Durante el último año hemos oído hablar del Proyecto de marca España en distintas ocasiones. Un proyecto estrella, una dirección general específica de Diplomacia Pública, un par de presentaciones frustradas, el nombramiento de un Alto Comisionado… pero se ha oído poco sobre el contenido del proyecto.
La marca España se ha convertido en una especie de estándar para medir la información que ofrecen los medios de comunicación internacionales. La pitada del Madrid-Barcelona, las manifestaciones en la calle o unas declaraciones del rey… pasan a ser juzgados por el tamiz de la marca España, en función de una supuesta repercusión, a una imagen de país puramente abstracta.
Pocos parecen comprender que la marca España, más que un logo o una referencia simbólica, debería ser un proyecto que ofreciera respuestas a los cambios que está sufriendo la forma de plantear las relaciones internacionales entre los estados, la diplomacia pública. No se trata ni de una idea feliz ni de un proyecto revolucionario, sino de una evolución necesaria, en la que los países «serios» nos llevan ya bastantes años de ventaja.
Como advertía Joseph Nye Jr. a principios de siglo, las relaciones internacionales hace tiempo que dejaron de ser un juego al que sólo están invitados los estados nacionales. Cada vez son más y más diversos los actores que participan, de manera determinante, en el panorama internacional. La naturaleza del poder ha cambiado radicalmente, como consecuencia de un proceso de desmaterialización donde la percepción ocupa un lugar determinante a la hora de lograr conquistar la voluntad de todos estos nuevos actores.
De ahí que la diplomacia pública, tenga en la comunicación su contenido fundamental. Una comunicación entendida no como una herramienta de venta/popularidad, o una forma de defenderse ante las críticas sino como un instrumento imprescindible para la gestión pública, necesaria para la defensa de los intereses de nuestro país, y de nuestras empresas y ciudadanos, en el panorama internacional. Y en la que la confianza es el termómetro que mide el nivel alcanzado.
Esto explica como muchos, más allá de su poder militar o económico, se convierten en protagonistas de las relaciones internacionales. No se trata sólo del papel que personajes como George Clooney o Bono están desempeñando en lo que ya se conoce como la diplomacia de las celebrities, sino en la importancia que sectores de lo más diversos como la gastronomía, el deporte, el cine o la literatura (en el que las caras visibles suelen ser de vital importancia) han adquirido a la hora de impulsar la imagen de un país, y que va mucho más allá de su contribución al PIB Mundial. Lo mismo ocurre con grupos más amplios, como inmigrantes o emigrantes, estudiantes de intercambio o turistas. De ahí que sean muchos los analistas que coinciden en afirmar que el cambio más importante a la hora de desarrollar nuestra marca-país sea el cambio en la propia autoestima de los españoles, que jugamos un papel mucho más importante del que pensamos en la consolidación de la marca España.
Además, desde el punto de vista estratégico, hace falta un proyecto. Una definición clara del posicionamiento, los objetivos y los intereses, y hacerlos llegar a la diversidad de actores de la que hemos hablado (junto a herramientas que les permitan divulgarlos de manera más atractiva y eficaz). Un nuevo tipo de liderazgo que respondan ante esta estructura reticular, de colaboración público-privado y privado-privado. En el que las administraciones den a las empresas coordinación, una serie de servicios comunes como presencia en los mercados internacionales, apoyo legal… unos objetivos claros, con los que contribuir y también una plataforma para trabajar juntas, donde las grandes empresas compartan con las PIMES no sólo know how, sino también recursos, que con un coste mínimo para ellas, pueden ser determinantes para los que se adentran en el mundo de la internacionalización. Entendiendo que el trabajo en red no supone ni falta de estrategia ni falta de coordinación ni ausencia de control sino un verdadero cambio de los modelos tradicionales.
Muchas veces me dijo que estaba convencido de que moriría antes que Fidel Castro. Nunca le creí, sorprendido de que ni siquiera él pudiera evitar esa exuberancia verbal cubana. Una vez más, tenía razón.
Oswaldo Payá amaba Cuba, por eso decidió quedarse cuando todo le empujaba a irse. Se sentía encerrado en su isla, pero siempre entendió que los muros de la isla-cárcel no tenían el tamaño suficiente para impedirle vivir con libertad y que el que algunos se quedaran era necesario para que todos los que un día se fueron pudieran regresar.
Decidió hacer política cuando comprendió que para el que quiere cambiar las cosas no hay nada peor que no hacer nada y que para lograr un gobierno justo no bastaba con salir a la calle pidiendo libertad. Trabajó siempre para ofrecer una alternativa posible a la dictadura de los Castro. Confiaba en la fuerza del comportamiento de los hombres libres, y, sin un ápice de ingenuidad, nunca rehusó abrir camino por los estrechos senderos que le ofrecía una legalidad que sabía meramente formal. Miraba con cierta envidia la transición pacífica en España, que conocía en profundidad. Quizás de ahí le venía su empeño de ir de «la ley a la ley» manifestado en su intento de presentarse como candidato a diputado en la Asamblea Nacional en 1992, y, sobre todo, en el lanzamiento del Proyecto Varela, que utilizaba la Constitución Cubana para convertir en leyes el derecho a la libre expresión, a la libertad de prensa y a la libertad de asociación. También el derecho de los ciudadanos a tener sus empresas, la modificación de la ley electoral nº 72 y la celebración de nuevas elecciones, y la amnistía para todos los presos políticos.
Creo que no tenía eso que los gurús del marketing político denominan carisma, pero demostró a lo largo de su vida ser un líder de talla internacional.
Entendía que el liderazgo era cuestión de claridad de ideas, de trabajo en equipo, y consiguió liderar un auténtico movimiento social que recorría Cuba de extremo a extremo. Hizo del MCL una gran familia, y cuidaba de sus miembros como hermanos, les llamaba constantemente, los visitaba en sus casas, y, cuando recibió algún premio internacional, compartió el dinero del premio, imprescindible para la supervivencia de aquellos expulsados de sus trabajos por ser «amigos de Payá».
Era una referencia moral indiscutible, por eso era una amenaza tan seria en un régimen donde la corrupción lo contagia todo, llegando hasta los últimos rincones de la sociedad. Su fuerza le venía del convencimiento de estar luchando por lo más justo y lo mejor para el pueblo cubano, y de ahí que sorprendiera a todos los que tuvimos la oportunidad de conocerlo personalmente por su inmensa tranquilidad. Paz en el país de «Patria o muerte», en un ambiente en el que la tensión forma parte del aire, y en unos tiempos en los que vivir deprisa parece obligatorio.
Es posible que esta paz fuera consecuencia de su fe. Una fe vivida, que daba sentido a su integridad y su honestidad. Una fe que le permitió sufrir por la incomprensión de la jerarquía de la iglesia cubana, sin perder nunca la paz.
Quizás era esa misma fe la que le permitía hablar de su muerte con tranquilidad. Muchas veces me dijo que estaba convencido de que moriría antes que Fidel Castro. Nunca le creí, sorprendido de que ni siquiera él pudiera evitar esa exuberancia verbal cubana. Una vez más, esta vez para desgracia de los que están convencidos de que la gente buena hace el mundo mejor, tenía razón.
Tercera de 5 crónicas de una cooperante desde el terreno. Por Yolanda Román (@stricto_sensu)
Escribo desde Dakar, llevo aquí cinco semanas y aquí estaré todo el verano trabajando con Save the Children en la emergencia de Sahel, donde 18 millones de personas viven al borde del abismo del hambre.
All my lobbying
Como el resto de los mortales, los lobbistas nos levantamos por la mañana con cara de sueño. Lo primero que yo hago, bostezos aparte, es encender el ordenador y repasar mi agenda del día. La suelo tener en la cabeza pero mezclada con listas de la compra, llamadas pendientes y estrafalarias ocurrencias, así que mejor comprobarlo. En mi agenda, desde hace once años, siempre hay muchas reuniones, en Dakar igual que en Madrid. Una reunión es para un lobbista como una operación para un cirujano: una cita profesional de primer orden en la que se ponen a prueba conocimientos y habilidades.
Mi primera misión de lobby fue en 2001. Yo era asistente de investigación en la oficina de Amnistía Internacional en Bruselas y me reuní con un asesor de Günther Verheugen, comisario europeo para la ampliación. Entonces yo escribía sobre cómo incorporar criterios de derechos humanos al proceso de acceso a la Unión Europea de los países del este. Me acuerdo muy bien de aquel trabajo porque cada vez que buscaba en internet enlargement (así es como se llamaba a la ampliación en inglés), encontraba mucha información sobre el alargamiento de ciertas partes del cuerpo y muy poca sobre derechos humanos. Aún hoy sigo recibiendo spam con soluciones para unos problemas de tamaño que nada tienen que ver con mi trabajo, pero que me recuerdan a aquellos inicios en esto del lobby.
Hace sólo unos días me reuní con otra de esas personas que asesoran a quienes pueden decidir, con un gesto, sobre la vida de millones de seres humanos. Se les conoce como senior advisors y son la presa preferida de un lobbista, ya que hablan directamente en el oído del ministro de turno. El asesor tenía poco tiempo y propuso que aprovecháramos para comer. ¿Una comida para hablar de desnutrición? Está claro que un senior advisor no siempre tiene buenas ideas. Comimos, hablamos y hasta tomamos notas en sendas libretitas. Con el café, pusimos en común nuestras notas, nos comprometimos a mantenernos informados y nos despedimos. La escena debió parecer agradable vista desde fuera, pero mis neuronas terminaron agarrotadas y mi camisa de seda pegada al cuerpo como una calcomanía.
Creo que mis hijos me imaginan repartiendo comida en un lugar parecido a un campo de refugiados y vistiendo un chaleco de Save the Children o un casco de la ONU. ¿Cómo explicarles que mi labor consiste en escribir documentos y tener muchas reuniones? Seguro que me mirarían con gran decepción. Si hasta yo me lo pregunto a veces, ¿para qué sirve este trabajo?
Dicen que es de Kennedy la frase “los lobbistas me hacen entender un problema en 10 minutos, mientras que mis colaboradores tardan tres días”. Quiero pensar que el senior advisor con el que comí el otro día podrá explicarle a su jefe, en menos de 10 minutos, la importancia de seguir garantizando la educación en contextos de emergencia como una forma de proteger a niños y niñas frente a la violencia y otros abusos. Aunque disimuló, me parece que no le dejaron indiferente los casos de niños heridos por minas antipersona en el norte de Mali. También parecieron interesarle las propuestas de mi organización para integrar las agendas de cooperación al desarrollo y ayuda humanitaria para luchar contra la desnutrición en el Sahel. Si algo de lo que yo le conté aparece reflejado en el informe que haga de su visita a Dakar, mi misión habrá sido un éxito.
No es fácil influir en las decisiones o en la prioridades de los Gobiernos. Nuestras causas compiten con otras causas que también merecen atención y con otros grupos de presión, muy poderosos, que defienden intereses contrarios a los nuestros. La competencia es feroz. No basta con conocer la realidad y tener los datos de primera mano. No basta con tener razón. Necesitamos las mejores investigaciones, el mejor análisis y las mejores estrategias. Necesitamos los mejores argumentos para convencer a los Gobiernos de que lo que proponemos no es sólo justo, sino ventajoso, beneficioso para sus propios intereses, económicos o de seguridad. Necesitamos que nos escuchen, nos entiendan y nos hagan caso.
Para eso sirven los expertos en incidencia política, para poner en valor en los despachos el trabajo que se hace en el terreno, transformándolo en mensajes y recomendaciones y trasladándolos a quienes toman las decisiones políticas. No sólo como un ejercicio de persuasión o de comunicación, sino como una forma legítima de participación democrática y porque aspiramos a transformar la realidad de acuerdo con principios de justicia y equidad. En eso creo y a eso me dedico desde los tiempos en los que la Unión Europea sólo tenía 15 miembros.
Es verdad que no llevamos casco, pero tal y como se están poniendo las cosas, yo no lo descartaría. Hace unos días leí en un periódico peruano este titular: “Navarro llama lobbista a Oliva”. Inquietante, ¿no? De momento, me voy a agenciar uno antes de volver a casa, para no decepcionar a los niños y porque el otoño en Madrid se presiente intenso.
El Partido Republicano lleva semanas tratando de elegir al candidato que se enfrentará a Barack Obama el próximo mes de noviembre en las elecciones presidenciales norteamericanas. Aunque algunos presagiaban un proceso rápido, tras la repentina aparición y desaparición de distintos precandidatos, como Herman Cain o Rick Perry, todavía falta tiempo para que se decida quién será su próximo candidato. En el próximo mes el panorama se aclarará un poco, pero no es descartable que el proceso se alargue durante meses, llegando incluso a celebrarse en Tampa Bay (Florida) una convención abierta a la que se llegaría sin el resultado decidido e incluso lo que se denomina una convención «negociada». De darse esta situación —una primera votación sin lograr la mayoría requerida—, los delegados serían «liberados» de su compromiso de voto (por el candidato en representación del que fueron elegidos) y podrían apoyar la candidatura que consideraran más conveniente en las siguientes votaciones, votando incluso a candidatos que no hubieran participado en las primarias, hasta que un candidato consiga la mayoría necesaria.
Sería una situación anómala. En Estados Unidos la última convención de estas características se dio en 1952, cuando el Partido Demócrata eligió a Adlai Stevenson, que no había sido ni siquiera candidato en las primarias, frente a Estes Kefauver que había llegado a la Convención, celebrada en Chicago, con un número de delegados que rozaba la mayoría. Parece que el requisito esencial para que esto se produzca sería que se llegará a la convención con tres candidatos con posibilidades y, a día de hoy, un escenario así sigue pareciendo posible. Aunque no existe acuerdo sobre los números del reparto de delegados, parece claro que el partido sigue abierto, y que tanto Mitt Romney como Rick Santorum y Newt Gringich conservan posibilidades.
Dos caminos, ¿dos almas?
Atrás quedan ya Herman Cain, Michele Bachmann, Rick Perry, Jon Huntsman e incluso Donald Trump. Casi todos ellos tuvieron su semana de gloria pero hoy solo quedan cuatro precandidatos. Ante ellos dos caminos, el de la organización, fruto de un músculo financiero prácticamente inagotable (propio o de sus grupos de apoyo, los polémicos SuperPacs avalados recientemente por el Tribunal Supremo) o el de la energía, consecuencia de un mensaje claro identificado con las bases tradicionales del Partido Republicano. La experiencia de Obama demuestra que este entusiasmo puede terminar traduciéndose en financiación y en una organización competitiva, pero es necesario ir construyendo esa base social con inteligencia y con tiempo, mucho tiempo. Desde ese punto de vista, Romney, favorito desde el inicio, afronta la campaña como una carrera de fondo en la que su objetivo fundamental es aguantar, desgastando a aquellos que amenazan con hacerle sombra y evitando sufrir accidentes por el camino. Sin embargo, Santorum, que entró en campaña de manera dubitativa y se ha convertido en líder por sorpresa, necesita que pase el tiempo para convertir esa ilusión en una auténtica maquinaria electoral que le permita competir con opciones en los más de veinte estados en los que, hasta el mes de junio, se seguirán celebrando primarias.
Algunos han querido ver en la carrera electoral el choque entre las dos almas del Partido Republicano, que, con la aparición del Tea Party, se habrían distanciado todavía más, quizás irreparablemente. No estamos más que ante una situación habitual en un sistema en el que los partidos políticos no ejercen el control organizativo e ideológico al que estamos acostumbrados en España y en el que la diversidad y las posiciones encontradas es la norma habitual, especialmente cuando se encuentran en la oposición.
En uno y otro partido, para ser un candidato con posibilidades, es necesario ser capaz de canalizar todas estas sensibilidades distintas y ofrecerlas de manera atractiva al grupo de votantes independientes, que son los que deciden las elecciones. Enfrentarse a un candidato que genera gran oposición, como fue el caso de George W. Bush, suele ayudar en esta tarea.
Si bien es cierto que gran parte de las bases republicanas más activas, las que sostienen la campaña con su dinero y su voluntariado, se sienten más identificados con aquellos candidatos que defienden una serie de valores, y a los que Romney, como en su momento McCain, no terminan de convencer.
Las elecciones de 2008 son un buen termómetro para comprender lo que se dilucida en este proceso de primarias. McCain, conocido como Maverick por sus posiciones independientes dentro del GOP, trató de apelar con poco éxito a esa base social movilizada que había dado el triunfo a George W. Bush en 2004 y 2008. De poco sirvieron guiños como la elección de Sarah Palin. Siempre queda la duda de saber si, de haber sido fiel a su espíritu libre desde el inicio del proceso, hubiera podido arrebatar a Barack Obama el apoyo de los independientes (aunque probablemente nunca hubiera superado el proceso de primarias). Sea como sea, la lección es clara, en la sociedad de la in-formación el cambio de posición es más difícil que nunca y deja millones de votos por el camino.
El más presidenciable
Aunque no siempre es así, las primarias deberían suponer la elección del más presidenciable, del que mayor posibilidades tiene de desalojar a Barack Obama de la Casa Blanca. Las encuestas nacionales siguen señalando a Mitt Romney como el que más posibilidades ofrece para la victoria final, pero el precedente de 2008 y el sistema de elección, en el que mayoritariamente participan personas que se identifican como republicanos, hace que la cuestión no esté resuelta. Romney tiene un apoyo muy débil entre los grupos de votantes más importantes en el Partido Republicano como evangélicos, miembros del Tea Party, habitantes de zonas rurales o personas con ingresos inferiores a 50.000 dólares. Su apoyo procede, más bien, de distritos con una renta per cápita alta y cuyo voto en las generales no es, ni mucho menos, decisivo. De ahí que, desde hace semanas, haya empezado a reforzar su imagen, humanizándola y dando más contenido a su conocido pasado como gobernador de Massachusetts y millonario, «el hombre que arreglará la economía», con una apelación a las bases, su labor solidaria, en contacto con los más necesitados, como misionero mormón, su éxito como organizador de los juegos olímpicos de invierno en Salt Lake City en 1992, e incluso una historia, ya utilizada en la campaña de 2008, de cómo Romney rescató a una joven de 14 años de un secuestro. Al problema, que arrastra desde la campaña de 2008, su incapacidad de entusiasmar, de «carisma» diría-mos en España, se ha unido durante la campaña una serie de revelaciones derivadas de su condición de millonario y la gestión de su fortuna, especialmente en lo que afecta a la gestión fiscal y a su preferencia por los paraísos fiscales, que en la situación actual genera un gran rechazo entre aquellos que lo están pasando tan mal. Aunque de momento no se ha convertido en tema de campaña, sigue en el aire la duda sobre cómo podría afectarle electoral-mente su condición de mormón practicante.
Santorum es casi antagónico a Romney, nieto de minero e hijo de inmigrante italiano, profundamente católico, miembro de la Orden de Malta y padre de siete hijos. Su coherente visión iusnaturalista del mundo, a través de la cual afronta todas las cuestiones públicas con las que se ha enfrentado en su vida política, le permite ser un parlamentario que defiende con solvencia sus planteamientos, hasta el punto de haberse enfrentado con éxito a míticos senadores norteamericanos como Patrick Moynihan o Ted Kennedy. Quizás también por eso, además de hombre solvente, se ha grajeado una cierta fama de arrogante y obstinado en la férrea defensa de sus postulados conservadores.
Identificado con las posturas más tradicionales dentro del partido Republicano, y cercano al Tea Party, su gran reto es ser capaz de hacer valer su gran experiencia política y, desde una base sólida y amplia, lograr articular un apoyo mayoritario en los Estados que definirán la elección presidencial. Romney ha centrado sus ataques contra él en su falta de experiencia ejecutiva y su excesiva vinculación con la política de Washington, comparándole con Barack Obama, pero eso no le debería inquietar. Su principal objetivo es abandonar la imagen que le identifica con un político que solo ofrece una agenda social conservadora, en temas como el aborto, anticonceptivos o el matrimonio homosexual, basada en la moral natural con raíces en la filosofía de santo Tomás de Aquino, y hacer valer sus años de trabajo en el Congreso y el Senado, donde ha sido capaz de liderar una lista de temas amplia y diversa: negociación de los sistemas de protección social en la época del presidente Clinton, apoyo a la sociedad civil (CARE act), lucha contra la corrupción, asuntos internacionales como Irán, Siria o la guerra de Irak. Aunque partía de una situación de inferioridad, retirado de la vida política, Santorum ha sabido posicionarse como un candidato fiable, y hoy resulta más atractivo y genera menos rechazo en las bases republicanas que su oponente. Su falta de recursos, donde el tiempo juega a su favor, y la dificultad de presentarse como presidenciable en un enfrentamiento con Barack Obama son sus tareas pendientes.
Newt Gringich también tuvo su semana de gloria, pero liderar las encuestas le ha costado muy caro. Este veterano político, pieza clave del movimiento que logró una mayoría republicana en el congreso, después de más de treinta años de predominio demócrata, y que destacó por su papel protagonista en el impechment al presidente Clinton por el caso Lewinsky, no ha perdido su tirón entre los más conservadores de su partido. El problema es que tiene demasiada historia, especialmente en lo personal, con una agitada vida matrimonial, con dos divorcios conflictivos, especialmente el último, en el que engañaba a su mujer mientras esta estaba enferma de cáncer. Inteligente y muy trabajador, desde su retirada ha ido construyendo una plataforma electoral alrededor de iniciativas de corte intelectual (think tanks), que le han permitido construir un programa en campos tan diversos como la energía, la inmigración o la educación. Tras su breve liderazgo en las encuesta ha sufrido una tremenda campaña negativa, lanzada por Mitt Romney. Desde entonces no ha hecho más que perder apoyos. Su afán por mantenerse en la carrera, solo se explica por el generoso apoyo del SuperPac liderado por Sheldon Adelson (el multimillonario que quiere poner una ciudad del juego en Madrid), por su confianza en obtener buenos resultados en los Estados del Sur y, sobre todo, por la posibilidad de una Convención abierta en la que pudiera ser decisivo.
Al fondo queda Ron Paul, que no sueña con ser el candidato republicano, pero que llevará su campaña hasta la Convención. Ya en 2008 comenzó a construir un auténtico movimiento social, con capacidad de incidir en los debates del Partido Republicano, a nivel nacional, una especie de Tea Party con ideas distintas. Además, seguir en la carrera le garantiza la popularidad y la financiación necesaria para asegurarse su reelección como congresista por el Estado de Texas. Para ello cuenta con el respeto de Romney, que de cara a su posible nominación y enfrentamiento con Barack Obama, lo ve como un aliado.
Un futuro incierto
Habrá que estar atentos. Quizás estamos ante una de las primarias más largas de los últimos años, lo que, pese al desgaste económico que supone, proporcionará al ganador una visibilidad que de otra forma sería difícil de mantener. Aunque es probable que estemos ante la campaña más negativa de la historia (más de la mitad de los anuncios emitidos sirven para atacar a algún precandidato rival), a nadie se le oculta que está funcionando como un filtro que, como ocurrió con Obama en 2008, evita sorpresas de última hora y, en cierto modo, inmuniza al ganador durante la campaña presidencial.
Mientras, algunos esperan la entrada tardía de un nuevo candidato de consenso, que pudiera optar a conseguir los delegados restantes (más del 60 %), lo que requeriría organizar en tiempo récord la mastodóntica maquinaría electoral necesaria. Otros no descartan la posibilidad de intentar fundir estas dos almas en una candidatura conjunta, en la que Romney garantice la solvencia económica y Santorum apele a las bases. Aunque el precedente inmediato, con la elección de Sarah Palin para apelar a esas bases, fue un auténtico fracaso, esta vez la personalidad de los dos candidatos y los índices de aprobación/rechazo que suscita Barack Obama puedan servir para una unión que complemente, sin desanimar al electorado. Quizás todo sea en vano y la recuperación económica norteamericana sea el más contundente argumento de Barack Obama, un presidente que apunta firmemente a la reelección, contra la oferta de cualquier candidato republicano.
Si pudiéramos echar un vistazo a la famosa biblioteca del olvido de Nabokov, seguro que encontraríamos miles de libros sobre la revolución cubana y sus consecuencias, incluido, por supuesto, el mío, Regreso a Barataria. Encontraríamos mucha política ficción, mucha psicología, mucho libro de humor, muchísimas hagiografías del Líder Máximo, asombrosos ejemplares más propios de la astrología o el esoterismo…
De entre los libros de asunto cubano que se salvarían de esa particular quema encontraríamos varias memorias y algún ensayo histórico como el que me dispongo a comentar, Iglesia y revolución en Cuba. Enrique Pérez Serantes (1883-1968), el obispo que salvó a Fidel Castro.
Habituados a unas versiones unilaterales de la historia en la que los implicados callan, por ejemplo, por miedo o desacuerdo, para la confección de esta obra el profesor Uría ha buceado en documentación cubana y estadounidense, en testimonios de cubanos de la Isla y de cubanos del exilio y en el archivo personal del arzobispo Pérez Serantes en Santiago de Cuba, que se abrió por primera vez precisamente para posibilitar la elaboración de este estudio. El resultado es un libro que aúna el rigor histórico con la capacidad de tratar con acierto un tema específico –que a algunos les parecerá menor– sin perder de vista un contexto complejo y mucho más amplio.
Son muchos los que, medio en broma medio en serio, culpan a monseñor Pérez Serantes, arzobispo primado de Cuba entre 1948 y 1968, del infierno que padece Cuba desde 1959. Su intervención ante las autoridades batistianas tras el ataque al cuartel Moncada (1953) fue decisiva para que el entonces líder rebelde Fidel Castro salvara la vida.
Desde ese momento, la historia es bien conocida. Lo que quizás muchos ignoran es la decisiva intervención de los católicos (jerarquía y laicos) en la revolución cubana. Fue el mismo Fidel Castro quien pidió al prelado que le acompañara en el histórico discurso que pronunció 1 de enero de 1959 en Santiago de Cuba, en el que prometió democracia, justicia y pan. Y lo hizo no sólo como agradecimiento a quien años atrás le había salvado la vida, sino como reconocimiento de la contribución de tantos cristianos –en su mayor parte católicos– al derrocamiento de Batista. Fue un reconocimiento… y un guiño a unas gentes que empezaban a vislumbrar la amenaza comunista que encarnaban los barbudos de Sierra Maestra (no todos; Huber Matos, por ejemplo, jamás fue comunista).
Las dudas no tardaron en convertirse en certezas y la colaboración inicial dio paso al enfrentamiento y a la persecución anticristiana. Pérez Serantes enseguida se puso, una vez más, del lado de la libertad. Le siguieron miles de cubanos defraudados con el giro comunista de la revolución, y todos terminaron aplastados por la poderosa máquina totalitaria del régimen.
La Iglesia se volvió a quedar en el lado de los más débiles. Se enfrentó al injusto régimen de Batista y al que le sucedió, que llegó predicando la libertad pero inmediatamente mostró su verdadero cariz totalitario y que no dudaba en encarcelar a los sacerdotes críticos en centros de readaptación.
El del papel de la Iglesia en la vida política, sobre todo cuando ésta tiene lugar en un Estado que vulnera sistemáticamente los derechos humanos, no es tema fácil. Desde estas páginas hemos reivindicado el difícil papel de la Iglesia en Cuba, siempre en la cuerda floja, siempre en la compleja situación de mantener su espacio de libertad en la Isla-Cárcel –espacio que la propia Iglesia abre a todos los cubanos (creyentes y no creyentes)– sin dejar de denunciar las violaciones constantes a los derechos humanos. En el otro lado se encuentra el interés del régimen por tender puentes con la única institución cubana verdaderamente no gubernamental que sobrevive en la Isla.
De ahí el interés de este libro. El recientemente fallecido monseñor Pedro Meurice –sucesor de Pérez Serantes en la sede santiaguera–, que tuvo la oportunidad revisar este libro antes de su muerte, tras contribuir activamente a su elaboración, no dudó en considerarlo un apoyo imprescindible para entender el actual estado de debilidad de la Iglesia católica en Cuba. Su actuación no es siempre bien recibida, y algunos cuestionan incluso resultados como la deportación masiva de los prisioneros de la Primavera de Cuba, que han pasado más de siete años en prisión. Este libro da pistas para comprender mucho mejor las raíces de esa aparente contradicción, una constante que, con pequeños altibajos, marca la historia de Cuba y de la Iglesia desde 1959.
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