América Latina: una agenda de Libertad

América Latina: una agenda de Libertad forma parte de esa serie de propuestas estratégicas. Con este nuevo informe mostramos nuestro interés y preocupación por el futuro de los valores occidentales en una zona muy concreta del mundo: América Latina.

 

© FAES Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales, 2007
AMÉRICA LATINA: Una agenda de Libertad

Director: Miguel Ángel Cortés. Diputado. Secretario de Estado para la Cooperación
Internacional y para Iberoamérica (2000-2004)
Coordinador: Guillermo Hirschfeld. Coordinador de Programas para Iberoamérica.
Fundación FAES
ISBN: 978-84-89633-45-2

Diálogo con todos

Diálogo con todos

¿Cabe dialogar con los que apuestan claramente por la independencia y vulneran sistemáticamente la ley? ¿Y con los que durante mucho tiempo no rechazaron la violencia?

El diálogo ha sido desde el principio la materia prima de la democracia, no hay gobierno democrático que no necesite del ejercicio continuo del diálogo, y la capacidad de llegar a acuerdos basados en el diálogo previo, para desarrollar sus funciones.

Sin tratar de establecer ningún paralelismo entre situaciones distintas esto plantea una serie de cuestiones: ¿Cabe dialogar con los que apuestan claramente por la independencia y vulneran sistemáticamente la ley? ¿Y con los que durante mucho tiempo no rechazaron la violencia? ¿Es posible dialogar con los que rechazan aspectos esenciales de la Constitución? ¿Y con aquellos que cuestionan aspectos del sistema democrático liberal? ¿Se puede dialogar de todo? ¿Se puede dialogar con todos?

¿Cabe dialogar con los que apuestan claramente por la independencia y vulneran sistemáticamente la ley?

En las últimas semanas hemos pasado de reivindicar el diálogo como fórmula mágica para la democracia a denostar a aquellos que se sientan a hablar con algunas de las fuerzas políticas salidas de las urnas y, sorprendentemente, llegan a acuerdos. Frente a lo establecido en situaciones que podrían resultar equiparables, en las que se dotaba al diálogo de fuerza sanatoria, cada vez son más los que, habitualmente eligiendo los casos, ante estas preguntas responden rechazando el diálogo, como si ese rechazo fuera el precio que hay que pagar para mantener la democracia. Convencidos de que en estos casos el diálogo nunca funcionaría, se acepta como premisa (sin respaldo empírico suficiente y con cierto sesgo selectivo) que la inclusión de estas fuerzas políticas en los mecanismos políticos habituales supondría un blanqueamiento de sus postulados y una devaluación de la democracia. Mientras, se señala a los que dialogan como seres sin escrúpulos dispuestos a cualquier cosa para conquista o mantener el poder.

Más allá de un análisis coyuntural, propio del momento actual de la política española, esta situación es el fruto del descrédito progresivo del diálogo como medio indispensable del ejercicio de la democracia; de la perdida de lo que José María Barrio ha denominado como la pérdida del estos dialógico en la sociedad. «Cada vez se debate más, pero cada vez se dialoga menos». El debate se reduce a la contraposición de diversos planteamientos, opiniones puestas en pie de igualdad, que no entran en relación con las demás. Cada uno de los interlocutores mantiene su discurso de manera paralela, sin tomar en consideración lo que puedan decir el resto de los interlocutores, que no son más que contrincantes, salvo caso en el que vea amenazada su posición en la que recurrirá a todo una batería de recursos dialécticos para poner de relieve la desfachatez, o para colgar la etiqueta correspondiente a quien no comparte su opinión. Lo importante es vencer no convencer, y trasladar el mensaje propio al mayor número posible de personas y el diálogo se convierte en arma arrojadiza.

Lo importante es vencer no convencer, y trasladar el mensaje propio al mayor número posible y el diálogo se convierte en arma arrojadiza

En este contexto de intercambio de «zascas», en el que se convierte la política, las ‘fake news’ se muestran como un arma privilegiada. La verdad se convierte en un elemento secundario y con ella el carácter racional del diálogo que ya no puede ser una búsqueda, mancomunada, cooperativa de la verdad, pues esta es inalcanzable y, de manera práctica, inexistente. Los conocimientos entrarían en competencia al no poder reducirse a una forma común, y la democracia se convertiría inevitablemente en una provisional convergencia de intereses opuestos. Con una consecuencia; cuando se confrontan dos intereses y ninguno de ellos puede apelar a una razón universal, la democracia se reduciría a la aplicación de la fuerza, verbal, y acabaría por prevalecer el interés del más fuerte que, como señala Chesterton, no es más que «el derecho de los animales».

Esto imposibilita el diálogo, que se basa en el conocimiento de los hechos, en el convencimiento en la verdad. Si alguien está convencido de algo, está convencido de que si eso es verdad, no es porque él lo diga, sino porque otros seres racionales también pueden conocerlo. La mística de «mi verdad», lejos de permitir el diálogo lo ha convertido en una representación falsa, sin contenido, si no existe la verdad, o es imposible conocerla, dialogar carece de sentido. De ahí que para el diálogo sea necesario que lo que uno propone en forma de opinión se proponga con una pretensión de verdad; y que se esté dispuesto a escuchar, exponer mi propia opinión a la eventual mayor racionalidad o verdad de la contraria.

Si está convencido de algo, lo está de que si eso es verdad, no es porque él lo diga, sino porque otros seres racionales también pueden conocerlo

A la pérdida de la verdad, de la esperanza de alcanzarla, se une la perdida de la referencia objetiva del significado de las palabras, el lenguaje. Esta devaluación de la palabra, provoca reacciones tremendamente perjudiciales para la convivencia democrática. Para que exista diálogo es importante utilizar la misma lengua, así lo señalaba Thomas Hobbes al hablar de los orígenes del Estado. El filósofo inglés sostiene en el Leviatán que un lenguaje culto y disciplinado era necesario para alcanzar cierta cohesión social. La lengua era para los seres humanos el principal principio organizador y sin ella «no ha existido entre los hombres ni Comunidad, ni Sociedad, ni Contrato, ni Paz, como no los hay entre los leones, los osos y los lobos». El contrato social debía redactarse usando términos de sentido exacto y entendido universalmente: «Pues que un hombre llame sabiduría lo que otro llama Miedo y uno Crueldad lo que otro denomina Justicia, uno hable de la Prodigalidad cuando otro se refiere a la Magnanimidad… nombres así nunca pueden ser la base auténtica de un raciocinio».

Esta desconexión entre lenguaje deriva en una «guerra de las palabras», en la que el lenguaje se utiliza de manera puramente propagandística y las palabras se convierten en banderas que se defienden o atacan sin una mínima referencia a su realidad. Y quizás el término «diálogo» haya sido una de las principales víctimas de este combate. La apropiación indebida de este concepto por parte de un espectro de la vida política provoca una reacción que bajo la bandera de la defensa de la democracia acaba por dar la sensación de despreciar el diálogo. Aparece así la figura del integrista, no por las ideas que defiende sino por la forma que tiene de hacerlo, en una defensa numantina de sus verdades que no ofrece discusión alguna.

Aparece así la figura del integrista, no por las ideas que defiende sino por la forma que tiene de hacerlo, en una defensa numantina de sus verdades

Otro de los grandes enemigos del diálogo es esa visión característica de los tiempos de crisis, que Martín Delcalzo denominaba «la gran coartada», según la cual la sociedad se divide en dos bandos, «los buenos y los malos», divididos rígidamente, sin que haya nada de bueno en los malos y nada de malo en los buenos. Esta visión es ciertamente cómoda porque permite a unos y otros atribuir los problemas de la sociedad a «los enemigos» que siembran la semilla del mal, evitando el diálogo con ellos, y esquivando así las propias responsabilidades. Una vez más se cae en la democracia entendida como un juego de suma cero, con bandos opuestos, en el que solo hay un ganador posible y la democracia es simplemente un problema de fuerza en el que aquel que cuenta con un mayor número de votos se lleva el gato al agua.

En la situación actual no podemos renunciar al diálogo con los que piensan diferente, ni siquiera a la posibilidad de alcanzar acuerdos entre los diferentes. Bastaría con que el contenido de esos acuerdos se diera a conocer de manera transparente y los ciudadanos pudiéramos valorar, fuera de descalificaciones apriorísticas, si ese contenido atenta o no contra el sistema democrático.

El diálogo, sostenido por la libertad de expresión y el derecho a la información, es hoy uno de los pilares esenciales de la sociedad pluralista

El diálogo tiene que volver a ser una herramienta de construcción política. El diálogo, sostenido por la libertad de expresión y el derecho a la información, es hoy uno de los pilares esenciales de la sociedad pluralista, más importante incluso que el propio ejercicio del voto. La democracia representativa se sustenta en el diálogo y el Parlamento no es más que un lugar en el que los representantes de los ciudadanos comparten sus puntos de vista, de la misma manera que lo harían los ciudadanos si pudieran reunirse y mantener una conversación entre todos ellos. No en vano el primer Parlamento, el Británico, era conocido como el mejor club de Londres.

Un diálogo basado en la realidad, basado en el respeto a los ciudadanos, a los que se debe tratar como mayores de edad, que eluda la descalificación ‘ad hominen’ y se atreva a defender racionalmente sus propuestas tratando de convencer, didáctico y respetuoso con el lenguaje. Un diálogo que no se limite a la negociación de gobiernos y afecte, sobre todo, a las decisiones que determinan el futuro de la sociedad que deben adoptarse tras un verdadero proceso de diálogo. Presentar algo relativo y abierto a distintas soluciones como la política, la construcción de la convivencia de los hombres dentro de un ordenamiento en el que se disfrute de libertad, como una verdad absoluta puede dar lugar a nuevas formas totalitarias, aunque sean formalmente respetuosas con las formas democráticas. Es necesario articular sistemas para reconocer y evaluar todas y cada una de las opciones, como intentos legítimos de alcanzar una sociedad mejor, solo así el verdadero diálogo recuperará el protagonismo que le corresponde en la sociedad democrática.

Publicado en El Confidencial

 

La democracia sentimental: cuando la opinión pública pierde la razón

La democracia sentimental: cuando la opinión pública pierde la razón

La relación entre verdad y democracia no ha sido nunca fácil. Ya dijo Aristóteles que “la palabra es el fundamento de la práctica política”; pero son los regímenes totalitarios los que mejor han entendido que quien domina la semántica controla la realidad. Stalin lo tenía claro: “El arma esencial para el control político será el diccionario”; no en vano, el medio de comunicación oficial del régimen soviético se llamó Pravda (la verdad). Pero en la sociedad del conocimiento, la información es la materia prima de la democracia, que se cimienta sobre la opinión pública formada en el conocimiento de la verdad.

En un mundo donde las técnicas de comunicación permiten la manipulación de sentimientos, comportamientos, actitudes y formas de pensar, la opinión pública sufrirá también un importante deterioro. Aunque Aristóteles en su Retórica señaló que “pertenecen al mismo arte lo creíble y lo que parece creíble”, la verdad juega en desventaja numérica: es una la reproducción íntegra de la realidad, mientras que las mentiras pueden tener infinidad de versiones, tantas como visiones deformadas de una realidad. A esto hay que añadir que la información falsa tiene un 70% más de posibilidades de ser compartida que la verdadera. Aunque la tecnología ofrece grandes oportunidades a la democracia, también plantea amenazas: la aparición de nuevas desigualdades en torno a la brecha digital, motivada por aspectos como la edad, el origen y la educación; el mayor control sobre los ciudadanos; la sustitución de los medios tradicionales por plataformas sociales y buscadores, que permiten silenciar a grandes sectores de la población en el debate público; o el bajo compromiso que produce la participación a través de herramientas tecnológicas y que no suponen una auténtica implicación para el ciudadano.

A estos riesgos se suma la desvinculación entre democracia y verdad, que supone uno de los grandes peligros para nuestro sistema. La democracia requiere una base de racionalidad que se expresa principalmente en el diálogo parlamentario. Este debate es el fundamento último y la mayor grandeza de la democracia representativa, que bien podría ser definida como un enorme diálogo. Y esto requiere de un lenguaje común. El problema surge cuando este diálogo se desarrolla en un lenguaje político cargado de ficciones desvirtuadoras de las realidades más evidentes. La política, convertida en una lucha por la apropiación del lenguaje, va alejando a este de la realidad y provoca una peligrosa separación entre gobernantes y gobernados.

El reality político

Esto también favorece la sustitución del discurso político racional por la seducción emotiva de una retórica falaz, que puede conducir a conculcar el sistema de valores y principios fundadores de nuestro sistema político. El predominio de la imagen, que suele abstraerse del contexto y ofrecerse sin matices, inclina la balanza entre razón y corazón hacia el lado del sentimiento: es la democracia sentimental, que algunos estudiosos consideran el fin de la Ilustración. La sociedad es cada vez más voluble y más emotiva, y esto fomenta la búsqueda de la satisfacción inmediata, que lo quiere todo y ahora, y provoca que los actos se midan exclusivamente por sus consecuencias inmediatas.

La política se convierte así en espectáculo y el político en objeto de consumo; en palabras del analista político Christian Salmon, “un artefacto de la subcultura de masas (…) obligado a actuar 24 horas al día, siete días a la semana: contar un relato, influir en la agenda de los medios, fijar el debate público, crear una red, es decir, un espacio para difundir el mensaje y hacerlo viral…”. La política-espectáculo desgasta la credibilidad de los políticos y hace depender su agenda de los grandes eventos de masas, como las elecciones o las manifestaciones, propiciando al mismo tiempo una impactante retórica de ruptura y cambio, un mensaje que contrasta con las necesidades lógicas de la gestión diaria de la política y provoca la fragmentación de la ciudadanía. Esto favorece el aislamiento de los políticos, que desarrollan su labor en estructuras públicas robustas, pero inmersas en una realidad paralela retroalimentada por unos medios de comunicación disminuidos debido a la fragmentación de la conversación y a unas condiciones económicas que les terminan convirtiendo en extensiones de un reality en el escenario de la postpolítica. Esto produce efectos como el cyberapartheid y cyberbalkanization o los ciberguetos, que aceleran la polarización de la política y embrutecen el debate público. La volatilidad es otra de su consecuencias. La población es cada vez más impulsiva a la hora decidir, de manifestarse y de pedir cambios legislativos o sociales; esto dificulta las medidas de políticas públicas que, además de reflexión, requieren de tiempo para ser eficaces.

El diálogo imposible

La consecuencia más relevante de todo lo anterior es “una constante y total sustitución de la verdad de hecho por las mentiras; no es que las mentiras sean aceptadas en adelante como verdad, ni que la verdad se difame como mentira, sino más bien que el sentido por el que nos orientamos en el mundo real -y la categoría de la verdad versus la falsedad está entre los medios mentales para alcanzar este fin- queda destruido” (Hannah Arendt).

Al presentarse la verdad como el fruto del consenso y situar a cada uno como medida de la misma se imposibilita el diálogo, basado en el conocimiento de los hechos y en el convencimiento de la existencia de la verdad, y pone en peligro la convivencia. Si alguien está convencido de algo, está convencido de que si eso es verdad no es porque él lo diga, sino porque otros seres racionales también pueden conocerlo. La mística de “mi verdad”, lejos de permitir el diálogo, lo convierte en una representación sin contenido. Cada uno se construye su universo ético particular y esto destruye la unicidad del lenguaje y las referencias comunes de la ciudadanía, que son las bases imprescindibles para el debate.

Así, dialogar deja de ser una búsqueda social de la verdad, pues ésta es inalcanzable y, en la práctica, inexistente. Para que exista el diálogo es necesario que lo que uno propone en forma de opinión se haga con una pretensión de verdad, y que se esté dispuesto a escuchar, exponiéndose a la posibilidad de que la opinión contraria sea más racional. Nada de esto es posible si se niega la capacidad natural de la razón para encontrar la verdad.

Cuando no existe una verdad sobre el bien y el mal, la democracia se convierte inevitablemente en una provisional convergencia de intereses con bandos opuestos, donde sólo hay un ganador posible. La consecuencia de esta batalla entre dos intereses que no apelan a una razón universal -a la verdad- es que acaba por imponerse el interés del más fuerte a través de la guerra, aunque sea de posiciones.

La posverdad amenaza de manera seria la democracia. Es cierto que la mentira ha sido siempre una parte estructural de la política, pero, hasta hace poco, su poder sobre de la opinión pública se equilibraba por una defensa efectiva del derecho a la información y unos medios de comunicación potentes. El impacto de las redes y la tecnología en la comunicación rompe estos equilibrios y debilita los pilares democráticos.

Las estrategias de desinformación generan, pues, la sentimentalización de las decisiones políticas, la fragmentación de la opinión pública, la creación de esferas públicas paralelas y polarizadas, la falta de referencias informativas válidas y la creación de un clima de sospecha general que pone en cuestión el papel de la verdad, aumentando el cinismo y la apatía entre los ciudadanos. El principio indispensable de una verdadera democracia vuelve a ser hoy la necesidad de recuperar un acuerdo sobre la existencia de la verdad y la posibilidad de alcanzarla. Como señaló Claudio Magris, “muchas cosas dependerán de cómo resuelva nuestra civilización este dilema: si combate el nihilismo o lo lleva a sus últimas consecuencias”.

Publicado en The Conversation

Posdemocracia = posverdad + democracia

Posdemocracia = posverdad + democracia

En los últimos tiempos, en torno a términos como fake news (noticias falsas o falseadas) y posverdad se habla de la desvinculación de política y verdad como un efecto directo del impacto de la tecnología en la democracia. Esta influencia, que de momento se concentra en torno a las urnas, va mucho más allá de la influencia en la toma de decisiones de los ciudadanos y afecta otros elementos esenciales para la democracia.

La relación entre verdad y democracia no ha sido nunca fácil. No se trata sólo de que la política democrática considere aceptables ciertas dosis de mentira en pro de un valor superior, la libertad de opiniones. También los regímenes autoritarios tienen poco respeto por la verdad, porque no admite ser manipulada. Como apunta Hannah Arendt: “Vista con la perspectiva de la política, la verdad tiene un carácter despótico. Por consiguiente, los tiranos la odian, porque con razón temen la competencia de una fuerza coactiva que no pueden monopolizar, y no le otorgan demasiada estima los gobiernos que se basan en el consenso y rechazan la coacción”.

Si bien Aristóteles nos advertía que “la palabra es el fundamento de la práctica política”, la sacralización fetichista de las palabras ha constituido siempre el más cómodo mecanismo utilizado por los antidemócratas para, desde la mixtificación previa de la realidad, transformar luego, espuria e interesadamente, la lógica de la democracia en un razonamiento político esperpéntico. Los regímenes totalitarios son los que mejor han entendido que el que controla la semántica controla la realidad, y así lo resumía Stalin: “el arma esencial para el control político será el diccionario”, no en vano el principal medio de comunicación oficial del régimen soviético se llamaba precisamente Pravda (la verdad).

Existe toda una tradición en esa misma línea, comenzada por Platón, que justifica la necesidad de que el gobernante mienta al pueblo sobre los fundamentos de la vida común, por el propio interés del pueblo, como una exigencia ineludible de la vida en democracia. Ante la dificultad de conocer la verdad, y de buscarla, se crea una falacia por la que todas las ideas son igual de válidas y por tanto de verdaderas, independientemente de su conexión con la realidad. De esta manera la ausencia de la verdad se presenta como base del nuevo pacto social y fundamento de la democracia. Sólo si la verdad no existe podremos entendernos. La verdad se presentaría como un obstáculo para la convivencia y las categorías de verdad y mentira serían, desde esta perspectiva, peligrosamente totalitarias.

En la sociedad del conocimiento la información es la materia prima fundamental de la democracia; no es un elemento accesorio o nocivo sino que forma parte esencial de la misma

En tiempos de representación todo el edificio democrático se apoya sobre la opinión pública, opinión que para ser tal debería ser verdaderamente autónoma y del público, y sobre la formación de esta opinión pública impacta especialmente la verdad.

En la sociedad del conocimiento la información es la materia prima fundamental de la democracia. La comunicación no es un elemento accesorio, o incluso nocivo, para la democracia sino que forma parte esencial de la misma, hasta el punto de que la representación política sólo es explicable desde la publicidad (Habermas), “la traducción a nivel político y parlamentario de la opinión pública burguesa concebida como producto de la discusión entre particulares en el seno de la sociedad” (De Vega).

Las amenazas tecnológicas

En un mundo en el que las técnicas de la comunicación permiten una manipulación de sentimientos, comportamientos, actitudes y formas de pensar, la opinión pública, como último criterio definitorio de la verdad democrática, sufrirá también un importante deterioro. Aunque Aristóteles en su Retórica señalaba como “pertenecen al mismo arte lo creíble y lo que parece creíble”, la verdad juega en desventaja. Definida por Covarrubias como la adecuación de la información transmitida con la realidad, “la relación, oral o escrita, de la verdad y la justicia de algún negocio o caso”.

La verdad sería básicamente una, la reproducción íntegra de la realidad, mientras que las mentiras podrían tener infinidad de versiones, tantas como visiones deformadas de una realidad. A esto se añadiría que la información falsa tiene mucha más probabilidad (70%) de ser compartida que la verdadera.

A esto contribuye la tecnología. Aunque esta ofrece grandes oportunidades a la democracia no podemos ocultar los peligros que se plantean, hacerlo supondría caer en una actitud reduccionista y, como tal, falsa.

La creación de nuevas desigualdades, en torno a la brecha digital, motivada por aspectos como la edad, la raza y la educación; el aumento de control de las libertades individuales; la mayor concentración, que oculta el fin de la intermediación, y que ha sustituido la de los medios tradicionales por la de plataformas sociales y buscadores y que permite silenciar sistemáticamente a grandes sectores del público en el debate público; o el bajo compromiso que produce la participación a través de herramientas tecnológicas y que no conllevaría una auténtica involucración ciudadana. Son algunos de los riesgos que la tecnología plantea a la democracia.

La desvinculación entre democracia y verdad se plantea como un efecto directo del impacto de la tecnología en la sociedad y uno de los grandes peligros para la democracia

A estos se une la desvinculación entre democracia y verdad, que en los últimos tiempos se plantea como un efecto directo del impacto de la tecnología en la sociedad y uno de los grandes peligros para la democracia contemporánea, provocando que incluso aquellos que inicialmente minimizaron su influencia hayan pasado a reconocerla.

La democracia requiere una base de racionalidad, que se realiza y se expresa principalmente en el diálogo parlamentario, en la que radica el último fundamento y la mayor grandeza de la democracia representativa, conforme a la cual la democracia bien podría ser definida como un enorme diálogo. Este diálogo requiere de un lenguaje común ya que como advertía Thomas Hobbes en Leviatán: la lengua es para los seres humanos el principal principio organizador y sin ella “no ha existido entre los hombres ni comunidad, ni sociedad, ni contrato, ni paz, como no los hay entre los leones, los osos y los lobos”.

El problema surge cuando este diálogo se desarrolla en un lenguaje político, que Pedro de Vega caracterizó como “mandarinesco”, cargado de ficciones desvirtuadoras de las realidades más evidentes. La política convertida en una lucha por la apropiación del lenguaje, va alejando a este de la realidad y provoca la tan denunciada como peligrosa separación entre gobernantes y gobernados.

Esto también favorece la suplantación absoluta del discurso político racional por la seducción emotiva de una retórica falaz, que puede conducir a conculcar en su núcleo más profundo el sistema de valores y principios en los que fundamentó su grandeza la democracia representativa. El predominio de la imagen, que suele abstraerse del contexto y ofrecerse sin matices, inclina la balanza entre razón y corazón, hacia el lado del sentimiento. La democracia sentimental, que ha hecho a algunos autores lamentarse por lo que consideran el fin de la ilustración. La sociedad es cada vez más voluble y más sentimental y esta mutabilidad fomenta la búsqueda de la satisfacción inmediata, que lo quiere todo y ahora, y provoca que los actos se midan exclusivamente por sus consecuencias inmediatas.

El emotivismo, en expresión del filósofo escocés MacIntyre, que asume “que las diferentes elecciones morales carecen de todo fundamento que no sea algún tipo de emoción. Ello – continua el pensador- determina la imposibilidad de dar razón de dichas elecciones, por cuanto éstas -careciendo de fundamento racional- serían, de hecho, injustificables por arbitrarias. Consecuentemente, el debate sobre temas éticos no podría jamás llegar a conclusiones definitivas y sería, por lo tanto, estéril”.

La espectacularización amenaza la democracia: la política se convierte en espectáculo y el político en objeto de consumo, obligado a actuar 24 horas al día, siete días a la semana

La política se convierte en espectáculo y el político en objeto de consumo, “un artefacto de la subcultura de masas (…) obligado a actuar 24 horas al día, siete días a la semana: contar un relato, influir en la agenda de los medios, fijar el debate público, crear una red, es decir, un espacio para difundir el mensaje y hacerlo viral…”  La espectacularización también amenaza la democracia, al ir desgastando la credibilidad de los actores políticos, la dependencia del pulso político de los grandes eventos de masas, como elecciones decisivas o manifestaciones y la apelación constante a una retórica de ruptura y cambio, que contrastan con la gestión diaria de la política y provocan la fragmentación de la ciudadanía.

Esta fragmentación, favorece el aislamiento de los políticos, ,“post-truth politicians”, que desarrollan su labor en sociedades democráticas con esferas públicas robustas pero que operan dentro de una realidad paralela retroalimentada por medios de comunicación disminuidos debido a la fragmentación de la conversación y condiciones económicas que les terminan convirtiendo en extensiones de un reality en el escenario de la postpolítica. Esta fragmentación del sentido de comunidad y el principio de legitimidad que sostiene los gobiernos centralizados produce efectos como el cyberapartheid y cyberbalkanization o los ciberguetos; acelerando la polarización de la política; y haciendo más rudo el debate público.

La volatilidad es otra de las consecuencias de los cambios en la información que afectan a la democracia. Además de los problemas que esto genera a la hora de predecir resultados electorales, la población es cada vez más impulsiva a la hora de tomar decisiones, de salir a la calle, de pedir cambios legislativos o demandar fuertes cambios sociales y esto dificulta la elaboración y adhesión a políticas públicas que, además de reflexión, requieren tiempo para ser exitosas.

Junto a estos efectos, que inciden directamente en la democracia, la consecuencia más relevante de “una constante y total sustitución de la verdad de hecho por las mentiras no es que las mentiras sean aceptadas en adelante como verdad, ni que la verdad se difame como mentira, sino más bien que el sentido por el que nos orientamos en el mundo real -y la categoría de la verdad versus la falsedad está entre los medios mentales para alcanzar este fin- queda destruido” (Arendt). Frente a esto, como denuncia Fernando Vallespín, la reacción “no se traduce en la búsqueda de la verdad, sino todo lo contrario”, que lleva a los ciudadanos a acercarse con muchas reservas al debate político, cuando no a permanecer al margen del mismo.

Al presentarse la verdad como el fruto del consenso y situar a cada uno como medida de la misma se imposibilita el diálogo, basado en el conocimiento de los hechos y en el convencimiento en la existencia de la verdad, y se pone en peligro la convivencia. Si alguien está convencido de algo, está convencido de que si eso es verdad no es porque él lo diga, sino porque otros seres racionales también pueden conocerlo. La mística de “mi verdad”, lejos de permitir el diálogo lo convierte en una representación falsa, sin contenido. Cada persona se construye su universo ético particular y se pierde primero la unicidad del lenguaje, y las referencias comunes después, desapareciendo esa base común (common ground) imprescindible para el diálogo.

Un acuerdo sobre la existencia de la verdad y la posibilidad de alcanzarla vuelve a ser el fundamento indispensable de una verdadera democracia

Dialogar deja de ser una búsqueda mancomunada, cooperativa de la verdad, pues ésta es inalcanzable y, de manera práctica, inexistente. Para que exista el diálogo es necesario que lo que uno propone en forma de opinión se proponga con una pretensión de verdad, y que se esté dispuesto a escuchar, exponiendo la opinión propia a la eventual mayor racionalidad o verdad de la contraria. Nada de esto es posible si se niega la capacidad natural de la razón de encontrar la verdad.

“El relativismo, templado por la razón, acaba con la razón puesta al servicio del nihilismo absoluto” 1. “Si no existe una medida racional desde la que se justifiquen o evalúen nuestras inclinaciones subjetivas –un telos objetivo-, éstas quedan despojadas de un referente, más allá de la satisfacción de los deseos del sujeto” 2. Si no existe una verdad sobre el bien y el mal, la democracia se convierte inevitablemente en una provisional convergencia de intereses opuestos, un juego de suma cero, con bandos opuestos, en el que sólo hay un ganador posible. Con una consecuencia; cuando se confrontan dos intereses y ninguno de ellos puede apelar a una razón universal, a la verdad, acaba por prevalecer el interés del más fuerte, a través de la guerra, aunque sea de posiciones.

La posverdad amenaza de manera seria la democracia. Si bien es cierto que la mentira forma parte estructural de la política, hasta muy recientemente su papel en la conformación de la opinión pública se veía compensado por otros elementos como la diversidad de actores políticos, la defensa efectiva del derecho a la información y el papel de los medios de comunicación, que permitían mantener un equilibrio imprescindible para el desarrollo de la democracia. El impacto de la tecnología, y su transformación de las lógicas comunicativas, rompe en gran medida estos equilibrios, poniendo en cuestión una serie de pilares democráticos.

Las estrategias de desinformación inciden no sólo en la capacidad de distribución, sino también en el tiempo de la misma, la sentimentalización de las decisiones políticas, la fragmentación de la opinión pública, la creación de esferas públicas paralelas polarizadas, y su consiguiente polarización, la ausencia de referencias informativas válidas y la creación de un clima de sospecha general que pone en cuestión el papel de la verdad, aumentando el cinismo y la apatía entre los ciudadanos. Todo esto pone en peligro la democracia más allá de los periodos electorales.

Un acuerdo sobre la existencia de la verdad y la posibilidad de alcanzarla vuelve a ser el fundamento indispensable de una verdadera democracia. Como señalaba Claudio Magris: “Muchas cosas dependerán de cómo resuelva nuestra civilización este dilema: si combate el nihilismo o lo lleva a sus últimas consecuencias.” Hoy más que nunca la verdad, como componente esencial para la formación de la opinión pública, más que una obligación moral (Kant) es una necesidad política, un requisito indispensable de la democracia.

Notas

 1Marco, J.M. (2005): “La política como servicio público” en Alfa y Omega, número 472.

 2Simón, F. (2017): Entre el deseo y la razón. Los derechos humanos en la encrucijada. CEPC. Pág. 20

Bibliografía

Arendt, H. (1993): “Verdad y política”, en Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política. Península, Barcelona.
Arias Maldonado, M. (2016): Democracia Sentimental: política y emociones en el siglo XXI. Página indómita.
Aristóteles (1985): La Retórica. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid.
Covarrubias, S. (1674) Tesoro de la lengua castellana o española, 1611. Edición de 1674, con adiciones de Noydens. Madrid: Melchor Sánchez [impresor]. folio 77v.
De Vega, P. (2017) “Significado constitucional de la representación política” en Obras escogidas de Pedro de Vega” (ed. Rafael Rubio), Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (CEPC).
Habermas, J. (1999): “Tres modelos de democracia. Sobre el concepto de una política deliberativa” en La inclusión del otro. Paidós, Barcelona.
Kant, I. (2010): Fundación de la metafísica de las costumbres, Encuentro, Madrid.
Magris, C. (2001): Utopía y desencanto. Historias, esperanzas e ilusiones de la modernidad. Anagrama.
MacIntyre, A. (2001): Tras la virtud. Crítica, Barcelona.
Platón La República. Centro de Estudios Constitucionales. Madrid.
Simón Fernando. (2017): Entre el deseo y la razón. Los derechos humanos en la encrucijada. CEPC.

Publicado en Telos

¿Tú querrías votar todos los días?

¿Tú querrías votar todos los días?

Por Borja Ventura

En la vida de toda persona hay decisiones de las que uno puede arrepentirse. Algunas llegan a la mañana siguiente de una noche de fiesta, mientras otras pueden suponer una larga condena de años en prisión. Pero hay arrepentimientos inevitables, como el de las elecciones: cada cuatro años como mucho vas a tener que entregar tu voto a alguien, aun con la posibilidad de que acabes maldiciendo tu decisión cuando ese candidato sonriente se convierta en un altivo dirigente que olvida todas y cada una de sus promesas.

¿Qué hacer? Hay países que son noticia cada dos por tres, como Suiza, porque convoca con cierta frecuencia referéndums para que los ciudadanos tomen partido por las cuestiones más espinosas o delicadas, en lo que algunos ven un modelo de participación ciudadana ideal. El problema es que Suiza no es España: aquí el descontento con los políticos crece, la participación política se desploma y las críticas a los partidos arrecian por culpa de la falta de soluciones ante la crisis, la ausencia de candidatos que enganchen y escándalos diversos. Una de las grandes críticas al sistema de una parte creciente de la sociedad es lo oxidada que se ha quedado nuestra democracia, pero ¿cómo mejorarla?

En los últimos años muchos han estado dándole vueltas al desarrollo de herramientas tecnológicas que permitan mejorar la integración de la ciudadanía en la vida pública. Expresiones como «transparencia», «rendición de cuentas», «gobierno abierto», «participación ciudadana» o «democracia directa» han ido ganando presencia e importancia. No faltan iniciativas, muchas veces vinculadas al periodismo de datos y de investigación, que buscan ofrecer información pública sensible a los ciudadanos de una forma manejable y entendible. Porque ese es parte del problema: que hay mucha información pública que en teoría debería estar abierta a la gente, pero que no lo está. Avances como la publicación de las cuentas de los diputados o solicitudes en marcha como la publicación de sus agendas y reuniones, sus viajes y sus votaciones son el primer paso de todo el proceso: dar a los ciudadanos un conocimiento real, rápido y directo de qué hacen con su voto.

En ese resquicio, el de implicar más a los ciudadanos y ofrecerles más información sí ha mejorado mucho el panorama. Iniciativas diversas como las de Civio —con proyectos como Quién MandaTu derecho a saber o el Indultómetro—, redes sociales y plataformas de participación como Agora VotingDemocracia OSLoomio o Kuorum, y apps como Congreso 2.0 o AppGree son algunos ejemplos en este sentido.
Pero vayamos al principio: ¿qué es la democracia? Votar y elegir. ¿A quién? Depende. En un país con listas abiertas, a personas; en un país con listas cerradas, a partidos: la diferencia es grande ¿Y para qué? Para que decidan por ti. Se supone que en base a una especie de contrato no vinculante por el que esos electos tienen unas ideas y un proyecto concreto que seguirán si consiguen aunar el apoyo de gente suficiente. ¿Y qué pasaría si, una vez el ciudadano tiene un mayor y mejor acceso a lo que se cuece en la vida política, eligiera directamente en lugar de tener que plegarse a lo que decidan por él? Porque, seguramente, ni todos los militantes del PP están de acuerdo con la reforma de la Ley del aborto ni todos los militantes del PSOE querrían revisar los acuerdos con el Vaticano.

El primer problema que plantea este debate es el de los medios. Si montar unas elecciones es carísimo y requiere la paralización de la vida política, ¿cómo sería posible habilitar formas en que la gente pudiera expresar su opinión de forma confidencial, no manipulable, continua, universal y barata? La tecnología es la respuesta. Pero claro, este era el primer problema, pero no el único, y seguramente no el más importante Carlos Guadián, investigador experto en innovación en el sector público y gobierno abierto, alerta de que eliminar un sistema representativo «por una hipotética ágora virtual no solucionaría los problemas». En su opinión, «la ciudadanía, en el momento en el que nos encontramos, es proclive a participar en política cuando el tema le afecta directamente», por lo que parece inviable un sistema de democracia directa, aunque iniciativas en este sentido sí podrían contribuir a mejorar el sistema actual. «Sí que tendría sentido tener un sistema consultivo a la ciudadanía más flexible y ágil, es decir, preguntar sobre temas que sean críticos o de interés general».

En una línea similar se manifiesta Rafael Rubio, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense y consultor: «Utilizar la tecnología para la adopción de decisiones públicas por parte de los ciudadanos es quizás el aspecto menos esencial de todos los que la tecnología puede aportar a la democracia. Antes es mucho más necesario usar la tecnología como forma de mejorar la información que tienen los representantes para adoptar decisiones», asegura.

¿Por qué esas reservas? En opinión de Rubio, «ahora que es posible técnicamente la participación directa es necesario defender la democracia representativa como el modelo que mejor responde a los objetivos de la democracia» porque, explica,« la democracia nace vinculada a dos principios: el primero es el democrático, que garantiza el gobierno de las mayorías; y el segundo, el liberal, que garantiza el respeto a las minorías marcándose los límites de lo que ni siquiera las mayorías pueden imponer al resto».

Según su análisis, la gestión política, ya sea de un país entero o de una ciudad, es tan compleja que requeriría «una participación permanente de la ciudadanía en la política, y, como eso es imposible, acabaría premiando a un nuevo tipo de ciudadano, el votante profesional, el ciudadano políticamente comprometido, cuyas decisiones no son necesariamente más democráticas que las del ciudadano que no tiene esa dedicación o incluso ese compromiso con la política». Por entendernos, se silenciaría a esa minoría que sí puede ir a votar cada cuatro años, pero que no tendría tiempo, conocimientos o interés por votar cada día.

«El problema», según Guadián, «es la ‘oclocracia’ y el ‘me apunto’ a una determinada acción sin haber reflexionado ni consultado cuánto de cierto hay tras ella. La manipulación y la demagogia pueden causar más daño que beneficio. Pero lo que sí es cierto es que las demandas ciudadanas de más y mejores formas de participación política deben satisfacerse por la buena salud de la democracia».

Porque en la necesidad de esa intermediación de candidatos electos e instituciones también coincide Guadián: «Alguien tiene que tomar las decisiones, de ahí que el sistema representativo es la mejor solución», considera. «Ahora bien, tiene que ser un sistema mucho más abierto. Primero, en cuanto a la elección de los representantes, lo que significa que haya listas abiertas y elección desde el primer cargo al último, además de que la rendición de cuentas se haga directamente al ciudadano y no a los partidos», matiza.

Es decir, que, aunque tecnológicamente sea posible establecer una democracia directa, puede ser contraproducente según los investigadores porque sobrerrepresentaría a grupos hiperactivos o ruidosos. Y eso sin entrar en las meras limitaciones técnicas ya que, aunque la penetración digital en España ha crecido muchísimo en los últimos años, sigue lejos de ser universal.

Además, como aseguran los detractores de este tipo de participación directa, la Constitución ya prevé que se sometan a referéndum —vinculante o no— las decisiones más importantes. El problema es decidir cuáles son esas determinaciones «más importantes» que se refieren únicamente a las que sostienen el funcionamiento del país, lo que ha hecho que se haya podido modificar la Constitución dos veces sin que los ciudadanos hayan votado: bastó con que los dos grandes partidos se pusieran de acuerdo.

Pero dejando de lado la posibilidad de la democracia directa para decisiones cotidianas, nueve partidos han decidido ya implementar la participación directa en su elección de candidatos.Según un artículo de Aitor Riveiro y Belén Picazo en elDiario.es, los resultados han sido claramente desiguales, siendo los mejores los de Izquierda Abierta, una facción de IU, donde votaron el 74% de los que podían hacerlo, y Compromís, donde lo realizaron el 65%. En el resto, la participación fue minoritaria (UPyD, un 32%; ICV, un 27%; Ciudadanos, un 23%; Equo, el 15%; y PSC, 9%). Por último, dos plataformas que no tenían un censo concreto como Podemos y el Partido X registraron la participación de 33.156 y 2.704 personas, respectivamente.

¿Y qué opinan quienes ya han usado estos sistemas? Independientemente de sus diferencias ideológicas, apuestan por ahondar más en su desarrollo y describen sus bondades, pero también alertan de sus riesgos Reyes Montiel, que disputó por su candidatura en Equo para las elecciones europeas, dice que en su formación consideran que se debe «aprovechar todas las oportunidades que nos ofrece la tecnología para abrir una democracia». Sin embargo, describe un debate anterior: «Creo que independientemente de la herramienta, debemos reflexionar sobre la democracia que queremos. Nosotros hemos experimentado con ellas y yo creo que aún no hemos pasado de la fase de ‘laboratorio’ porque no es cuestión solo de querer usarla». «Debemos discutir sobre qué queremos decidir, cómo lo queremos dilucidar y con qué alcance, y después pensar qué herramienta es la más adecuada», resume.

Beatriz Becerra, número cuatro en la lista electoral de UPyD en las europeas, también comparte esa visión de que el debate es más de fondo. «La participación de los ciudadanos en una democracia representativa moderna y su intervención en la toma de decisiones que afectan al interés general no se circunscriben solo a los procesos electorales. Se basa en una exigencia activa de transparencia, responsabilidad, compromiso y servicio público. Las posibilidades que ha abierto internet para el ejercicio de esa exigencia activa son innumerables, desde la interacción con los cargos públicos hasta la presentación de propuestas cívicas a quienes los representan», asegura, aunque con un matiz: «El modelo de democracia representativa no puede convertirse en un sistema asambleario o de encuestas acríticas para cualquier cuestión».

Por su parte Alberto Sotillos, militante socialista muy crítico con la cúpula de su partido, entre otras cosas por la forma cerrada en la que toma decisiones, considera que «se deben ir dando los pasos hacia una democracia lo más participativa posible, pero sin que eso genere una democracia de dos velocidades entre quienes tienen acceso y quienes no lo tienen a herramientas de participación constante». Aunque sí aboga por un futuro «donde el ciudadano tenga que tomar partido y ser responsable de decidir colectivamente». Advierte que este modelo de participación es imposible hoy en día porque, en su opinión, «la participación democrática controlada» y solo la iniciativa de los partidos que controlan el sistema podría cambiar eso. «Los partidos deben regenerarse o refundarse para ser completamente abiertos y participativos».

Tenemos los medios tecnológicos, pero no están al alcance de todos. Tenemos ganas de cambiar las cosas, pero somos conscientes del riesgo que conllevaría que no todos participaran con igual entusiasmo. Tenemos iniciativas, plataformas y aplicaciones para acercarnos más a lo que de verdad hacen los políticos, pero cada vez nos interesa menos. Tenemos partidos que ya experimentan con la elección directa, pero con métodos y resultados distintos. La pregunta que cabría hacerse entonces es: ¿tenemos la democracia que queremos o la que podemos tener?

Publicado en Yorokobu