todo de la última crisis económica, ha regresado la mitología del 68 al escenario público y la arena mediática

Sobrevolando toda este ensayo aparece uno de los debates políticos de fondo más relevante de nuestros días, la necesidad de la revolución. Es difícil no plantearse hoy, como en el 68, la desconfianza en el sistema, y dudar de la capacidad de reforma mediante el consenso y el diálogo propias de la democracia. La alternativa es plantear una enmienda a la totalidad del sistema, apartase de la dinámica institucional y recelar de la democracia liberal. Este debate a su vez está impulsado por el rechazo a la autoridad y a las normas, junto con las instituciones, porque supuestamente coartan las libertades personales. Todo ello se refleja en el carácter amorfo de la respuesta política de la sociedad, sin portavoces, sin rostros, sin interlocutores, y sin fuerzas políticas capaces de capitalizar la agitación social.

Así se ha trasladado el centro de la discusión de las instituciones a la calle, llegando incluso a cuestionarse el papel mediador de la opinión pública. La apuesta por la visualidad y el efectismo que inauguró el 68, que ajustó su actuación a “la lógica de la sociedad de la imagen”, anticipó el uso político de las tecnologías de la información propias de la sociedad del espectáculo e incorporó como parte de las tácticas subversivas nuevos elementos -el juego, la parodia o el arte- sustituyendo batalla de la “lucha de clases” por la “del tiempo libre”. Pero también hoy se nos plantea hasta qué punto la reivindicación de la estética frente a la ética y la obsesión por la crítica, sin ánimo constructivo, supone una renuncia expresa a un programa, a un diseño social alternativo.

En la actualidad estamos viendo cómo la política abandona el ideal liberal en el que las instituciones actúan de manera independiente y se sumerge en un proceso que, como se indica en estas páginas,  “convierte la lucha política en una guerra cultural, y que expande los conflictos ideológicos de un modo tan virulento que ni siquiera la vieja concepción de la lucha de clases había podido prever”.  La batalla cultural se traduce en una batalla política entre la legalidad constitucional y su negación revolucionaria, la reforma paulatina de las instituciones y las mejoras dialogadas, consensuales y realistas, frente al utópico cuestionamiento integral del sistema. La concepción de la política como el arte de la moderación que permite lidiar con las imperfecciones humanas y la contingencia de la historia frente a una concepción abstracta y soñadora de la misma que esboza en el laboratorio académico el orden social perfecto y solventa teóricamente todas las injusticias. Hoy como ayer, asistimos a la lucha entre la democracia liberal e ideas cercanas a las ideologías totalitarias que, en nombre del pueblo, prescinden del respeto por las instituciones y las libertades ciudadanas.

Si algo queda claro tras la lectura de “Mayo del 68. Claves filosóficas de una revuelta posmoderna” es que en esta guerra aún es muy pronto para declarar el bando ganador. El impacto cultural y psicológico del 68 no fue automático y fue necesario que la generación que protagonizó las revueltas y su individualismo ideológico fueran reemplazando los valores de la generación anterior. En el camino fueron quedando algunos sueños y una buena parte del ímpetu revolucionario. Los sueños se enfrentan, tras la euforia, con el ineludible despertar, descubriendo que lo onírico es siempre algo efímero y que se puede volver pesadilla en su contacto con la realidad. Aún es pronto para saber si la situación actual supone la resaca, la culminación o un simple rebrote del momento estudiantil del 68 a manos de una nueva generación, o, por el contrario, es el inicio de una época revolucionaria destinada a cambiar el mundo para siempre. Tal vez tengamos que esperar otros 50 años para saberlo.

Publicado en Nueva Revista

Franciscus, Communicator

Franciscus, Communicator

Ha nacido una estrella

El 13 de marzo de 2013, el Cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio se asomaba a la Logia de las Bendiciones de la Basílica de San Pedro. Bergoglio, que había llegado a Roma como un Cardenal al borde de la jubilación, poco conocido fuera de los ambientes argentinos y los ambientes eclesiales, acababa de ser elegido como cabeza de la Iglesia Católica.

Su primera “puesta en escena”, una intervención de menos de diez minutos iba a definir su papado y marcar el destino de la Iglesia durante el mismo. Una identificación de la jerarquía como servicio, el amor a la Iglesia más allá del protagonismo personal y una visión optimista, que solo justificaba la confianza en Dios, ante una situación llena de dificultades.

Desde entonces el Papa Francisco se ha convertido en un actor protagonista de la escena mundial. Ese mismo año Francisco era el líder mundial más buscado en Google, y desde entonces sus cuentas en Twitter, heredadas de Benedicto XVI, superan los 50 millones de seguidores y sus mensajes alcanzan unos niveles de interacción inéditos para un personaje público, logrando ese milagro de la viralidad que consiste en que se distribuyan con éxito incluso textos apócrifos. Elegido como la persona del año por distintas publicaciones, en la era de la desconfianza su estilo de liderazgo se estudia con detalle y hasta los jóvenes lo han adoptado como una referencia.

APERTURA Y LIDERAZGO

Cuando Francisco llegó al Vaticano, hace cinco años, la Iglesia atravesaba un complicado momento histórico. Se enfrentaba por igual a la irrelevancia externa y a crisis internas. Su presencia en los medios se contaba por escándalos. Como el del IOR, las filtraciones internas conocidas como el “Vatileaks”, los escándalos de pederastia… Consecuencia o no de lo anterior, la renuncia de Benedicto XVI, había desconcertado al pueblo católico, abriendo una reflexión de una parte importante de la opinión pública y de los medios de comunicación, sobre el papel de la Iglesia en el mundo y el lugar del papado en el siglo XXI.

Enfrente las teorías conspiratorias, que ven la pérdida de influencia de la Iglesia como el resultado de una confabulación entre los distintos poderes del mundo (NOM) que encuentran en la Iglesia el último obstáculo para imponer su agenda oculta, y que ven los medios como aliados privilegiados de esta conspiración.

A esto se unían las teorías derrotistas, que constatando la pérdida de importancia social y cultural de la Iglesia, parecían optar por el aislamiento como única forma de garantizar la supervivencia.

Consciente de la situación el cabeza de la Iglesia católica optó por la evangelización, “dar a conocer la fe en Jesucristo y las virtudes cristianas” (RAE) convencido de que la Iglesia católica puede contribuir con voz propia a los problemas globales del mundo actual (que en ocasiones se habían contemplado como algo ajeno, cuando no directamente opuesto, a la temática y los enfoques tradicionales de la Iglesia católica).

Francisco dejó claro desde el principio su voluntad de liderazgo denunciando que una Iglesia que no sale, en la atmósfera viciada de su encierro, enferma de autorreferencialidad, una especie de narcisismo que “conduce a la mundanidad espiritual y al clericalismo sofisticado”.

El Papa adopta una visión valiente, de apertura, sin miedo al choque entre las visiones y los valores de la Iglesia y los de una sociedad compleja y plural, pero ante esta alternativa prefiere “mil veces una Iglesia accidentada que una Iglesia enferma», y ha dejado buenas muestras de ello.

Francisco cree que la Iglesia puede aportar mucho a esta sociedad en la que la fe ya no es un presupuesto obvio de la vida en común, y es consciente que para hacerlo tiene que crecer y fortalecerse por dentro. Una opción por la reforma que ha elegido la comunicación como vía más eficaz para hacerla realidad.

LA COMUNICACIÓN COMO HERRAMIENTA ESTRATÉGICA

Como señala Austen Ivereigh, Francisco no es solo un gran reformista (reformer); es un gran “reframer”, o precisamente ha entendido que para reformar en la sociedad de la información no hay vía más eficaz que confiar en el poder transformador de un nuevo relato. Y lo ha hecho provocando un cambio de perspectiva, rompiendo con el encasillamiento habitual en el que cualquiera dentro de la Iglesia debe situarse en una batalla simplista entre conservadores y progresistas.

El Papa entiende, como Francisco de Vitoria, que formar parte de la humanidad y comunicarse con todos los seres humanos son dos caras de la misma moneda. Su comunicación parece brotar de un deseo imperioso de hacerse entender. Consciente que el éxito de la comunicación depende, en buena parte, de encontrar tierra abonada. Construye su comunicación para un público en el que la cultura católica se va perdiendo y muchas de las referencias tradicionales, palabras, referencias, hoy resultan incomprensibles para el público mayoritario, también muchas veces entre los propios católicos. Parece haber interiorizado las palabras de Benedicto XVI que alerta a los cristianos que “se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no solo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado”.

Lejos de quedarse a la espera del próximo escándalo del que defenderse Francisco tiene una agenda clara para la Iglesia católica y la impulsa de manera proactiva. Es una agenda de reformas no improvisadas, fruto de años de trabajo y reflexión, que aparece perfilada en el documento de Aparecida, en cuya redacción participó activamente y que incluye como prioritarios, la cultura del descarte, el cuidado de la tierra, la periferia, geográfica y social… Sin dejar de abordar temas de la enseñanza de la Iglesia como la defensa del no nacido, los peligros de la secularización o la llamada a la conversión y a la autenticidad evangélica.

Sus mensajes son claros, y apelan a todo el mundo, con una visión trascedente o no de la vida, católicos o no católicos. A todos ellos les habla de lo que nos une, de lo que tenemos en común, sin renunciar, pero sin poner el acento en temas en los que una parte considerable de los católicos ya no viven, como los relacionados con la moral sexual o matrimonial de la Iglesia, evitando, con su mensaje integrador, reforzar el sentido de orfandad de estos, o abocarlos a una doble moral destructiva.

Una agenda que quizás no se identifica con el pensamiento conservador, pero que aborda desde una visión tradicional. Por poner un ejemplo su firme voluntad de reforma de los usos y costumbres clericales y eclesiales, que no forman parte de la Tradición de la Iglesia, bebe de referencias clásicas del catolicismo como el Catecismo de la Iglesia Católica.

Como consecuencia la gran atención generada por el nuevo Papa, se ha traducido, en un cambio de marco, un enfoque diferente, poco habitual al tratar asuntos de la Iglesia, un voto de confianza hacia su ministerio y hacia el mensaje de la Iglesia. Una visión en la que prima la propuesta frente a la protesta, la alegría frente a la tristeza y el pesimismo, con el que habitualmente se asociaba la propuesta católica en los medios de comunicación.

En estos cinco años Francisco se ha convertido en un transmisor del mensaje de la Iglesia, que ha vuelto a ocupar las portadas de muchos medios de comunicación con propuestas concretas para la sociedad. Algunos le reprochan que la contundencia del mensaje no se ha visto reflejado en las anunciadas, sin reparar en que incluso en la sociedad de la inmediatez los cambios culturales y organizacionales requieren ir asentándose y contar con el soporte institucional e incluso logístico, y en el camino recorrido no han faltado resistencias internas, que han protagonizado las críticas más virulentas.

SUAVITER IN MODO

Su estilo comunicativo, la forma y los canales utilizados, se han revelado como aliados indispensables de este uso estratégico de la comunicación, proporcionándole un hueco entre las noticias del día y, lo que es más importante, despertando la curiosidad y la atención de la opinión pública de todo el mundo.

Consigue, algo que en la economía de la atención es un tesoro, casi magia: dirigir la atención a lo esencial a través de gestos y lenguaje, sin caer en el show, lo accidental. Francisco favorece la atención a lo esencial, evitando así que lo “secundario” ocupe el lugar de lo “sustancial”. Algo que el mismo ha resumido con acierto en la expresión: “No darle tantas vueltas al Evangelio”.

Sus gestos mandan mensajes claros. Consciente del significado de sus acciones simbólicas, el Papa no desaprovecha ocasión para enviar mensajes a través de sus acciones que sin ser accidentales, conservan el aroma de la autenticidad, tan necesario para generar confianza.

Su autenticidad es fruto de la integración de signos, gestos y palabras, una gran capacidad comunicativa y una insólita cercanía a los oyentes, con independencia de su origen, cultura, credo o posición social.

Desde la elección de su nombre, Francisco, el Santo de los pobres, el Papa ha cuidado sus gestos, consciente de su potencial comunicativo. Su aparición en el balcón con la sotana blanca, sin la tradicional muceta roja; sus famosos zapatos de cordones, que le enviaron de la zapatería bonaerense donde los había dejado a reparar; la elección como lugar de residencia de Santa Marta, donde se alojan a diario decenas de personas que trabajan en el Vaticano, celebrando allí a diario la Santa Misa y compartiendo el comedor con las personas allí alojadas, en lugar de los tradicionales Palacios Apostólicos…

Signos como la elección de Lampedusa como su primer viaje fuera de la Península Itálica, el báculo de madera de cayuco y el uso de una patera como altar; la exigencia de vehículos sencillos para sus desplazamientos, a pesar de las residencias de sus anfitriones internacionales; el empeño en subir y bajar del avión con su propio maletín en sus viajes; el lavatorio de pies en una cárcel de jóvenes en la celebración del Jueves Santo; o la comida con los trabajadores del Vaticano, son solo algunas muestras de la importancia que la imagen tiene en la comunicación del Papa.

El Papa no necesita intérprete, tiene el don de la plasticidad lingüística, la difícil virtud de materializar lo abstracto. De explicar la riqueza y complejidad de la fe con mensajes gráficos, claros y directos, en los que utiliza palabras sencillas, coloquiales, sintéticas e intuitivas, basadas en imágenes de gran plasticidad, como balconear o licuar la fe, que no pueden ser casuales, y metáforas que ayudan a captar la profundidad del mensaje evangélico: el olor de las ovejas que deben tener los sacerdotes, como el buen pastor; o las lágrimas del sufrimiento, que son como lupas que permiten que el hombre se vea al lado del Señor; parábolas modernas, storytelling con copyright eclesial que se remonta al siglo I, que vuelven su mensaje más cercano y comprensible y alcanzan los titulares en todo el mundo.

Además de una atención continua de los medios de comunicación, Francisco ha innovado en los canales de comunicación tradicionales en el papado. Más allá de su éxito en Twitter, ya señalado, su homilía diaria en Santa Marta, con la ayuda del vídeo, ha logrado una repercusión mediática y eclesial inusitada convertida en fuente habitual de titulares y alimento de las homilías de sacerdotes en todo el mundo especialmente en América. La entrevista, personal o en grupo, sin guiones previos, sin acuerdos ni revisiones, “a pecho descubierto”, también se ha convertido en un canal de comunicación extraordinario, y poco habitual en sus antecesores. Entrevistas personales en las que habla con cercanía y credibilidad, o sus esperadas entrevistas en grupo a bordo del avión con los medios de comunicación que han participado en el viaje, que por su espontaneidad y apertura a cualquier pregunta, son observadas con lupa, convertidas en un género propio. Ambas, a pesar de haber provocado más de una polémica, se han revelado como instrumentos con una gran capacidad de crear agenda.

DESDE SU PROPIA VIDA

Francisco se define por sus gestos y sus palabras, pero también por su vida. Una historia personal, una vida muy rica, una personalidad en la que aquellos que lo conocen desde mucho antes de llegar a Roma destacaban la austeridad, su cercanía y que se adapta de maravilla a estos tiempos. Una visión del mundo en el que pesa mucho la impronta latinoamericana, que le permite conocer los problemas y afrontarlos con un estilo propio.

El Papa actúa así porque es así. No finge, no interpreta un papel para transmitir una enseñanza. Actúa como es y su ejemplo arrastra. Su actuar es consecuencia de su ser. Su historia personal se hace vida en el día a día, y se vuelve comunicación. Se trasluce una gran coherencia entre lo que piensa, lo que dice, lo que hace y lo que vive. Recuerda ese consejo que San Francisco de Asís daba a sus hermanos: “Predicad el Evangelio y, si fuese necesario, también con las palabras”.

Las palabras de Francisco se plasman en sus obras. Por ejemplo, si habla de cercanía con los que sufren y abraza a los enfermos al final de su audiencia, a continuación manda al Limosnero del Papa a repartir su ayuda a Lampedusa… Su enseñanza va siempre de la mano del ejemplo convencido de que el mundo está más necesitado de testigos que de maestros; y solo aceptará a los maestros en la medida en que sean testigos.

CINCO LECCIONES DE CINCO AÑOS

Al contemplar estos cinco años de vida pública del líder de la Iglesia católica existen dos tentaciones, la de considerarla como un fenómeno peculiar de un ecosistema católico, ajeno a nuestro día a día, o como algo propio de una persona excepcional y, como tal, inevitable. Sin embargo, pienso que de lo expuesto podemos extraer algunas de lecciones válidas para la comunicación de cualquier personaje público.

Francisco puede servir de modelo a muchos líderes que viven inmersos en un mundo en cambio permanente y buscan como transformar sus organizaciones para que sigan manteniendo su razón de ser.

Podemos aprender de su concepción estratégica de la comunicación como herramienta de transformación social. Como recordaba Antonio Spadaro, tras entrevistarle “para el Papa Francisco comunicar es una exigencia” y pone a la organización frente a la necesidad de la comunicación del mensaje cristiano y de la vida de la Iglesia. Y lo hace con transparencia y valentía, superando el error del silencio, más propio de otros tiempos y que dio pie a muchas incomprensiones, a ataques indiscriminados hacia la Iglesia y a falsas acusaciones que han cuajado en una parte importante de la opinión pública.

La iniciativa, que le permite marcar la agenda de la conversación global con sus acciones, en lugar de ir a remolque, es otra de sus lecciones.

Otra sería la combinación entre profundidad y sencillez, ya señalada, que hace posible con la combinación del enfoque gráfico, imprescindible para comunicar en el siglo XXI, con el planteamiento profundo de temas de fondo.

También podemos aprender de la necesaria autenticidad, que se refleja en la coherencia entre lo que piensa, lo que dice, lo que hace y lo que vive. Vive lo que dice y con la comunicación amplifica sus efectos para lograr arrastrar con este ejemplo.

En tiempos de liderazgos contestatarios, centrados en el rechazo y la generación de resentimiento, Francisco nos enseña que comunicar bien significa sembrar esperanza aun a veces en medio del dolor.

Publicado en compolitica.com

Posdemocracia = posverdad + democracia

Posdemocracia = posverdad + democracia

En los últimos tiempos, en torno a términos como fake news (noticias falsas o falseadas) y posverdad se habla de la desvinculación de política y verdad como un efecto directo del impacto de la tecnología en la democracia. Esta influencia, que de momento se concentra en torno a las urnas, va mucho más allá de la influencia en la toma de decisiones de los ciudadanos y afecta otros elementos esenciales para la democracia.

La relación entre verdad y democracia no ha sido nunca fácil. No se trata sólo de que la política democrática considere aceptables ciertas dosis de mentira en pro de un valor superior, la libertad de opiniones. También los regímenes autoritarios tienen poco respeto por la verdad, porque no admite ser manipulada. Como apunta Hannah Arendt: “Vista con la perspectiva de la política, la verdad tiene un carácter despótico. Por consiguiente, los tiranos la odian, porque con razón temen la competencia de una fuerza coactiva que no pueden monopolizar, y no le otorgan demasiada estima los gobiernos que se basan en el consenso y rechazan la coacción”.

Si bien Aristóteles nos advertía que “la palabra es el fundamento de la práctica política”, la sacralización fetichista de las palabras ha constituido siempre el más cómodo mecanismo utilizado por los antidemócratas para, desde la mixtificación previa de la realidad, transformar luego, espuria e interesadamente, la lógica de la democracia en un razonamiento político esperpéntico. Los regímenes totalitarios son los que mejor han entendido que el que controla la semántica controla la realidad, y así lo resumía Stalin: “el arma esencial para el control político será el diccionario”, no en vano el principal medio de comunicación oficial del régimen soviético se llamaba precisamente Pravda (la verdad).

Existe toda una tradición en esa misma línea, comenzada por Platón, que justifica la necesidad de que el gobernante mienta al pueblo sobre los fundamentos de la vida común, por el propio interés del pueblo, como una exigencia ineludible de la vida en democracia. Ante la dificultad de conocer la verdad, y de buscarla, se crea una falacia por la que todas las ideas son igual de válidas y por tanto de verdaderas, independientemente de su conexión con la realidad. De esta manera la ausencia de la verdad se presenta como base del nuevo pacto social y fundamento de la democracia. Sólo si la verdad no existe podremos entendernos. La verdad se presentaría como un obstáculo para la convivencia y las categorías de verdad y mentira serían, desde esta perspectiva, peligrosamente totalitarias.

En la sociedad del conocimiento la información es la materia prima fundamental de la democracia; no es un elemento accesorio o nocivo sino que forma parte esencial de la misma

En tiempos de representación todo el edificio democrático se apoya sobre la opinión pública, opinión que para ser tal debería ser verdaderamente autónoma y del público, y sobre la formación de esta opinión pública impacta especialmente la verdad.

En la sociedad del conocimiento la información es la materia prima fundamental de la democracia. La comunicación no es un elemento accesorio, o incluso nocivo, para la democracia sino que forma parte esencial de la misma, hasta el punto de que la representación política sólo es explicable desde la publicidad (Habermas), “la traducción a nivel político y parlamentario de la opinión pública burguesa concebida como producto de la discusión entre particulares en el seno de la sociedad” (De Vega).

Las amenazas tecnológicas

En un mundo en el que las técnicas de la comunicación permiten una manipulación de sentimientos, comportamientos, actitudes y formas de pensar, la opinión pública, como último criterio definitorio de la verdad democrática, sufrirá también un importante deterioro. Aunque Aristóteles en su Retórica señalaba como “pertenecen al mismo arte lo creíble y lo que parece creíble”, la verdad juega en desventaja. Definida por Covarrubias como la adecuación de la información transmitida con la realidad, “la relación, oral o escrita, de la verdad y la justicia de algún negocio o caso”.

La verdad sería básicamente una, la reproducción íntegra de la realidad, mientras que las mentiras podrían tener infinidad de versiones, tantas como visiones deformadas de una realidad. A esto se añadiría que la información falsa tiene mucha más probabilidad (70%) de ser compartida que la verdadera.

A esto contribuye la tecnología. Aunque esta ofrece grandes oportunidades a la democracia no podemos ocultar los peligros que se plantean, hacerlo supondría caer en una actitud reduccionista y, como tal, falsa.

La creación de nuevas desigualdades, en torno a la brecha digital, motivada por aspectos como la edad, la raza y la educación; el aumento de control de las libertades individuales; la mayor concentración, que oculta el fin de la intermediación, y que ha sustituido la de los medios tradicionales por la de plataformas sociales y buscadores y que permite silenciar sistemáticamente a grandes sectores del público en el debate público; o el bajo compromiso que produce la participación a través de herramientas tecnológicas y que no conllevaría una auténtica involucración ciudadana. Son algunos de los riesgos que la tecnología plantea a la democracia.

La desvinculación entre democracia y verdad se plantea como un efecto directo del impacto de la tecnología en la sociedad y uno de los grandes peligros para la democracia

A estos se une la desvinculación entre democracia y verdad, que en los últimos tiempos se plantea como un efecto directo del impacto de la tecnología en la sociedad y uno de los grandes peligros para la democracia contemporánea, provocando que incluso aquellos que inicialmente minimizaron su influencia hayan pasado a reconocerla.

La democracia requiere una base de racionalidad, que se realiza y se expresa principalmente en el diálogo parlamentario, en la que radica el último fundamento y la mayor grandeza de la democracia representativa, conforme a la cual la democracia bien podría ser definida como un enorme diálogo. Este diálogo requiere de un lenguaje común ya que como advertía Thomas Hobbes en Leviatán: la lengua es para los seres humanos el principal principio organizador y sin ella “no ha existido entre los hombres ni comunidad, ni sociedad, ni contrato, ni paz, como no los hay entre los leones, los osos y los lobos”.

El problema surge cuando este diálogo se desarrolla en un lenguaje político, que Pedro de Vega caracterizó como “mandarinesco”, cargado de ficciones desvirtuadoras de las realidades más evidentes. La política convertida en una lucha por la apropiación del lenguaje, va alejando a este de la realidad y provoca la tan denunciada como peligrosa separación entre gobernantes y gobernados.

Esto también favorece la suplantación absoluta del discurso político racional por la seducción emotiva de una retórica falaz, que puede conducir a conculcar en su núcleo más profundo el sistema de valores y principios en los que fundamentó su grandeza la democracia representativa. El predominio de la imagen, que suele abstraerse del contexto y ofrecerse sin matices, inclina la balanza entre razón y corazón, hacia el lado del sentimiento. La democracia sentimental, que ha hecho a algunos autores lamentarse por lo que consideran el fin de la ilustración. La sociedad es cada vez más voluble y más sentimental y esta mutabilidad fomenta la búsqueda de la satisfacción inmediata, que lo quiere todo y ahora, y provoca que los actos se midan exclusivamente por sus consecuencias inmediatas.

El emotivismo, en expresión del filósofo escocés MacIntyre, que asume “que las diferentes elecciones morales carecen de todo fundamento que no sea algún tipo de emoción. Ello – continua el pensador- determina la imposibilidad de dar razón de dichas elecciones, por cuanto éstas -careciendo de fundamento racional- serían, de hecho, injustificables por arbitrarias. Consecuentemente, el debate sobre temas éticos no podría jamás llegar a conclusiones definitivas y sería, por lo tanto, estéril”.

La espectacularización amenaza la democracia: la política se convierte en espectáculo y el político en objeto de consumo, obligado a actuar 24 horas al día, siete días a la semana

La política se convierte en espectáculo y el político en objeto de consumo, “un artefacto de la subcultura de masas (…) obligado a actuar 24 horas al día, siete días a la semana: contar un relato, influir en la agenda de los medios, fijar el debate público, crear una red, es decir, un espacio para difundir el mensaje y hacerlo viral…”  La espectacularización también amenaza la democracia, al ir desgastando la credibilidad de los actores políticos, la dependencia del pulso político de los grandes eventos de masas, como elecciones decisivas o manifestaciones y la apelación constante a una retórica de ruptura y cambio, que contrastan con la gestión diaria de la política y provocan la fragmentación de la ciudadanía.

Esta fragmentación, favorece el aislamiento de los políticos, ,“post-truth politicians”, que desarrollan su labor en sociedades democráticas con esferas públicas robustas pero que operan dentro de una realidad paralela retroalimentada por medios de comunicación disminuidos debido a la fragmentación de la conversación y condiciones económicas que les terminan convirtiendo en extensiones de un reality en el escenario de la postpolítica. Esta fragmentación del sentido de comunidad y el principio de legitimidad que sostiene los gobiernos centralizados produce efectos como el cyberapartheid y cyberbalkanization o los ciberguetos; acelerando la polarización de la política; y haciendo más rudo el debate público.

La volatilidad es otra de las consecuencias de los cambios en la información que afectan a la democracia. Además de los problemas que esto genera a la hora de predecir resultados electorales, la población es cada vez más impulsiva a la hora de tomar decisiones, de salir a la calle, de pedir cambios legislativos o demandar fuertes cambios sociales y esto dificulta la elaboración y adhesión a políticas públicas que, además de reflexión, requieren tiempo para ser exitosas.

Junto a estos efectos, que inciden directamente en la democracia, la consecuencia más relevante de “una constante y total sustitución de la verdad de hecho por las mentiras no es que las mentiras sean aceptadas en adelante como verdad, ni que la verdad se difame como mentira, sino más bien que el sentido por el que nos orientamos en el mundo real -y la categoría de la verdad versus la falsedad está entre los medios mentales para alcanzar este fin- queda destruido” (Arendt). Frente a esto, como denuncia Fernando Vallespín, la reacción “no se traduce en la búsqueda de la verdad, sino todo lo contrario”, que lleva a los ciudadanos a acercarse con muchas reservas al debate político, cuando no a permanecer al margen del mismo.

Al presentarse la verdad como el fruto del consenso y situar a cada uno como medida de la misma se imposibilita el diálogo, basado en el conocimiento de los hechos y en el convencimiento en la existencia de la verdad, y se pone en peligro la convivencia. Si alguien está convencido de algo, está convencido de que si eso es verdad no es porque él lo diga, sino porque otros seres racionales también pueden conocerlo. La mística de “mi verdad”, lejos de permitir el diálogo lo convierte en una representación falsa, sin contenido. Cada persona se construye su universo ético particular y se pierde primero la unicidad del lenguaje, y las referencias comunes después, desapareciendo esa base común (common ground) imprescindible para el diálogo.

Un acuerdo sobre la existencia de la verdad y la posibilidad de alcanzarla vuelve a ser el fundamento indispensable de una verdadera democracia

Dialogar deja de ser una búsqueda mancomunada, cooperativa de la verdad, pues ésta es inalcanzable y, de manera práctica, inexistente. Para que exista el diálogo es necesario que lo que uno propone en forma de opinión se proponga con una pretensión de verdad, y que se esté dispuesto a escuchar, exponiendo la opinión propia a la eventual mayor racionalidad o verdad de la contraria. Nada de esto es posible si se niega la capacidad natural de la razón de encontrar la verdad.

“El relativismo, templado por la razón, acaba con la razón puesta al servicio del nihilismo absoluto” 1. “Si no existe una medida racional desde la que se justifiquen o evalúen nuestras inclinaciones subjetivas –un telos objetivo-, éstas quedan despojadas de un referente, más allá de la satisfacción de los deseos del sujeto” 2. Si no existe una verdad sobre el bien y el mal, la democracia se convierte inevitablemente en una provisional convergencia de intereses opuestos, un juego de suma cero, con bandos opuestos, en el que sólo hay un ganador posible. Con una consecuencia; cuando se confrontan dos intereses y ninguno de ellos puede apelar a una razón universal, a la verdad, acaba por prevalecer el interés del más fuerte, a través de la guerra, aunque sea de posiciones.

La posverdad amenaza de manera seria la democracia. Si bien es cierto que la mentira forma parte estructural de la política, hasta muy recientemente su papel en la conformación de la opinión pública se veía compensado por otros elementos como la diversidad de actores políticos, la defensa efectiva del derecho a la información y el papel de los medios de comunicación, que permitían mantener un equilibrio imprescindible para el desarrollo de la democracia. El impacto de la tecnología, y su transformación de las lógicas comunicativas, rompe en gran medida estos equilibrios, poniendo en cuestión una serie de pilares democráticos.

Las estrategias de desinformación inciden no sólo en la capacidad de distribución, sino también en el tiempo de la misma, la sentimentalización de las decisiones políticas, la fragmentación de la opinión pública, la creación de esferas públicas paralelas polarizadas, y su consiguiente polarización, la ausencia de referencias informativas válidas y la creación de un clima de sospecha general que pone en cuestión el papel de la verdad, aumentando el cinismo y la apatía entre los ciudadanos. Todo esto pone en peligro la democracia más allá de los periodos electorales.

Un acuerdo sobre la existencia de la verdad y la posibilidad de alcanzarla vuelve a ser el fundamento indispensable de una verdadera democracia. Como señalaba Claudio Magris: “Muchas cosas dependerán de cómo resuelva nuestra civilización este dilema: si combate el nihilismo o lo lleva a sus últimas consecuencias.” Hoy más que nunca la verdad, como componente esencial para la formación de la opinión pública, más que una obligación moral (Kant) es una necesidad política, un requisito indispensable de la democracia.

Notas

 1Marco, J.M. (2005): “La política como servicio público” en Alfa y Omega, número 472.

 2Simón, F. (2017): Entre el deseo y la razón. Los derechos humanos en la encrucijada. CEPC. Pág. 20

Bibliografía

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Arias Maldonado, M. (2016): Democracia Sentimental: política y emociones en el siglo XXI. Página indómita.
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De Vega, P. (2017) “Significado constitucional de la representación política” en Obras escogidas de Pedro de Vega” (ed. Rafael Rubio), Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (CEPC).
Habermas, J. (1999): “Tres modelos de democracia. Sobre el concepto de una política deliberativa” en La inclusión del otro. Paidós, Barcelona.
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MacIntyre, A. (2001): Tras la virtud. Crítica, Barcelona.
Platón La República. Centro de Estudios Constitucionales. Madrid.
Simón Fernando. (2017): Entre el deseo y la razón. Los derechos humanos en la encrucijada. CEPC.

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