La nueva revolución americana

A la hora de afrontar cualquier estudio sobre política internacional, conseguir información es algo relativamente sencillo. La tarea más difícil es salir de los libros ajenos y de la mentalidad propia para analizar las cosas en su contexto. Esta labor es todavía más complicada cuando se trata de Estados Unidos, país tan admirado como odiado. De ahí la importancia de este libro que consigue explicar Estados Unidos a los europeos.

Quizás el éxito se debe en parte a que estamos ante un libro escrito por «inmersión». José María Marco se ha metido de lleno en la realidad que describe, y toda su obra está elaborada desde la perspectiva de la sociedad norteamericana, el «otro».

Con un estilo muy ameno y coloquial, pero lleno de rigor y lejos de los prejuicios de otras obras publicadas recientemente, el autor describe la evolución del movimiento liberal conservador estadounidense en la última mitad del siglo XX. Su peculiar estilo combina la explicación didáctica del sistema político, el análisis sociopolítico, los perfiles de sus protagonistas, la anécdota intrascendente pero tremendamente clarificadora… todo trenzado de manera inteligente, interesante, atractiva. Un hilo sutil mantiene el ritmo narrativo, y hace que sus más de 400 páginas se lean a la velocidad de un «best seller».

Los estudios sobre la democracia coinciden en señalar la revolución americana como el inicio del constitucionalismo moderno. Basado en el pacto ciudadano, el Estado moderno nace como una creación basada en la dignidad de las personas. Ese «espíritu del pacto» será una constante en la política norteamericana, hasta el punto de que las grandes propuestas políticas como el New Deal de Roosevelt, la Gran Sociedad que propugnaba Kennedy o el Contrato con América, liderado por Newt Gingrich en 1994, guardan relación con este principio «contractual». De ahí se derivan algunos de los elementos imprescindibles para entender la política y la sociedad norteamericana: gobierno limitado, fortaleza de la sociedad civil, carácter sagrado de la propiedad privada y autonomía individual dentro de la ley.

Este es el transfondo básico para entender la rebelión pausada y profunda de una parte de la sociedad norteamericana tras la crisis de los años 60 en la que se destruyen los consensos morales de la sociedad. Y es precisamente a esa reacción social a la que se dedica la mayoría del libro, que va analizando los diferentes actores de esta nueva revolución americana.

En primer lugar analiza el sustrato intelectual del movimiento, que desde los años 60 no ha abandonado la batalla de las ideas en universidades, fundaciones, editoriales, «think tanks», medios de comunicación… Con el apoyo de esta base intelectual se han ido construyendo movimientos sociales que han aumentado su extensión y, progresivamente, su identificación con el Partido Republicano. Del análisis de estas instituciones y grupos, de su historia y de la de sus líderes se van extrayendo las claves del éxito: el Partido Republicano no es más que el resultado de esta profunda acción social, y su gran mérito ha sido saber acoger intereses muy diversos y articularlos en torno a unos valores fundamentales. Tras el análisis, el autor se atreve a apuntar una serie de claves del presente y el futuro próximo, al analizar la herencia del presidente Bush y las distintas opciones «presidenciales» que presenta el Partido Republicano de cara al 2008. No oculta ciertos paralelismos de esa vitalidad de la sociedad civil estadounidense con la situación actual en España, en la que se observan fenómenos nuevos, que quizás sean el germen de un movimiento social equiparable al que ha construido la «mayoría silenciosa» en Estados Unidos.

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La discriminación positiva en el mundo

Thomas Sowell, autor prolífico aunque poco traducido en España, analiza los resultados de la aplicación de políticas de discriminación positiva en Estados Unidos, Malasia, India, Sri Lanka y Nigeria. A través del análisis de la experiencia de estos países en distintos momentos de la historia, el autor defiende con datos empíricos el fracaso generalizado de este tipo de políticas en campos como el educativo o el empresarial.

Su conclusión es que la discriminación positiva no es un juego de suma cero, sino de resultado negativo en el que habitualmente el número de perjudicados supera al de beneficiados, e incluso produce en estos cierta sensación de frustración.

El resultado de tan distintas experiencias muestra que cuando se ha pretendido usar la ingeniería social, imponiendo soluciones igualitarias por decreto, se ha renunciado a solucionar las causas y no se han puesto más que parches para esconder el problema.

Por poner un ejemplo, al estudiar la situación de mujeres en puestos de responsabilidad y las diferencias de sus salarios con los hombres, señala que las medidas de discriminación positiva no han logrado resolver el problema, que depende de otra serie de circunstancias como: el incremento de la natalidad, el tipo de trabajos que desempeñan unos y otros, el riesgo, la continuidad y las posibilidades de quedarse desactualizada… Estas serían las verdaderas causas que el Estado debería tratar de solucionar, facilitando la flexibilidad laboral suficiente para que hombres y mujeres puedan repartir su tiempo de forma razonable, o apoyando la maternidad.

El libro muestra además que este tipo de políticas provoca la creación artificial de nuevos grupos o la ampliación inverosímil de los mismos; son los grupos mejor situados los que más aprovechan la situación, mientras que los más necesitados no logran acceder a estos programas. La historia enseña que estas nuevas minorías, muchas veces artificiales, reivindican sus derechos colectivos, derechos de grupo, que acaban pasando por encima de los derechos fundamentales y terminan por amenazar la idea misma de mayoría.

Para Sowell la tentación más fuerte y más peligrosa es la de politizar la discriminación positiva, convertirla en una forma más de lograr votos. Los resultados, como muestran experiencias como la de Sri Lanka o Nigeria, pueden terminar siendo dramáticos. En España tenemos un ejemplo reciente en el establecimiento de esta discriminación positiva tanto en el campo de la representación política como en los consejos de administración. Ejemplos similares encontramos en otros sistemas jurídicos en los que han decidido reservar unas cuotas para determinadas minorías, como las de los indígenas.

Este libro es un buen ejemplo de que se pueden defender ideas sin separarse de los hechos ni esconderse en la retórica.

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Doce hombres contra la esclavitud

Una campaña abolicionista de hace 200 años como guía práctica para la acción social

¿Es posible que un puñado de hombres movilice a la opinión pública para acabar con una lacra social ampliamente aceptada en su época? Hace ahora 200 años lo que empezó como una iniciativa de un grupo de cuáqueros concluyó con la abolición de la trata de esclavos en Gran Bretaña, el mayor imperio de entonces. El libro de Adam Hochschild «Enterrad las cadenas» (1) cuenta la primera campaña de movilización ciudadana organizada de la que tenemos constancia escrita, como precedente y modelo de los actuales movimientos sociales.

«Enterrad las cadenas» nos descubre un movimiento social casi olvidado, el de los abolicionistas británicos de finales del siglo XVIII, y nos describe de manera pormenorizada la campaña que supuso el comienzo del fin de la esclavitud en todo el mundo.

Desde el comienzo, ante la sorprendente aceptación social que entonces tenía la esclavitud, el lector se pregunta: ¿hasta dónde puede llegar la ofuscación de los hombres, capaces de convivir durante siglos con el tráfico de esclavos? Resulta sorprendente el escaso número de personas que veían una contradicción entre la libertad de los blancos y la servidumbre de los negros. Locke, Voltaire o la Iglesia anglicana participaron de una forma u otra en la esclavitud. A continuación surge un temor: ¿no estaremos conviviendo en la actualidad con atrocidades similares?

Poner fin a la esclavitud no parecía entonces más que un sueño ridículo. En realizar ese sueño se empeñaron personajes históricos como William Wilberforce, Thomas Clarkson o Granville Sharp, que ocupan injustamente un papel secundario en los libros de historia. Con ellos nació el movimiento abolicionista, que comenzará a diseñar estrategias y a aplicar herramientas de presión social que se siguen utilizando hoy en día.

Pocos pero muy organizados

El 22 de mayo de 1787 se reunía en la librería de James Phillips la primera comisión abolicionista formada por 9 cuáqueros y 3 anglicanos. Es interesante ver cómo, en un momento en que se cuestiona el papel de la religión en las sociedades democráticas, la fe actuó como principal impulso inspirador para la mayoría de los hombres que llevaron a cabo esta gesta. De ahí que resulte sorprendente el afán del autor por separar su comportamiento de sus convicciones, incluso ridiculizando estas, como si no estuvieran intrínsecamente unidas.

Aunque sólo una persona, Thomas Clarkson, estaba dedicada a tiempo completo, desde el comienzo de las reuniones las actas nos muestran una organización concienzuda en los aspectos metodológicos. Cuando se asigna una tarea a alguien, la persona y su tarea reaparecen semanalmente en las listas hasta que el trabajo ha concluido. Para mantener cohesión en el grupo imprimían periódicamente de quinientos a mil ejemplares de una «Carta a nuestros amigos del país para informarles sobre el estado de los asuntos».

El grupo se financiaba de manera privada. Unas 2.000 personas aportaban algún dinero, y existían contactos -la mayoría cuáqueros, aunque no todos- en treinta y nueve países.

Lo primero fue definir el objetivo. Debían elegir entre tratar de conseguir la abolición de la trata de esclavos o la emancipación de todos ellos. Liberar de inmediato a todas las personas esclavizadas se interpretaría como una intromisión en los derechos de propiedad de los plantadores.

Así que decidieron centrarse en la abolición de la trata, decisión que se demostró muy acertada. La abolición de la trata constituiría un hachazo en la propia raíz de la esclavitud. Al interrumpirse la trata, la población esclava se extinguiría con la muerte o los plantadores se verían forzados a tratar a sus esclavos mucho mejor.

La batalla de la opinión pública

Aquel grupo bien organizado fue pionero en la utilización de herramientas empleadas desde entonces por las organizaciones de defensa de los derechos civiles.

La sociedad en la que nace este movimiento es digna de presentación: «La mayoría de los británicos no tenía derecho de sufragio. La Cámara de los Lores, no elegida, incluía a varios cientos de nobles y veintiséis obispos de la Iglesia de Inglaterra. Además, las personas con voto para la Cámara de los Comunes eran menos del 5 por 100 de la población, y exclusivamente hombres. (…) Las campañas electorales, con sus abigarradas avalanchas de discursos, desfiles de bandas, canciones y hojas votantes repletas de denuncias anónimas y carteles insultantes eran un espectáculo presenciado por todos, tanto votantes como personas sin derecho a voto. Millones de ciudadanos podían aplaudir o abuchear a los candidatos. Aunque la mayoría no pudiese votar, los británicos vivían, no obstante, en una cultura democrática».

La comisión era consciente de la importancia de cambiar el sentir popular sobre la esclavitud y empezó su labor de opinión pública dando ejemplo: sus miembros fueron obligados a liberar e indemnizar a los esclavos. Para realizar una labor eficaz en la opinión pública recurrieron a testimonios de primera mano sobre el trato inhumano al que eran sometidos los esclavos. Con este fin al principio de la campaña se preparó un viaje dirigido a encontrar testigos, organizar simpatizantes y recabar más información de la fuente originaria, los grandes puertos esclavistas de Bristol y Liverpool.

Junto a la relación personal y las reuniones en las casas, la campaña comenzó a utilizar los medios de comunicación para multiplicar su alcance. «A mediados de la década de 1780 se publicaba en Londres una docena de periódicos, casi todos diarios.

En otros lugares de Gran Bretaña había cuarenta y nueve periódicos, además de docenas de revistas. La prensa fue fundamental para la difusión del sentimiento antiesclavista: reimprimía artículos, publicaba llamamientos para recaudar fondos y sus informes sobre mítines y peticiones abolicionistas en las ciudades de provincias estimulaban la realización de acciones similares en otras partes».

Junto a los artículos en los periódicos, algunos de los antiesclavistas más conocidos utilizaron la imprenta con acierto. John Newton publicó un enérgico folleto de quince páginas «Pensamientos sobre el comercio de esclavos africanos», del que se editaron 20.000 ejemplares que distribuyeron a la familia real y otras personalidades. Un antiguo esclavo, Equiano (Gustavus Vassa), publicó su autobiografía que rápidamente se convirtió en un auténtico «best seller», traducido a otros idiomas.

En esta labor de difusión ayudaron mucho las numerosas asociaciones de debate que florecían en Gran Bretaña en esos años y en los que se organizaron debates públicos sobre la abolición del tráfico de esclavos. Incluso lograron que en 1785 en la Universidad de Cambridge el certamen más prestigioso de ensayos en latín del país versara sobre la pregunta: «Anne liceat invitos in servitutem dare?»

El boicot al azúcar esclavista

Las instituciones educativas de élite demostraron ser un buen lugar para transmitir el mensaje. Con este fin se crearía una subcomisión de la sociedad y se contrató a un equipo de media docena de conferenciantes que trabajaban a jornada completa y a quienes se pagó un salario anual de 200 libras.

Grupos femeninos hicieron campaña «puerta a puerta», «visitando, por ejemplo, en cuatro años más del 80 por 100 de los hogares de Birmingham».

Uno de los mayores éxitos de la campaña fue involucrar a una gran parte de la población en el boicot a la azúcar producida en plantaciones esclavistas. «Cientos de miles de personas dejaron de consumir azúcar. El boicot estalló como respuesta al rechazo del proyecto de ley para la abolición de la esclavitud por el Parlamento en 1791 (…) Algunos simplemente optaron por consumir azúcar importada de la India. (…) las ventas de azúcar descendieron entre una tercera parte y la mitad. La venta de azúcar de la India se multiplicó por más de diez en un periodo de dos años e incluso los anuncios incluían en su etiquetado leyendas como ‘producido por personas libres'».

El «lobby» en el Parlamento

Junto a la labor de sensibilización social, toda campaña de presión necesita actuar ante los poderes públicos. De ahí que una de las primeras acciones desarrolladas por la organización fuera buscar a un parlamentario dispuesto a defender la causa en la Cámara de los Comunes, William Wilberforce.

Era necesario introducir el tema en la agenda política, y así lo hicieron al presentarlo ante el Consejo Privado del Parlamento que comenzó a estudiarlo y llamó a testificar. En ese momento, y en ocasiones posteriores, los activistas recorrerían el país en busca de testigos oculares dispuestos a declarar ante el Parlamento.

En mayo de 1789 se presenta la primera propuesta contra la esclavitud, en una sesión en la que, según Edmund Burke, se escuchó uno de los mejores discursos de la historia. Nadie podía esperar que ni siquiera el parlamentario mejor dispuesto dominara la montaña de materiales generada por la investigación. De ahí que, días antes del debate, un grupo de abolicionistas emprendiera «un febril maratón colectivo de preparación de textos a fin de condensar unos tres años de testimonios en un relato lo bastante breve como para darlo a leer a cada uno de los diputados. Luego, la comisión se lo envió a todos ellos».

Las propuestas abolicionistas fueron rechazadas en la Cámara en reiteradas ocasiones y el debate sobre la esclavitud terminó convirtiéndose en un clásico. En las elecciones fue un tema importante en algunos distritos. «Los candidatos al Parlamento eran clasificados por la Comisión de Actividades que publicaba sus listas en los periódicos y en carteles mostrando la postura de cada uno de ellos respecto a la emancipación: Contrario, Dudoso o Recomendado con absoluta confianza. Pronto los parlamentarios empezaron a enviar cartas a la sede central mencionando cualquier hecho que pudiera confirmar sus buenas intenciones».

Otra forma de involucrar a la gente en la presión al Parlamento fue a través del ejercicio del derecho de petición, recogido en la Declaración de Derechos de 1689.

El derecho de petición

Así comenzó a aparecer algo nuevo y subversivo en la vida política inglesa: la movilización sistemática de la opinión pública en todo el espectro de las clases sociales. «Nuestra idea de la opinión pública abarca incluso a quienes no tienen voto -declaraba uno de los folletos de la comisión por la abolición-. (…) Son muchas las cosas que pueden depender de su juicio, su voz (aunque no su voto) y su ejemplo» .

Otra herramienta fue el envío de cartas al alcalde o a algún otro magistrado importante de cada una de las ciudades principales de Gran Bretaña, instándoles a presentar peticiones antiesclavistas similares o la celebración de alguna manifestación como la que marchó hasta las oficinas del Primer Ministro en Downing Street.

Tras los repetidos fracasos en sede parlamentaria, los defensores de los esclavos optaron por modificar la estrategia de la mano de James Stephen. «Stephen propuso un proyecto de ley que prohibía a los súbditos, astilleros, armadores y aseguradores británicos participar en el comercio de negros con las colonias de Francia y sus aliados. (…) Era difícil argumentar contra el proyecto de ley, pues ¿quién podía oponerse a impedir comerciar con el país con el que Gran Bretaña había estado luchando durante más de una década? Sin embargo aquella ley tenía un alcance mucho mayor de lo que parecía. Un secreto bien guardado era que muchos, quizá la mayoría, de los barcos negreros norteamericanos supuestamente neutrales eran en realidad de propiedad británica, tenían tripulaciones británicas y habían sido armados en Liverpool. Lo único americano que llevaban encima era la bandera. En nombre de la campaña de guerra, el nuevo proyecto de ley, la denominada Ley para el Comercio Extranjero de Esclavos reduciría aproximadamente en dos tercios la trata de esclavos británica».

Cuando un parlamentario de Liverpool recurrió al conocido argumento de que otras naciones se aprovecharían del negocio de la trata de esclavos perdido por Gran Bretaña, «Doyle replicó con acritud que su razonamiento era como el de un salteador que dijera ‘Si no hubiese cometido el atraco, lo habría hecho Hill Bagshot, que estaba apostado más adelante. Además, he tenido muchos gastos…, he comprado cuatro o cinco caballos que solo sirven para detener a caballeros en la carretera'».

Campaña internacional

Otra de las estrategias de campaña que demostró su eficacia fue la de internacionalizar el problema, que se planteó como algo universal. Se empezó con la traducción de algunos de los libros y folletos a los idiomas de otras potencias que comerciaban con esclavos: al francés, al portugués, al danés, al holandés y al español. Se trató de involucrar, a través del envío de cartas, a los reyes de Suecia y España. Especialmente fluida fue la relación con los revolucionarios franceses en los orígenes de la revolución y con los activistas norteamericanos.

Los activistas contrarios a la esclavitud consiguieron presionar a otros monarcas cuando el zar Alejandro I de Rusia y el rey Federico Guillermo III de Prusia acudieron a consultar con sus aliados británicos.

En resumen, una colección de recursos como la elaboración de informes técnicos, la movilización de voluntarios, la presentación de testimonios directos, la recogida de firmas, las peticiones ante distintas instituciones, el uso de panfletos, de caras conocidas, el recurso al humor, la publicidad en medios de comunicación o incluso la internacionalización de la campaña… dieron lugar el 25 de marzo de 1807 a la abolición de la trata de esclavos.

El arte al servicio de la abolición

En la labor de difusión el «marketing» y el arte se convirtieron en eficaces aliados. Un empresario de éxito, Josiah Wedgwood, «pidió a uno de sus artesanos que diseñara un sello para estampar la cera utilizada para sellar sus paquetes. Mostraba a un africano encadenado y de rodillas que alzaba las manos en actitud de súplica, rodeado por las palabras: ‘¿no soy hombre y hermano?'» La imagen reproducida por todas partes, desde libros y hojas volantes hasta cajas de rapé y gemelos, constituyó un éxito instantáneo. El africano arrodillado de Wedgwood, un equivalente de las chapas que nos ponemos hoy para las campañas electorales, fue probablemente el primer logotipo de amplia utilización ideado para una causa política. Clarkson entregó quinientos medallones con aquella figura a las personas que fue conociendo. «Algunas señoras la llevaban en brazaletes, y otras la engarzaron de forma ornamental en alfileres para el pelo».

Otro colaborador del movimiento elaboró una lámina con un diagrama de un barco negrero completamente cargado, el «Brookes», que transportaba esclavos de la Costa de Oro a Jamaica. «El esquema daba medidas en pies y pulgadas mostrando al mismo tiempo a los esclavos alineados muy juntos en hileras, tumbados y con sus cuerpos en contacto o contra el casco del barco. La comisión se esmeró en no exagerar: el diagrama mostraba a 482 esclavos, aunque en viajes anteriores el «Brookes» había trasportado incluso entre 609 y 740. El diagrama comenzó a aparecer en periódicos, revistas, libros y folletos. Al constatar la fuerza de aquella nueva arma, la comisión imprimió también sin tardanza más de siete mil ejemplares a modo de carteles, que fueron colgados por todo el país en las paredes de casas y pubs».

Nuevas armas como las composiciones poéticas se fueron añadiendo al arsenal abolicionista. John Newton pidió a su amigo el conocido poeta William Cowper que escribiese algún poema, y Cowper respondió con «La queja del negro», que -según el comentario de Clarkson- «se difundió por casi toda la isla. Se le puso música y, seguidamente, se abrió camino hasta las calles donde se cantaba como una balada».

Los abolicionistas no solo tuvieron que movilizar a la opinión pública, sino también contrarrestar la propaganda de los que se beneficiaban del negocio de la trata de esclavos.

El enemigo también se moviliza

La Comisión para las Indias Occidentales reunía a comerciantes y armadores y a los propietarios de plantaciones. Su campaña de propaganda se financió mediante un canon impuesto a sus miembros por cada barril de azúcar o ron o bala de algodón importados.

Lo primero que pensaron fue introducir eufemismos: «En vez de denominarles esclavos, llamemos a los negros ‘plantadores auxiliares’: así no tendremos que oír luego esas violentas protestas contra la trata de esclavos por parte de teólogos piadosos, poetisas de corazón tierno y políticos miopes». Además, los plantadores comenzaron a llevar a visitantes ingenuos a realizar giras en las que les presentaban una realidad engañosa, paseándoles por hogares de capataces y no por las casas mucho más abarrotadas de los trabajadores corrientes del campo.

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Sobrevivir después de Franco

El libro «Sobrevivir después de Franco», lejos de los tópicos habituales sobre una transición a la democracia realizada a golpe de carisma durante la segunda mitad de los años 70, plantea el fortalecimiento y el trabajo de la sociedad civil que se produjo en España a partir de los años 60, y sin la cual hubiera sido del todo imposible el éxito de la transición.

El enfoque habitual suele presentar una transición obra de grandes hombres -el Rey D. Juan Carlos, Adolfo Suárez o Torcuato Fernández Miranda-, o bien señala como auténtica artífice del proceso a la oposición democrática, en gran parte en el exilio. En cambio, Cristina Palomares presenta la transición a la democracia como un proceso lento, abierto y plural, en el que fue fundamental la participación de todos y donde la iniciativa de algunos altos cargos de distintos gobiernos franquistas sentó de manera decisiva las bases del cambio.

Basada en los testimonios de los protagonistas y en una ingente labor de hemeroteca, la obra parte de la existencia de una oposición dividida, reducida, donde el grupo más activo era el PCE, que según las estimaciones más optimistas no superaba los 25.000 miembros, y sin capacidad real para cambiar el futuro del régimen franquista. Era una oposición rupturista y desorientada, con posiciones como la de promover la abstención en el referéndum sobre la ley de reforma política que abrió las puertas a la democracia en España.

En este contexto el libro presenta los esfuerzos de los propios miembros del gobierno, al menos hasta la muerte de Franco, que utilizarán todo tipo de vías hacia una apertura democrática. Se examinan hitos como la ley de asociaciones del 64, la ley de prensa del 66, la Ley Orgánica del Estado del 67 y los intentos de aprovechar al sector familiar de las Cortes franquistas, único que era elegido, a través de la ley de representación familiar del 67 y que, pese a su vinculación indirecta con el régimen franquista, se convirtieron en los primeros procuradores que actuaban con cierta libertad.

Otro de los platos fuertes de esta obra es el análisis en profundidad de las asociaciones y sociedades de estudio que surgieron al amparo de la Ley de Asociaciones de 1967, como el Gabinete de Orientación y Documentación S.A. (GODSA), el grupo Tácito o la Federación de Estudios Independientes (FEDISA). Destaca también la presentación pormenorizada de la vitalidad de otros canales alternativos para la discusión de asuntos políticos que incluían encuentros privados, cenas, publicaciones, grupos de estudio y clubes, sociedades mercantiles y asociaciones culturales.

El libro, quizás como consecuencia del método de investigación y las fuentes consultadas, tiende a adoptar como figura de referencia a Manuel Fraga, aunque en ocasiones sea para criticarlo, y de una forma u otra, gran parte del libro gira en torno a él. En este enfoque se echa en falta la versión de otros personajes claves como los de Areilza, Silva, López Bravo o López Rodó.

Quizás algunas veces da la impresión de que la autora no puede evitar juzgar con el prisma actual las actitudes de la época, un régimen dictatorial en el que hay que leer comportamientos y declaraciones con gran prudencia. La autora aclara lagunas históricas y abre el apetito, para el trabajo futuro de otros investigadores, en cuestiones como el papel de miembros del Opus Dei durante el proceso, papel que resulta cambiante y en ocasiones contradictorio, como si la realidad multiforme de esta institución no encajara en el molde de grupo compacto y continuista que le adjudica la autora. Abre otros campos como el de los «otros» reformistas, aquellos que con la autorización del régimen pero sin ocupar puestos en el gobierno, fueron aprovechando los resquicios de libertad para ir haciendo cuña, y que muchas veces fueron muy por delante de los políticos, o el de la importancia del apoyo internacional de las más diversas ideologías a los distintos movimientos democráticos que se iban despertando en los años 70.

Se trata de una obra en la mejor tradición de la escuela anglosajona de historia, basada en un serio trabajo de documentación, en la que se incluyen autores como Paul Preston, Charles Powell o Richard Gillespie. Una visión didáctica, plural y muy bien documentada de un verdadero proceso, en el que hubo continuas cesiones, incomprensiones, momentos críticos y en el que, al final, la acumulación de actividades y actuaciones mantenidas por más de veinte años provocó la llegada de la democracia.

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Estrategias de comunicación en las ONG de desarrollo

Las organizaciones no gubernamentales de desarrollo (ONGD) son piezas claves en el plan de acción para alcanzar los objetivos de desarrollo del milenio (ODM) para el 2015 y desempeñan un papel esencial en la asignación de fondos e incluso en la definición de la política exterior de países y organismos internacionales.

En esta nueva estructura, la comunicación se vislumbra como arma. El tratamiento informativo de los temas relacionados con la cooperación al desarrollo suelen encontrarse con problemas como el desconocimiento de la materia, tanto por parte de la opinión pública como de los medios de comunicación; la emotividad que acompaña estos temas, y que suele provocar a medio plazo lo que se denomina la «fatiga de la compasión»; el enfoque paternalista; la desmotivación y la consiguiente reducción de la responsabilidad, y, en ocasiones, la pérdida de credibilidad.

Frente al enfoque habitual de culpar del problema a la prensa, este libro plantea el problema desde el otro lado, el de los departamentos de comunicación de las ONGD.

En esta línea apunta alguno de los errores clásicos cometidos por la comunicación de las ONGD. Errores como el inmediatismo, que les lleva a plantear actuaciones a corto plazo, sin una estrategia definida; la falta de coordinación entre las distintas ONGD. En este punto quizás lo más llamativo es la imagen de los países en desarrollo que aparece en los medios. Habitualmente se incide en lo negativo, en lo dramático y lo anecdótico, presentando la información fuera de su contexto, sin un marco que explique los porqués y, sobre todo, los cómos, provocando lo que los expertos denominan «efecto Disney», que hace que la opinión pública lo observe pasiva desde el cuarto de estar de su casa, como si se tratara de una película más.

Frente a esto se plantean una serie de retos. La política informativa de las ONGD tiene que responder a un planteamiento estratégico, coordinada y dirigida a sus objetivos y para esto la confianza se nos presenta como el principal valor a tener en cuenta. Una confianza que les sirva para dejar de ser vistos como pedigüeños, y reivindicar su papel. Su conocimiento directo, su «información privilegiada», su experiencia, su capacidad de actuación, su capacidad de movilización y el respaldo de opinión pública a los valores que representan, hacen que las ONGD estén cumpliendo un papel cada día mas importante en esa labor.

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