Confederación de Estados, unión de ciudadanos

Confederación de Estados, unión de ciudadanos

En Europa la aprobación de la Carta Europea de los Derechos Fundamentales en diciembre de 2002 y los innumerables avances en la unión económica hacían necesario dar un paso más en el proceso de integración.

UNA CONSTITUCIÓN PARA LA NUEVA EUROPA

Con este objetivo algunos venían señalando desde hace tiempo la necesidad de redactar una Constitución europea, que se ajustase a los requisitos mínimos de un constitucionalismo posestatista -que se adaptase a un concepto amplio de Constitución-. En este sentido, hasta ahora cabía hablar de la Constitución material de la Comunidad Europea, localizada «en aquellos artículos de los Tratados que por su materia son constitucionales; en ciertos dictámenes y sentencias del TJCE1; más en algunos artículos de las Constituciones de los Estados miembros e incluso en algunas de las sentencias de las más altas jurisdicciones de los mismos, así como en los principios y tradiciones constitucionales comunes»2. Nos encontrábamos ante una Constitución fragmentaria, asimétrica, cambiante e incompleta, realmente constitucional en ciertos aspectos, pero a todas luces insuficiente para un proyecto como el de Europa, decidido a abandonar el aspecto de gigante económico y enano político con el que desde hace años se ha visto obligado a presentarse.

Así, no pocos autores reivindicaban una fundamentación constitucional para avanzar en el proceso de integración europea: «Pese a su carácter indispensable, esta fundamentación constitucional de la integración [comunitaria] es todavía hoy sumamente deficiente […], y la creación de la Comunidad Europea como verdadera Rechtsgemeinschaft no puede seguir eludiendo el problema constitucional»3. En la misma línea se expresaba el presidente de la Convención al iniciar los trabajos en febrero de 2002, cuando señalaba que «si fracasa el proyecto de un tratado constitucional en Europa, se instalará una simple zona de librecambio»4.

La doctrina afronta ahora la tarea de determinar si la naturaleza del texto constitucional recientemente presentado es verdaderamente constitucional o si, por el contrario, no deja de ser un elemento convencional, llamado a compilar y estructurar, según el esquema de la división de poderes, el conjunto abundantísimo de normas ya existentes. En esa línea se debatían las disputas terminológicas iniciales de la Convención, en las que frente al término «Constitución», muchos otros -entre ellos, su presidente- preferían utilizar un término más ambiguo, como es el de «Tratado Constitucional». La opción entre un modelo u otro tiene importantes consecuencias para la efectividad de los derechos fundamentales en el marco de la Unión Europea5.

La elaboración de la norma normarum europea debe ajustarse a la lógica del proceso constituyente, cuyos esquemas teóricos fueron trazados en fecha tan temprana como 1717 por el reverendo John Wyse6. De acuerdo con esta doctrina, han de registrarse tres momentos claramente diferenciados y sucesivos en ese proceso: la declaración de derechos, el pacto social y el acto constitucional. En este esquema, la aprobación de la Constitución se produce sólo en un momento posterior y además como mecanismo de garantía de los momentos anteriores, cristalizando una organización política del Estado sobre la base de la división de poderes. Pero si nos asomamos al proceso constituyente europeo no podemos evitar la sensación de hallarnos ante un iter de sentido inverso al descrito, en el que a través de una serie de normas y tratados internacionales entre Estados se ha ido provocando el pacto social. Y hasta ahora la defensa de los derechos fundamentales ha sido resultado de una construcción básicamente jurisprudencial. Será a finales de 2002 cuando, como fruto de los trabajos de una Convención creada a tal efecto, se apruebe la Carta Europea de los Derechos Fundamentales, que luego quedó relegada a un segundo plano a expensas de su integración en la estructura jurídica de la Unión.

EL PODER CONSTITUYENTE DE LOS CIUDADANOS

En la segunda fase del proceso constituyente-el pacto social-encontramos un nuevo obstáculo, que queda planteado en la pregunta: ¿dónde radica el poder constituyente?

El principio de la legitimidad democrática, fundamental y omnicomprensivo de todos los demás, es esencial en este proceso constituyente europeo, que estamos analizando. Cuando Maquiavelo certificó la desacralización del Estado, surgió la «creencia de que, al ser el Estado una obra humana, es al pueblo a quien corresponde el establecimiento de sus modos y formas de organización»7. Hasta ahora este principio no se había tenido suficientemente en cuenta en la construcción europea. Tanto en el Proyecto Spinelli (1984)8 como el Proyecto Oreja-Hermann (1994)9, observamos cómo el proceso constituyente dejaba a un lado la voluntad del pueblo soberano, en el entendimiento de que primero las instituciones realizarían su trabajo, para someter así al poder constituyente europeo, que debería presentarse como un poder total, absoluto, soberano e ilimitado, y no como un poder «circunscrito por las decisiones de unos órganos previos a él y en base a un ordenamiento jurídico anterior a su propio nacimiento»10. Se olvidaba entonces que el pueblo es esencial a la Constitución y la Constitución al pueblo, como ha recordado mi maestro Pedro de Vega: «La necesidad de hacer valer, conforme al principio democrático, la suprema autoridad del pueblo frente a la autoridad del gobernante, no ofrece otra posibilidad ni otra alternativa que la de establecer, por el propio pueblo, una ley superior (la Constitución), que obligue por igual a gobernantes y gobernados»11.

Si nos preguntamos por la naturaleza original del poder constituyente en un proyecto tan singular como la elaboración de una Constitución europea, Francesc de Carreras responde brillantemente cuando asegura que «queda claro que el sujeto constituyente es doble: los Estados por un lado y los ciudadanos por otro, y del pacto entre ambos emana la constitución»12. Así lo ha recogido el borrador constitucional, cuando dice que «la Unión nace de la voluntad de los ciudadanos y de los Estados».

En este intento de conjugar el principio de soberanía popular con el de la soberanía de los Estados miembros, el proceso constituyente, tal y como se ha desarrollado hasta el momento, adolece de un déficit democrático, aunque desde el principio la Convención ha subrayado la trascendencia de la legitimidad democrática, al menos desde el punto de vista formal. Su composición cuatripartita (Consejo, Comisión, Parlamento Europeo y Parlamentos nacionales, además de la participación de los Estados candidatos) así lo indica.

Además, la Convención ha tratado de abrirse a la sociedad. Lo exigía el anexo 1 de las conclusiones del Consejo de Laeken, según las cuales «para ampliar el debate y asociar al mismo a todos los ciudadanos, se constituirá un foro abierto a las organizaciones que representan a la sociedad civil (interlocutores sociales, medios económicos, organizaciones no gubernamentales, círculos académicos, etc)».

Aun así, la participación de ciudadanos, grupos y asociaciones ha sido reducidísima; iniciativas como los foros de la Convención en Internet han tenido una participación prácticamente nula, como lo demuestran los datos del último Eurobarometro, según el cual apenas el 39% de los europeos conoce los trabajos de la Convención y el proyecto de una Constitución Europea.

¿EUROPA DE LOS PUEBLOS O DE LAS NACIONES?

Muchos se han preguntado si esta falta de legitimación democrática directa de la Constitución no es sino reflejo de la inexistencia de un pueblo europeo, que justificaría la opción por el método intergubernamental13. Como ya hemos señalado, el pueblo debe ser la base del proceso constituyente y el fundamento de su estatus jurídicopolítico, pero la complejidad de la estructura de la Unión Europea nos obliga a profundizar en este análisis.

Nos hemos referido ya al concepto de doble legitimidad de la Unión -la de los Estados y la de los ciudadanos- como sustrato de poder constituyente, y ésta debería ser la base sobre la que tendríamos que partir a la hora de establecer el nuevo modelo territorial depositario de la Constitución. Este doble pacto (necesario, dada la estructura actual) no ayuda a la hora de definir el modelo futuro que resultará de la Constitución. Una vez más vemos surgir el enfrentamiento entre los dos modelos -el de la Europa de los pueblos y el de la Europa de los ciudadanos-.

La aprobación de una Constitución podría hacer pensar en una opción firme en el camino de la unidad, pero esto no supone de ningún modo una superación de la configuración estatal a favor del pueblo de Europa. En este punto, la doctrina trata de trasladar los esquemas clásicos de distinción entre federación y confederación, o entre Bundesstaat y Staatenbund, formas políticas que se diferencian por el modo en que puede llevarse a cabo la modificación formal de su norma fundamental. «Mientras en la Confederación la reforma de su órgano de gobierno requiere, con carácter general, la unanimidad de sus miembros, en el Estado Federal basta con que el proyecto de revisión sea aceptado por una mayoría cualificada»14. Además, la eficacia para los ciudadanos de las normas jurídicas emanadas de los órganos centrales de la Unión estatal será diferente: las del Bundesstaat serán directamente aplicables a los ciudadanos, mientras que en la confederación las mismas deberán ser transformadas en derecho interno para ser aplicables a los ciudadanos.

El texto recoge esta postura al aclarar que la Unión «gestiona sus competencias de modo comunitario y no federal». El estatus de la Unión sería, como señala el profesor La Pergola, el de una forma moderna de la Confederación, en la que sus componentes conservan su naturaleza de Estados constitucionales, independientes los unos de los otros y cada uno de ellos con su propio pueblo soberano. Por eso la Unión respetará «las funciones esenciales del Estado, en particular las que tienen por objeto garantizar la integridad territorial del mismo, mantener el orden público y salvaguardar la seguridad interior».

Hoy no existen otras categorías más claras para definir Europa. Hesse habla de «un innegable y profundo cambio: la evolución desde Estado desde su concepción tradicional como soberano, nacional, relativamente hermético, hacia el Estado actual, internacionalmente imbricado y supranacionalmente vinculado»; y en la misma línea se expresa Jiménez de Parga, cuando asegura: «La Europa que estamos construyendo no puede limitarse en las categorías que conocemos. La Europa de los próximos años no podemos entenderla ni definirla como un Estado, como una Federación o como una Confederación. Debemos aplicarle, como siempre, una categoría original. Y en tanto llega el feliz hallazgo no podemos cerrar los ojos ante lo que ya es una realidad consolidada y tangible. Quizá si reparamos en ella vayamos en la dirección propicia para encontrar lo que buscamos. Algún día alcanzaremos un modelo original. Empeñarse en crear un Estado europeo a imagen de los viejos Estados nacionales sería la evidencia de un fracaso y la garantía del fin de Europa». Quizás por eso el profesor La Pergola se ha referido con frecuencia al proyecto europeo como a una «Confederación moderna», concepto que podría conjugar el principio de las soberanía popular con la de los Estados miembros15.

Esta confederación moderna, de la que la Unión Europea sería el máximo exponente, presentaría un estadio de centralización mucho más avanzado de lo que estuvieron nunca las confederaciones históricas, pues no en vano hoy los destinatarios de las normas dictadas por el poder central no serían únicamente las autoridades de las colectividades confederadas, sino también los ciudadanos. Esta figura se caracteriza además porque, «siendo en verdad una Unión de Estados edificada, como aquélla, en base a una ciudadanía común y sobre los principios del constitucionalismo moderno, está destinada a no convertirse en ningún caso en un ente estatal».

LA CONSTRUCCIÓN DE EUROPA

Como consecuencia directa del modelo que propone la Convención se introducirían algunas modificaciones importantes, fundamentalmente en la protección de los derechos fundamentales, tanto con la incorporación de la Carta al texto constitucional como con la modificación de la estructura institucional.

Entre estos cambios destaca la creación de la figura de un presidente estable para el Consejo de Europa, cuyo mandato tendría una duración de dos años y medio; más la figura del ministro europeo de política exterior; la reducción a quince del número de miembros de la Comisión Europea, que irán rotando por nacionalidades con un máximo de un miembro por país; el fortalecimiento del Parlamento Europeo y de los Parlamentos nacionales, así como la creación de un Consejo legislativo, a modo de segunda Cámara; la nueva distribución de mayorías en la toma de decisiones, que establece la necesidad de alcanzar una mayoría cualificada que se alcanzará reuniendo a más de la mitad de los Estados miembros y sumando al mismo tiempo la representación de, al menos, el 60% de la población de la Unión Europea y la reducción del derecho de veto, que se mantiene sólo en materias como fiscalidad y política exterior y de defensa.

LA POLÉMICA DEL PREÁMBULO

La elaboración del Preámbulo tampoco ha estado exenta de polémica. En un principio, la declaración inicial hacía mención de varios elementos importantes que han contribuido a plasmar el patrimonio europeo, pero omitiendo una mención explícita del cristianismo. El texto originario rezaba: «las herencias culturales, religiosas y humanistas de Europa» que fueron «alimentadas inicialmente por las civilizaciones griega y romana», «y más tarde por las corrientes filosóficas de la Ilustración», son las raíces en las que se funda la «visión del valor primordial de la persona y de sus derechos inviolables e inalienables, así como del respeto del derecho». Unas palabras que recuerdan a estas otras de Paul Valéry: «Yo consideraría como europeos a todos los pueblos que, en el transcurso de la Historia, han experimentado tres influencias: Roma, el Cristianismo y antes Grecia», pero en las que faltaba uno de los miembros.

La polémica omisión del cristianismo, y la mención única de la Ilustración, era a todas luces sorprendente. Con un criterio salomónico, los miembros de la Convención decidieron suprimir cualquier referencia -Roma, Grecia y la Ilustración por igual-, antes que incluir al cristianismo como inspirador de la civilización europea. El debate seguirá abierto; somos muchos los que, como advertía Juan Pablo II ante el Parlamento Europeo, pensamos que: «La marginación de las religiones que han contribuido y todavía contribuyen a la cultura y al humanismo de los que Europa está legítimamente orgullosa, me parece que son al mismo tiempo una injusticia y un error de perspectiva. ¡Reconocer un hecho histórico innegable no significa en absoluto ignorar toda la exigencia moderna de un justa laicidad de los Estados y, por tanto, de Europa!».

Ignorar, como hace el texto, la realidad de la identidad europea, que tiene como uno de sus componentes básicos él cristianismo, constituye una imposición ideológica y expresa la voluntad política de que el laicismo excluyente constituya la única categoría cultural y referencial posible, marginando así el hecho religioso y, en palabras de Rafael Navarro Valls, olvidando «que la común herencia judeocristiana es uno de los más claros elementos comunes -y quizá el más fuerte- entre las mitades occidental y oriental de Europa, cuya integración es uno de los aspectos que más atención reclama en el futuro próximo de la UE».

LA POSICIÓN DE ESPAÑA

La postura de España ha sido desde el principio la de impulsar los trabajos de la Convención a través de una participación activa. Su criterio se ha orientado siempre a reforzar la permanencia y el fortalecimiento de los actuales Estados dentro de la Unión, pues frente a toda idea de una Europa federal o de los pueblos, el Gobierno español ha defendido «una unión de Estados nacionales, que tienen personalidades distintas y que, conservando su identidad y soberanía, han encontrado una fórmula original, basada en el sometimiento a un Derecho común, con efectos directos sobre sus nacionales y primacía sobre los ordenamientos internos, en la creación de unas instituciones comunes; y, en fin, en el desarrollo de políticas comunes que les permiten conseguir mayor seguridad y mayor bienestar para sus ciudadanos».

Entre las aportaciones logradas por España se cuentan la incorporación de la Carta Europea de Derechos Fundamentales, la figura de la presidencia de la Unión, el reforzamiento de la política exterior de la Unión a través de la figura del Ministro de Exteriores; el principio de solidaridad entre los Estados miembros para combatir el terrorismo, la política común de inmigración, etc.

A pesar de estos logros, tras la presentación del borrador constitücional, España ha reaccionado con cierto desencanto, llegando a amenazar con su derecho a veto en la Conferencia Intergubernamental (CIG). El borrador incluye, contra la voluntad de España, una parte institucional, lo que supone una modificación sustancial del reparto de poder suscrito en Niza y, sobre todo, un giro en la concepción de la estructura de Europa. Esta reforma institucional consta de tres puntos fundamentales, pero en la base de todos ellos se encuentra el mismo argumento: el que prima la población sobre cualquier otro aspecto, y por ello sitúa necesariamente a España dentro de un segundo grupo, en lo que a poder de decisión se refiere.

De ahí la oposición del Gobierno español al sistema de toma de decisiones. Lo ha expresado su presidente, José María Aznar, en la presentación del borrador de la Constitución Europea ante el Consejo Europeo: «No sólo España sino muchos Estados miembros rechazan la propuesta de la Convención de corregir el sistema de votación fijado en la Cumbre de Niza, y cambiarlo por un método de doble mayoría -mitad más uno de los países y 60% de población-». Ese es el modo más seguro de que, entre otras muchas cosas, no vengan impuestos desde Bruselas modelos que son, en definitiva, contrarios al patrimonio cristiano (católico, concretamente) que es propio de la sociedad española.

Además el Gobierno español es partidario de incluir en el preámbulo constitucional una alusión explicita al bagaje cristiano de la Unión. En este tema, uno de los que más polémica ha déspertado en los debates de la Convención, España contaría con el apoyo de Polonia, Portugal, Irlanda, Italia y Austria.

Otra de las propuestas interesantes del Gobierno español, que podría ser acogida en la Conferencia Intergubernamental, sería la de someter a referéndum el texto constitucional, algo que supondría un verdadero impulso de legitimación de la integración europea, y ayudaría a dar a conocer el texto entre la ciudadanía.

UNA EUROPA DE Y PARA TODOS

El proceso continuará, pero ya está fuera de duda que la Unión Europea debe hacerse más visible ante el mundo, más comprensible para sus ciudadanos y más democrática y eficaz para todos. Todos coinciden en señalar la Constitución como una pieza clave para el logro de esos objetivos. El desarrollo de una política exterior y de defensa y la organización de un espacio de libertades y seguridad comunes en Europa reclama la Constitución Europea. Su aprobación en la Conferencia Intergubernamental de 2004, su ratificación por parte de todos los países miembros y sobre todo su difusión entre los ciudadanos -para lo que simplificar las más de doscientas páginas presentadas por la Convención y la celebración del referéndum de aprobación podría ser un buen instrumento-, serán imprescindible para conseguir una identidad europea definida -la auténtica Europa de los ciudadanos- y una organización supranacional verdaderamente democrática. Robert Schuman ya anunció que la unidad europea sería el fruto de un largo proceso; cincuenta años después seguimos pensando que el proceso no resultará nada fácil; pero si miramos hacia atrás, el contemplar todo lo que hemos avanzado alimenta nuestra esperanza y la confianza en este prometedor tratado constitucional.

NOTAS

1 · El Dictamen 1/91 del TJCE sobre el proyecto de Acuerdo sobre el Espacio Económico Europeo, configuró definitivamente a los Tratados Constitutivos como la carta constitucional de la Comunidad Europea y como la norma suprema y generatriz del ordenamiento jurídico comunitario: «El Tratado CEE, aunque concluido bajo la forma de un acuerdo internacional, no deja de constituir por ello la carta constitucional de una comunidad de derecho. Los Estados han limitado en materias cada vez más extensas sus derechos soberanos y en él, los sujetos son no sólo los Estados sino también sus nacionales».
2 · A. Pereira Menaut, «Invitación al estudio de la Constitución Europea», Revista de Derecho Político nº 53, 2002, pág. 205.
3 · F. Rubio Llórente, «El constitucionalismo de los Estados integrados de Europa», en Constituciones de los Estados de la Unión Europea, Ariel, Barcelona, 1997, págs. 18-19.
4 · V. Giscard d’Estaing, «Discurso de inaguración solemne de la Convención», 28/02/2002.
5 · Javier Ruipérez, La Constitución Europea y la teoría del poder constituyente, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, pág. 23.
6 · J. Wyse, A vindication for the Government of the New England Churches. A drauifrom Antiquity; the light of Nature; Holy Scripture; its Noble Natura; andfrom the Dignity divine Providence has put upon it, Boston, 1772.
7 · P. de Vega, «Constitución y democracia», en La Constitución de la monarquía parlamentaria, FCE, 1983, pág. 67.
8 · JOCEC 77, de 19.03.1984.
9 · DOCE 61, de 28.02.1994.
10 · Javier Ruipérez, La Constitución Europea y la teoría del poder constituyente, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000.
11 · P. de Vega, La reforma constitucional y la problemática del poder constituyente, Tecnos, Madrid, 1985, pág. 25.
12 · F. de Carreras Serra, «Por una Constitución europea», Revista de Estudios Políticos nº 90 (1995), pág. 205.
13 · G. C. Rodríguez Iglesias, «La Constitución de la Comunidad Europea», en El derecho comunitario europeo y su aplicación judicial, Civitas, Madrid, 1993, p. 99.
14 · Javier Ruipérez, La Constitución Europea y la teoría del poder constituyente, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000.
15 · A. La Pérgola, «La Confederación. 2. La forma moderna: el federalismo y sus contorno», en Los nuevos senderos del federalismo, Madrid, 1994.

Publicado en Nueva Revista

 

 

Estados Unidos, paisajes de una batalla

Estados Unidos, paisajes de una batalla

A menos de seis meses para las elecciones presidenciales en Estados AUnidos y tras casi el mismo periodo de tiempo de intensa precampaña, cuando los candidatos de los partidos ya están decididos, da la sensación de que todo el proceso de las elecciones primarias ha dejado las cosas tal y como estaban en un principio.

El paisaje se presenta despejado, como si la guerra estuviera aún por empezar. En el bando republicano, George W. Bush se esfuerza ahora por lograr reunificar a sus tropas dispersas. En el demócrata, en cambio, el Vicepresidente Al Gore se presenta sólidamente al mando. Al fondo, como meros testigos invitados al duelo, se encuentran Pat Buchanan, candidato del Partido para la Reforma, y Ralph Nader, por el Partido Verde.

Atrás quedan seis meses de intensos combates, a pesar de que el resultado de las elecciones primarias y el prematuro abandono, uno tras otro, del resto de los aspirantes, puedan ofrecer la impresión de que, más que batallas, las primarias han sido una especie de paseo triunfal. Nada más lejos de la realidad.

Durante estos meses hemos asistido a una de las campañas más interesantes de la última década. Una campaña en la que se han presentado diferentes enfoques de la política norteamericana con un estilo diferente; un poco de aire fresco en el coto cerrado de la política tradicional de Washington. Una tormenta de ideas que, sin duda, marcará de manera decisiva las estrategias que deberá seguir, en estos próximos meses, aquél que quiera llegar a ser el Presidente de los Estados Unidos de América.

El transcurso de las primarias ha sido paradójico, pues por caminos sorprendentes se ha llegado al resultado esperado. Si las primeras encuestas nos presentaban al candidato Bill Bradley como un serio oponente para el Vicepresidente Al Gore, su trayectoria durante la campaña ha dibujado una línea descendente. En el otro bando, George W. Bush figuraba como líder indiscutible del Partido Republicano, apoyado en la diversidad y el número de candidatos de su partido. Sin embargo, Bush ha observado preocupado cómo surgía de la nada un candidato inesperado, que llegaba incluso a derrotarle en Estados como Arizona o Michigan, obligándole a emplearse a fondo -tanto personal como económicamente- y a replantear su campaña de cara al asalto final de la Casa Blanca.

Las primarias van a resultar determinantes para el desarrollo de la inminente campaña electoral. Los aspirantes vencidos, cada uno a su manera, han aportado una nueva atmósfera a todo el proceso electoral, forzando a los candidatos finalmente elegidos a efectuar un giro radical en sus campañas y, lo que es más importante, a la inclusión en sus agendas de nuevos temas que han ido surgiendo a lo largo de las primarias, lo que, sin duda, supone un gran beneficio para el juego democrático.

LOS MANUALES DE GUERRA

Los famosos libros de campaña han sido el instrumento elegido por la mayoría de los candidatos para exponer sus ideas; ideas que, dicho sea de paso, no se han visto corroboradas a lo largo de la precampaña con promesas concretas.

En todos esos libros, especialmente en los de los candidatos republicanos, se pueden encontrar infinidad de referencias a los padres fundadores de la nación americana o elogios incluso a la figura de Ronald Reagan. La tónica general es la vuelta a los valores tradicionales americanos. Asimismo, en los diversos títulos se escuchan ecos del libro Keeping Faith del ex Presidente Jimmy Cárter, en un empeño por reenfocar la vida política del país. Se trata de hacerla un poco más cercana a los ciudadanos y de alejar, al menos con la intención, las pautas económicas como únicos valores determinantes de la política.

John McCain ha ofrecido una propuesta original, una apuesta por el carácter y la personalidad como elementos esenciales para liderar al país más poderoso del mundo. No obstante, los resultados obtenidos han venido a decirle que eso no es suficiente. En su libro Faith of My Fathers, en el que repasa la historia militar de su familia y la suya propia como prisionero de guerra en Vietnam, no se pueden encontrar ideas concretas sobre los seguros sociales, el control de las armas o la financiación de las campañas. Sólo encontramos al hombre, al patriota McCain. Lo que cualquiera puede asegurar después de leer su libro es que, en caso de guerra, Estados Unidos estaría bajo el mando de un auténtico soldado.

Steve Forbes, en A New Birth of Freedom, se presenta como un candidato apolítico, como la voz del pueblo que conoce y entiende las opiniones de éste, frente a una política agotada y desligada del mundo real. Su bandera es la Libertad, origen y fin último de la nación norteamericana, y de ella emana su programa. Libertad que anuncia no sólo como libertad económica (y que se traduce en una simplificación del modelo fiscal y en el establecimiento de un impuesto plano del 17%), sino también libertad en el plano educativo (implicando a padres, alumnos y profesores); libertad también para escoger el mejor seguro médico y social, siguiendo el modelo del MSA (Medical Savings Accounts), que se está aplicando de forma experimental desde 1996, y el IRA (Individual Retirement Account); libertad para desarrollar una política medioambiental sin ningún tipo de intromisión estatal; libertad frente a cualquier ataque externo (concretamente, de China o Rusia) y, en especial, frente al peligro nuclear. Para Forbes, la libertad no es más que la aplicación integral de las reglas del mercado en la sociedad, con un fondo, eso sí, de valores tradicionales, unos valores que -con la vida como precepto básico y Dios como su principal fundamento- desarrollen las libertades individuales, salven a la juventud de las drogas y a la nación de la inseguridad ciudadana. Su modelo son los padres fundadores de los Estados Unidos: Washington, Madison, Jefferson, Adams y, por añadidura, Ronald Reagan.

George W. Bush, en A Charge to Keep, nos presenta al hombre, al Gobernador atento a las personas de su alrededor, conocedor de los problemas de la calle, familiar y deportista. El libro se vertebra en torno a «sucesos que han cambiado mi vida», como él mismo afirma: un sermón en una iglesia protestante, su primera elección como Gobernador de Texas, sus estudios universitarios… Y todo ello coronado siempre con una moraleja final, que suena hueca, que pretende justificar algunas actuaciones y que, en ocasiones, resulta contradictoria. En la Introducción, el autor deja clara la intención de su libro, que no puede ser entendido como un programa electoral (nadie podría confundirlo) sino como parte de su propia campaña: a lo largo de la publicación, Bush trata de dejar a salvo toda una serie de virtudes -las del buen gobernante- y de apuntar los temas imprescindibles de su agenda electoral: el sistema educativo, su proyecto médico y de la Seguridad Social, su postura de defensa de la vida frente al aborto (a pesar de su apoyo incondicional a la pena de muerte) y su intención de reforzar el Ejército. En el libro hay lugar para todos: WASP e hispanos católicos y protestantes, industriales y granjeros… Cualquiera tiene su referencia, su alabanza, pero ese quedar a bien con todos no hace más que confirmar su imagen de político moldeable, de figurín: «Un buen chico, pero un traje vacío» en manos de sus asesores. El libro no pasa de ser un bonito cofre insustancial que presenta al «Conservador Compasivo», expresión con la que Bush pretende resumir todo un estilo de gobierno que no ha calado, al ahogarse quizá, como una más, en un mar de promesas.

Entre los demócratas, Al Gore parece remitirse a sus años de Vicepresidente como tarjeta de presentación y sólo permite acercarse a su figura a través de Inventing Al Gore, una biografía respetuosa en la que se presenta como un candidato que ha sabido adelantarse a su tiempo en temas como el medioambiente o la Sociedad de la Información, pero que nunca ha logrado convertir sus ideas en decisiones políticas. Un candidato cambiante en sus planteamientos, ideológicamente unido a Bill Clinton en la escuela de los «New Democrats» y salpicado, como él, de escándalos políticos.

Bill Bradley opta también por escribir un libro y, en Time Present, Time Past, publicado en 1997, ha presentado su programa político a través de un recorrido por algunos sucesos relevantes de su carrera. En sus más de 400 páginas de apretado texto, Bradley expone sus ideas personificadas en héroes ordinarios, en personas que ha encontrado a lo largo de su vida y que le han reafirmado en la esperanza de que es posible hacer un mundo mejor. Todo puede sonar utópico, a discurso de telepredicador, pero Bill Bradley demuestra, sin jactancia de ninguna clase, su contacto con la gente de a pie. Sus conocimientos, su experiencia política -adquirida en su trabajo como Senador durante más de veinte años- y, sobre todo, un amplio repertorio de ideas conforman su programa político sobre política exterior, medio ambiente, problemas raciales y de integración social de las minorías, fortalecimiento de la sociedad civil, etc. Bradley ofrece, en suma, una nueva forma de hacer política, pero esta vez el discurso no suena a ya oído, sino que se reviste de realidad y, lo que quizá sea más importante, de credibilidad, para lograr a través de las promesas lo que todos persiguen: la confianza.

En las filas del Partido Reformista, tras la decisión final de Donald Trump de no optar a la Presidencia, quedó en solitario Pat Buchanan. En su polémico libro A Republic, not an Empire, que se ha convertido en un auténtico best-seller, emplea un tono catastrofista para exponer su visión de la política exterior norteamericana. Un plan que pasa por retirarse de todos los frentes en los que en la actualidad hay tropas norteamericanas, para centrarse exclusivamente en la defensa de los intereses estadounidenses. Utilizando argumentos históricos -en especial, el «morir de éxito», por su relación con la expansión/dispersión de imperios como el romano, el británico o el español-, Buchanan arremete contra los puntos de vista globalizantes y contra todos aquellos que pretenden imponer en el mundo la Pax Americana. Adopta una visión estatalista, aislacionista, proteccionista y, hasta cierto punto, egoísta: «No queremos un Nuevo Orden Mundial, sólo pretendemos una América mejor».

LAS PRIMERAS ESCARAMUZAS

Preparados el armamento y el plan de ataque, la campaña se inició, como todas, al estilo tradicional, con ligeras escaramuzas sobre cuestiones fiscales (donde todos parecen estar de acuerdo), asuntos puntuales como el aborto (Bush Pro-life vs. Gore Pro-choice) y ataques personales (Vietnam, la financiación ilegal de los partidos o la marihuana), un nuevo capítulo del conocido «¿Dónde estabas tú en el 68?».

En las filas demócratas, Bill Bradley parecía estar sacando partido a esta forma tradicional de hacer campaña. Sin echar mano -probablemente, por miedo- de todo su arsenal de propuestas originales sobre la deuda externa o las cuestiones raciales, se presentaba en las encuestas como un difícil rival para el Vicepresidente Gore. Este, a la vista de los resultados, ha decidido romper con el menú acostumbrado: trasladar la sede de su campaña a Tenesse (su Estado natal), renunciar a la herencia de Bill Clinton y presentarse como un candidato independiente, con ideas propias y concretas en asuntos como el seguro médico, el medioambiente o la Sociedad de la Información, lo cual -como han demostrado las urnas- le ha dado excelentes resultados.

Entre los republicanos reinaba la tranquilidad, alterada únicamente por esporádicas escaramuzas. Es entonces cuando entró en liza un guerrillero profesional, el Senador McCain. Abanderando la regeneración de la Política (con mayúscula), decidió echarse al monte y comenzar una guerra de guerrillas, trasladando la lucha a temas puntuales como la financiación de los partidos políticos o el dominio de los grupos de interés en Washington. Esto le reportó excelentes resultados, convirtiéndose en la única alternativa real, de entre todos los aspirantes republicanos, a la hegemonía del candidato «oficial» George W. Bush.

A partir de ese momento, los candidatos empezaron a hablar. En las encuestas de opinión sobre política nacional, el sistema educativo (76%), la Seguridad Social (74%) y los impuestos (67%) son asuntos considerados muy importantes por la población. En cuanto a la educación, los candidatos debaten entre el modelo público y el privado, con soluciones como los cheques escolares, pero todos coinciden en que hay que reforzar la formación, la capacidad y los alicientes del profesorado, con campañas como la llevada a cabo en universidades de Washington D.C.: «Be a Hero, Teach».

Los modelos de Seguridad Social y los seguros médicos (temas en los que se presentan soluciones coincidentes con los mencionados MSA y el IRA) ya se están poniendo en práctica. En el asunto de los impuestos todos han aportado su granito de arena. Concretamente, Steve Forbes, con su propuesta simplificadora de la ley fiscal: «Un impuesto que cabe en una postal», o Donald Trump, que ha sugerido un impuesto especial sobre las grandes fortunas -entre las que se incluiría la suya- para terminar con la deuda nacional. Con diferentes fórmulas, todos coinciden en que hay que reducir los impuestos y pujan a la baja con la coletilla «sin prejuicio de las prestaciones sociales», que viene a sustituir al tradicional «¿quién da más?».

En política internacional, materia considerada muy importante por un 47% de los ciudadanos, China y Rusia parecen ser los únicos enemigos reales para los Estados Unidos. Al mismo tiempo, se plantean otras cuestiones puntuales: las supuestas ayudas de campaña provenientes de otros países, la situación de las tropas americanas, la alarmante desmilitarización y, evidentemente, el ya histórico asunto de Elián, que ha vuelto a reavivar el problema cubano, reducido durante mucho tiempo a un aspecto puramente comercial.

Tampoco hay que olvidar esa nueva corriente de opinión que reivindica un cambio en la vida política del país y una mayor toma en consideración de los valores morales en la tareas de gobierno (cuestión muy importante para un 66% de los norteamericanos). Eso no impide que sólo un 34% de los ciudadanos considere el asunto de la financiación de las campañas como algo muy importante. Por delante se encuentra toda una serie de temas «secundarios»: la regulación de la posesión de armas de fuego (62%), de la que Bush opina que es un problema de educación que no puede solucionarse con legislaciones restrictivas. Algo parecido opina también McCain, antiguo héroe de guerra, mientras que Gore, apoyado por el Presidente Clinton, aboga por una legislación restrictiva. Otro de esos temas secundarios lo constituye la defensa del medioambiente (55%), en la que Gore parte con ventaja, puesto que es un tema al que viene dedicando parte de sus esfuerzos desde hace tiempo. Por último, en la consideración ciudadana, cuestiones sociales como la integración racial y la creciente expansión de las minorías (41%), el aborto (50%), los derechos de la mujer (43%), la pena de muerte (37%) y una apuesta generalizada por el protagonismo de la sociedad civil se han convertido en temas recurrentes en los mensajes de unos y otros, que, sin embargo, no parecen haber calado en la sociedad.

Una reciente encuesta del Washington Post ofrecía el ranking de los asuntos clave para decidir el voto de cara a las elecciones. Sin llegar a deshancar la materia esencial de cualquier comicio presidencial -«la economía, idiota, la economía», como decía un asesor del Presidente Clinton parodiando a los hermanos Marx, y que sigue ocupando el primer puesto para un 13% de los encuestados-, ha aparecido además un gran número de temas por este orden: la educación, clave para un 9% de la población; la política social (integración de minorías, lucha contra las drogas y la delincuencia juvenil), decisiva para un 8%; los impuestos y la Seguridad Social, ambos también relevantes para un 8% de los estadounidenses, etc.

De todos modos, se echan en falta temas importantes como la cacareada revolución que trae consigo la era de la información y las telecomunicaciones, curiosamente ignorada por los candidatos. Otros aspectos abordados han sido la ampliación del horario laboral, con un promedio de 2000 horas anuales (frente a las 1750 horas de España o las 1500 horas de Alemania), el incremento de la población reclusa y las denuncias de explotación laboral de esa población por parte de algunas multinacionales.

Como ha podido observarse, la precampaña ha sido rica en enfrentamientos. Ahora sólo cabe esperar que éstos no hayan sido en vano. Los electores han vuelto a decantarse por lo tradicional, por lo conocido, por la presencia frente a las ideas, lo establecido frente a la renovación. .. Y los candidatos serán los propios del sistema: Al Gore y George W. Bush, nietos, hijos y padres de políticos. Junto a ellos figuran Pat Buchanan, en su enésimo intento por alcanzar la Presidencia de los Estados Unidos, y un outsider, Ralph Nader, que tras más de treinta años de intentos ha dejado de serlo e intenta cambiar el sistema desde dentro. Esperemos que ninguno de ellos desprecie las educativas heridas de guerra de las primarias.

LA ÚLTIMA BATALLA

Los generales ya están listos para la última batalla. En un bando, el Vicepresidente Gore lidera un ejército compacto, en el que el apoyo inmediato de Bradley tras su abandono (a pesar de su renuncia inicial a la vicepresidencia) le ha permitido presentar un programa conjunto y dedicarse desde el principio a preparar su plan de ataque.

George W. Bush, por el contrario, trata de ultimar las alianzas que necesita, buscando desesperadamente lograr la imagen de un partido unido, y sigue esforzándose en reunificar todas sus tropas, desperdigadas tras los primeros combates. A un lado se encuentra el ala más conservadora del Partido Republicano, que puede optar por votar a Buchanan. Al otro lado están los seguidores de MacCain, atentos a la voz de su amo, que pueden acabar decidiéndose por el candidato demócrata. La victoria final de Bush dependerá del éxito de esta tarea.

La valoración ciudadana sobre la capacidad de actuación de Gore y Bush en los temas clave es muy pareja. Sólo hay un aspecto que, al final, puede resultar decisivo. Lo resumía muy bien el Senador de Nueva York Pat Moynihan: «No hay ningún problema con Al Gore, salvo que no puede ser elegido Presidente de los Estados Unidos». Esta opinión es compartida por muchos ciudadanos: sólo un 40% piensa que Al Gore cambiaría las cosas en Washington, frente al 52% que piensa que todo seguiría como está. En cambio, un 54% de los norteamericanos cree que Bush puede cambiar las cosas y un 39%, que todo seguiría igual en el caso de que éste ganara las presidenciales.

Los testigos se sitúan a ambos extremos. Pat Buchanan, sempiterno candidato a la presidencia, ha decidido abandonar las filas del Partido Republicano y presentarse desde el Partido de la Reforma, fundado hace unos años por el multimillonario texano Ross Perot, que se cansó ya de jugar con la política. Ralph Nader, presidente y fundador del grupo de presión Public Citizen (un lobby de los denominados de interés público), a través de su brazo en Washington, Congress Watch, se presenta como candidato independiente, apoyado por los verdes. Su experiencia en Washington, su popularidad como persona íntegra y defensor del pueblo frente al sistema político tradicional, hacen posible presagiarle un buen número de votos.

Las tropas están situadas. Las encuestas se han ido equilibrando. Actualmente presentan un igualado 47% de intención de voto a favor de Gore, cuya posición se sigue reforzando, y un 46% para Bush. Los otros dos candidatos se reparten los votos sobrantes, con una previsión que llega hasta el 5% en el caso de Ralph Nader, Buchanan prácticamente desaparece de las encuestas Buchanan. Ya sólo queda esperar estos seis meses que restan hasta el día de las elecciones. Confiemos en asistir a una campaña en la que, dejando de lado los tópicos tradicionales, se confronten nuevas ideas.

Publicado en Nueva Revista