El Presidente, el Papa y la Primera Ministra

Los libros de historia suelen reservar un sitio especial en sus análisis a sus protagonistas, convertidos en responsables únicos de sus éxitos y fracasos. La historia se suele ver reducida a un conjunto limitado de decisiones, eventos y relaciones en las que lo personal ensombrece cualquier otro tipo de lección de la “intrahistoria” unamuniana.

Desde esta perspectiva, John O’Sullivan -director del Hudson Center for European Studies, y editor del National Review Magazine– ha escrito un libro de historia contemporánea tremendamente interesante, en el que a través de las vidas y las buenas relaciones de Ronald Reagan, Juan Pablo II y Margaret Thatcher se van conociendo muchos cómos y algunos porqués de las dos últimas décadas de la guerra fría. En estos años vemos la evolución del comunismo en Polonia, y el apoyo material a Solidaridad; la crisis de las Malvinas (con la cambiante actitud de Reagan, y el equilibrio de conciliación de los viajes de Juan Pablo II a los países en guerra); el papel que desempeñaron Reagan y Juan Pablo II en Centroamérica ante la teología de la liberación y las guerrillas comunistas.

Los tres tenían en común su claridad de ideas, basada en su visión trascendente del hombre, su empuje y optimismo vital, que les llevaba a tratar de resolver los problemas sin escudarse en su complejidad, lo que conduce a la parálisis; el haber visto la muerte de cerca, en atentados que a punto estuvieron de costarles la vida; la incomprensión de los que les rodeaban y los ataques, jaleados desde Moscú, de cierta intelectualidad progresista. Quizás el mejor resumen lo hace el autor para referirse a Reagan, pero podría aplicarse al resto: “idealista al elegir sus objetivos, duro a la hora de defenderlos y flexible para lograrlos”.

O’Sullivan va recorriendo de manera cronológica, y en paralelo, los principales acontecimientos de este periodo histórico. Las relaciones entre los tres personajes proporcionan algunas sorpresas como la condescendencia con la que Reagan capeaba las broncas de Margaret Thatcher, o la complicidad total de Reagan y Juan Pablo II en las negociaciones para el control de armamento.

Sorprende especialmente el planteamiento del papel de Juan Pablo II. O’Sullivan ve su tarea como una labor espiritual con un contenido liberador, y por tanto tremendamente eficaz, en la caída del comunismo. Esta perspectiva, deudora de la biografía de George Weigel, se aleja de las clásicas visiones que presentan a la Iglesia como un actor de poder más, juzgando su labor desde parámetros geopolíticos de influencia.

El libro se lee con interés, gracias a su forma cercana y vibrante, y, a pesar de las carencias de la traducción, se parece, en cierta manera, a sus protagonistas: claro en su planteamiento, sencillo en su exposición y tremendamente sugestivo.

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Del buen salvaje al buen revolucionario. Mitos y realidades de América Latina

En 1975 Venezuela vivía un periodo de prosperidad democrática fruto del pacto de Punto Fijo. En ese momento la publicación de este libro de Carlos Rangel pareció a muchos inoportuno o exagerado. Hoy, más de treinta años después, la nueva edición resulta aún más oportuna que la primera, y constata su condición de clásico, de actualidad constante, independiente del momento.

En Del buen salvaje al buen revolucionario, el autor analiza lo que denomina “el fracaso de Latinoamérica” partiendo de una premisa: “en Latinoamérica el subdesarrollo económico es consecuencia del subdesarrollo político, y no al contrario”, y la revolución no es más que el fruto de este subdesarrollo y termina por arruinar aun más lo que pretendía salvar.

Entre las causas de este subdesarrollo político se encuentran, según el autor, el indigenismo, que reivindica la figura del buen salvaje que vivía en armonía hasta la aparición de la propiedad privada y vive reivindicando ese mítico estado de naturaleza; el populismo que impone el divorcio entre discurso y realidad; la teoría de la dependencia, fruto de la retórica leninista adoptada por el movimiento no alineado que supone una dejación de responsabilidad justificante y paralizante; y el antiimperialismo, promovido estratégicamente por el comunismo, que sustentó cualquier movimiento revolucionario de “liberación” nacional. Frente a esto, el autor reivindica el carácter occidental de Latinoamérica y su “normalidad” económica, social y democrática, con lo que supone asumir la responsabilidad del retraso.

A la hora de analizar los actores implicados en el proceso, el texto se detiene especialmente en el papel de Estados Unidos, el proceso de independencia hispanoamericana, y la influencia del marxismo y de la Iglesia católica.

Desde la más profunda admiración hacia el modelo de progreso de los Estados Unidos, Rangel explica las causas del sentimiento antiamericano predominante en Latinoamérica. Lo sitúa en el Corolario Roosevelt, a comienzos del siglo XX, y su explosión en la doctrina Dulles de mediados de siglo que produjo toda una serie de intervenciones de “estabilización” en la región, que instalaban regímenes dictatoriales cercanos a Estados Unidos. Hubo un cambio de orientación, pero no de percepción, con la Alianza para el Progreso, propugnada por Kennedy, para impulsar el progreso político, económico y social.

Con sensación de frustración se analiza el proceso de independencia, que se describe casi como proceso de desintegración. Especialmente interesante resulta su análisis del marxismo y su estrategia de expansión tras la II Internacional. En este punto Rangel apunta al APRA, de Víctor Haya de la Torre, como realidad determinante de la vida política latinoamericana del siglo XX, y principal causante de la expansión de las ideas comunistas que Fidel Castro transformará de mito en realidad.

Quizás lo más sorprendente es el capítulo que dedica a la Iglesia, institución que juzga desde la óptica del poder, y a la que, de manera inconsecuente con la tesis de autorresponsabilidad de todo el libro, declara auténtica culpable histórica de todos los males del continente, proclamándola aliada estratégica del marxismo. A través de una interpretación muy parcial del papel de la Iglesia en el descubrimiento y la conquista de América y la evolución de la Iglesia durante el siglo XX, y siguiendo el esquema weberiano de La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Rangel concluye que la diferencia entre el éxito norteamericano y el fracaso latinoamericano es precisamente la diferencia entre el catolicismo y el protestantismo. No advierte aquí que la llegada del protestantismo a Estados Unidos se produce a mediados del siglo XVIII, cuando en Latinoamérica se empieza a extender entre las elites las ideas del anticlericalismo ilustrado. Lo más curioso de todo es que de esta forma desvincula, aunque sea implícitamente, la labor de la Iglesia de la extensión del espíritu occidental, que se convertirá así en algo sin sustancia, sin raíz, vacío.

Por último cabe destacar el análisis de las formas de poder políticas en Latinoamérica, en las que repasa modelos como el caudillismo, el partido militar, el peronismo, los demócratas a contracorriente como Rómulo Betancourt, o los experimentalismos como el de Allende, para terminar analizando las dictaduras en Perú y Cuba. El conjunto ayuda a entender la realidad actual de Latinoamérica como el fruto de una historia que a la luz de esta explicación resulta un poco más comprensible.

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El regreso del idiota

Cuando hace 10 años los autores de este libro publicaron su Manual del perfecto idiota latinoamericano no podían intuir hasta qué punto la idiotez denunciada iba a resultar eficaz y prolífica. Hoy podríamos decir que se han visto obligados a revisar lo escrito y actualizarlo, con cierta amarga sensación de haber acertado en el aviso.

Uno a uno repasan con rigor la situación sociopolítica de los países de la región. En primer lugar analizan los países a los que denominan “carnívoros”, partidarios de la dictadura política y la economía estatizada, entre los que Cuba se erige en “viejo patriarca” y Venezuela, en discípulo aventajado, repartiéndose los papeles de “inspiración” y “banca” de esta tendencia. A la zaga en este proceso de expansión del populismo va Bolivia, y en el camino Ecuador, metido de lleno en su reforma constitucional, y una inclasificable Argentina atrapada en el peronismo estrábico de su presidente y su esposa y sucesora. Derrotados han quedado en el camino candidatos apoyados por Caracas en México y Perú. El análisis pormenorizado de la evolución reciente de cada uno de estos países, aunque poco sistemático, va mostrando algunas claves de la situación.

Más reveladora resulta aún la presentación de modelos de “éxito”, los países que los autores denominan de “izquierda vegetariana”, que abrazan la democracia representativa y el mercado y entre los que encontramos a Chile, Perú, Brasil, Uruguay, e incluso Nicaragua. La consolidación del Estado de derecho se presenta como el gran protagonista de la paz social y el crecimiento y la estabilidad económica y, aunque no se analizan con profundidad, la corrupción, la inseguridad, las bolsas de pobreza y las desigualdades siguen siendo sus grandes enemigos.

En un mundo cada vez más globalizado los autores no podían renunciar a analizar la situación en Europa, especialmente en España, y de determinados autores de culto, “idiotas sin fronteras”: Noam Chomsky, James Petras, Ignacio Ramonet, Harold Pinter y Alfonso Sastre. Conscientes de la situación, y del papel motor que cumple la pobreza en la expansión del populismo, se presentan algunos modelos de éxito económico como España, Irlanda, Singapur o los países emergentes de Europa del Este.

Se trata de una buena puesta al día de la situación, algo desordenada en el planteamiento de sus capítulos y demasiado deudora de su autoría coral. Los análisis particulares son clarificadores, pegados a la realidad. Pero al acabar el libro uno no termina de saber en qué consiste eso del populismo latinoamericano y cuáles son, más allá de las arcas de Chávez, las claves de sus recientes éxitos. Quizás el capítulo final en el que se cuestionan los orígenes podría haber dado más de sí.

Pero siempre nos quedará la receta final de antídotos, especialmente en los libros de Carlos Rangel y Jean-François Revel.

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Liberalismo. Una aproximación

En estos tiempos de ideologías revueltas y mimetismo en pro de la eficacia electoral se agradece que alguien se moleste en dar explicaciones. Aún más cuando se ha puesto de moda distinguir entre conservadores y liberales a base de test, sin que se logre pasar de las tópicas definiciones que parten de la separación entre lo económico y lo social y presentan al conservador como un liberal en lo económico con afán de meterse en la vida de los demás y al socialdemócrata como un intervencionista económico liberal en lo social, como si el secreto fuera ser más o menos liberal.

Por eso resulta tan interesante este libro que David Boaz, subdirector del Cato Institute –think tank liberal norteamericano-, publicó en 1997. Se trata de una obra de divulgación en la que se repasan brillantemente las bondades del liberalismo, su origen histórico y su posición frente a algunos de los problemas actuales.

Lo primero que hace el autor es reivindicar las raíces del liberalismo, anclado en la tradición clásica y entroncado con la filosofía política liberal que dio origen, entre otras, a la revolución americana. Con esta tarjeta de presentación, el autor propone su definición de libertad, heredera de la de Von Mises o Hayek, en la que “cada individuo tiene derecho a vivir su vida como desee, siempre y cuando respete los derechos iguales de los demás” y que determinará todo su planteamiento.

El individuo, cuya naturaleza se encuentra supeditada al puro interés -dice, aunque sin terminar de aclarar cómo se puede medir este-, es el único actor social verdadero. Todos los grupos sociales, de solidaridad o familiares, no son más que creación artificial en la que cada miembro no busca otra cosa que su interés particular, que sirve de nexo de unión a todos ellos. De ahí la necesaria separación entre la sociedad civil, creación voluntaria, y la sociedad política, el Estado, en un momento en el que son muchos los que plantean lo contrario a través de los modelos de gobernanza. Para Boaz, el Estado de bienestar es el culpable de la demolición de la responsabilidad personal. Cualquier pretensión de utilizar el poder para intervenir en la vida social es altamente nociva y está condenada al fracaso. La ley, presentada como el fruto espontáneo del desarrollo humano, no tendrá otro fin que la defensa de la libertad individual, la paz y la seguridad.

Desde esta perspectiva se analizará la sociedad norteamericana y sus instituciones, para evaluar la vigencia actual de los principios liberales ante problemas como discriminación racial, pobreza, salud pública, seguridad social, medio ambiente, educación… Aquí Boaz puede causar extrañeza al lector con sus ejemplos, pero resulta iluminador en sus planteamientos de fondo.

Quizás lo más desconcertante del libro son sus trucos. En demasiadas ocasiones prescinde de contraargumentar las posturas opuestas al liberalismo y se limita a descalificarlas por su origen: así, las objeciones al aborto o la eutanasia como comportamientos contrarios a la dignidad humana no son para Boaz más que fruto de la religión. Mención aparte merecería su visión de la guerra, que presenta como una amenaza global a la libertad individual, una excusa de los gobiernos para justificar su expansión, bajo la premisa que hoy “no existe ninguna ideología agresiva que amenace la vida o la paz mundial”, algo que no sé si compartirán los liberales de este y ese lado del Atlántico. Aunque quizás el problema más grave del libro es su voluntad de presentar el liberalismo como algo natural, frente a otras ideologías artificiosas, ocultando así que el carácter neutro del gobierno supone en sí mismo una opción: la promoción estatal de unos valores, los del liberalismo.

Pequeñas fallas de una atractiva y convincente apología del liberalismo para convencidos, semejante a lo que han hecho otros autores norteamericanos como el conservador Henry D’Souza. Sin duda servirá para la divulgación, para la guerra de la opinión pública; pero se echa en falta algo de munición pesada para la guerra de las ideas. El completo aparato de lecturas recomendadas al final puede cumplir con creces esta función.

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Solzhenitsyn. Un alma en el exilio

Alexander Solzhenitsyn es, con Andrei Sajarov, uno de los disidentes rusos que más han contribuido a la denuncia de las atrocidades del comunismo y a la caída del Muro de Berlín. Sus obras forman parte de “la biblioteca de la historia”. Cualquiera que haya leído El primer círculoArchipiélago GulagUn día en la vida de Iván Denísovich o El pabellón del cáncer conoce la historia de este premio Nobel de Literatura.

La gran aportación de este libro es asomarse un poco más a su alma. Fruto de una serie de entrevistas personales con el autor y de una buena relación con su familia, Pearce ofrece la faceta más personal del escritor ruso, una vida comprometida y controvertida, en equilibrio constante entre el monje de clausura y la estrella mediática.

La obra recorre las distintas fases de la vida de Solzhenitsyn. Describe su juventud procomunista, en la que formó parte del ejército soviético, y durante la que fue encarcelado y condenado a deambular desconcertado por campos de concentración durante ocho años por el crimen de criticar a Stalin en una carta privada escrita a un amigo. Una vez en libertad comenzó su vida de escritor y cronista de la barbarie comunista, primero desde la disidencia y luego en el exilio.

La parte más desconocida de su vida empieza entonces, en su exilio norteamericano. Desde su vida retirada va descubriendo asombrado los caminos por los que transita su anhelado Occidente, crece su malestar con las costumbres y los modos de vida “occidentales”, y su denuncia, tan lúcida y descarnada como la de antaño, provocaban que cada nueva “salida de su cueva”, en prensa, radio o televisión, supusiera un tremendo escándalo. Al regresar a Rusia, tras la caída del comunismo, su desconcierto será aun mayor al no reconocer nada de aquello por lo que lleva tantos años luchando y, alejado de la vida política donde unos y otros pretenden utilizarle, no puede más que susurrar para quien le quiera escuchar: “no era eso”.

Lo más interesante de esta biografía es la posibilidad de “descubrir al hombre”, hasta llegar a entender sus, a menudo, desconcertantes actitudes. Solzhenitsyn es un escritor profundamente espiritual, y eso inunda toda su obra. Su actitud ante la vida es totalmente coherente: de ahí su desconcierto ante la vida occidental. La sorpresa de su mirada ante actitudes y situaciones que forman parte de nuestro día a día, especialmente ante el consumismo, resultan tremendamente clarificadoras. Sus denuncias a un lado y al otro del Muro parten de su compromiso moral con la vida, con la historia. Sus advertencias ante los peligros que el egoísmo está causando en el medio ambiente, hoy resultan premonitorias. Sus críticas al consumismo y a la deshumanización que provocan las nuevas tecnologías de la información parecen proféticas.

Sus enseñanzas forman parte de la tradición del humanismo cristiano: en línea con autores como Chesterton o C.S. Lewis, brotan de la experiencia del sufrimiento, y reclaman a gritos la vuelta a lo esencial, en la línea del Schumacher de Lo pequeño es hermoso y del mismo Papa Juan Pablo II, con el que siempre manifestó gran sintonía. Quizás fue esto lo que convirtió al novelista ruso de nuevo en disidente, esta vez en Occidente.

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