Bienvenido, Mr Obama

Algún día se estudiará en los libros de historia la “Obamanía”, un fenómeno geopolítico sin precedentes, que en los últimos 8 años ha logrado cambiar el tradicional antiamericanismo por una cierta corriente de simpatía, no se sabe si temporal o permanentemente. Resulta imposible encontrar un Presidente norteamericano que durante su mandato, haya alcanzado índices de aprobación por encima del 75% en todos los países europeos. Hoy aterriza en España.

Aunque nuestro país mantiene relaciones diplomáticas con Estados Unidos desde 1785, las visitas del “amigo Americano” no han vuelto  a ser lo mismo desde “Bienvenido Mr Marshall”.  Lo cierto es que desde la visita del Presidente Nixon en 1970, España se ha convertido en destino obligatorio de los Presidentes norteamericanos. Ford, Carter, Reagan, George Bush, Bill Clinton, por dos veces, llegando a veranear en Marbella con el Rey Juan Carlos, George W. Bush y ahora Barack Obama.

Estas visitas despiertan en nuestro país una expectación similar a una visita de los Beatles, Bruce Springsteen o Justin Bieber. Algunos se empeñan incluso en atribuirles consecuencias milagrosas como la llegada de la democracia, o la conversión de un furioso antiatlantista en el máximo promotor del SI a la entrada de España en la OTAN.

Esta vez algunos esperamos que la visita logre el milagro de poner fin al concurso de selfies y fotos casuales celebrado en torno al presidente norteamericano, que  en cualquier cita internacional en la que coincidía con un Presidente español, era objeto de un robado, digno del más reputado paparazzi, en un esfuerzo paradójico por teatralizar una realidad evidente, la magnífica relación existente entre ambos países, tras el paréntesis de los primeros años de Rodríguez Zapatero, con su ofensa infantil a la bandera norteamericana y su retirada sorpresa de las tropas.

La situación es bien diferente, y esta  visita parece un pago obligado por el despliegue del escudo antimisiles de la OTAN en Rota en 2012  y la reciente instalación en la base de Morón, de la base permanente estadounidense de despliegue rápido en África. Además  debe servir de apoyo  para el TTIP, que se encuentra en horas decisivas, en  un momento en que el rechazo aumenta en toda Europa, y empieza a surgir en España en sectores específicos como la agricultura (en torno a productos con menos controles y la negociación sobre la denominaciones de origen) o la ganadería.

Puede haber más temas, y más importantes en la agenda,  pero mucho me temo que la atención estará puesta en si una vez más la visita produce el milagro de la conversión, esta vez en la carne de Pablo Iglesias.

Pedro de Vega, referente de la reforma constitucional

El pasado 27 de abril fallecía en Madrid, a los 79 años, Pedro de Vega García, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense. Discípulo y colaborador de Enrique Tierno Galván, formó parte de esa segunda escuela de Salamanca en que el rector Tovar convirtió el Studii Salmanticensis en la década de los cincuenta. Como Raúl Morodo, Pablo Lucas o Fernando Morán, estuvo en el núcleo de estudiantes y profesores que luego, desde el PSP, se sumarían con voz propia al debate constitucional en la Transición.

 

Pedro de Vega elaboró su visión del constitucionalismo y la democracia desde el profundo estudio de los clásicos grecolatinos y los escritos de escolásticos, renacentistas e ilustrados. En sus clases, a la manera de Petrarca, recomendaba dialogar con los muertos para abordar los problemas de los vivos. Mostraba su admiración por la filosofía griega y el pensamiento político de la Florencia del Renacimiento, donde se imaginaba paseando por los Orti Oricellari, mediando entre Guicciardini y Maquiavelo. O en la Francia de la Ilustración de Montesquieu, del que tradujo, junto a su inseparable Mercedes, El espíritu de las leyes.

Con sagacidad y gran capacidad de interpretación de los problemas políticos y jurídicos, profundizó en la tensión permanente entre constitucionalismo y democracia en La reforma constitucional y la problemática del poder constituyente (1985), su opus magnum, convertida en referencia imprescindible para entender la reforma constitucional. En su obra, De Vega planteó la reforma constitucional, “políticamente conveniente cuando resulta jurídicamente necesaria”, como la forma de resolver esa tensión y advertía, ya en 1981, desde estas páginas, de que “el desprecio por la normativa jurídica, en nombre de exigencias políticas o de la propia voluntad del pueblo, lleva consigo perjuicios irreparables para el sano funcionamiento de las instituciones democráticas”. Un trabajo imprescindible, especialmente ahora que la tensión entre razón jurídica y razón política vuelve a estar en el centro del debate público.

Su legado ha sido editado y glosado con cariño, especialmente al otro lado del Atlántico. Allí recibió un merecido reconocimiento como doctorados honoris causa por la UNAM (México) y la PUC (Perú), además de la Orden Mexicana del Águila Azteca por su contribución a la cultura jurídica mexicana. En Europa, Carl Schmitt dijo de él que era uno de los pocos juristas que había entendido cabalmente su pensamiento jurídico-político y recibió el premio Luigi Rava a la mejor tesis de Derecho Público. Entre los autores de las 56 tesis que dirigió se cuentan muchas generaciones de constitucionalistas latinoamericanos, que desempeñan altas magistraturas en países como Perú, México, Colombia y España.

Hoy que encumbramos la horizontalidad sobre cualquier tipo de relación jerárquica puede sonar anacrónico hablar de Maestro. Don Pedro, como lo llamábamos sus discípulos, lo era y con mayúscula. La enseñanza de la teoría política no se distinguía para él de la enseñanza de la vida. La democracia, decía, debía ser fiel al dictado maquiavélico del vivere libero y el vivere civile. Por eso su enseñar no se restringía al aula y con frecuencia protagonizaba escenas propias de la Escuela de Atenas de Rafael, en la que se veía reflejado su espíritu cultural renacentista y su búsqueda permanente de la verdad. Siempre le echaremos de menos.

Publicado en El País

Aprendiendo a volar

Una niña japonesa se lanzó desde la planta cuarenta y tres de su edificio en un intento por volar, imitando así los dibujos animados que veía. La dramática noticia ha causado estupor, avivando el debate sobre los efectos de algunos contenidos televisivos en la infancia.

Pero confundir la ficción con la realidad no es solo cosa de niños. Nosotros, los de mi generación, también vivimos nuestra particular transición televisiva: pasamos de crecer con unos señores que recitaban a pies juntillas el catecismo marxista a pensar que seríamos norteamericanos, viviendo en casas con perro y jardín, al más puro estilo de “El gran héroe americano”. La ficción se ha convertido en unos de los pilares sobre los que proyectamos el edificio de nuestras vidas. Y todos hemos disfrutado y sufrido con esas ilusiones.

Un falso atentado en la Casa Blanca que sólo existió en Twitter hizo bajar en minutos casi 150 puntos el índice Dow Jones. Y Frank Underwood, desde su trono televisivo, no duda en combinar su apoyo al gobierno de Enrique Peña Nieto con la reprimenda a David Cameron por sus enredos panameños. También hay algo de ficción en suelo patrio, cuando unos y otros se esfuerzan en hacer creíble una representación que difícilmente va más allá de su imaginación.

Como decía Michael Ende, “literatura y mentira están hechas de la misma sustancia: la ficción”. El problema no esté en confundir realidad y ficción, sino en confundir la verdad con la mentira. El problema no es haber convertido la televisión en la “gran maestra”. El problema es que hemos pasado de una ficción en la que el bien y el mal existían, y eran identificados con cierta claridad, a una ficción en la que resulta imposible distinguir entre la representación de estos opuestos.

La vida no es el bien y el mal, sino sólo el escenario donde bien y el mal se representan. En este escenario, los actores parecen haber confundido sus papeles, renunciando a su propia identidad, modificando el guión según sus intereses, representando sin previo aviso una obra diferente a la anunciada en el cartel. Los hombres quieren aprender a volar y, como decía Martín Gaite, “mientras dure la vida, que no pare el cuento”.

El telonero de los Stones

Desde 1947 ser Presidente de los Estados Unidos tiene un límite, dos mandatos. De ahí que, lejos de la aparente debilidad a la que algunos se refieren al hablar de “lame duck”, en los dos últimos años de su segundo mandanto el Presidente norteamericano está más fuerte que nunca al poder permitirse decisiones sin temer más castigo que el de la posteridad.

Allí donde  otros Presidentes tiraban de decreto presidencial para indultar amigos millonarios, como Marc Rich,  el Presidente Obama ha visitado La Habana, la joya del parque de atracciones del comunismo, sometida a una mano rápida de chapa y pintura.

Algo ha debido hacer bien estos días el Presidente de los Estados Unidos cuando ha conseguido que aquellos que normalmente identifican el ánimo de lucro como uno de los enemigos de la democracia, lo conviertan de repente en  señal evidente de apertura de la que ha sido durante más de 50 años una isla cárcel. Bienvenida sea si sirve para abandonar una miseria que no sólo ha ido aumentando con el paso de los años, sino que se va haciendo más profunda según se aleja de la Habana en su camino a Oriente por la Carretera Central.

Obama se reunió con algunos disidentes y, en un gran discurso, dijo cosas que no se habían oido en la televisión cubana desde la visita de Jimmy Carter. Palabras que sonarían a blablabla democrático hasta en los labios de Donald Trump sonaron valientes, casi revolucionarias, históricas delante de Raul Castro. No estuvieron presentes las más de 10.000 víctimas de la dictadura castrista, victimas de una dictadura militar de las que sí se pudo acordar en Argentina.

Tras el espectáculo, el día a día de los cubanos, que siguen sin poder decidir su futuro, “no es fácil” y muchos temen que la apertura económica no sirva más que para  “resolver” la vida de los dueños de un régimen militar que ve como se va quedando sin  gobierno venezolano al que chulear. Mientras, Mario Vargas Llosa ya predice un brillante futuro para Cuba y Mick Jagger tampoco duda en anunciar que los tiempos están cambiando.  Al final va a ser que la libertad era poder escuchar a los Rolling.

Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental

Peter Mair ha sido uno de los mayores estudiosos de los partidos políticos, y este libro breve, en el que trabajaba cuando le llegó la muerte, y que ha editado Francis Mulhern, pretendía ser una síntesis de todos sus trabajos anteriores. Como consecuencia de su génesis, la obra tiene dos partes claramente diferenciadas: el estudio de la crisis de los partidos políticos, y los problemas de la Unión Europea, que el autor achaca fundamentalmente a su despolitización, y que estos días cobran especial actualidad.

Mair parte del fin de la democracia de partidos. Su crisis va más allá del fenómeno global de la desintermediación, provocada por las tecnologías de la información en sectores como el comercio o los medios de comunicación. Las causas, que vienen de lejos, son mucho más profundas.

Para el politólogo irlandés, el problema reside esencialmente en la desaparición de la esfera pública, la zona de interacción entre los ciudadanos y los líderes políticos. Esto provoca indiferencia hacia la política, aunque aquella no se traslada automáticamente a la democracia. Quizás para tratar de evitar este contagio, se comienza a proponer soluciones democráticas cada vez más alejadas de la política, como si la democracia fuera demasiado importante para dejarla en manos de los políticos; pero esto implica una redefinición de la democracia.

En líneas generales, el mal funcionamiento de los partidos habría provocado esta indiferencia, y ahora, estos estarían tratando de acomodar la democracia a un sistema que pueda convivir con un demos indiferente. Se acentúa de esta manera el conflicto entre el componente madisoniano y el popular de la democracia, dividiendo aún más a la sociedad entre los partidos y sus dirigentes, amparados en las instituciones, y los ciudadanos, presa fácil de la antipolítica. Frente a la debilidad de la democracia de partidos, se ofrecen como escenarios alternativos el populista o el del gobierno experto, supuestamente no político; pero ninguno de ellos garantiza la supervivencia de la democracia.

En este contexto, el autor desgrana, a partir del análisis de distintos indicadores (participación electoral, volatilidad, lealtades de partido, afiliación), las causas del distanciamiento popular de la política convencional: elecciones que cada vez tienen menos consecuencias prácticas, debido a la aceptación de formas no políticas de adopción de decisiones, que otorgan al Estado un papel regulador, en lugar de político o redistributivo.

Los partidos dejan de ese modo de responder a sus funciones tradicionales de movilización, agregación de intereses, reclutamiento de líderes y organización de las instituciones del Estado, anteponiendo el acceso al gobierno a cualquier papel en la representación. Cuando todo se pone al servicio del éxito electoral, la identidad política de los partidos se va difuminando, convertidos en partidos atrapalotodo, y se van retirando del ámbito de la sociedad civil hacia el ámbito del gobierno y del Estado. Esto se traduce también en un modelo favorecido por los sistemas de financiación, principalmente públicos, una regulación común que les otorga un estatus semipúblico y la orientación, casi exclusiva, a su papel de órganos de gobierno.

El análisis resulta tan sólido como desalentador, y no queda claro cuál es el modelo alternativo que permita devolver la democracia al espacio del demos. Quizás sea la subpolítica, término acuñado por Beck, que ofrecería nuevas formas de interés y participación política, nuevas identidades y nuevas comunidades. Queda por delante el reto de articularlo institucionalmente y el interrogante de si esa reubicación puede compensar el desinterés por la política tradicional.

Publicado en Aceprensa

 

Demagogia directa

Bajan movidas las aguas de la democracia. En Estados Unidos, la campaña se ha convertido en una batalla campal, en Alemania, un partido populista y xenófobo ha roto el escenario electoral… Los “demócratas” de todo el mundo asisten pasmados al espectáculo, entre el lamento, la incredulidad y el morbo, inmóviles ante un fenómeno fundamentalmente comunicativo de raices más profundas, mientras parecen gritar en silencio: “que alguien haga algo”.

No hay amenaza mayor que la de una idea alejada de la realidad, y, este desfase, para la democracia tiene siempre consecuencias nefastas. Ya lo advertían Loewnstein y Friedrich, en el periodo de reconstrucción democrática iniciado tras la segunda guerra mundial: “no es en la solidez teórica y en la validez moral de sus argumentos, sino en la práctica efectiva de sus realizaciones y manifestaciones históricas concretas, donde la democracia se pone a prueba consigo misma”.

Cuando se reduce la democracia al procedimiento de toma de decisiones a través del voto, la política se queda sin escenarios reales. Los muros formados por los valores y principios democráticos,  los que protegen a la democracia, se disuelven en un sistema de ficciones y alegorías.

La sociedad cifra en el relativismo sus esperanzas de supervivencia y la democracia empieza su propio camino de autodestrucción. El deseo de reconocimiento vuelve a tomar el timón de la historia y la democracia se vuelve narcisista, democracia de selfie, donde los sondeos comparten inestabilidad con  los afectos, y  la propia imagen  se convierte en motor y medida última de todo comportamiento. La política pasa de gestionar la realidad a simplificarla, sin entender que problemas complejos requieren soluciones complejas, aunque no quepan en un tuit.

Se empieza enfrentando a los de «arriba” con los de “abajo». Cuando este discurso se agota, se pasa  a distinguir entre populistas de izquierdas y populistas de derechas… y, al final, hace falta muy poco para terminar por echarle la culpa a la democracia. Hace no tantos años, Juan Linz señalaba cómo la democracia se había convertido en la única alternativa, pero al monopolio de la  democracia liberal le ha pasado lo que al resto de las profecias del fin de la historia de Fukuyama,  y  el totalitarismo populista vuelve a llamar a la puerta, no basta con mirar hacia otro lado.