Mayo del 68: claves filosóficas de una revuelta posmoderna

Mayo del 68: claves filosóficas de una revuelta posmoderna

En la sociedad del espectáculo, los aniversarios, sobre todo cuando son redondos, son una buena excusa para resúmenes, revisiones históricas, e incluso alguna revelación sorpresa. Ahora que se cumplen 50 años del año que lo cambió todo, Josemaría Carabante se une a los que, como González Férriz o Joaquín Estefanía, han revisado en España los acontecimientos sucedidos alrededor del mundo en 1968 pero lo hace por un camino diferente, ofreciendo una biografía intelectual de lo sucedido. Desde el convencimiento de que, como había destacado Richard Weaver, “las ideas tienen consecuencias”, Carabante acierta al centrar su trabajo en estas ideas, en sus orígenes, su desarrollo y su evolución.

Y lo hace a través de un ensayo breve para un proyecto tan ambicioso como complejo, que le obliga a realizar un impresionante ejercicio de síntesis, en el que compagina el manejo crítico de la historia del pensamiento de los últimos 100 años, con profundidad y claridad didáctica, ofreciendo herramientas para reflexionar sobre nuestro presente a la luz de lo sucedido.

El 68 se suele describir como una acumulación de derrotas políticas, y una gran victoria cultural, de cambio social, y psicológica, que afecta a las actitudes de los individuos, llamada a dar fruto durante muchos años. Se olvida a menudo, al realizar este juicio sumario que, como señalaba Aron, entre sus objetivos se encontraba el “deliberado propósito de politizar la cultura y las aulas”, por lo que la victoria cultural fue también en gran medida una victoria política. De ahí que entre los logros de las revueltas estudiantiles se encuentren éxitos de naturaleza política como el otorgar visibilidad a ciertas desigualdades, como las de raza o género, la ampliación las perspectivas de desarrollo de la mujer y la entrada en la agenda política de asuntos como la ecología. Quizás la derrota se produce, sobre todo en el plano cultural, cuando, como apunta el autor haciendo referencia a Zizek, el capitalismo asume cómodamente algunas de las reivindicaciones del 68, como la flexibilidad, el consumismo, la maleabilidad de las identidades y el hedonismo, rasgos que hoy en día constituyen, lo queramos o no, los rasgos de nuestro sistema económico y social.

Tras un breve resumen de lo sucedido durante ese año con el fin de poner en contexto al lector, y que, debido a su carácter introductorio, no puede evitar caer en la breve enumeración de hechos, el ensayo realiza un recorrido intelectual en el que cada párrafo del libro es un ejercicio de concisión y de rigor. El análisis crítico de los orígenes filosóficos del terremoto presenta la Revolución del 68 como una revolución fundamentalmente antimoderna, irracionalista, hija de la filosofía de la sospecha, que denuncia los presupuestos de la Ilustración, aunque paradójicamente lo haga desde una posición de elitismo intelectualista, que hace depender cualquier intento de revolución de la fuerza de seducción de los intelectuales.

Entre las ideas que provocan y alimentan la acción en las calles encontramos la asunción de la importancia cultural del marxismo, en la que tanto contribuyó Gramsci, más allá del terreno económico; la exaltación freudiana del instinto frente a una cultura asociada intrínsecamente con la represión; el impulso de Marcuse al dotar de naturaleza revolucionaria al deseo sexual; el nihilismo vitalista de Nietzsche; y el influjo situacionista, que, a través de las obras de Debord y Vaneigem, introduce los elementos estéticos y lúdicos tan importantes para el éxito de las revueltas. El autor, que no abandona el análisis crítico en ningún momento de la exposición y ofrece, al final, como contrapunto la visión crítica de Raymond Aron, que no dudó en calificar lo sucedido en Mayo del 68 como “psicodrama”, una comedia revolucionaria, obsesionada con la crítica pero sin un modelo social alternativo.

La posmodernidad se presenta como un proyecto de liquidación de los principales dogmas  de la modernidad: la razón, la verdad o el sujeto

A continuación, este libro agudiza aún más su perspectiva crítica para analizar a los hijos intelectuales del 68, aquellos que, como Deleuze, Derrida, Foucault o Lyotard, dieron forma filosófica a algunas de las principales tesis que habían acampado en la Universidad a finales de los sesenta. Todos ellos coinciden en adoptar la filosofía como parte inseparable de la política y reducen todo intento de comprensión de la realidad a la categoría de interpretación, convirtiendo la filosofía en una terapia emancipadora. La posmodernidad se presenta así como un proyecto de “liquidación de los principales dogmas en los que se sustentaba (la modernidad), como la razón, la verdad o el sujeto”, explica Carabante. La propuesta de estos supuestos herederos del 68, para quienes la cultura resulta ser “un producto azaroso, arbitrario”, es una “pluralidad de concepciones de vida y de valores, todos igualmente válidos en el universo del igualitarismo pluricultural”. Bajo esta óptica, la diferencia y la alteridad sustituyen a los grandes relatos y culturas.

No es de extrañar que, ante la desaparición de lo común que causa el juego de la “diferencia”, las instituciones se presenten como creaciones artificiales y arbitrarias y se entienda como instancias que limitan el desarrollo del yo individual, más inclinado a las identidades volátiles. El individualismo, mezcla de subjetivismo y narcisismo, se convierte así en el eje vertebrador de la posmodernidad. Eso provoca desarraigo en el individuo contemporáneo y un contexto cultural basado en “la indiferencia, la apatía cool y la trivialidad”, características de nuestra “Era del Vacío”, donde el acuerdo sobre el bien común, e incluso la comunicación imprescindible para alcanzarlo, se hacen mucho más difíciles por la identificación de lo privado y lo público, la fragmentación de intereses, y el realce identitario de las diferencias. No en vano el autor señala como “el liberalismo posmoderno y sus colorarios –el relativismo, la diferencia, el rechazo al poder, su espíritu anti-institucional, su minimalismo ético-“ se ha convertido en un credo transversal y unánime que, como han señalado Bell o Fukuyama, desdibujan las ideologías clásicas, convertidas en una mera agregación de intereses. Ante este panorama, Carabante prefiere finalizar su ensayo con un guiño a la esperanza que, en su brevedad, no puede ocultar cierto voluntarismo.

Sobrevolando todo este ensayo aparece uno de los debates políticos de fondo más relevante de nuestros días, la necesidad de la revolución

Lo más interesante de la obra del joven filósofo madrileño es que, junto al brillante ejercicio didáctico de dar a conocer un acontecimiento determinante de nuestra historia actual, el libro se plantea con una referencia continua al momento actual, iluminando el presente con las luces largas que aporta siempre el pasado.  Carabante lo advierte desde el principio al señalar como en “los últimos años, a raíz sobre todo de la última crisis económica, ha regresado la mitología del 68 al escenario público y la arena mediática. Se ha perfilado una nueva cultura política contestataria, de estilo populista, que blande las consignas libertarias de entonces y que, al hastío de la juventud, añade ahora el descontento por las penurias y desigualdades provocadas por el último capitalismo, un componente que faltaba en los levantamientos estudiantiles”. De ahí que en esta biografía intelectual de la revolución, el acento en las similitudes entre lo ocurrido alrededor del mundo en 1968 y el momento actual, sean un elemento transversal permanente.

Los momentos, especialmente en el terreno económico, son diferentes. La crisis financiera global de 2008, en la que se sitúa el epicentro de la crisis social y política, contrasta con la satisfacción generalizada del año 68. La sociedad de la abundancia con la de la desigualdad.  De ahí que en 1968 el consumismo y el aburrimiento provocado por el hastío existencial fueran señalados como grandes enemigos de la vida, y de la revolución, mientras que hoy es la falta de equidad el eje que articula del malestar social y alimenta su respuesta. Frente al “actúa como si no tuvieras futuro” que animaba entonces a apurar el presente, hoy nos encontramos con el efecto paralizante que provoca el miedo a un futuro peor.

Pero pese a las diferencias, ambas épocas coinciden en su afán por reivindicar nuevos valores y plantear estilos de vida alternativos. En las bases de estos deseos de cambio destacan como presupuestos básicos “el subjetivismo, la importancia concedida a la diferencia, la tendencia individualista, el recelo ante la verdad, hacia los criterios normativos o las jerarquías”, que hoy se presentan como presupuestos del debate sobre los que no cabe discusión. El autor alerta de esa paradoja que encierra el pluralismo relativista, pues tiende a “imponer formas de vida y valores que, al normalizarse, dilapidan el pluralismo a través de una poderosa coacción homogeneizadora, y amenazan con erradicar todo aquello que se niega a amoldarse a su supuesto discurso emancipador”.

En este punto Carabante no rehúye el debate intelectual y señala las incongruencias y las dificultades de construir un modelo político sobre una base cultural que rechaza expresamente los fundamentos intelectuales sobre las que se construye el Estado Moderno. No en vano ese interés común por vías informales y alejadas de los focos de poder, con un componente artístico, fundamentalmente contestatario, más dirigido a buscar el cambio social por caminos alternativos que conquistando el poder en las urnas, fue una de las causas por las que fracasó el 68 a la hora de construir una opción política, aunque su influencia en el campo de los valores y la cultura hayan condicionado la agenda de la política de manera clara desde entonces.

En los últimos años, a raíz sobre todo de la última crisis económica, ha regresado la mitología del 68 al escenario público y la arena mediática

Sobrevolando toda este ensayo aparece uno de los debates políticos de fondo más relevante de nuestros días, la necesidad de la revolución. Es difícil no plantearse hoy, como en el 68, la desconfianza en el sistema, y dudar de la capacidad de reforma mediante el consenso y el diálogo propias de la democracia. La alternativa es plantear una enmienda a la totalidad del sistema, apartase de la dinámica institucional y recelar de la democracia liberal. Este debate a su vez está impulsado por el rechazo a la autoridad y a las normas, junto con las instituciones, porque supuestamente coartan las libertades personales. Todo ello se refleja en el carácter amorfo de la respuesta política de la sociedad, sin portavoces, sin rostros, sin interlocutores, y sin fuerzas políticas capaces de capitalizar la agitación social.

Así se ha trasladado el centro de la discusión de las instituciones a la calle, llegando incluso a cuestionarse el papel mediador de la opinión pública. La apuesta por la visualidad y el efectismo que inauguró el 68, que ajustó su actuación a “la lógica de la sociedad de la imagen”, anticipó el uso político de las tecnologías de la información propias de la sociedad del espectáculo e incorporó como parte de las tácticas subversivas nuevos elementos -el juego, la parodia o el arte- sustituyendo batalla de la “lucha de clases” por la “del tiempo libre”. Pero también hoy se nos plantea hasta qué punto la reivindicación de la estética frente a la ética y la obsesión por la crítica, sin ánimo constructivo, supone una renuncia expresa a un programa, a un diseño social alternativo.

En la actualidad estamos viendo cómo la política abandona el ideal liberal en el que las instituciones actúan de manera independiente y se sumerge en un proceso que, como se indica en estas páginas,  “convierte la lucha política en una guerra cultural, y que expande los conflictos ideológicos de un modo tan virulento que ni siquiera la vieja concepción de la lucha de clases había podido prever”.  La batalla cultural se traduce en una batalla política entre la legalidad constitucional y su negación revolucionaria, la reforma paulatina de las instituciones y las mejoras dialogadas, consensuales y realistas, frente al utópico cuestionamiento integral del sistema. La concepción de la política como el arte de la moderación que permite lidiar con las imperfecciones humanas y la contingencia de la historia frente a una concepción abstracta y soñadora de la misma que esboza en el laboratorio académico el orden social perfecto y solventa teóricamente todas las injusticias. Hoy como ayer, asistimos a la lucha entre la democracia liberal e ideas cercanas a las ideologías totalitarias que, en nombre del pueblo, prescinden del respeto por las instituciones y las libertades ciudadanas.

Si algo queda claro tras la lectura de “Mayo del 68. Claves filosóficas de una revuelta posmoderna” es que en esta guerra aún es muy pronto para declarar el bando ganador. El impacto cultural y psicológico del 68 no fue automático y fue necesario que la generación que protagonizó las revueltas y su individualismo ideológico fueran reemplazando los valores de la generación anterior. En el camino fueron quedando algunos sueños y una buena parte del ímpetu revolucionario. Los sueños se enfrentan, tras la euforia, con el ineludible despertar, descubriendo que lo onírico es siempre algo efímero y que se puede volver pesadilla en su contacto con la realidad. Aún es pronto para saber si la situación actual supone la resaca, la culminación o un simple rebrote del momento estudiantil del 68 a manos de una nueva generación, o, por el contrario, es el inicio de una época revolucionaria destinada a cambiar el mundo para siempre. Tal vez tengamos que esperar otros 50 años para saberlo.

Publicado en Nueva Revista

Gobierno abierto: más allá de los principios

Gobierno abierto: más allá de los principios

Las demandas de un gobierno abierto hacia los ciudadanos son tan antiguas como la democracia. La relación de los gobernantes con la ciudadanía se ha considerado siempre como una garantía de legitimidad de ejercicio y, en los últimos tiempos, son muchos los que lo han planteado como una receta clara ante la situación de crisis actual hasta llegar a hablar del «dulce elixir de la gobernabilidad contemporánea».

Como bien señala Ramírez-Alujas, el término «gobierno abierto» aparece por primera vez de manera oficial a finales de la década de los setenta, en el espacio político británico, para referirse a la necesidad de «abrir las ventanas» del sector público hacia el escrutinio ciudadano. Desde entonces muchas cosas han cambiado y la implementación de las nuevas tecnologías en la Administración, con la llegada del gobierno electrónico, ha ido adaptando el significado de este término, generándose una vinculación, podríamos decir que esencial, entre el uso de las nuevas tecnologías por parte de la ciudadanía y su relación con las instituciones públicas.

La historia reciente del gobierno abierto ha estado protagonizada por la sociedad civil, que a través de iniciativas ciudadanas o informes independientes han ido impulsando su desarrollo, pero fue en el año 2009 cuando el gobierno abierto adquirió carta de naturaleza en las instituciones. Tras una campaña electoral en la que el uso de las nuevas tecnologías se convirtió en un elemento clave para garantizar su elección, el presidente de los Estados Unidos comenzaba su labor aprobando una directiva del gobierno abierto (Open Government Directive). En la misma establecía su compromiso para restaurar la confianza pública y establecer un sistema de transparencia, participación ciudadana y colaboración. Una apertura que, en sus palabras, fortalecería la democracia y mejoraría la eficacia de su gobierno.

 

Los valores del gobierno abierto: colaboración, participación y transparencia

De esta manera el concepto de gobierno abierto se va construyendo alrededor de principios como colaboración, participación y transparencia, entendidos como valores que per se contribuyen a una mejor calidad de la democracia y a una mayor adaptación a los tiempos y sensibilidades ciudadanas.

En este contexto, la colaboración apunta a la concreción del valor público entre la Administración nacional, regional y local; entre funcionarios de distintas ramas, o entre ciudadanos, empresas, tercer sector y la misma Administración. Se estaría ante la concepción del trabajo de la Administración como trabajo conjunto, colaborativo, en el que contribuyen tanto distintos niveles de la Administración, como actores no vinculados formalmente con la misma pero que, formalizados (aunque sea temporal o esporádicamente), trabajarían conjuntamente con el reconocimiento y la legitimidad de la Administración.

Su adopción implica, no solo la colaboración dentro de la Administración y entre las distintas Administraciones, sino que supone la cesión a la sociedad civil de un espacio, con el cambio de paradigma que esto supone y la sospecha permanente de abrir por esta vía el paso a la privatización de servicios que constituye un auténtico tabú en sectores amplios de la sociedad. El modelo de gobierno abierto supone una apuesta por la sociedad, por el individuo como componente esencial de la misma, y una concepción del gobierno que supera la visión del Estado como proveedor de servicios y la sustituye por una visión del Estado convertido en plataforma, en una especie de facilitador, que proporciona las condiciones para que la sociedad y sus individuos asuman el protagonismo del que disfrutaron en otros tiempos. Se trata de asumir y aplicar al Estado el principio que destaca Ortiz de Zárate: «Hoy en día el liderazgo social puede venir de posiciones periféricas»Las comunidades (materializadas en la popularidad de las redes sociales) muestran cómo hoy las respuestas tienen, muchas veces, autor colectivo. Ejemplos como el de la reacción solidaria ante el terremoto de Haití, donde las donaciones particulares sobrepasaron las donaciones institucionales, o la traducción casi en tiempo real por parte de particulares del último capítulo de una serie de televisión, Lost, son buenos ejemplos del potencial de la ciudadanía articulada para resolver problemas, aunque esto no quiere decir que estos métodos sean directamente aplicables a la democracia.

Se trataría de adaptar a la Administración conceptos como la sabiduría de multitudes (James Surowiecki), las multitudes inteligentes (Clay Shirky), la inteligencia colectiva (Pierre Lévy), la arquitectura de la participación (Tim O’Reilly) o la creación intercreativa (Tim Berners Lee).

La participación iría aún más allá, planteándose como el ejercicio efectivo del poder por parte de la ciudadanía. Frente al traspaso en la ejecución, propia de la colaboración, la participación se daría cuando se produce traspaso efectivo de poder desde la Administración hacia la ciudadanía, algo que puede producirse de distintas maneras, en función del grado de ejercicio del poder, siendo de tipo más propositivo en sus escalones inferiores y más ejecutivo en los superiores, pasando por lo deliberativo o el control.

Aunque la participación busca fundamentalmente consolidar el sistema democrático, reforzando el poder de sus propietarios originarios, los ciudadanos, es imprescindible entender que la democracia, donde la participación estaría llamada a actuar, es un sistema complejo en el que intervienen distintos elementos interrelacionados entre sí y que van más allá de la toma de decisiones por parte del pueblo (principio democrático). De ahí el peligro de introducir en el sistema instituciones participativas, a modo de parches de legitimación, sin modificar otros elementos esenciales en el sistema democrático. Estos parches, lejos de resolver los problemas, lejos de solucionar la crisis de legitimidad, paradójicamente conducirían a una mayor desafección democrática.

Aun así, son muchos los que piensan que la participación por sí misma operará a modo de bálsamo democrático; que el mero hecho de introducir nuevos actores en los procesos, y permitir a la Administración el acceso a ese caudal inmenso de conocimiento disperso que se encuentra en la sociedad, supone la mejora de la efectividad y la calidad de las decisiones públicas. Son los mismos que, en ocasiones, caen inconscientemente en la promoción de un modelo de democracia que se identifica con la democracia de las encuestas, de la colección de opiniones, de impresiones, en la que «lo importante es participar»; un modelo que implícitamente estaría renunciado a logros esenciales de la concepción del Estado constitucional contemporáneo (derechos humanos, división de poderes…), introduciendo elementos que, a pesar de sus buenas intenciones, fuera de contexto pueden convertirse en auténticas armas de destrucción masiva de la democracia.

La transparencia, que trata de garantizar a tiempo la disponibilidad de información relevante y que interesa a cada ciudadano, facilitando el control y la creación de valor público a través de la reutilización de esta información, es el primero y más importante de los principios del gobierno abierto, hasta el punto de que, sin transparencia, ni la colaboración ni la participación serían posibles. Así lo señalan Eva Campos y Ana Corojan: «Para hablar de la existencia de un gobierno abierto, es condición necesaria e imprescindible […] el acceso libre, abierto y gratuito a los datos e información relación ada (open data)».

 

El desarrollo del gobierno abierto: el gobierno abierto más allá de los valores

Hemos visto cómo el gobierno abierto apuesta por valores similares a los de la Web 2.0, como la transparencia, apertura y colaboración, proponiendo al ciudadano como socio de gobierno, pero todavía estamos lejos de materializar esos valores en instituciones.

Si hablamos de colaboración, por poner un ejemplo, vemos cómo las nuevas tecnologías hacen que la colaboración sea posible, y eso está creando una cultura colaborativa en campos como el académico o la financiación de proyectos que puede ser trasladada a la administración. La colaboración permite involucrar a los ciudadanos en el trabajo de su gobierno, contar con su trabajo para mejorar los resultados de esta labor. Ya existen algunos ejemplos de agencias del gobierno, normalmente norteamericanas, que han logrado comenzar los cambios necesarios para introducir la colaboración en las estructuras de gobierno, involucrando por ejemplo a grupos de expertos en la producción de contenidos, en la evaluación de patentes, en su catalogación, e incluso en la propia prestación de servicios, en una decidida apuesta por un cambio de mentalidad, de procedimientos de trabajo, de criterios de decisión. En España destaca el ejemplo de las Comunidades de Práctica de Cataluña (COPS) con más de 19.000 usuarios y 1.465 comunidades, pero aspectos como quién está llamado a colaborar, cómo se concretará esta colaboración, cómo medir la intensidad de estas colaboraciones… siguen siendo tareas aún pendientes de resolver.

Algo parecido ocurre con la participación, las iniciativas en este campo, como consultas ciudadanas o presupuestos participativos, no han sido hasta el momento más que experiencias restringidas al ámbito de lo local, aisladas y con un alto componente publicitario. Son más experimentos, símbolos, que un cambio en los principios y, como señalaba Ortiz de Zárate: «La participación sin redistribución de poder es un proceso vacío y frustrante para los que carecen de poder. Permite a los poderosos declarar que han tenido en cuenta a todas las partes, cuando solo una se beneficia». No podemos engañarnos, fuera de los experimentos de laboratorio, la participación no ha logrado colmar las expectativas generadas, y no basta con echarle la culpa al ciudadano, que, de manera abrumadora (70%), considera imposible influir en política.

Es necesario pasar de la teoría a la práctica, de los valores a los hechos. Son muchos los que están trabajando en esta dirección. No solo en Estados Unidos, donde la pionera directiva aprobada por Obama en 2009 establece una serie de obligaciones comunes para las distintas agencias del gobierno, que se han ido implementando desde entonces y a las que han seguido un gran número de iniciativas a nivel estatal y local. A pesar del éxito del término, el gobierno abierto es todavía un proyecto en construcción, al que todavía le falta impactar positivamente en la sociedad, y en el que tras la siembra de teorías y experimentos deberíamos empezar a cosechar resultados. En el panorama se encuentran distintas iniciativas sueltas, más efectistas que efectivas, estéticas pero estáticas en el camino de la regeneración democrática. Siguiendo con el símil se puede decir que de momento solo se han puesto los cimientos del gobierno abierto: la transparencia, la colaboración y la participación y, sobre esos cimientos, se ha de construir un edificio democrático sano y efectivo. Todavía falta mucho por hacer. Mucho por avanzar en el gobierno abierto que precisa de una sociedad de la información desarrollada, un marco regulatorio adecuado y un liderazgo político decidido, definido en un plan integral.

 

La institucionalización de la transparencia

El juez del Tribunal Supremo Louis Brandeis una vez señaló: «La luz del sol es el mejor desinfectante», y no hay duda que la transparencia es el primer paso hacia el gobierno abierto. La Administración primero ha de abrir sus datos y eliminar las barreras de acceso a la información, ya que no hay otro contexto posible para disfrutar de una ciudadanía madura, responsable y emprendedora y de un verdadero «gobierno abierto» en el que realizar los valores señalados en torno a la colaboración y la participación.

De ahí que hayamos elegido la tramitación de la Ley de Transparencia y buen gobierno en España, una tramitación que ha pretendido ser especialmente abierta, como un botón de muestra del camino que nos falta por recorrer en la materialización de estos valores. Para seguir recorriendo este camino hacia el gobierno abierto son varias las enseñanzas que podemos extraer de este proceso reciente:

1)    Lleva tiempo. Cuando de tratar mentalidades se trata, el tiempo es un componente imprescindible. La Ley de Transparencia fue uno de los primeros anuncios realizados por el gobierno antes de acabar el año 2011. Los tres meses que el gobierno se dio para su aprobación en diciembre se han convertido en dos años, pero ha sido necesario un diálogo amplio con la sociedad, que ha permitido la introducción de mejoras sustanciales en la ley, en el que también las circunstancias coyunturales han colaborado decisivamente.

2)    Requiere un diálogo articulado. En este proceso de diálogo se han cometido errores de bulto, fruto de la novedad y la improvisación. No basta con abrir buzones para recibir sugerencias, es preciso articular procesos de participación, adecuar la participación al momento legislativo para que esta sea útil, y no un mero «muro de las lamentaciones », proporcionar feedback permanente sobre los avances y la adecuación o no de las aportaciones…, cualquier tipo de información que haga esa participación efectiva y reconocida.

3)    No se puede abusar de los términos. Otro de los grandes errores ha sido tratar de dar respuesta a dos temas distintos aunque relacionados. De esta manera la supuesta regulación del «buen gobierno», se ha quedado exclusivamente en la regulación del conflicto de intereses y la gestión económica-administrativa, dejando a un lado aspectos como el consenso, la equidad, la sensibilidad, la participación, la eficacia y la eficiencia, que constituyen aspectos esenciales en los estándares del buen gobierno en todo el mundo, tanto de entidades públicas como privadas, utilizando el nombre del «buen gobierno» en vano.

4)    Establecer mandatos normativos y no meras declaraciones de intenciones. El peligro de trasladar a las leyes la retórica aperturista hace necesario que las leyes que tratan de regular la materia pasen de los principios a las obligaciones jurídicas. Aspectos como las excesivas limitaciones, el carácter genérico de las mismas, o la ausencia de responsabilidades claras para los infractores, dejan un gran margen de discrecionalidad a la Administración.

5)    Organismo impulsor. Implantar el gobierno abierto supone modificar procedimientos, mentalidades…, de ahí que el papel de la Administración no pueda limitarse a exigir el cumplimiento de la ley sino que deba adoptar una rol activo para facilitar la realización de estos principios. Es necesario poner en marcha la ley, difundir los principios de transparencia y buen gobierno entre los políticos y funcionarios, establecer puentes entre la Administración y las organizaciones más implicadas en esta materia, transmitir ese cambio a la sociedad…, poner en marcha, en definitiva, un auténtico plan estratégico de la transparencia en España.

Sin poner nuestras esperanzas en el poder de transformación social de las normas, estamos convencidos que la Ley de Transparencia, por su carácter simbólico, puede abrir la puerta a un cambio en las estructuras administrativas, en sus procesos, en sus herramientas, y lo que es aún más importante, en la mentalidad (cultura) de la Administración y la sociedad en su conjunto, que lleva tiempo demandando este tipo de comportamientos abiertos como forma de hacer política.

La ley es solo un escalón más en este proceso, tan necesario, de pasar de los valores a las realidades. Estamos ante una gran oportunidad de provocar un verdadero cambio de mentalidad en la Administración y las instituciones hacia el gobierno abierto, una oportunidad de empezar a trabajar con indicadores reales, medibles y comprensibles, de empezar a abrir una puerta a la participación verdadera de la sociedad, incluso una buena oportunidad, para que emprendedores varios hagan negocio del procesamiento de esta información…, para hacer del gobierno abierto una realidad transformadora que vaya mucho más allá del eslogan publicitario.

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En busca del Antiobama. El proceso de primarias del Partido Republicano frente a las elecciones presidenciales de 2012

Una Convención abierta

El Partido Republicano lleva semanas tratando de elegir al candidato que se enfrentará a Barack Obama el próximo mes de noviembre en las elecciones presidenciales norteamericanas. Aunque algunos presagiaban un proceso rápido, tras la repentina aparición y desaparición de distintos precandidatos, como Herman Cain o Rick Perry, todavía falta tiempo para que se decida quién será su próximo candidato. En el próximo mes el panorama se aclarará un poco, pero no es descartable que el proceso se alargue durante meses, llegando incluso a celebrarse en Tampa Bay (Florida) una convención abierta a la que se llegaría sin el resultado decidido e incluso lo que se denomina una convención «negociada». De darse esta situación —una primera votación sin lograr la mayoría requerida—, los delegados serían «liberados» de su compromiso de voto (por el candidato en representación del que fueron elegidos) y podrían apoyar la candidatura que consideraran más conveniente en las siguientes votaciones, votando incluso a candidatos que no hubieran participado en las primarias, hasta que un candidato consiga la mayoría necesaria.

Sería una situación anómala. En Estados Unidos la última convención de estas características se dio en 1952, cuando el Partido Demócrata eligió a Adlai Stevenson, que no había sido ni siquiera candidato en las primarias, frente a Estes Kefauver que había llegado a la Convención, celebrada en Chicago, con un número de delegados que rozaba la mayoría. Parece que el requisito esencial para que esto se produzca sería que se llegará a la convención con tres candidatos con posibilidades y, a día de hoy, un escenario así sigue pareciendo posible. Aunque no existe acuerdo sobre los números del reparto de delegados, parece claro que el partido sigue abierto, y que tanto Mitt Romney como Rick Santorum y Newt Gringich conservan posibilidades.

Dos caminos, ¿dos almas?

Atrás quedan ya Herman Cain, Michele Bachmann, Rick Perry, Jon Huntsman e incluso Donald Trump. Casi todos ellos tuvieron su semana de gloria pero hoy solo quedan cuatro precandidatos. Ante ellos dos caminos, el de la organización, fruto de un músculo financiero prácticamente inagotable (propio o de sus grupos de apoyo, los polémicos SuperPacs avalados recientemente por el Tribunal Supremo) o el de la energía, consecuencia de un mensaje claro identificado con las bases tradicionales del Partido Republicano. La experiencia de Obama demuestra que este entusiasmo puede terminar traduciéndose en financiación y en una organización competitiva, pero es necesario ir construyendo esa base social con inteligencia y con tiempo, mucho tiempo. Desde ese punto de vista, Romney, favorito desde el inicio, afronta la campaña como una carrera de fondo en la que su objetivo fundamental es aguantar, desgastando a aquellos que amenazan con hacerle sombra y evitando sufrir accidentes por el camino. Sin embargo, Santorum, que entró en campaña de manera dubitativa y se ha convertido en líder por sorpresa, necesita que pase el tiempo para convertir esa ilusión en una auténtica maquinaria electoral que le permita competir con opciones en los más de veinte estados en los que, hasta el mes de junio, se seguirán celebrando primarias.

Algunos han querido ver en la carrera electoral el choque entre las dos almas del Partido Republicano, que, con la aparición del Tea Party, se habrían distanciado todavía más, quizás irreparablemente. No estamos más que ante una situación habitual en un sistema en el que los partidos políticos no ejercen el control organizativo e ideológico al que estamos acostumbrados en España y en el que la diversidad y las posiciones encontradas es la norma habitual, especialmente cuando se encuentran en la oposición.

En uno y otro partido, para ser un candidato con posibilidades, es necesario ser capaz de canalizar todas estas sensibilidades distintas y ofrecerlas de manera atractiva al grupo de votantes independientes, que son los que deciden las elecciones. Enfrentarse a un candidato que genera gran oposición, como fue el caso de George W. Bush, suele ayudar en esta tarea.

Si bien es cierto que gran parte de las bases republicanas más activas, las que sostienen la campaña con su dinero y su voluntariado, se sienten más identificados con aquellos candidatos que defienden una serie de valores, y a los que Romney, como en su momento McCain, no terminan de convencer.

Las elecciones de 2008 son un buen termómetro para comprender lo que se dilucida en este proceso de primarias. McCain, conocido como Maverick por sus posiciones independientes dentro del GOP, trató de apelar con poco éxito a esa base social movilizada que había dado el triunfo a George W. Bush en 2004 y 2008. De poco sirvieron guiños como la elección de Sarah Palin. Siempre queda la duda de saber si, de haber sido fiel a su espíritu libre desde el inicio del proceso, hubiera podido arrebatar a Barack Obama el apoyo de los independientes (aunque probablemente nunca hubiera superado el proceso de primarias). Sea como sea, la lección es clara, en la sociedad de la in-formación el cambio de posición es más difícil que nunca y deja millones de votos por el camino.

El más presidenciable

Aunque no siempre es así, las primarias deberían suponer la elección del más presidenciable, del que mayor posibilidades tiene de desalojar a Barack Obama de la Casa Blanca. Las encuestas nacionales siguen señalando a Mitt Romney como el que más posibilidades ofrece para la victoria final, pero el precedente de 2008 y el sistema de elección, en el que mayoritariamente participan personas que se identifican como republicanos, hace que la cuestión no esté resuelta. Romney tiene un apoyo muy débil entre los grupos de votantes más importantes en el Partido Republicano como evangélicos, miembros del Tea Party, habitantes de zonas rurales o personas con ingresos inferiores a 50.000 dólares. Su apoyo procede, más bien, de distritos con una renta per cápita alta y cuyo voto en las generales no es, ni mucho menos, decisivo. De ahí que, desde hace semanas, haya empezado a reforzar su imagen, humanizándola y dando más contenido a su conocido pasado como gobernador de Massachusetts y millonario, «el hombre que arreglará la economía», con una apelación a las bases, su labor solidaria, en contacto con los más necesitados, como misionero mormón, su éxito como organizador de los juegos olímpicos de invierno en Salt Lake City en 1992, e incluso una historia, ya utilizada en la campaña de 2008, de cómo Romney rescató a una joven de 14 años de un secuestro. Al problema, que arrastra desde la campaña de 2008, su incapacidad de entusiasmar, de «carisma» diría-mos en España, se ha unido durante la campaña una serie de revelaciones derivadas de su condición de millonario y la gestión de su fortuna, especialmente en lo que afecta a la gestión fiscal y a su preferencia por los paraísos fiscales, que en la situación actual genera un gran rechazo entre aquellos que lo están pasando tan mal. Aunque de momento no se ha convertido en tema de campaña, sigue en el aire la duda sobre cómo podría afectarle electoral-mente su condición de mormón practicante.

Santorum es casi antagónico a Romney, nieto de minero e hijo de inmigrante italiano, profundamente católico, miembro de la Orden de Malta y padre de siete hijos. Su coherente visión iusnaturalista del mundo, a través de la cual afronta todas las cuestiones públicas con las que se ha enfrentado en su vida política, le permite ser un parlamentario que defiende con solvencia sus planteamientos, hasta el punto de haberse enfrentado con éxito a míticos senadores norteamericanos como Patrick Moynihan o Ted Kennedy. Quizás también por eso, además de hombre solvente, se ha grajeado una cierta fama de arrogante y obstinado en la férrea defensa de sus postulados conservadores.

Identificado con las posturas más tradicionales dentro del partido Republicano, y cercano al Tea Party, su gran reto es ser capaz de hacer valer su gran experiencia política y, desde una base sólida y amplia, lograr articular un apoyo mayoritario en los Estados que definirán la elección presidencial. Romney ha centrado sus ataques contra él en su falta de experiencia ejecutiva y su excesiva vinculación con la política de Washington, comparándole con Barack Obama, pero eso no le debería inquietar. Su principal objetivo es abandonar la imagen que le identifica con un político que solo ofrece una agenda social conservadora, en temas como el aborto, anticonceptivos o el matrimonio homosexual, basada en la moral natural con raíces en la filosofía de santo Tomás de Aquino, y hacer valer sus años de trabajo en el Congreso y el Senado, donde ha sido capaz de liderar una lista de temas amplia y diversa: negociación de los sistemas de protección social en la época del presidente Clinton, apoyo a la sociedad civil (CARE act), lucha contra la corrupción, asuntos internacionales como Irán, Siria o la guerra de Irak. Aunque partía de una situación de inferioridad, retirado de la vida política, Santorum ha sabido posicionarse como un candidato fiable, y hoy resulta más atractivo y genera menos rechazo en las bases republicanas que su oponente. Su falta de recursos, donde el tiempo juega a su favor, y la dificultad de presentarse como presidenciable en un enfrentamiento con Barack Obama son sus tareas pendientes.

Newt Gringich también tuvo su semana de gloria, pero liderar las encuestas le ha costado muy caro. Este veterano político, pieza clave del movimiento que logró una mayoría republicana en el congreso, después de más de treinta años de predominio demócrata, y que destacó por su papel protagonista en el impechment al presidente Clinton por el caso Lewinsky, no ha perdido su tirón entre los más conservadores de su partido. El problema es que tiene demasiada historia, especialmente en lo personal, con una agitada vida matrimonial, con dos divorcios conflictivos, especialmente el último, en el que engañaba a su mujer mientras esta estaba enferma de cáncer. Inteligente y muy trabajador, desde su retirada ha ido construyendo una plataforma electoral alrededor de iniciativas de corte intelectual (think tanks), que le han permitido construir un programa en campos tan diversos como la energía, la inmigración o la educación. Tras su breve liderazgo en las encuesta ha sufrido una tremenda campaña negativa, lanzada por Mitt Romney. Desde entonces no ha hecho más que perder apoyos. Su afán por mantenerse en la carrera, solo se explica por el generoso apoyo del SuperPac liderado por Sheldon Adelson (el multimillonario que quiere poner una ciudad del juego en Madrid), por su confianza en obtener buenos resultados en los Estados del Sur y, sobre todo, por la posibilidad de una Convención abierta en la que pudiera ser decisivo.

Al fondo queda Ron Paul, que no sueña con ser el candidato republicano, pero que llevará su campaña hasta la Convención. Ya en 2008 comenzó a construir un auténtico movimiento social, con capacidad de incidir en los debates del Partido Republicano, a nivel nacional, una especie de Tea Party con ideas distintas. Además, seguir en la carrera le garantiza la popularidad y la financiación necesaria para asegurarse su reelección como congresista por el Estado de Texas. Para ello cuenta con el respeto de Romney, que de cara a su posible nominación y enfrentamiento con Barack Obama, lo ve como un aliado.

Un futuro incierto

Habrá que estar atentos. Quizás estamos ante una de las primarias más largas de los últimos años, lo que, pese al desgaste económico que supone, proporcionará al ganador una visibilidad que de otra forma sería difícil de mantener. Aunque es probable que estemos ante la campaña más negativa de la historia (más de la mitad de los anuncios emitidos sirven para atacar a algún precandidato rival), a nadie se le oculta que está funcionando como un filtro que, como ocurrió con Obama en 2008, evita sorpresas de última hora y, en cierto modo, inmuniza al ganador durante la campaña presidencial.

Mientras, algunos esperan la entrada tardía de un nuevo candidato de consenso, que pudiera optar a conseguir los delegados restantes (más del 60 %), lo que requeriría organizar en tiempo récord la mastodóntica maquinaría electoral necesaria. Otros no descartan la posibilidad de intentar fundir estas dos almas en una candidatura conjunta, en la que Romney garantice la solvencia económica y Santorum apele a las bases. Aunque el precedente inmediato, con la elección de Sarah Palin para apelar a esas bases, fue un auténtico fracaso, esta vez la personalidad de los dos candidatos y los índices de aprobación/rechazo que suscita Barack Obama puedan servir para una unión que complemente, sin desanimar al electorado. Quizás todo sea en vano y la recuperación económica norteamericana sea el más contundente argumento de Barack Obama, un presidente que apunta firmemente a la reelección, contra la oferta de cualquier candidato republicano.

Publicado en Nueva Revista

La expansión de la democracia

La expansión de la democracia

En 1992 Francis Fukuyama proclamó solemnemente el triunfo de un mundo basado en la política y economía liberal que se habría impuesto a las utopías tras el fin de la guerra fría. Según el estudioso norteamericano, tras la caída del muro de Berlín la democracia liberal se convertía en la única opción viable, el pensamiento único.

Quince años después, en Praga, se ha celebrado un encuentro mundial de disidentes organizado por José María Aznar, Vaclac Havel y Natan Sharansky, la reunión era una muestra gráfica del estado de la historia.

El momento más esperado de dicho encuentro se produjo con la intervención del presidente de los Estados Unidos, George W. Bus, que en su segundo discurso inaugural, en 2004, proclamó el compromiso de América con el final de las tiranías que existen en el mundo, se adhería sin reservas a la tesis de la expansión de la democracia. Siguiendo este discurso vamos a exponer, con sus propias palabras, el planteamiento de fondo que ha marcado la política exterior norteamericana de los últimos años levantando grandes críticas pero, en honor a la verdad, sin ninguna alternativa seria.

Esta doctrina, expuesta por Natan Sharansky en Alegato por la democracia, se ha desarrollado con especial fuerza tras la caída del muro de Berlín. Mientras muchos se apresuraban a bajar el telón de la historia, en pantalla se asomaba ya el cartel de continuará. Tras la victoria de Occidente en la guerra fría nuevas amenazas para la libertad se cernían en el horizonte. El origen se encontraría en la situación de opresión que viven distintos países del mundo, especialmente aquellos en los que regímenes islamistas totalitarios van sembrando un resentimiento entre la población que resulta el mejor caldo de cultivo del extremismo y la violencia. El 11 de septiembre sería la advertencia definitiva de este «nuevo» peligro que se cernía sobre el mundo, un movimiento internacional de extremistas islámicos que amenazaba a todo el «mundo libre». Londres, Casablanca, Indonesia y Madrid fueron la confirmación de una guerra no declarada entre el totalitarismo violento y la libertad.

LA LIBERTAD CONTRA EL IMPERIO DEL MAL: LA NUEVA GUERRA FRÍA

Estamos en una situación de confrontación en la que se enfrentan la libertad sobre la tiranía. Un enfrentamiento similar al de la guerra fría que servirá como continua referencia. La gran novedad es que en este caso la lucha de los bloques se sustituye por la lucha de los valores.

Aunque el problema resulte tremendamente complicado, su planteamiento es tremendamente claro: la lucha por la libertad, que no es sólo un sueño utópico sino «un derecho universal y el único camino para lograr la paz en el mundo». Desde este punto de partida, el mundo se dividiría entre sociedades libres y sociedades del miedo, que se caracterizarían por la ausencia de la libertad de expresión, la existencia de sistemas de represión y la identificación de un enemigo exterior.

La nueva guerra fría es, como la anterior, mucho más que un enfrentamiento militar. Se presenta como «un conflicto ideológico entre dos visiones radicalmente diferentes de la humanidad. Por un lado, los extremistas que proponen el paraíso pero condenan a las mujeres a una vida de violencia y represión y a los hombres a la inmolación del terrorismo suicida. Su ambición pública es construir un imperio totalitario que se extienda por los actuales y los antiguos territorios musulmanes, que incluyen territorios europeos. Su estrategia: atemorizar al mundo a través del terrorismo».

En el otro lado estaría la inmensidad de hombres y mujeres, «gente de diferentes costumbres, diferentes credos que se unen por una convicción unánime: que la libertad es un derecho innegociable de todo hombre, mujer o niño, que toda vida humana tiene una dignidad y un valor que ningún poder en la tierra puede arrebatar».

LA EXPANSIÓN DE LA DEMOCRACIA: UN DEBER INTERNACIONAL

Las dictaduras son sistemas intrínsecamente beligerantes y, aunque pueden prometer estabilidad a corto plazo, más tarde o más temprano se terminan convirtiendo en un peligro tanto en el plano interno como en el internacional. De ahí que «extender la libertad sea más que un imperativo moral, sea el único camino realista para proteger a nuestra gente a largo plazo. Sajarov ya advertía que un país que no respeta los derechos de sus habitantes, no respetará los derechos de los países vecinos. La historia lo demuestra. Aquellos gobiernos que deben dar cuentas ante las urnas no atacan a los otros. Las democracias afrontan sus problemas a través del proceso político, en lugar de buscar chivos expiatorios exteriores».

La protección internacional de los derechos humanos se convierte así en un elemento esencial para la paz y la seguridad, como señala el documento de conclusiones de la conferencia. «El arma más poderosa en la lucha contra los extremismos no son las balas ni las bombas, sino la apelación universal a la libertad. La libertad es el mejor camino para fomentar la creatividad y el potencial económico de una nación. La libertad es el único orden social que conduce a la justicia, el único camino para garantizar los derechos humanos».

La expansión de la libertad se convierte así en una misión que une a las democracias de todo el mundo. Aquellos que disfrutan de la libertad tienen la responsabilidad de ayudar a aquellos que están tratando de establecer sociedades abiertas. Como demuestran iniciativas como el fondo de Naciones Unidas para la democracia o proyectos como el Foro para el Futuro establecido por los países del G-8 para fomentar la sociedad civil en los países de Oriente Medio.

El problema llega cuando la defensa de los intereses nacionales, económicos principalmente, pasan por mantener una buena relación con un gobierno dictatorial, ¿hasta qué punto puede un gobierno ir en contra de este interés nacional? La posición norteamericana resulta paradigmática al señalar que reivindica sus relaciones de amistad sin dejar de lado las exigencias democráticas con países como China, Rusia o Arabia Saudí.

¿DEMOCRACIA PARA TODOS?

Se puede decir que aunque el fin de la democracia es universal, es preciso reconocer que avanza a ritmo distinto en distintos lugares del mundo. Una de las virtudes de la democracia es su capacidad de adaptarse a la historia y a las tradiciones de cada país, de ahí que sea necesario identificar una serie de elementos que deben existir en cualquier lugar del mundo: la libertad de expresión, religión, prensa y reunión; el Estado de derecho garantizado por tribunales independientes, los derechos de propiedad privada, los partidos políticos que participen en elecciones libres y limpias. Estos derechos e instituciones garantizan la dignidad de las personas y el camino de libertad de las naciones.

En función de la situación de estas libertades podríamos hablar de tres categorías distintas. La primera sería la de «las peores dictaduras del mundo», donde estarían Bielorrusia, Burma, Cuba y Corea del Norte. Y a las que se añadirían Sudán, Zimbaue, Irán o Siria.

Otros países como Egipto, Arabia Saudí, Pakistan y China entrarían en la categoría intermedia, siempre según el presidente Bush, «países que han adoptado medidas para oponerse a los extremistas y extender la libertad y la transparencia. Aunque aún tienen mucho camino por andar».

La tercera categoría podría ser la de aquellos países como Venezuela, Vietnam, Uzbekistán o Rusia donde la libertad está en peligro y donde últimamente se han registrado ataques a las instituciones democráticas, e incluso la persecución y el encarcelamiento de líderes cívicos.

LAS POSIBILIDADES DE EXPANSIÓN DE LA DEMOCRACIA

Tras el planteamiento inicial entramos en las propuestas de acción. Es este el principal reproche de la doctrina de la expansión de la democracia: la pasividad y el conformismo europeo que se esconde tras las teorías del apaciguamiento sólo han sido posibles gracias a la acción norteamericana, especialmente durante la Segunda Guerra Mundial.

Es posible identificar dos vías de acción, las externas y las internas. Las primeras pasan por el aislamiento, las sanciones internacionales, la denuncia de sus actuaciones totalitarias, especialmente de la violación de derechos humanos y el reconocimiento de la labor de los demócratas, que les otorga una protección, aunque sea mínima, frente a las detenciones arbitrarias y maltratos del régimen.

Las segundas pasan por la actuación dentro del Estado totalitario. Incluso los sistemas más totalitarios tienen rendijas por las que escapa y se extiende la libertad, se trata de aprovechar estas rendijas para fortalecer la sociedad civil local y la cultura democrática dentro del país.

Las sociedades del miedo tienen una composición compleja. Dentro de las mismas es posible identificar los convencidos, que siempre los hay, los doblepensantes, la inmensa mayoría que se conforman con sobrevivir en una situación que internamente rechazan, y los disidentes, aquellos que se enfrentan públicamente a los gobernantes de esas sociedades. Cualquier ciudadano que esboce un pensamiento distinto del sostenido por el gobierno es considerado un «contrarrevolucionario» o «subversivo», y desde ese momento comienza «su lucha», que pasa por la perseverancia en sus reivindicaciones y una apuesta por el diálogo que suele resultar ingenua a los observadores internacionales pero cuya eficacia corrobora, una vez más, el ejemplo de la guerra fría. Gente corriente, los «sin poder», «que querían vivir sus vidas, adorar a su Dios, y contar la verdad a sus hijos». Gente como Walesa, Havel, Sajarov o Sharansky.

Aunque en el momento en el que alguien abandona su condición de doblepensante y se convierte en disidente siente una tremenda liberación, a continuación comienza un auténtico calvario. La incertidumbre, la falta de información, la restricción del ejercicio de derechos básicos como el de movimiento o el ejercer libremente su trabajo, la condena al silencio a través de la censura, la persecución, las amenazas que sufre uno mismo y sus seres queridos, el ataque y el descrédito por quienes califican su conducta de antisocial y al servicio de una potencia extranjera, e incluso la prisión, van desgastando la moral del demócrata que vive en los países totalitarios hasta llegar en muchos casos a la desesperación.

Por eso «los disidentes merecen la admiración y el apoyo incondicional de los países democráticos. El fin de las tiranías requiere el apoyo a los grupos que se enfrentan a las tiranías». Acompañar a los demócratas, escucharles, darles voz, apoyarlos económicamente para que puedan sobrevivir, proporcionarles los medios adecuados para ejercer su labor democrática y pacífica, ofrecerles servicios como asesoramiento legal o atención médica, visitarles, encontrarse con ellos, transmitirles continuamente el aire de la libertad, gritarles lo más alto posible, para que lo escuchen todos sus vecinos, que no están solos. Sólo así «los disidentes de hoy serán los líderes del mañana».

LOS PROBLEMAS DE LA EXPANSIÓN DE LA DEMOCRACIA

La expansión de la democracia no es tarea fácil, su puesta en práctica tropieza con infinidad de obstáculos y debe enfrentar un elevado número de críticas.

Junto al problema del desaliento, la impresión que la lucha contra la tiranía es algo utópico, encontramos los que señalan que acabar con la tiranía supone la imposición de una serie de valores, «occidentales», a gente que no los comparte ni quiere compartirlos. En la misma línea se desenvuelve la acusación de injerencia en la soberanía interna de un país que supone el promocionar grupos de la sociedad civil que se oponen directa o indirectamente a las dictaduras.

Ejemplos como el de Irak, Líbano o Afganistán nos alertan ante el peligro que el final de regímenes dictatoriales den paso al caos. En esta línea y tras la victoria de Hamas en Palestina, algunos temen que la democracia lleve al poder a grupos peligrosos. E incluso desde una perspectiva internacional muchos prefieren la estabilidad internacional ofrecida por estos regímenes.

La respuesta a estas críticas, en línea con los resultados de la guerra fría, apunta a que la mayoría de los habitantes que viven bajo regímenes totalitarios cuando pueden elegir eligen la libertad. Ellos son los auténticos soberanos de sus respectivas naciones, lo que justifica la colaboración con los grupos prodemocráticos. Los únicos que imponen sus valores y arrebatan la soberanía serían los extremistas, los radicales y los tiranos. Frente a los que creen que en ciertos lugares la libertad hace a los hombres menos seguros, Bush denuncia que estos crueles ataques a estas jóvenes democracias de Oriente Medio son la principal muestra de que los radicales «saben que el éxito de las sociedades libres supone una amenaza mortal para sus ambiciones y su supervivencia. El hecho de que se resistan no es razón para dudar de la democracia, es la evidencia que muestra el poder de la misma». «La política de tolerar la tiranía es un error moral y estratégico. Un error que el mundo no debe repetir en el siglo XXI. Pretender la estabilidad a costa de la libertad no conduce a la paz sino al 11 de septiembre de 2001».

El resultado incierto de algunas elecciones no supone el fracaso de la expansión de la democracia. La democracia consiste en algo más que la participación en las urnas. La democracia requiere verdaderos partidos de oposición, una sociedad civil vibrante, un gobierno que haga respetar la ley y responda a las necesidades de sus ciudadanos. Las elecciones no pueden acelerar la creación de estas instituciones y en ocasiones será preferible retrasar la convocatoria de elecciones en países que están abandonando regímenes totalitarios. Una vez lograda la estabilidad, la gente no votará por un camino de violencia. Para estar en el poder los gobernantes deberán escuchar a sus votantes y acoger sus deseos de paz, o los votantes les darán la espalda en próximas elecciones.

LA REVISIÓN DEL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS

A pesar de la situación en lugares como Irak, Libano o Afganistán la valoración que el presidente Bush hace de la aplicación de la doctrina es optimista. A comienzos de los ochenta sólo existían 45 democracias en el mundo, hoy son más de 120, hoy viven en el mundo más gente libre que en ningún otro momento de la historia. Éxitos recientes como Ucrania, Georgia o Kyrgyzstán, avances en lugares como Yemen o Kuwait, donde las mujeres han podido votar y ser elegidas por primera vez… El camino es largo pero la historia nos demuestra cómo personas con claridad moral y valentía pueden cambiar el curso de la historia. Al igual que Vaclav Havel tomó posesión como presidente de Checoslovaquia al grito de «Señores, vuestro gobierno ha vuelto a vosotros», la labor de los disidentes, su ejemplo y su liderazgo conducirá a estas naciones que hoy viven bajo la tiranía hacia la libertad.

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Por un verdadero diálogo

Por un verdadero diálogo

Se cuenta que Confucio fue preguntado por un discípulo acerca de lo que era esencial para gobernar bien. Le respondió que poner orden en las palabras. Ante la estupefacción del discípulo, Confucio explicó «si los hombres y las palabras no son correctos, el lenguaje no responde a la verdad de las cosas y, así, los asuntos no se pueden abordar adecuadamente, por ello se perjudica a la justicia y los pueblos no sabrán dónde tienen el pie y la mano».

El diálogo ha sido desde el principio la materia prima de la democracia, no hay gobierno democrático que no necesite del ejercicio continuo del diálogo para desarrollar sus funciones. Su ausencia conduce a la aplicación de la fuerza que, como señala Chesterton, «es el derecho de los animales».

De ahí que no resulte tan sorprendente que en los últimos tiempos el diálogo se haya convertido en un concepto recurrente que, de una forma u otra, afecta a un buen número de las actividades políticas del momento. Se plantea como una especie de fórmula mágica para la regeneración democrática y se convierte en una bandera que acompaña la política en temas tan diversos como la política exterior, a través de la Alianza de Civilizaciones, la política antiterrorista o la política laboral.

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Frente a esta concepción demiúrgica del diálogo, son muchos los que cuestionan su alcance y posibilidades, y en sus críticas terminan cuestionando el propio concepto. Su postura plantea preguntas claves para el desarrollo de la sociedad democrática. ¿Es posible el diálogo con los violentos cuando éstos no han renunciado a la violencia?, ¿y con aquellos que amenazan el sistema democrático? Cada vez son más los que ante estas preguntas responden relegando el diálogo, como si fuera el precio que hay que pagar para mantener la democracia. Así se enfrentan las políticas de diálogo con las de confrontación, acudiendo con frecuencia al ejemplo de sir Winston Churchill en la Segunda Guerra Mundial tras las desastrosas consecuencias de la política de apaciguamiento de Chamberlain frente a la amenaza del régimen de Hitler. En esta línea se interpreta el diálogo como apatía, como muestra de debilidad, una actitud cómoda y completamente inútil. El diálogo no sería más que una estrategia de retardo, de falta de compromiso que nunca funcionaría contra los que amenazan al sistema democrático, con los que no hay diálogo posible.

Ambas actitudes, consecuencia de ese adagio que empieza a ser un clásico según el cual «en comunicación política no hay matices», provoca el descrédito progresivo del diálogo como medio indispensable del ejercicio de la democracia. Tanto el abuso del término, aplicado a todo, como su rechazo sin ninguna explicación lo han convertido en un concepto vacío, arrastrando de una forma u otra consigo al propio concepto de democracia.

De ahí que sea en la vida política donde se escenifica principalmente lo que José María Barrio ha denominado la pérdida del etos dialógico en la sociedad, «cada vez se debate más, pero cada vez se dialoga menos»1. El debate es la contraposición de diversos planteamientos, opiniones puestas en pie de igualdad, que no entran en relación con las demás. Cada uno de los interlocutores mantiene su discurso de manera paralela, sin tomar en consideración lo que puedan decir el resto de los interlocutores, que no son más que contrincantes, salvo el caso en el que vea amenazada su posición, momento en el que recurrirá a toda una batería de recursos dialécticos para poner de relieve la desfachatez o para colgar la etiqueta correspondiente a quien no comparte su opinión. Lo importante es vencer no convencer, y trasladar el mensaje propio al mayor número posible de personas. El diálogo entonces se convierte en arma arrojadiza.

No basta con la constatación de lo obvio, aunque sea para lamentarse, es necesario tratar de analizar las causas para tratar de reconstruir en la vida pública el sentido del verdadero diálogo.

HOMO VIDENS, EL HOMBRE SENTIMENTAL

Entre las causas de esta pérdida de la capacidad de diálogo en la sociedad, es interesante señalar la disminución de la capacidad de raciocinio provocada por la cultura audiovisual, algo contra lo que alertaba Giovanni Sartori en su obra Homo videns.

Hoy la imagen ocupa el primer lugar en la educación, especialmente de los más pequeños. Cualquier europeo, que pasa una media de tres horas frente al televisor, se va educando con una acumulación de impactos visuales, de imágenes, que no tiene necesidad de convertir en ideas, limitándose a recibir de forma pasiva una acumulación de sensaciones. El progresivo debilitamiento de la capacidad de abstracción, provocado por esta situación, hace que las personas reciban información perplejas ante la falta de una estructura sobre la que configurar esa información, sin un plano en el que ir situando los ladrillos de la experiencia diaria. El hombre es incapaz de distinguir y, sobre todo, es incapaz de llegar al fondo, a lo que está detrás de las imágenes. Se convierte en receptor pasivo, incapaz de transformar los impulsos audiovisuales que recibe pasivamente en partículas de saber. El conjunto de estos factores impide la transformación de la información en conocimiento, de las imágenes en conceptos, en ideas, dificulta enormemente la noble tarea de pensar. Como dice Sartori, el homo sapiens es cada vez más homo videns, sólo reacciona ante aquellas imágenes que entre un millón consiguen provocar en él algún sentimiento y el hombre no puede evitar convertirse cada vez más en un ser sentimental. Esta reacción sustituye al criterio racional, moral, por el que las cosas podían ser buenas o malas, convenientes o inconvenientes, más o menos bellas…; ahora las cosas son más o menos impresionantes, «molan», «dan buen rollo» o son «un horror».

RELATIVISMO Y EMOTIVISMO

El hombre sin capacidad de raciocinio es un hombre amoral que juzga los hechos en función de sus sentimientos. No hay actuaciones buenas o malas, todas son admisibles, y será cada hombre el que decida lo que es el bien y el mal. Benedicto X V I lo señalaba antes de ser elegido Papa, «el relativismo, dejarse llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina, parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos». El hombre, que se mueve sólo por sus preferencias, se vuelve un ser profundamente egoísta. Como señala José María Marco, «el relativismo, templado por la razón, acabó con la razón puesta al servicio del nihilismo absoluto»2.

Así se plantea el relativismo como fundamento de la democracia, que se basaría en que nadie debe alzarse con la pretensión de conocer el camino recto y viviría de que todos los caminos se reconocieran mutuamente como fragmentos del intento por llegar a lo mejor. En este camino desaparecería el concepto de verdad y con ella el carácter racional del diálogo que ya no puede ser una búsqueda mancomunada, cooperativa de la verdad, pues ésta es inalcanzable y, de manera práctica, inexistente. Los conocimientos entrarían en competencia al no poder reducirse a una forma común.

Esto imposibilita el diálogo, que se basa en el conocimiento de los hechos, en el convencimiento en la verdad. Si alguien está convencido de algo, está convencido de que si eso es verdad no es porque él lo diga, sino porque otros seres racionales también pueden conocerlo. La mística de «mi verdad», lejos de permitir el diálogo lo convierte en una representación falsa, sin contenido, si no existe la verdad, o es imposible conocerla, dialogar carece de sentido. De ahí que para el diálogo hace falta que lo que uno propone en forma de opinión se proponga con una pretensión de verdad, y que se esté dispuesto a escuchar, exponer mi propia opinión a la eventual mayor racionalidad o verdad de la contraria.

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Pero nada de esto es posible si se niega la capacidad natural de la razón de discernir lo que está bien y lo que está mal. Si no se admite esto, será bastante difícil fundar razonablemente una verdadera democracia. Si no existe una verdad sobre el bien y el mal, la democracia se convierte inevitablemente en una provisional convergencia de intereses opuestos. Con una consecuencia; cuando se confrontan dos intereses y ninguno de ellos puede apelar a una razón universal acaba por prevalecer el interés del más fuerte.

EL LENGUAJE

La pérdida de la verdad, de la esperanza de alcanzarla, hace que se pierda la referencia objetiva del significado de las palabras, el lenguaje. Esta devaluación de la palabra provoca reacciones tremendamente perjudiciales para la convivencia democrática. Para que exista diálogo es importante utilizar la misma lengua, así lo señalaba Thomas Hobbes al hablar de los orígenes del Estado. El filósofo inglés sostiene en Leviatán que un lenguaje culto y disciplinado era necesario para alcanzar cierta cohesión social. La lengua era para los seres humanos el principal principio organizador y sin ella «no ha existido entre los hombres ni comunidad, ni sociedad, ni contrato, ni paz, como no los hay entre los leones, los osos y los lobos»3. El contrato social debía redactarse usando términos de sentido exacto y entendido universalmente: «Pues que un hombre llame sabiduría a lo que otro llama miedo y uno crueldad a lo que otro denomina justicia, uno hable de la prodigalidad cuando otro se refiere a la magnanimidad…, nombres así nunca pueden ser la base auténtica de un raciocinio»4 .

Quizás esta desconexión entre lenguaje y realidad sea el principal obstáculo para el diálogo. Éste se ha convertido en una «guerra de las palabras», en la que el lenguaje se utiliza de manera puramente propagandística y las palabras se convierten en banderas que se defienden o atacan sin una mínima referencia a su realidad.

Es George Lakoff el que nos ofrece una explicación más detallada de este fenómeno en su último libro, Don’t think of an elephant!, que se autopresenta como «Guía esencial para progresistas». El autor plantea que la clave del éxito republicano en EE.UU. de los últimos veinte años se ha basado en la determinación de la agenda (agenda setting) a través de la fijación del lenguaje. El autor explica cómo nuestra forma de pensar gira en torno a estructuras mentales (frames), conceptos construidos en torno a imágenes. Parte de la premisa de que tras las palabras hay unos conceptos que calan en la opinión pública, a veces con significado distinto del literal, lo que provoca que siempre que se hable de un concepto, sea a favor o en contra, redunde en beneficio del «dueño» de la palabra. Por ejemplo, en España cada vez que se hablaba de la guerra de Irak, aunque fuera para justificarla, se estaba generando rechazo en la opinión pública. El debate público es una lucha por conquistar las palabras, no cabe la interpretación aséptica del lenguaje, cada parte tratará de utilizarlo en beneficio propio, y cada cual tratará consolidarlo en el imaginario público con ingentes réditos. Qué se puede decir sino de palabras como «derecho de elección», para referirse al aborto, «clonación terapéutica» o el maleadísimo concepto de «progresista».

Quizás el término «diálogo» haya sido una de las principales víctimas de este combate. La apropiación indebida de este concepto por parte de un espectro de la vida política provoca una reacción que bajo la bandera de la defensa de la democracia acaba por dar la sensación de despreciar el diálogo. Aparece así la figura del integrista, no por las ideas que defiende sino por la forma que tiene de hacerlo, en una defensa numantina de sus verdades que no ofrece discusión alguna.

EL FALSO CONCEPTO DE TOLERANCIA

Otro obstáculo para el diálogo sería el falso concepto de tolerancia. La tolerancia entendida como respeto a la opinión ajena, aunque uno no la comparta, es letal para el diálogo porque si el titular del derecho a ser respetado es por la misma razón el opinante y su opinión, cualquier forma de discrepar del vecino sería una forma de faltarle al respeto. Frente al respeto que la persona siempre merece, piense lo que piense, y haga lo que haga, sus opiniones ya sea por falsas, por infundadas o por disparatadas, pueden provocar rechazo, enfado, risa o incluso compasión.

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La tolerancia tiene mucho que ver con la actitud de permitir el mal menor; lo que se considera malo, aunque no tan malo, eso es lo que se considera tolerable; se tolera el mal sabor de una medicina; un sabor que suele ser malo, pero no tanto como las consecuencias de no tomarla. Sin embargo, se ha producido una mutación semántica por la que la tolerancia pase a significar el poner en pie de igualdad, y por tanto, mantener una actitud de crasa indiferencia respecto de una cosa o su contraria. Como consecuencia, cada vez se escucha menos. Cuando la opinión del otro es simplemente tolerable, basta con no interrumpirle ni mandarle callar, no es necesario prestar atención a su diálogo, sólo esperar a que terminé su tiempo para poder iniciar la propia intervención.

Se confunde el derecho de todos a opinar en condiciones de igualdad, y se hace valer la opinión propia como la verdad única, con la valoración de cada una de las opiniones. Se cae en el error de pensar que todas las opiniones valen lo mismo, sin discriminar una opinión autorizada, de una que no lo es. Se confunde el derecho a opinar con la valoración de cada opinión, de ahí que a diario suframos las opiniones de futbolistas metidos a médicos o artistas metidos a políticos. Es evidente que «si yo me pongo a opinar sobre las causas del cáncer, teniendo en cuenta que yo no soy oncólogo, y no se nada sobre eso, probablemente diré tonterías; y desde luego un señor que sabe de eso dirá cosas más sensatas y más razonables»5.

POLARIZACIÓN

Otro de los grandes enemigos del diálogo es esa visión característica de los tiempos de crisis, que Martín Delcalzo denominaba «la gran coartada»6, según la cual la sociedad se divide en dos bandos, «los buenos y los malos», divididos rígidamente, sin que haya nada de bueno en los malos y nada de malo en los buenos.

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Esta visión es ciertamente cómoda porque permite a unos y otros atribuir los problemas de la sociedad a «los enemigos», que siembran la semilla del mal, evitando el diálogo con ellos, y esquivando así las propias responsabilidades. Una vez más se cae en la democracia entendida como un juego de suma cero, con bandos opuestos, en el que sólo hay un ganador posible y la democracia es simplemente un problema de fuerza en el que aquel que cuenta con un mayor número de votos se lleva el gato al agua.

CONCLUSIONES

El diálogo tiene que volver a ser una herramienta de construcción política. El verdadero diálogo, sostenido por la libertad de expresión y el derecho a la información, es hoy uno de los pilares esenciales de la sociedad pluralista, más importante incluso que el propio ejercicio del voto. La democracia representativa se sustenta en el diálogo y el Parlamento no es más que un lugar en el que los representantes de los ciudadanos comparten sus puntos de vista, de la misma manera que lo harían los ciudadanos si pudieran reunirse y mantener una conversación entre todos ellos. No en vano el primer Parlamento, el británico, era conocido como el mejor club de Londres.

De ahí que reivindiquemos un diálogo basado en la realidad, basado en el respeto a los ciudadanos, a los que se debe tratar como mayores de edad, que eluda la descalificación ad hominen y se atreva a defender racionalmente sus propuestas tratando de convencer, didáctico y respetuoso con el lenguaje. Hoy, más que nunca, es preciso que las decisiones que determinan el futuro de la sociedad se adopten tras un verdadero proceso de diálogo. Presentar algo relativo y abierto a distintas soluciones como la política, la construcción de la convivencia de los hombres dentro de un ordenamiento en el que se disfrute de libertad, como una verdad absoluta puede dar lugar a nuevas formas totalitarias, aunque sean formalmente respetuosas con las formas democráticas. Es necesario articular sistemas para reconocer y evaluar todas y cada una de las opciones, como intentos legítimos de alcanzar una sociedad mejor, sólo así el verdadero diálogo recuperará el protagonismo que le corresponde en la sociedad democrática.

 

NOTAS

1 J. M. Barrio Maestre (2003), «Tolerancia y cultura del diálogo», Revista Española de Pedagogía, LXI:224, enero-abril, pp. 131-152.
2 José María Marco ( 2 0 0 5 ) , «La política como servicio público», Alfa y Omega, n.° 472.
3 Thomas Hobbes, Leviatán, parte 1, capítulo 4.
4 Thomas Hobbes, Leviatán, parte 1, capítulo 5.
5 J. M. Barrio Maestre (2003), «Tolerancia y cultura del diálogo», Revista Española de Pedagogía, LXI:224, enero-abril, pp. 131-152.
6 José Luis Martín Delcalzo, «La gran coartada», Buenas Noticias, Planeta, 2001.

Publicado en Nueva Revista