«El gran hackeo» se centra en los datos, a los que “culpa” de los resultados del ‘brexit’ y la victoria de Donald Trump. Dos horas de duración en los que, más allá de la denuncia, no es posible encontrar ninguna respuesta.
Las plataformas de contenido audiovisual han encontrado un filón en la adaptación a su medio de sucesos históricos que en su día despertaron interés. Chernobyl (HBO), The People vs OJ Simpson (Netflix) o El Pionero (HBO), son la muestra del poder que el audiovisual tiene para consolidar imágenes en la sociedad y desplazar a las hemerotecas e incluso a los libros de Historia.
Entre los títulos que este verano han sustituido al cine, novelas y ensayos como tema de conversación hay dos muy vinculadas a la historia política reciente de Estados Unidos. El documental El gran hackeo (The Big Hack, Netflix), sobre el caso Cambridge Analitica. y La voz más alta (The Loudest Voice, HBO), sobre Fox News y su fundador. A ellas voy a dedicar mis primeros artículos.
Ambas se complementan para analizar las que, según algunos, serían las dos principales formas de comunicación sobre las que Donald Trump construyó su victoria electoral en 2016. Esta combinación, que sería la sucesora de otros elementos claves como la economía (1992), las palabras (1996), el frame (2000), el relato (2004), las redes sociales (2008), y la hipersegmentación (2012). La fórmula de 2016 habría sido el poder de una cadena de televisión por cable y la personalización del mensaje a través de los datos obtenidos, especialmente, de las redes sociales.
Nunca en la historia de las elecciones americanas se obtuvo tanta rentabilidad de los votos
La estrategia electoral de Donald Trump en 2016 se centraba en aprovechar el sistema de reparto de delegados por Estados para lograr la victoria en aquellos que podrían resultar más proclives y determinantes, sin importarle ni la diferencia de votos, ni el resultado en aquellos Estados que no se seleccionaron como prioritarios.
Para conseguirlo era necesario un paso más en la estrategia de hipersegmentación, tradicionalmente centrada en el cruce de bases de datos sociodemográficas. Ese paso más se dio al basar esta segmentación en datos personales extraídos de las redes sociales. No en vano, la aparente “derrota” electoral del magnate en el voto popular de 2016, tan repetido por sus oponentes, supone la demostración evidente de su mayor victoria. Nunca en la historia de las elecciones americanas se obtuvo tanta rentabilidad de los votos.
El secreto que marco la diferencia fue la identificación de los perfiles de unos 75.000 votantes, de entre millones de usuarios de Facebook, a los que se bombardeó con información adaptada a su perfil psicológico para lograr su voto
El secreto que marco la diferencia fue la identificación de los perfiles de unos 75.000 votantes, de entre millones de usuarios de Facebook, a los que se bombardeó con información adaptada a su perfil psicológico para lograr su voto. Un número menor que no lo es tanto cuando se descubre el porcentaje mínimo con el que Trump alcanzó la victoria en los estados que al final resultaron determinantes. Un hito basado en la automatización de procesos de personalización en una acción híbrida mezcla de psicología política y explotación de los datos personales.
Esto es lo que pretende mostrar El gran hackeo que se centra en los datos, a los que “culpa” de los resultados del brexit y la victoria de Trump. Dirigida por Karim Amer y Jehane Noujaim y distribuido por Netflix, el documental, de manufactura bastante básica, se estructura en torno a declaraciones alternas de tres personajes: la periodista de The Observer que lideró la investigación, Carole Caldwallardr. El profesor británico, David Carroll, que solicitó a Facebook sus datos personales que obraran en poder de la compañía, y Britanny Kaiser, una de las ejecutivas de Cambridge Analytica (directora de desarrollo de negocio). A estos se unen además los testimonios de Christopher Wilie y Julian Wheatland, empleados de la compañía que adoptaron posiciones distintas frente al escándalo. Todo, entre idas y venidas a comisiones de investigación del Congreso norteamericano y del Parlamento británico.
¿Qué diferencia este uso político por parte de terceros como Cambridge Analytica y el que Facebook hace de los datos para ofrecer determinadas publicaciones y, sobre todo, para su negocio publicitario?
Más allá del ritmo torpe y de su ambientación ligeramente surrealista, el documental logra llamar la atención, sin entrar en detalles técnicos, sobre los peligros políticos del uso indiscriminado de datos personales, que la periodística británica resumió con acierto en este TED Talk . Prácticas confirmadas, entre otras cosas, por las declaraciones del CEO de Cambridge Analytica, obtenidas por el canal británico Channel 4 mediante cámara oculta, en las que presumía de las artimañas realizadas para influir en los resultados de numerosas campañas electorales, y que recoge el mismo documental.
Esto supuso el cierre de la compañía y una reacción de los distintos Estados, organismos internacionales y, también, de las plataformas sociales, que aún siguen buscando cómo dar una respuesta eficaz a esta amenaza.
Las tres amenazas de los datos
La amenaza consta de tres partes, distintas pero relacionadas entre sí: la obtención de los datos, su tratamiento y su utilización política.
1. Obtener los datos
Sobre la obtención y el almacenamiento, los datos utilizados por Cambridge Analytica se obtuvieron a través de una aplicación que se compartía dentro de la plataforma social y realizaba test de personalidad con la información ofrecida por el usuario, algo similar a FaceApp, la aplicación que proyectaba cómo sería en el futuro el rostro de las personas con las fotos proporcionadas por ellas mismas y que hizo fortuna hace unos meses. En su momento esta aplicación operaba de acuerdo con los términos de uso de Facebook que en su día permitía recoger, almacenar y utilizar estos datos a desarrolladores externos. Se trata de información obtenida gracias a la autorización de Facebook y que, sobre todo, representa una parte mínima de toda la que la compañía ha recopilado y sigue recopilando, desde que se fundó y siempre con nuestra colaboración, nuestro consentimiento o nuestra ignorancia.
Sabemos que Cambridge Analytica comunicó a la compañía la destrucción de los datos pero nunca la llevó a cabo.
Años después de haber obtenido toda esa masa de datos la compañía cambió su política de privacidad impidiendo a desarrolladores externos almacenarlos e instando, a aquellos que lo venían haciendo durante años, a destruir aquellos que obraran en su poder, sin esforzarse en comprobarlo. A la luz de lo sucedido sabemos que Cambridge Analytica comunicó a la compañía la destrucción de los datos pero nunca la llevó a cabo.
En este punto, y más allá de la mentira evidente de Cambridge Analytica, cabe preguntarse si un cambio en las condiciones de Facebook supone un cambio en las que ya se habían aceptado previamente. Dicho de otro modo ¿cabe modificiaciones retroactivas? ¿afectan estos a terceros? Pero sobre todo merece la pena destacar que, como señalábamos anteriormente, esta información, incluso cuando haya sido destruida por todos los desarrolladores externos, obra en poder de Facebook junto a otra información, algunos la cifran en 5.000 puntos de datos, que la plataforma viene recogiendo y almacenando por su cuenta, y que es infinitamente superior, cuantitativa y cualitativamente, a la que podían recoger estos desarrolladores individualmente.
2. Tratar los datos
En segundo lugar, estaría el tratamiento de los datos obtenidos. Este consiste en la creación de fichas personales pormenorizadas que permitirían conocer la personalidad de los usuarios a la luz de los datos proporcionados por cada uno y, sobre todo, de sus interacciones en la plataforma social, y que a través de su tratamiento permitía conocer más de 5.000 puntos de datos sobre cada votante estadounidense, según el documental.
Este tratamiento resulta acorde a los términos de uso de Facebook, pero atenta contra un buen número de legislación de protección de datos, especialmente cuando, entre otros tipos de información, se trata de información referente a la orientación política, información que goza de una especial protección, pero que resulta esencial para que Facebook pueda ofrecer sus servicios en las condiciones actuales. Así lo denunciaban recientemente cuatro investigadores de la Universidad Carlos III al señalar que Facebook tiene perfilados a 20 millones de españoles con alrededor de 2.092 etiquetas potencialmente sensibles, ideología u orientación sexual.
En la mayoría de estos ordenamientos, para que esta información pudiera utilizarse de manera legal sería necesaria su anonimización previa no sólo de cara al que contrata publicidad (como argumenta Facebook en su defensa) sino también antes de realizar el tratamiento, etiquetando estos intereses de manera personalizada. Esto privaría a los datos de su carácter personal, y aunque seguiría ofreciendo información de interés para su utilización política reduciría considerablemente su valor comercial.
3. Usar los datos
Por último, nos quedaría la utilización de esta información obtenida (y tratada) originalmente de manera legal. Se trata de una utilización política basada, a la luz de los testimonios recogidos, en un conocimiento profundo de la psicología humana. Esta se utilizaría para transmitir información personalizada y, aprovechándola, ir creando corrientes de opinión que generara un ambiente propicio a ciertos intereses políticos, como se ha denunciado que ocurrió en Myanmar, provocando un episodio dramático de limpieza étnica.
Una información personalizada que hoy en día podría incluso ser creada automáticamente a través de Inteligencia Artificial, y de hecho así se incluye en la oferta de algunas consultoras. Se cerraría así el círculo de la automatización del proceso, y tomaría cuerpo la amenaza de convertir las campañas electorales, no en un debate ni una presentación de propuestas, sino en auténticas guerras informativas libradas por máquinas.
Denuncia sin respuesta
Quedan en el aire dos preguntas. La primera es si el problema es provocar determinados comportamientos en las personas, a través del conocimiento de su personalidad obtenido del análisis de sus interacciones sociales, o si esto es solamente un problema cuando hablamos de política. ¿Qué diferencia este uso político por parte de terceros como Cambridge Analytica y el que Facebook hace de los datos para ofrecer determinadas publicaciones y, sobre todo, para su negocio publicitario (que incluye publicidad política)?.
La segunda, que también deja sin respuesta el documental, es si esta influencia es solo indebida cuando hablamos de la victoria de Trump o del brexit. El espectador, en ocasiones no puede evitar la sensación de que estas técnicas son peligrosas porque afectan a la política y a Trump, o al brexit, y que si hubieran sido utilizadas por otras marcas comerciales u otros lideres políticos hoy las estudiaríamos como obras maestras de la comunicación y el marketing electoral.
Más allá de la denuncia, más que justificada, no es posible encontrar en las casi dos horas de metraje casi ninguna respuesta. Si bien, en el terreno de los datos, queda claro la necesidad de tener propiedad sobre los datos personales, que incluirían el derecho a conocer en cualquier momento quién ha tenido acceso a esos datos, quién los ha conservado, quién los está tratando y qué uso se está haciendo de los mismos. Más allá de la alarma. El gran hackeo no se atreve a ofrecer respuestas, por ejemplo en la línea de proponer restricciones al uso de los mismos para la publicidad personalizada, que está en la base del modelo de negocio de las redes sociales (de manera generalizada o en el ámbito político), por lo que queda convertida en una película más del género de las catástrofes que parecen imposibles de evitar y ante las que no cabe más que asustarse y esperar que nunca te toque a ti.
La exageración en la crítica o en las propuestas se ha convertido ya en un recurso retórico principal dentro del elenco que tiene el particular lenguaje de los políticos.
La exageración forma parte de nuestras vidas. Semanalmente vemos cómo se repiten el gol del año, la boda del siglo, o el eclipse del milenio. Más allá de un ingrediente propio de la prensa veraniega, convertida en categoría destinada a sacar del letargo estival al lector, no hay información que no tenga su dosis de hipérbole. Si hoy la bella durmiente volviera a despertar, y echara un vistazo a nuestros medios, tendría la seguridad de haber despertado en una película de catástrofes (consagrada también como categoría cinematográfica con entidad propia, como muestra su propia entrada en Wikipedia).
A juzgar por Twitter, este afán de superar en un punto la realidad también forma parte de las relaciones personales donde el insulto se ha convertido en el mayor calificativo hacia el que piensa diferente, a la vez que solo cabe la exaltación permanente del amigo, el gran…, que siempre es un genio, la referencia en tal tema o el que más sabe de tal otro.
En la esfera pública, sirva solo como ejemplo de un fenómeno cada vez más habitual, la forma de comunicar habitualmente la emergencia medioambiental, que ha vivido su último capítulo en el dramático incendio del Amazonas que, sin quitar un ápice a su gravedad, algunos datos recientes no distinguen de incendios ocurridos en años anteriores. Esta emergencia medioambiental como respuesta propone cambios radicales en la conducta de las personas, en sus dietas, o incluso en su libertad reproductiva, para lo que acude a imágenes apocalípticas (no siempre verdaderas) que, aunque parezca sorprendente, podrían lograr un efecto contrario al perseguido.
Los discursos se mueven hoy entre un cielo y un infierno, sin una parada en la tierra, el único lugar donde existe diálogo. Pero la tierra no vende
Con la política, convertida fundamentalmente en comunicación, sucede algo similar. La exageración en la crítica o en las propuestas se ha convertido ya en un recurso retórico principal dentro del elenco que tiene el particular lenguaje de los políticos. Los discursos se mueven hoy entre un cielo y un infierno, sin una parada en la tierra, que es, a fin de cuentas, el único lugar donde sería posible el diálogo. Pero la tierra no vende. Dentro de la pugna por la atención de la sociedad, la política parte en inferioridad, por lo que ha acabado por adoptar, como el cine o la televisión, la espectacularización como instrumento, e incluso, a veces, como única estrategia.
La sorpresa, la imprevisibilidad, lo entretenido o el mero efectismo se ha convertido en un valor político, igual que antes lo fueron sus contrarios: la previsibilidad y lo aburrido. Se ha cambiado a Cicerón por la publicidad. Y como esta, la brevedad, lo sucinto, es dogma y el eslogan, el corte de televisión o el vídeo para las redes sociales se han impuesto a discursos o textos más elaborados. Se sube el tono, como la industria del cine con el volumen de las películas, pero no el nivel.
Así, no puede sorprender por tanto que «valores» netamente publicitarios como lo genuino, lo auténtico, lo original, que a veces cruzan la frontera de lo maleducado o grotesco, copen el lugar que hace no muchos años ocupaban otros como la valía. Se ha abierto el espacio entre querer ser bueno y querer, solo, parecerlo.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? La falta de perspectiva histórica que nos mantiene permanentemente en un eterno presente hace que todo sea siempre «lo más» ante la ausencia de referencias con las que comparar. El peso que, como recordaba el difunto Sartori, la cultura audiovisual ha ido otorgando a lo emocional frente a lo racional ha convertido las experiencias en la única forma de aprehender la vida y a las emociones en la materia prima de la política. A esto podríamos sumar la cultura del clic, que ha traspasado las fronteras de la búsqueda de audiencias de los medios, para llegar a nuestras cabezas.
La cultura audiovisual ha convertido las experiencias en la única forma de aprehender y a las emociones en la materia prima de la política
La política, que no solo no permanece ajena a esto, sino que contribuye decisivamente a su desarrollo, es la primera afectada. Su lenguaje se ve particularmente hinchado; sufre una inflación de los términos que, en contra de lo que muchos estrategas piensan, acaba por generar una afasia, cuando no apatía, en la sociedad. Los ciudadanos acaban por no tomar en serio nada de lo dicho y van retirándole a la clase política el valioso préstamo de su confianza, según van superando la enésima profecía maya que predice el fin del mundo. Y puestos a buscar espectáculo prefieren a los auténticos profesionales del entretenimiento.
Pero hay una derivada aún más compleja. Cuando esta inflación se transmite a la realidad en sí, esta se acaba por despreciar ya que nunca será tan intensa como el mundo de emociones que se nos presenta por todos lados. Como siempre que se va en contra de la realidad, la quiebra de expectativas llega tarde o temprano, tanto social como políticamente, porque, recordando de nuevo a Sartori, la democracia tiene un problema de expectativas. Si a esto le añadimos la confusión entre ficción y realidad, que, paradójicamente, hace que los espectadores puedan terminar restando gravedad al problema y lo conviertan en una realidad ajena al día a día o, lo que es aún más grave, en parte del paisaje, completamos un cuadro que, a salvo de la exageración, puede resultar alarmante. La desconexión con la realidad, sobre todo con la realidad política por parte de la sociedad, abre fallas en la geografía democrática de un país, fallas por las que se van, a menudo, oportunidades decisivas. Además, entre las grietas que provoca la tensión permanente entre la realidad y el discurso solo cabe ser extremo. No es posible cualquier otro escenario que no sea el de la polarización y el enfrentamiento entre visiones del mundo, tan deformadas por su propia hipérbole que no admiten ningún tipo de conciliación.
La realidad, más que pese, no es hiper mega guay. Sus propias hechuras de contradicciones y dicotomías, su creatividad a la hora de generar situaciones distintas, lo hacen imposible. Es amable, a veces, otras no. Es sencilla en ocasiones, compleja otras. Está pintada con tantos colores que no caben en un fotograma. La realidad no busca la viralidad; la política tampoco debería, aunque a veces, voluntaria o involuntariamente, la logre.
Los líderes del Partido Socialista y Unidas Podemos están atrapados en una realidad alternativa que ambos por su cuenta han trazado.
La teatralización forma parte del ADN de la política, aquellos que lo ignoran acaban cometiendo enormes errores de juicio con graves consecuencias. Aunque esto no es algo nuevo, ni exclusivo de la investidura, es cierto que en los últimos meses la política española parece haberse aficionado a la ficción y aunque en ocasiones se intenta hacer guiños a ‘Borgen’, ‘Sucesor Designado’ o ‘El ala oeste de la Casa Blanca’, el día a día se parece más a ‘Veep’ o a un episodio chusco de ‘House of Cards’.
Como ocurre en las series, donde siempre se encuentran referencias a la actualidad, también en el teatro es habitual el uso de elementos metateatrales, en los que se entrecruzan hasta confundirse ficción y realidad y entre los que destaca un artificio extremadamente complejo, el llamado «teatro en el teatro».
Este recurso, entre otros, fue utilizado por Cervantes en ‘El retablo de las maravillas’, un pequeño entremés, en el que dos comediantes, Chanfalla y Chirinos, llegaban a un pueblo para representar una función, entre la improvisación y la chapuza, bajo la falsa premisa de que solo los más capacitados, los «leídos y escribidos» de los que habla D. Miguel, serían capaces de apreciar la obra en toda su grandeza. El nivel de desconcierto del público es tal que en un momento dado, al ver aparecer a un Furrier al mando de una compañía de 30 soldados lo consideran también parte de la ficción, lo que acaba con el castigo del ejército al pueblo y sus habitantes.
Parapetados en la guerra del relato, en las últimas semanas Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, como Chanfalla y Chirinos, han organizado su propia representación. El teatro es ficción y puede, al mismo tiempo, disfrazarse de realidad, pero cuando hablamos de política podríamos decir que esta debería ser, ante todo, realidad y cuando se disfraza de ficción corre el serio peligro de terminar irremediablemente confundida con ella.
Parapetados en la guerra del relato, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, como Chanfalla y Chirinos, han organizado su propia representación
Una de las condiciones para que el «Teatro en el Teatro» sea efectiva es que esta se encuentre claramente distinguida, en el tiempo y en el espacio, de la realidad, para que fuera de ese espacio de ficción, la realidad pueda seguir su camino. Cuando en política se ofrece a la opinión pública una parte de su contenido identificado claramente como ficción, aunque no deja de ser política, dificulta su distinción con el resto de la pieza.
Existe el peligro adicional de que la ficción vaya construyendo su propia realidad y cuando el actor quiere abandonar la ficción de la que es protagonista, como ocurre en ‘El show de Truman‘, termina atrapada en esa realidad, que en ese momento ha dejado de ser ficción para volverse realidad alternativa. Algo que también les ha ocurrido a los líderes del Partido Socialista y Unidas Podemos, atrapados por su actuación en una realidad alternativa al escenario original que ambos por su cuenta habían trazado.
Este «teatro en el teatro» puede ir aún más allá, cuando consigue convertir al público en un personaje más de la representación. Un público que, lejos de ser espectador pasivo, acaba asumiendo el papel protagonista. Así ocurre en ‘Por los Pelos’, (adaptación de la obra de Paul Pörtner ‘Shear Madness’, que esta semana acaba sus representaciones en Madrid). En esta comedia, tras el asesinato ocurrido en una peluquería de moda, el público se convierte en investigador principal, marcando con sus preguntas el sentido de la investigación hasta terminar decidiendo en votación quién es el asesino.
Los líderes del Partido Socialista y Unidas Podemos, están atrapados en una realidad alternativa que ambos por su cuenta han trazado
Cualquiera con un interés medio en la vida política, se habrá sentido identificado con esta trama. Tras el fracaso del primer intento de formación de gobierno en España el escenario de negociación se ha trasladado al patio de butacas. Como si el público se volviera el verdadero protagonista, con capacidad de escribir un final distinto del previsto por los autores del libreto. Los regidores, con la colaboración desinteresada de sus medios y periodistas de cabecera, han comenzado a desvelar pistas, verdaderas y falsas; los actores, con la ayuda inestimable de sus apuntadores, se han lanzado a repetir sus parlamentos; los extras, Ciudadanos y el PP, se debaten entre ejercer de figurantes o seguir la comedia desde la platea, mientras se reparten los papeles que oscilan entre el silencio y el no rotundo.
Y los espectadores no terminamos de saber si han cambiado las reglas o simplemente nos hemos convertido, «teatro en el teatro«, en actores de un nuevo acto de esta tremenda obra de ficción, ahora ampliada por exigencias del guion. Lo único seguro es que si no llegan a un acuerdo antes del 23 de septiembre, el próximo 10 de noviembre, corresponderá al público señalar al verdadero culpable y cualquiera puede ser el elegido.
Mientras los protagonistas no harían mal en recordar la advertencia del manco de Lepanto «Maravilla será si no nos apedrean, porque tan desventurada criaturilla no la he visto en todos los días de mi vida» y dejar de proclamar a sus respectivos públicos: «¡Vivan Chirinos y Chanfalla!».
“Innovar no es reformar”, escribió Burke. Recuérdenlo los representantes políticos antes de hablar de tocar la Constitución española.
La democracia tiene sus ritos. Tiene fechas marcadas en el calendario que la elevan por encima de lo cotidiano y aburrido. El lunes, en el Congreso de los Diputados, se celebrará uno de esos días que son diferentes al resto de días de la democracia: el de la investidura del presidente del Gobierno. Y como todos los rituales, el de investidura tiene sus reglas, dos en este caso: la de las mayorías parlamentarias fruto del sistema electoral (Artículo 68 de la Constitución) y la de propuesta y votación en la Cámara (Art. 99).
Todo sistema electoral parlamentario se debate entre la proporcionalidad que garantice la representación plural de los votantes y la gobernabilidad, que hace que esa creciente diversidad de fuerzas políticas que reflejan una sociedad cada vez más diversa, impida la parálisis del sistema político. Estos son los dos valores que, en cierta manera, están en tensión.
Hubo, en el momento de darle a España una normativa electoral, posturas distintas. Fraga optaba por un sistema mayoritario. El PSOE defendió un sistema de mayor proporcionalidad. Finalmente fue la opción de Landelino Lavilla y Herrero de Miñón, basada en la circunscripción provincial (con un mínimo de 2 escaños para cada provincia), una barrera del 3%, y el método D’Hondt, la que salió adelante. Una apuesta por la gobernabilidad, sin perder por completo la proporcionalidad. Como dato esclarecedor baste decir que cuando se diseñó nuestro sistema electoral, en 1977, en pleno renacer democrático, los partidos políticos registrados eran más de 100, de los que 22 se presentaban en la mayor parte de las circunscripciones.
Sin embargo, las paradojas, tan habituales en la vida, también se abren camino en los sistemas políticos. Han querido las circunstancias de los últimos años que precisamente haya sido un sistema cuya falta de proporcionalidad venía criticándose casi desde sus orígenes, el que haya dado lugar a un “pluralismo polarizado” (Hallin y Mancini) en el que conviven 5 fuerzas con más de 20 escaños. Esto desembocó primero en una tensa espera y, en las últimas semanas, en la “tragicomedia de la crispación” (en feliz expresión de Gil Calvo), con consecuencias que aún difíciles de prever, pero que van más allá de una investidura que parece cada vez más encaminada.
Vivimos algo similar en 2015 y 2016 y ya entonces hubo quienes plantearon la necesidad de reformas institucionales que evitaran tanto los largos periodos de interinidad como la posibilidad de prolongar ad eternum el proceso de investidura. La formación de gobierno hizo que, como ocurre tantas veces, un problema señalado como institucional se relegará al olvido. “El olvido está ahí, no lo olvidemos” escribió Benedetti y lo olvidamos hasta que las elecciones de abril de 2019 nos lo recordaron.
Las causas, más allá de la falta de previsión política y la dictadura de lo inmediato que permite enterrar problemas y sorprenderse cuando estos resurgen, las tenemos que buscar en el mecanismo de investidura y el sistema electoral. Entre todas, las más determinantes son las que ya señaladas de la elección de la provincia como circunscripción electoral y el establecimiento de un mínimo de 2 diputados por circunscripción.
Además hay que contar que según la Constitución, los escaños en juego en unas elecciones pueden ser hasta un máximo de 400. Actualmente se reparten 350, dispuestos en circunscripciones provinciales de manera proporcional, con un mínimo por cada una de ellas, (que la ley establece actualmente en dos representantes, salvo en Ceuta y Melilla que es uno).
Resumiendo, si hubiera un intento serio de reformar la ley electoral habría que contar con 3 límites: la circunscripción electoral, con un número mínimo de escaños por provincia; el criterio de proporcionalidad, según la población, y el número total de escaños que se eligen en las elecciones (300-400).
La Gran Reforma
Con estos tres límites, que actúan como fronteras para posibles reformas, hay quienes plantean el cambio del método de reparto por le de Sainte-Laguë que mejoraría la proporcionalidad. Otros abogan por el aumento de escaños hasta el límite, es decir, 400. Se respetaría el actual sistema de reparto, o se añadiría un mecanismo complementario para adjudicar los 50 nuevos escaños, creando una circunscripción nacional. Sin embargo, lejos de mejorar la gobernabilidad, esta opción la debilitaría al fortalecer el criterio de proporcionalidad y aumentar la representación de fuerzas minoritarias, que normalmente ven cómo un buen número de los votos que obtienen en circunscripciones pequeñas no logran transformarse en un escaño.
Otra alternativa, planteada recientemente, sería adjudicar esos 50 escaños de más al partido más votado, como una prima de gobernabilidad, similar a la que existe en Grecia o Italia. Desde el punto de vista constitucional este sistema compartiría con la propuesta anterior la dudosa constitucionalidad de una circunscripción complementaria a la provincial y el respeto al número de escaños establecidos por la Constitución. Más dudoso resultaría saber si una propuesta de estas características rompería con el criterio constitucional de proporcionalidad que debe primar en la asignación de escaños.
Además, cualquier reforma que quiera evitar la ingobernabilidad, debe incluir el mecanismo de investidura, en el que todos los elementos desde su activación, el mecanismo de votación y el plazo máximo, son objeto de minuciosa reglamentación constitucional.
En este sentido la Constitución (art. 99) es bastante clara y llega al detalle:
La propuesta corresponde al Rey a través de la Presidencia del Congreso
El candidato propuesto deberá solicitar la confianza de la Cámara (por mayoría absoluta en primera votación o simple 48 horas después)
Si no sale adelante se podrán tramitar sucesivas propuestas
Si a los dos meses de la primera votación nadie obtiene la confianza el Rey disolverá ambas Cámaras.
En este punto, el margen de reforma sin tocar la Constitución es menor y solo cabría, como han planteado algunos grupos políticos, la de establecer por ley un plazo para someterse a la investidura, para evitar retrasos infinitos.
Todas las demás alternativas requieren un cambio constitucional:
Actualmente, según la Constitución, no cabe un sistema de doble vuelta para elegir al presidente ya que contradice la totalidad del sistema político parlamentario consagrado por la Constitución. Hacerlo supondría un cambio mucho más de fondo, al alterar la naturaleza parlamentaria del sistema.
Lo mismo ocurrirá trasplantando al Parlamento un modelo donde cualquiera pudiera presentar su candidatura y los diputados solo podrían votar por un candidato o por la abstención, propiciando la creación de las mayorías necesarias y evitando el bloqueo (como sucede en el Parlamento Vasco).
Una tercera opción sería la de un sistema de investidura negativa (Dinamarca, Noruega o Islandia) donde el partido más votado, o aquel que obtenga un número superior de escaños en las elecciones recibe la investidura, pudiendo el Parlamento retirar su confianza cuando lo decida.
Y tampoco puede obviarse que cualquiera de estas figuras afectarían al papel de la Corona, de la que hoy depende la propuesta del candidato y requerirían reforzar los mecanismos de control del gobierno, especialmente la moción de censura o la aprobación de los Presupuestos, para permitir que la investidura no resulte, como lo puede ser ahora, casi definitiva. Además, reformas de este calado podrían afectar a los sistemas electorales autonómicos que por lo general resultan miméticos al sistema nacional.
A modo de resumen ejecutivo: cualquier reforma o reformas que pretendan evitar la interinidad o la ingobernabilidad exigen algo más profundo, la gran reforma de nuestro país: la de la Constitución. Y de nuevo, la paradoja. Porque buscando una estabilidad inmediata, una reforma constitucional podría embarcar a España, en una transformación constitucional que afecte a aspectos esenciales del sistema político, y que, por osmosis, alcance a otros de sus pilares como la Monarquía, la moción de censura o los sistemas electorales autonómicos, en los que resulta mucho más difícil encontrar acuerdos. Por no hablar del riesgo que entraña el hecho de que el referéndum de aprobación de la reforma (cuya convocatoria hoy podrían solicitar hasta 4 grupos políticos) se ciña como amenaza en el horizonte. La búsqueda de estabilidad podría provocar mayor inestabilidad.
Más allá de este optimismo universal, casi naif, que acompaña las urgencias institucionales, es difícil creer, como recordaba con ironía Torres del Moral, que aquellos que no consiguen ponerse de acuerdo en la formación de un gobierno que siempre tendrá un horizonte limitado en el tiempo, puedan hacerlo para lograr reformas constitucionales que tendrían consecuencias directas sobre cada uno de ellos, y cuyos efectos podrían prolongarse en el tiempo indefinidamente. “Innovar no es reformar”, escribió Burke. Recuérdenlo los representantes políticos antes de hablar de tocar la Constitución.
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