A la nueva política le pasa como a los años de los perros, el primer año equivale a 15.
En un par de días conoceremos la fecha elegida por Pedro Sánchez para someterse a la investidura. Aún no sabemos si decidirá convocar la sesión de investidura de manera inmediata, para evitar seguir prolongando la negociación, como ingenuamente decidió hacer Rajoy cuando sugirió a Ana Pastor convocar la votación de la moción o si preferirá retrasarlo aún unas semanas, para ver cómo Unidas Podemos se consume en la incertidumbre de la espera y comete algún nuevo error.
Hoy es más cierto que nunca aquello de que el tiempo en política se hace muy largo, especialmente cuando se está en la oposición, pero no solamente. Nadie sabe aún qué pasará dentro de dos semanas y los pronósticos para septiembre deberían entrar en la categoría de ciencia-ficción, aunque algunos todavía se atrevan a pontificar sobre cambios sociales y de hegemonías, políticos o culturales, que se mantendrán durante los próximos 15 años, sin reparar en que estos pronósticos también serán debidamente arrastrados por el próximo tsunami.
Sea como fuere, lo que sabemos es que en ese tiempo pueden pasar muchas cosas. A la nueva política le pasa como a los años de los perros, el primer año equivale a quince, el segundo a veinticuatro y a partir de ahí sus años de vida equivalen a cuatro de la especie humana. Para muestra Podemos, que en cinco años ha pasado de ser la gran promesa política a convertirse en un partido que bien podríamos decir que lleva más de tres décadas en el escenario político, y sin exagerar.
Hace solo dos años que Sánchez era desahuciado por su propio partido político, y escasamente un año que llegó a la Moncloa (aunque parezca que lleva allí toda la vida). En menos tiempo aún, poco más de dos meses, el PP y Ciudadanos han invertido sus posiciones: el primero, de temer una reacción interna en cadena contra Casado, ha pasado a tener un liderazgo consolidado, mientras que es a Rivera al que, esta semana, le toca luchar por sobrevivir. Y qué decir de los últimos seis meses de Vox, en los que ha tenido tiempo para explotar, implosionar y volver a convertirse en una incógnita.
A la nueva política le pasa como a los años de los perros, el primer año equivale a quince
No se trata solo de lo larga que, en estos términos, puede resultar una legislatura de cuatro años, sino de lo largo que se hace el día para políticos, periodistas y otros adictos a la información política.
Tiempos largos, tiempos cortos
Cambian los tiempos de la información. Hace años ya, una eternidad a la velocidad de los tiempos, la comunicación institucional miraba siempre al cierre de la prensa escrita. El cierre lo era en sentido estricto: con él se cerraba el ‘backstage’ de la información. Luego llegó el telediario, con su edición de mediodía y la de la noche (que aún ofrecían un par de horas de margen al jefe de prensa), y el periódico de ayer no fue más que el papel para envolver el pescado e incluso las columnas que una vez fueron refugio del pensamiento pausado quedaron reducidas a ingeniosos toques de atención. Pronto se unieron los informativos mañaneros, los programas de cotilleo político y los canales de 24 horas de noticias. Y así, como si fueran escalones dispuestos uno tras otro, hoy los medios de comunicación informan en tiempo real, en ‘streaming’, y en competencia feroz por el tráfico, que incluye nuevas prácticas como abrir una noticia y dejarla en el aire … Continuará.
Hay casos en los que ese afán por ganar al tiempo se ha traducido incluso en publicar información antes de que se produzca, obituarios que salen de las neveras en las que los medios guardan a sus próximos muertos antes de tiempo, o, en el colmo de la aceleración, noticias inexistentes, como la que anunció la forma en la que había sido incinerada la enfermera contagiada de ébola, esa que por suerte para todos, pronto se recuperó.
Ay de aquel político que no sepa adaptarse a esos tiempos, con una reacción inmediata en forma de trino, comunicado o canutazo
En la política emocional el tiempo es breve y la realidad voluble. Y ay de aquel político que no sepa adaptarse a esos tiempos, con una reacción inmediata en forma de trino, comunicado o canutazo, porque otros se le adelantarán a decir lo que realmente piensa, o debería pensar.
Cuando la velocidad entra por la puerta la reflexión sale por la ventana. Al renunciar al tiempo, instrumento imprescindible para desentrañar la complejidad, lo emocional gana a la realidad, y resultan vanos los esfuerzos por apelar a la racionalidad.
El espectador político, tan pegado al presente, también ha perdido perspectiva, y se deja llevar por las agendas de lo inmediato, sin reparar en el mañana. De ahí que incluso causas como la medioambiental, que adquieren sentido pleno en el medio plazo, tengan que revestirse de una urgencia que a veces les resta cierta credibilidad.
El espectador político, tan pegado al presente, también ha perdido perspectiva, y se deja llevar por las agendas de lo inmediato
La velocidad del tiempo ha levantado un nuevo tipo de política efímera, en la que WhatsApp ha sustituido a la mesa de decisión, que desde su concepción parece hecha para no dudar, y que permite posiciones incluso encontradas. Los que ayer defendían el no es no como obligación democrática hoy reclaman indignados la abstención como forma de responsabilidad (y viceversa). Desaparecen los «para siempre», también los «nunca jamás» y la coherencia se adivina (nunca mejor dicho) como uno de los atributos más difíciles de encontrar en política.
Mientras, seguimos mirando con envidia esos momentos en los que «times goes by so slowly».
¿Cabe dialogar con los que apuestan claramente por la independencia y vulneran sistemáticamente la ley? ¿Y con los que durante mucho tiempo no rechazaron la violencia?
El diálogo ha sido desde el principio la materia prima de la democracia, no hay gobierno democráticoque no necesite del ejercicio continuo del diálogo, y la capacidad de llegar a acuerdos basados en el diálogo previo, para desarrollar sus funciones.
Sin tratar de establecer ningún paralelismo entre situaciones distintas esto plantea una serie de cuestiones: ¿Cabe dialogar con los que apuestan claramente por la independencia y vulneran sistemáticamente la ley? ¿Y con los que durante mucho tiempo no rechazaron la violencia? ¿Es posible dialogar con los que rechazan aspectos esenciales de la Constitución? ¿Y con aquellos que cuestionan aspectos del sistema democrático liberal? ¿Se puede dialogar de todo? ¿Se puede dialogar con todos?
¿Cabe dialogar con los que apuestan claramente por la independencia y vulneran sistemáticamente la ley?
En las últimas semanas hemos pasado de reivindicar el diálogo como fórmula mágica para la democracia a denostar a aquellos que se sientan a hablar con algunas de las fuerzas políticas salidas de las urnas y, sorprendentemente, llegan a acuerdos. Frente a lo establecido en situaciones que podrían resultar equiparables, en las que se dotaba al diálogo de fuerza sanatoria, cada vez son más los que, habitualmente eligiendo los casos, ante estas preguntas responden rechazando el diálogo, como si ese rechazo fuera el precio que hay que pagar para mantener la democracia. Convencidos de que en estos casos el diálogo nunca funcionaría, se acepta como premisa (sin respaldo empírico suficiente y con cierto sesgo selectivo) que la inclusión de estas fuerzas políticas en los mecanismos políticos habituales supondría un blanqueamiento de sus postulados y una devaluación de la democracia. Mientras, se señala a los que dialogan como seres sin escrúpulos dispuestos a cualquier cosa para conquista o mantener el poder.
Más allá de un análisis coyuntural, propio del momento actual de la política española, esta situación es el fruto del descrédito progresivo del diálogo como medio indispensable del ejercicio de la democracia; de la perdida de lo que José María Barrio ha denominado como la pérdida del estos dialógico en la sociedad. «Cada vez se debate más, pero cada vez se dialoga menos». El debate se reduce a la contraposición de diversos planteamientos, opiniones puestas en pie de igualdad, que no entran en relación con las demás. Cada uno de los interlocutores mantiene su discurso de manera paralela, sin tomar en consideración lo que puedan decir el resto de los interlocutores, que no son más que contrincantes, salvo caso en el que vea amenazada su posición en la que recurrirá a todo una batería de recursos dialécticos para poner de relieve la desfachatez, o para colgar la etiqueta correspondiente a quien no comparte su opinión. Lo importante es vencer no convencer, y trasladar el mensaje propio al mayor número posible de personas y el diálogo se convierte en arma arrojadiza.
Lo importante es vencer no convencer, y trasladar el mensaje propio al mayor número posible y el diálogo se convierte en arma arrojadiza
En este contexto de intercambio de «zascas», en el que se convierte la política, las ‘fake news’ se muestran como un arma privilegiada. La verdad se convierte en un elemento secundario y con ella el carácter racional del diálogo que ya no puede ser una búsqueda, mancomunada, cooperativa de la verdad, pues esta es inalcanzable y, de manera práctica, inexistente. Los conocimientos entrarían en competencia al no poder reducirse a una forma común, y la democracia se convertiría inevitablemente en una provisional convergencia de intereses opuestos. Con una consecuencia; cuando se confrontan dos intereses y ninguno de ellos puede apelar a una razón universal, la democracia se reduciría a la aplicación de la fuerza, verbal, y acabaría por prevalecer el interés del más fuerte que, como señala Chesterton, no es más que «el derecho de los animales».
Esto imposibilita el diálogo, que se basa en el conocimiento de los hechos, en el convencimiento en la verdad. Si alguien está convencido de algo, está convencido de que si eso es verdad, no es porque él lo diga, sino porque otros seres racionales también pueden conocerlo. La mística de «mi verdad», lejos de permitir el diálogo lo ha convertido en una representación falsa, sin contenido, si no existe la verdad, o es imposible conocerla, dialogar carece de sentido. De ahí que para el diálogo sea necesario que lo que uno propone en forma de opinión se proponga con una pretensión de verdad; y que se esté dispuesto a escuchar, exponer mi propia opinión a la eventual mayor racionalidad o verdad de la contraria.
Si está convencido de algo, lo está de que si eso es verdad, no es porque él lo diga, sino porque otros seres racionales también pueden conocerlo
A la pérdida de la verdad, de la esperanza de alcanzarla, se une la perdida de la referencia objetiva del significado de las palabras, el lenguaje. Esta devaluación de la palabra, provoca reacciones tremendamente perjudiciales para la convivencia democrática. Para que exista diálogo es importante utilizar la misma lengua, así lo señalaba Thomas Hobbes al hablar de los orígenes del Estado. El filósofo inglés sostiene en el Leviatán que un lenguaje culto y disciplinado era necesario para alcanzar cierta cohesión social. La lengua era para los seres humanos el principal principio organizador y sin ella «no ha existido entre los hombres ni Comunidad, ni Sociedad, ni Contrato, ni Paz, como no los hay entre los leones, los osos y los lobos». El contrato social debía redactarse usando términos de sentido exacto y entendido universalmente: «Pues que un hombre llame sabiduría lo que otro llama Miedo y uno Crueldad lo que otro denomina Justicia, uno hable de la Prodigalidad cuando otro se refiere a la Magnanimidad… nombres así nunca pueden ser la base auténtica de un raciocinio».
Esta desconexión entre lenguaje deriva en una «guerra de las palabras», en la que el lenguaje se utiliza de manera puramente propagandística y las palabras se convierten en banderas que se defienden o atacan sin una mínima referencia a su realidad. Y quizás el término «diálogo» haya sido una de las principales víctimas de este combate. La apropiación indebida de este concepto por parte de un espectro de la vida política provoca una reacción que bajo la bandera de la defensa de la democracia acaba por dar la sensación de despreciar el diálogo. Aparece así la figura del integrista, no por las ideas que defiende sino por la forma que tiene de hacerlo, en una defensa numantina de sus verdades que no ofrece discusión alguna.
Aparece así la figura del integrista, no por las ideas que defiende sino por la forma que tiene de hacerlo, en una defensa numantina de sus verdades
Otro de los grandes enemigos del diálogo es esa visión característica de los tiempos de crisis, que Martín Delcalzo denominaba «la gran coartada», según la cual la sociedad se divide en dos bandos, «los buenos y los malos», divididos rígidamente, sin que haya nada de bueno en los malos y nada de malo en los buenos. Esta visión es ciertamente cómoda porque permite a unos y otros atribuir los problemas de la sociedad a «los enemigos» que siembran la semilla del mal, evitando el diálogo con ellos, y esquivando así las propias responsabilidades. Una vez más se cae en la democracia entendida como un juego de suma cero, con bandos opuestos, en el que solo hay un ganador posible y la democracia es simplemente un problema de fuerza en el que aquel que cuenta con un mayor número de votos se lleva el gato al agua.
En la situación actual no podemos renunciar al diálogo con los que piensan diferente, ni siquiera a la posibilidad de alcanzar acuerdos entre los diferentes. Bastaría con que el contenido de esos acuerdos se diera a conocer de manera transparente y los ciudadanos pudiéramos valorar, fuera de descalificaciones apriorísticas, si ese contenido atenta o no contra el sistema democrático.
El diálogo, sostenido por la libertad de expresión y el derecho a la información, es hoy uno de los pilares esenciales de la sociedad pluralista
El diálogo tiene que volver a ser una herramienta de construcción política. El diálogo, sostenido por la libertad de expresión y el derecho a la información, es hoy uno de los pilares esenciales de la sociedad pluralista, más importante incluso que el propio ejercicio del voto. La democracia representativa se sustenta en el diálogo y el Parlamento no es más que un lugar en el que los representantes de los ciudadanos comparten sus puntos de vista, de la misma manera que lo harían los ciudadanos si pudieran reunirse y mantener una conversación entre todos ellos. No en vano el primer Parlamento, el Británico, era conocido como el mejor club de Londres.
Un diálogo basado en la realidad, basado en el respeto a los ciudadanos, a los que se debe tratar como mayores de edad, que eluda la descalificación ‘ad hominen’ y se atreva a defender racionalmente sus propuestas tratando de convencer, didáctico y respetuoso con el lenguaje. Un diálogo que no se limite a la negociación de gobiernos y afecte, sobre todo, a las decisiones que determinan el futuro de la sociedad que deben adoptarse tras un verdadero proceso de diálogo. Presentar algo relativo y abierto a distintas soluciones como la política, la construcción de la convivencia de los hombres dentro de un ordenamiento en el que se disfrute de libertad, como una verdad absoluta puede dar lugar a nuevas formas totalitarias, aunque sean formalmente respetuosas con las formas democráticas. Es necesario articular sistemas para reconocer y evaluar todas y cada una de las opciones, como intentos legítimos de alcanzar una sociedad mejor, solo así el verdadero diálogo recuperará el protagonismo que le corresponde en la sociedad democrática.
Unos resultados tan abiertos en cuanto a la gobernabilidad como los del 26-M han provocado que los vendedores de consejos y especulaciones abran la persiana para hacer su particular agosto.
Nada como unas elecciones para desatar interpretaciones y análisis. La propia noche electoral del 26-M fue una escenificación de las distintas lecturas que los partidos hicieron de sus propios resultados y, sobre todo, de las posibilidades de pactos y acuerdos que esos resultados arrojaron la misma noche —y llevan días arrojando por los problemas en el recuento en algunas circunscripciones—. Si las elecciones sirven para abrir el paso a interpretaciones, unos resultados tan abiertos en cuanto a la gobernabilidad como los del 26-M han provocado que los vendedores de consejos y especulaciones abran la persiana para hacer su particular agosto, sin andar el difícil trecho que separa la realidad del deseo.
Pero la realidad es resumible y asumible para cualquier observador, al menos a grandes trazos: el PSOE ha confirmado su buena racha electoral, aunque nadie mejor que Sánchez sabe que en política, y más en la política del siglo XXI, nunca nada es para siempre y que los tiempos se consumen hoy a una velocidad mucho mayor que hace diez años. Cuatro años es una eternidad. En política siempre lo ha sido. Pero hoy, además, pueden ser una odisea.
En el bloque del centroderecha, por su parte, todo lo andado en las semanas transcurridas entre el 28-A y el 26-M, ha tenido que desandarse. Se vuelve a la casilla de salida, después de que Ciudadanos tratara de presentarse y afincarse en el liderazgo del bloque. Casado ha logrado superar la prueba decisiva con algo más que honra: y casi podríamos decir que, sea cual sea el resultado de las negociaciones, ha logrado su objetivo: contar con el tiempo suficiente para poner en marcha su proyecto de «reconstrucción del centroderecha» con cuatro años por delante y la ventaja de haberse consolidado como el único contrapeso territorial al éxito electoral del PSOE. La derivada decisiva, sin embargo, no está hoy en el PP sino en Ciudadanos.
Ciudadanos: en busca de criterio
Desde la misma noche electoral del 28-A, Rivera lanzó el ‘boomerang’ del liderazgo del centro derecha. El 26-M se lo ha devuelto y, como suele suceder con las decisiones arriesgadas, ha vuelto a sus manos pesando más que cuando lo lanzó. Ciudadanos se enfrenta hoy a una encrucijada estratégica que parecía resuelta.
La formación de Rivera, desde su fundación, ha hecho un esfuerzo por encontrar su espacio en un mapa político en el que PP y PSOE parecían monopolizar la vida política del país. Y es una realidad que, con mucho esfuerzo, han logrado hacerse ese hueco. Pero lograrlo no ha sido fácil y les ha obligado a ir ajustando su posicionamiento según las circunstancias. Es paradigmático el caso de Andalucía, en donde han pasado de apoyar a un gobierno del PSOE de Susana Díaz, a cogobernar con el PP de Juanma Moreno, con los votos de Vox.
La última vuelta de tuerca llegó durante las elecciones generales cuando, ante las dudas sobre su posible pacto con el PSOE, su ejecutiva cerró unánimemente todas las puertas a un acuerdo con el PSOE. Desde entonces, y con la ayuda inestimable de la foto de Colón, Ciudadanos se situó como parte del bloque de centro derecha. El resultado de las urnas el 28-A parecía confirmar el acierto de esta decisión, pero el 26 de mayo ha puesto a los dirigentes de Ciudadanos en una encrucijada que va mucho más allá de la aritmética.
Ciudadanos, que sufre desde el 28 de abril las presiones que pretenden su abstención en la moción de investidura para evitar que los votos de los independentistas catalanes se hagan indispensables, y a un coste desconocido, está en una condición envidiable que le permitiría apoyar la formación de gobiernos en un buen número de ciudades españolas y algunas comunidades autónomas. Aunque los discursos anteriores, y la actitud socialista que celebró su victoria el 28 de abril al grito de «¡Con Rivera, no!», hizo suponer en un principio que Ciudadanos apoyaría al PP siempre que sus votos fueran necesarios, contando con la reciprocidad del PP cuando la situación fuera la inversa, el veredicto de las urnas ha hecho que nada sea tan sencillo como parecía.
Los de Rivera han quedado situados como tercera fuerza política en la inmensa mayoría de estos lugares. En las 50 capitales de provincia Ciudadanos suma con el PP en 8, un número que se elevaría hasta 23 con el apoyo de Vox, y que sumando con el PSOE sería de 20. Algo parecido ocurre en los 141 municipios con más de 50.000 habitantes, donde los naranjas han obtenido mejores resultados, Ciudadanos suma una mayoría suficiente con el PP en 21 municipios, contando con los votos de Vox el número alcanzaría los 56, mientras que junto al PSOE la suma alcanzaría la mayoría en 64 localidades.
Los de Rivera han quedado situados como tercera fuerza política en la inmensa mayoría de estos lugares
De esta manera sus votos son decisivos porque están en condiciones de apoyar gobiernos tanto del PSOE como del PP. Y en ese valor crucial para la gobernabilidad está la encrucijada. Tienen que elegir entre apostar por liderar la oposición dentro del espacio de centroderecha, como anunciaron tras el 28-A, o aprovechar su envidiable posición para retomar su posición inicial y reivindicarse como un partido bisagra, con capacidad de poner y quitar gobiernos en función de criterios más o menos objetivos.
Ambas posiciones tienen una serie de pros y contras. Decidirse por la pugna por liderar la oposición supondría toda una apuesta de confianza en las propias fuerzas. Supondría renunciar a las ventajas de visibilidad que obtendría la marca si llegan a formar parte de los gobiernos locales y autonómicos, además de renunciar la consolidación de sus cuadros, la construcción de programas, la experiencia de gestión y la implantación territorial que vienen aparejadas a lograr el gobierno en distintos enclaves.
Los riesgos de esta opción tampoco se ocultan. Por un lado, supondría renunciar ¿definitivamente? a un votante socialdemócrata moderado (no sanchista) y por otro, y más importante, les introduciría en una batalla por liderar la oposición con el Partido Popular, donde, tras perder la ventaja inicial, existen riesgos de caer en la sobreactuación mutua o simplemente de ser superados por una mejor ‘performance’, fruto de la experiencia que aún atesoran parlamentarios y gobernantes populares. Perder esta carrera podría ser mortal en cuatro años para el liderazgo de Albert Rivera que, tras 13 años en política, aspiraría a liderar por cuarta, y probablemente última vez, la candidatura de los naranjas.
Por un lado, supondría renunciar ¿definitivamente? a un votante socialdemócrata moderado y, por otro, les introduciría en una batalla por liderar la oposición
Por el otro lado, estaría el apoyo total a los socialistas en plazas como Barcelona, Aragón, Murcia, Castilla y León o Madrid, a cambio de algún gobierno simbólico como el de la ciudad de Madrid. Esta decisión, a la luz de las encuestas publicadas en el periodo electoral, y a salvo de la mala memoria política, podría poner en riesgo la mitad de sus apoyos, sin que parezca tan claro que pueda llevarle a nuevos caladeros de votos. Y habría que añadir una dificultad añadida: compatibilizar este apoyo con el liderazgo de una oposición a nivel nacional en el Parlamento.
Al mismo tiempo, cundiría cierta sensación de traición, y una gran confianza en las capacidades propias, que gracias a los recursos y la visibilidad de cogobernar un número tan amplió de lugares, podría hacer aumentar sus apoyos (apelando a la mala memoria política, y a la eternidad que suponen 4 años en política). El principal riesgo de esta política, sin embargo, de esta política sería atar su destino a un socio que, hasta la fecha, se ha mostrado poco fiable, con el que resultaría difícil romper de una manera clara, y que en la mayoría de los lugares seguiría gobernando, aunque Ciudadanos le retirara su apoyo. Las noticias que nos llegan sobre los pactos en Navarra pueden servir de ejemplo.
El camino intermedio es el más difícil todavía. Requeriría adoptar una política de geometría variable, que o se afianza en una serie de criterios objetivos entre los que se adivinan la apuesta por el cambio, la renuncia expresa al sanchismo (de imposible realización), o el castigo a aquellos gobernantes sobre los que pese la sombra de la corrupción. Estos criterios objetivos puede que en ocasiones no coincidan con la sintonía personal entre sus líderes o los supuestos beneficios…, o corre el peligro de consagrar esa imagen de veleta, que se ha ido consolidando en la opinión pública. En todas ellas, la cesión debería incorporar cogobierno e incluso tratar de obtener el liderazgo en alguno de los territorios.
Las tres son decisiones arriesgadas, transcendentales que deberían adoptar por motivos estratégicos y muy conscientes de sus capacidades; equivocarse o no terminar de decidirse podría resultar fatal.
Todo este arsenal llegaba ahora a España no para unas elecciones, sino para cuatro. La atención de periodistas y ciudadanos era enorme. Y ha sido un bluf. A pesar de las expectativas, las redes sociales en campaña no han elevado a nadie por encima de las previsiones de las encuestas.
Este pobre resultado ha sido por una mezcla de tres factores: miedo de los partidos a arriesgar y acabar en polémicas, falta de previsión y dificultad para aislar y medir los éxitos. La comunicación política no es una ciencia y, aunque las redes permitan dirigir mejor el mensaje a cada votante, las campañas siguen siendo un trabuco: disparan más a voleo que como lo hace un francotirador.
Una explosiva mezcla de fake news y WhatsApp venía de ser la presunta arma secreta del presidente brasileño, Jair Bolsonaro, y de Vox en las elecciones andaluzas. Pero o las crónicas exageraban entonces o no se han copiado aquellos modelos. Es probable que sea una mezcla de todo. Los trapicheos que se han podido producir con cuentas falsas no han sido decisivos ni, por lo que se sabe hasta ahora, significativos. «Hemos visto pocas estrategias verdaderamente novedosas en redes sociales», dice María Obispo, directora de digital en la consultora Llorente y Cuenca.
La intención estaba ahí. Pero los presupuestos y el impacto internacional de España no son el de Estados Unidos. «Las campañas en nuestro país comparadas, con las estadounidenses, disponen de presupuestos absolutamente ridículos: solo con lo que gasta Trump en Facebook un mes fuera de periodo electoral se cubrirían todos los gastos de un partido español en campaña», dice César Calderón, fundador de la consultora Redlines, y añade: «En este país, salvo raras excepciones, aún estamos en mantillas si nos comparamos con los de nuestro entorno». Esta vez, además, esas excepciones no brillaron.
Los votantes perfilados
Poco antes de la campaña, el Congreso aprobó una ley que permitía perfilar y mandar mensajes a votantes sin su permiso por WhatsApp. Dos partidos al menos prepararon bases de datos. Pero se echaron atrás cuando llegó el momento: «Hubo miedo de usar bases de datos de móviles en los dos partidos que conozco. Era para hacer grupos de distintos perfiles (edad, sexo, geografía) y mandar los mensajes desde un número que no estaba agendado. Hubo bastantes dudas y nadie se atrevió a dar el paso», explica José Manuel San Millán, fundador de Target Point, que asesoró a Ciudadanos.
Ningún partido ha mandado mensajes en masa a ciudadanos perfilados desde números desconocidos. Ni siquiera información sin su marca oficial. El vídeo de Epi y Blas, que distribuyeron cuentas afines al PP, fue el intento más notorio en precampaña. La atención que recibió fue extraordinaria y solo otro vídeo así –para escoger a senadores con el 1+1+1– llegó a viralizarse. En España, al contrario que Brasil, apenas se reciben mensajes en WhatsApp de números no agendados. Si los partidos tenían previsto disimular y difundir vídeos graciosos contra sus rivales, no lo ejecutaron.
Había un modo intermedio, que el PP quiso explorar pero que tampoco llegó a tiempo. «Hicimos una segmentación en WhatsApp solo por código postal», dice Rafa Rubio, el director de campaña en las generales. Pero se podía haber ido algo más allá, lo que no ocurrió: «La estrategia debía ser interactiva: entablaba ‘diálogos’ para conocer mejor los intereses de la gente. Tenía mucho que ver en ir mejorando la segmentación. Permitía crear listas», explica.
WhatsApp acabó siendo un aburrido canal oficial: «Iba muy lento, no nos aportó nada», dice Edu Muñoz, encargado de redes en el PSOE. Por si fuera poco, WhatsApp acabó siendo capado por Facebook por presunto spam. Unidas Podemos mandó una queja a la Junta Electoral Central, a la que WhatsApp respondió con alegaciones. Ahí está presuntamente la explicación de por qué los partidos se quedaron sin el canal, pero ni Podemos ni Facebook quieren publicarlo. En las municipales, por su menor magnitud, hubo más uso de WhatsApp, incluso el día de reflexión. Como mucho WhatsApp sirvió para «contactar con el votante que ya tienes convencido. ¿Hasta qué punto lo ha conseguido? Soy bastante escéptica», dice la politóloga Ana Polo.
WhatsApp tenía ya en marcha en otros países una herramienta oficial para que las empresas hablaran con sus consumidores por chat, pero Facebook no permitió que se usara en España. Las prisas y el caos provocaron que WhatsApp fuera un fiasco.
La falta de preparación
La falta de preparación fue también un obstáculo. Las acciones más sofisticadas no se prepararon con tiempo. «Se hizo targeting geográfico con creatividades específicas para cada candidato y poco más, nada de microsegmentaciones ni Whatsapp», dice un profesional de una empresa que ha trabajado con más de un partido y requiere confidencialidad por los acuerdos que ha firmado. «Tanto al partido como a la agencia les ‘ha pillado el toro’: no tenían materiales específicos para cada localización, lo que ha hecho que la mayor inversión se fuera a líneas generales y a las grandes ciudades donde sí tenían material, como Madrid, y tampoco se ha hablado de estrategias afinadas a atacar perfiles muy concretos, como mujeres de entre 35 y 50 años con poder adquisitivo e intereses en tal y cual. Por como nos ha llegado todo, me parece que han cubierto el expediente, consumido el presupuesto y poco más».
Al contrario que el marketing comercial, la comunicación política no trabaja siempre con las mismas herramientas y sus trucos son más vigilados. Las campañas electorales tardan años en repetirse y lo que funciona una vez no sirve otra y el azar es importante: «Nunca ha habido armas secretas», dice Carles Foguet, director de comunicación de Esquerra. «Todos conocemos las herramientas disponibles y cada cual intenta sacar el máximo provecho en función de sus recursos y habilidad», añade. Las redes al menos serán una herramienta fija en el futuro, pero su desarrollo está por ver: «Los partidos ya tienen interiorizado su uso y es evidente que le dan importancia, pero también pensamos que el sector es más profesionalizado de lo que en realidad es», dice Edgar Rovira, consultor político que ha trabajado en campañas en este ciclo.
Aunque no haya armas secretas, algún ganador ha habido. Ciudadanos es el partido que mejor resultado sacó en las generales respecto a las encuestas. En Facebook hizo una campaña con segmentación geográfica, edad y sexo con anuncios bien trabajados. Hizo también algo distinto: el viernes antes de las elecciones invirtió entre 30.000 y 60.000 euros en Youtube en su spot central de campaña. Por algún motivo, esa pieza de 35 segundos tuvo más de 10 millones de impresiones en 24 horas. Fue el anuncio más caro en Youtube y con más impacto de toda la campaña. «Youtube es una magnífica herramienta porque también viraliza como mensajería instantánea. Hay gente que lo reenvía por WhatsApp. Sin duda hubo viralización e impulso orgánico. Gente bien organizada en lanzar en grupos de WhatsApp», dice San Millán.
El PSOE es tradicional
El PSOE ganó las elecciones y su inversión en Facebook y Google fue la menor. Si alguien quisiera reivindicar el poder de los medios tradicionales para ganar elecciones, el PSOE en 2019 es un buen ejemplo. «Con el presupuesto disponible para medios (radio, prensa y digital), destinamos una inversión en función de la cobertura que aporta cada medio. Así, el presupuesto disponible se divide siguiendo tres objetivos: notoriedad, alcanzado con acciones como los brand days realizados varios días en EL PAÍS y Huffington Post; cobertura, con la inversión destinada en Facebook e Instagram, y por tipología de formato como en el caso de Google con Youtube», explica Rafael Oñate, coordinador de gerencia del PSOE. Quizá para la campaña del partido en el gobierno y con un mensaje claro, es suficiente.
Desde el PSOE no vieron una necesidad específica de microsegmentar su audiencia ni siquiera por geografía: «No hemos realizado solo una estrategia clásica de asignar un presupuesto por ubicación geográfica, porque el mensaje que queríamos transmitir era general y lo que se buscaba era alcanzar al máximo público posible dentro de los target definidos con mayor afinidad». Es decir, la audiencia era todos los españoles que se parecieran a votantes del PSOE, sin importar dónde estuvieran.
El éxito del PP en Madrid es otro de las relativas sorpresas. Las campañas de Isabel Díaz Ayuso y José Luis Martínez-Almeida hicieron anuncios en Facebook con una inversión importante, aunque menor que en las generales. Facebook había prometido publicar en su archivo digital todos los anuncios políticos de los partidos registrados, pero se centró solo en generales y europeas. Los partidos que no registraron sus páginas para municipales y autonómicas y sus anuncios no hacían saltar la alerta de detección con inteligencia artificial por temas de Facebook. Así que hicieron una campaña más desconocida y menos analizada, con algunos #Carmenafakes que podían haber levantado algo de polémica.
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