El telonero de los Stones

Desde 1947 ser Presidente de los Estados Unidos tiene un límite, dos mandatos. De ahí que, lejos de la aparente debilidad a la que algunos se refieren al hablar de “lame duck”, en los dos últimos años de su segundo mandanto el Presidente norteamericano está más fuerte que nunca al poder permitirse decisiones sin temer más castigo que el de la posteridad.

Allí donde  otros Presidentes tiraban de decreto presidencial para indultar amigos millonarios, como Marc Rich,  el Presidente Obama ha visitado La Habana, la joya del parque de atracciones del comunismo, sometida a una mano rápida de chapa y pintura.

Algo ha debido hacer bien estos días el Presidente de los Estados Unidos cuando ha conseguido que aquellos que normalmente identifican el ánimo de lucro como uno de los enemigos de la democracia, lo conviertan de repente en  señal evidente de apertura de la que ha sido durante más de 50 años una isla cárcel. Bienvenida sea si sirve para abandonar una miseria que no sólo ha ido aumentando con el paso de los años, sino que se va haciendo más profunda según se aleja de la Habana en su camino a Oriente por la Carretera Central.

Obama se reunió con algunos disidentes y, en un gran discurso, dijo cosas que no se habían oido en la televisión cubana desde la visita de Jimmy Carter. Palabras que sonarían a blablabla democrático hasta en los labios de Donald Trump sonaron valientes, casi revolucionarias, históricas delante de Raul Castro. No estuvieron presentes las más de 10.000 víctimas de la dictadura castrista, victimas de una dictadura militar de las que sí se pudo acordar en Argentina.

Tras el espectáculo, el día a día de los cubanos, que siguen sin poder decidir su futuro, “no es fácil” y muchos temen que la apertura económica no sirva más que para  “resolver” la vida de los dueños de un régimen militar que ve como se va quedando sin  gobierno venezolano al que chulear. Mientras, Mario Vargas Llosa ya predice un brillante futuro para Cuba y Mick Jagger tampoco duda en anunciar que los tiempos están cambiando.  Al final va a ser que la libertad era poder escuchar a los Rolling.

Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental

Peter Mair ha sido uno de los mayores estudiosos de los partidos políticos, y este libro breve, en el que trabajaba cuando le llegó la muerte, y que ha editado Francis Mulhern, pretendía ser una síntesis de todos sus trabajos anteriores. Como consecuencia de su génesis, la obra tiene dos partes claramente diferenciadas: el estudio de la crisis de los partidos políticos, y los problemas de la Unión Europea, que el autor achaca fundamentalmente a su despolitización, y que estos días cobran especial actualidad.

Mair parte del fin de la democracia de partidos. Su crisis va más allá del fenómeno global de la desintermediación, provocada por las tecnologías de la información en sectores como el comercio o los medios de comunicación. Las causas, que vienen de lejos, son mucho más profundas.

Para el politólogo irlandés, el problema reside esencialmente en la desaparición de la esfera pública, la zona de interacción entre los ciudadanos y los líderes políticos. Esto provoca indiferencia hacia la política, aunque aquella no se traslada automáticamente a la democracia. Quizás para tratar de evitar este contagio, se comienza a proponer soluciones democráticas cada vez más alejadas de la política, como si la democracia fuera demasiado importante para dejarla en manos de los políticos; pero esto implica una redefinición de la democracia.

En líneas generales, el mal funcionamiento de los partidos habría provocado esta indiferencia, y ahora, estos estarían tratando de acomodar la democracia a un sistema que pueda convivir con un demos indiferente. Se acentúa de esta manera el conflicto entre el componente madisoniano y el popular de la democracia, dividiendo aún más a la sociedad entre los partidos y sus dirigentes, amparados en las instituciones, y los ciudadanos, presa fácil de la antipolítica. Frente a la debilidad de la democracia de partidos, se ofrecen como escenarios alternativos el populista o el del gobierno experto, supuestamente no político; pero ninguno de ellos garantiza la supervivencia de la democracia.

En este contexto, el autor desgrana, a partir del análisis de distintos indicadores (participación electoral, volatilidad, lealtades de partido, afiliación), las causas del distanciamiento popular de la política convencional: elecciones que cada vez tienen menos consecuencias prácticas, debido a la aceptación de formas no políticas de adopción de decisiones, que otorgan al Estado un papel regulador, en lugar de político o redistributivo.

Los partidos dejan de ese modo de responder a sus funciones tradicionales de movilización, agregación de intereses, reclutamiento de líderes y organización de las instituciones del Estado, anteponiendo el acceso al gobierno a cualquier papel en la representación. Cuando todo se pone al servicio del éxito electoral, la identidad política de los partidos se va difuminando, convertidos en partidos atrapalotodo, y se van retirando del ámbito de la sociedad civil hacia el ámbito del gobierno y del Estado. Esto se traduce también en un modelo favorecido por los sistemas de financiación, principalmente públicos, una regulación común que les otorga un estatus semipúblico y la orientación, casi exclusiva, a su papel de órganos de gobierno.

El análisis resulta tan sólido como desalentador, y no queda claro cuál es el modelo alternativo que permita devolver la democracia al espacio del demos. Quizás sea la subpolítica, término acuñado por Beck, que ofrecería nuevas formas de interés y participación política, nuevas identidades y nuevas comunidades. Queda por delante el reto de articularlo institucionalmente y el interrogante de si esa reubicación puede compensar el desinterés por la política tradicional.

Publicado en Aceprensa

 

Demagogia directa

Bajan movidas las aguas de la democracia. En Estados Unidos, la campaña se ha convertido en una batalla campal, en Alemania, un partido populista y xenófobo ha roto el escenario electoral… Los “demócratas” de todo el mundo asisten pasmados al espectáculo, entre el lamento, la incredulidad y el morbo, inmóviles ante un fenómeno fundamentalmente comunicativo de raices más profundas, mientras parecen gritar en silencio: “que alguien haga algo”.

No hay amenaza mayor que la de una idea alejada de la realidad, y, este desfase, para la democracia tiene siempre consecuencias nefastas. Ya lo advertían Loewnstein y Friedrich, en el periodo de reconstrucción democrática iniciado tras la segunda guerra mundial: “no es en la solidez teórica y en la validez moral de sus argumentos, sino en la práctica efectiva de sus realizaciones y manifestaciones históricas concretas, donde la democracia se pone a prueba consigo misma”.

Cuando se reduce la democracia al procedimiento de toma de decisiones a través del voto, la política se queda sin escenarios reales. Los muros formados por los valores y principios democráticos,  los que protegen a la democracia, se disuelven en un sistema de ficciones y alegorías.

La sociedad cifra en el relativismo sus esperanzas de supervivencia y la democracia empieza su propio camino de autodestrucción. El deseo de reconocimiento vuelve a tomar el timón de la historia y la democracia se vuelve narcisista, democracia de selfie, donde los sondeos comparten inestabilidad con  los afectos, y  la propia imagen  se convierte en motor y medida última de todo comportamiento. La política pasa de gestionar la realidad a simplificarla, sin entender que problemas complejos requieren soluciones complejas, aunque no quepan en un tuit.

Se empieza enfrentando a los de «arriba” con los de “abajo». Cuando este discurso se agota, se pasa  a distinguir entre populistas de izquierdas y populistas de derechas… y, al final, hace falta muy poco para terminar por echarle la culpa a la democracia. Hace no tantos años, Juan Linz señalaba cómo la democracia se había convertido en la única alternativa, pero al monopolio de la  democracia liberal le ha pasado lo que al resto de las profecias del fin de la historia de Fukuyama,  y  el totalitarismo populista vuelve a llamar a la puerta, no basta con mirar hacia otro lado.

Las cosas del querer

Los resultados del supermartes aclaran el camino hacia la Casa Blanca, que hoy es más sencillo para los candidatos que quedan pero mucho más complejo para los que intentamos explicarlo.

Como decía la copla: “Pa que nos piden razones del qué, del cómo y del cuándo, son las cosas del querer”. Politólogos de moda y consultores políticos de guardia andan desconcertados intentando hacer sencillo (otra vez lo del pueblo se equivoca) un escenario paradigmático en su complejidad posmoderna.

Aunque algunas veces “la política es un proyecto que interpela un estado de ánimo” (Rocío Martínez-Sempere), otras muchas la política se parece más a un estado de ánimo en busca de un líder al que acompañar. El candidato más mayor recibe el apoyo mayoritario de los más jóvenes, pero, proclamándose candidato del 99%, no consigue pasar del 30% de los votos. En el otro lado aquel al que nadie quiere no deja de ganar, dejando dividido e indefenso al que una vez fue un partido tan grande como viejo. Una vez más la copla “que no tiene na que ver, el color ni la estatura con las cosas del querer”.

Las cosas del querer llevan su tiempo, y no es tan fácil convertir el amor a primera vista (o la más apasionada indignación) en un horizonte amplio y prometedor, y no muy lejano. La fórmula más valiosa de la alquimia social moderna será aquella que permita convertir retazos de emoción en algo duradero. Pasar del momentum a la communio.

Ese es el gran reto, no sólo de la política, sino de organizaciones sociales, educativas y, por qué no, también comerciales. Como señala hace ya años Nicco Mele, el verdadero padre de la política online: “la próxima década será de aquellos que puedan convertir la energía de los movimientos de base unida por la conectividad radical y ponerse a la cabeza con un liderazgo eficaz y comprometido, para tejer poderosos movimientos políticos y construir nuevos negocios”.