Política ficción

Política ficción

Cuando Zelensky, un actor y exitoso empresario, anunciaba su intención de convertirse en presidente de Ucrania su figura era familiar para la inmensa mayoría de los ucranianos.

Cuando el 31 de diciembre de 2018, Volodimir Zelensky, un actor, comediante y exitoso empresario de la industria del entretenimiento, anunciaba su intención de convertirse en presidente de Ucrania su figura, de personaje político, era familiar para la inmensa mayoría de los ucranianos. El país asociaba ya su rostro al del presidente, un presidente que había llegado a serlo cuando el discurso encendido de un joven profesor contra las puertas giratorias en la política, grabado por uno de sus alumnos, se había hecho viral, convirtiéndole en el presidente de su país. La realidad es que, en ese momento, esta historia no había sucedido nunca. El profesor Goloborodko, convertido en presidente, era solamente un personaje de ficción, y Zelensky el que le daba vida en la serie ‘Al servicio del pueblo’, estrenada en 2015 y que había finalizado su segunda temporada. Sus historias podían encontrarse de manera gratuita en Youtube o en Netflix y se difundían ampliamente entre los más de 2,8 millones de seguidores que, antes de empezar la campaña, tenía en Instagram y al más de medio millón de sus seguidores en Facebook.

Zelensky lanzaba su candidatura con un partido de nueva creación que toma el nombre de la serie, y anunciaba su intención de no hacer campaña electoral hasta el día de las elecciones. Renunciaba así a los mítines tradicionales y a la publicidad en carteles, rechazaba cualquier tipo de debate y la gran mayoría de entrevistas. Dedicaba todos sus esfuerzos a una gira de «conciertos», mezcla de monólogo del club de la comedia y concierto, que ha ido celebrando en estadios de fútbol, teatros e incluso circos de todo el país donde sin hablar de política se limita a ridiculizar a todos sus rivales, y a una inversión en redes sociales muy superior a la del resto de los candidatos.

En sus actuaciones resulta imposible distinguir donde acaba el ‘showman’ y comienza el candidato. El hombre de la gente que habla del futuro de los niños, mientras canta una canción irónica ‘La vida es maravillosa’, o tiene un guiño de ‘reality’ al reunir a una niña que había sido separada de su abuelo. «¿Para qué necesitamos hacer campaña? Sois gente inteligente que sabéis qué hacer el día de la votación, ¿verdad?», es una de sus frases favoritas.

La cadena de televisión 1+1, donde ha desarrollado su carrera durante los últimos 15 años, se ha convertido en el centro de su campaña. No ha dejado de emitir su ‘talkshow’ ‘La voz de la gente’ y de participar en diferentes proyectos audiovisuales, construyendo un imperio audiovisual valorado en millones de dólares. Sus últimos propósitos han sido la tercera temporada de su serie, cuyo estreno estaba anunciado para tres días antes de la votación y que fue suspendido por la autoridad electoral, y un documental dedicado a Ronald Reagan en el que hacia de narrador, y que fue estrenado durante la jornada de reflexión, un día que la cadena dedicó en exclusiva a «su» candidato. En una campaña tan disruptiva es difícil no ver una coincidencia: que un documental sobre una estrella de televisión que en 1980 se convirtió en el presidente de los Estados Unidos sea narrada por una estrella de la televisión que quiere convertirse en el presidente de Ucrania.

Lejos de lo que puede parecer, el 30% de los votos que ha recibido no son votos en broma, es un voto que recoge la indignación de una buena parte de la población ucraniana, que sumergida en una complejísima realidad prefiere acogerse al liderazgo de un personaje de ficción que como decían algunos votantes «puede ser un payaso, pero no es un idiota».

Es un voto que recoge la indignación de una buena parte de la población ucraniana

Las elecciones presidenciales ucranianas son un ejemplo más de la capacidad de la ficción no solo para contar la historia sino también para modificar las percepciones de la sociedad. El cine y las series norteamericanas, que monopolizaban la producción televisiva en los años 70 y 80 configuraron el imaginario colectivo de varias generaciones que identificaban los valores del ‘american way of life’ con la felicidad. Lejos de construir un mundo paralelo,en el que evadirse de la dura realidad, la ficción ayuda a entender y construir referencias del mundo en el que vivimos, incidiendo en la forma que tenemos de relacionarnos con la realidad pero sin el filtro de la sospecha al que habitualmente sometemos a la información política.

Así lo apuntaba Martha Nussbaum: «La lectura de novelas (…) conforma la vida de la fantasía, y sin duda la fantasía da forma, para bien o para mal, a las relaciones del lector con el mundo». La literatura, la pintura, o el cine suelen ser más expresivas a la hora de tratar de explicar, o al menos de intentar entender los acontecimientos, las historias humanas hablan mucho más sobre las causas y los ‘porqué’ que los tomos de libros de Historia.

Podríamos decir que mientras los ensayos ayudan a entender el presente a los estudiosos, la ficción conforma la imagen que la sociedad tiene de una época. Al reflejar un contexto habitual este se convierte en la mejor versión de la «verdadera» historia de la humanidad. Una historia que es, en gran medida, la suma de las opciones personales de todos los que estuvieron presentes y su influencia en las decisiones de otras muchas personas. Esa intrahistoria, de la que hablaba Unamuno, y que Ortega convirtió en categoría, la única que es historia de verdad, aunque nunca llegue a ensayos, libros de historia o documentales y se quede, como en el caso del mendigo norteamericano Joe Gould, en la imperdible novela de Joseph Mithchell, amontonada en cajas de zapatos, debajo de un banco de Central Park.

‘Patria’ de Fernando Aramburu o ‘Mejor la ausencia’ de Edurne Portela han servido para que la sociedad española se aproxime al drama del terrorismo de ETA. También en las últimas semanas hemos visto también como en la excelente novela de Karina Sainz Borgo ‘La hija de la española’ la ficción se ha convertido en una poderosa herramienta para transmitir, más allá de los datos, la situación de un país como Venezuela. La novela se convierte en una herramienta de transmisión de la realidad muchísimo más poderosa que todos los informes semanales de la temporada.

No es casual que esta misma semana el Rey haya recibido a Hastings, alto ejecutivo de Netflix, con motivo del desembarco de la plataforma en España

La ficción supera a la información en su influencia en la formación de laspercepciones personales y la cultura social. Un buen modelo de esta retroalimentación entre la ficción y la realidad la encontramos en la estrategia de comunicación de Dáesh y el uso de la misma con una imitación consciente del estilo de videojuegos y de las superproducciones de éxito que generan gran atención y atractivo, además de presentar una imagen más humana del terrorista y una imagen despersonalizada de las víctimas, como revela Javier Lesaca en ‘Armas de seducción masiva’, mientras los medios de comunicación tradicionales se resisten a reflejar en toda su crudeza las consecuencias de su barbarie. Y cuando, como en Ucrania, a la ficción se le une el humor, esta capacidad de construir percepciones se hace todavía más poderosa.

No es casual que esta misma semana el rey Felipe VI haya recibido a Reed Hastings, alto ejecutivo de Netflix, con motivo del desembarco de la plataforma en España.

Publicado en El Confidencial

 

¿Qué culpa tendrá d’Hondt? Paradojas del voto útil

¿Qué culpa tendrá d’Hondt? Paradojas del voto útil

Un fantasma recorre la campaña electoral española: el fantasma del voto útil.

El tablero electoral español se divide en dos bloques bastante uniformes, pendientes de su capacidad de movilización, pero con una gran volatilidad interna. Esta indecisión especialmente en el bloque formado por el Partido Popular, Ciudadanos y Vox ha provocado desde muy pronto, en plena precampaña, un intercambio recurrente de declaraciones y vídeos que tratan de reivindicar que el voto solo es útil si recae sobre las propias siglas.

Para hacerlo, los partidos seleccionan cuidadosamente las cifras elegidas para que, oh casualidad, los «datos» corroboren la tesis establecida previamente. En los tiempos de la verdad a la carta no hay nada más mentiroso que un dato cuidadosamente elegido. Al hacerlo confunden, quién sabe con qué intención, entre el todo y la parte y, con esa necesidad posmoderna de simplificar asuntos complejos, culpan de todo a Víctor d’Hondt, un jurista belga que hace 141 años ideó un sistema proporcional de reparto de escaños empleado hoy en más de 40 países.

Las críticas se centran en que esta fórmula de reparto de escaños no resulta proporcional, favoreciendo a los partidos mayoritarios y perjudicando a los que tienen un respaldo electoral menor, lo que no es del todo cierto.

Lo primero que habría que decir es que el sistema electoral puramente proporcional no existe. Solo podría existir si se distribuyeran el mismo número de escaños que de votos, pero como no es así, todo sistema tiene que pensar en una fórmula matemática de reparto de los «restos». Esto es precisamente lo que intentan resolver tanto la citada ley d’Hondt, como otras fórmulas como Sainte-Laguë o la del mayor resto. Y en cierta medida, lo ha logrado. Así lo muestra la historia reciente de nuestro país en la que a pesar de las críticas coincidentes en que favorece el bipartidismo, nos encontramos actualmente con cuatro partidos por encima de 10% de los votos y escaños, algo que, según las encuestas, puede hacerse extensible a un quinto partido.

Dicho lo cual, es cierto que el sistema electoral en España favorece a los partidos mayoritarios, pero lo que afecta a la proporcionalidad no es tanto el desequilibrio que genera una opción u otra del reparto de los restos, sino el número de escaños que el sistema reparte entre las distintas circunscripciones. La LOREG, que regula el sistema electoral, reparte los escaños por provincias en función de su población, tras conceder a todas ellas una representación mínima de dos escaños, independientemente de su tamaño o población.

En Soria, que desde 2008 es la única provincia que reparte solamente dos escaños, nunca se ha obtenido uno con menos del 23% de los votos

Este reparto inicial es el que realmente afecta a la proporcionalidad y hace que 35 circunscripciones, que representan el 67% del total, repartan un total de 145 escaños. El 41% de los escaños en juego, para el 30% de la población (14.488.041 de un total 46.723.000) según los datos del INE.

De esta manera, en estas provincias resulta más difícil conseguir escaño para aquellos partidos que resultan terceros o cuartos en el recuento. Los datos históricos de estos 42 años nos señalan el porcentaje mínimo para obtener un escaño en las provincias de estas características. Por ejemplo, en Soria, que desde 2008 es la única provincia que reparte solamente dos escaños, nunca se ha obtenido uno con menos del 23% de los votos, en las ocho provincias de tres escaños nunca se ha obtenido un diputado con menos del 17,6% de los votos, en las diez de cuatro, el escaño obtenido con un porcentaje menor de votos se consiguió con el 12,2%, en las siete provincias de cinco con un 9,7% y, paradójicamente, en las siete de seis escaños el mínimo de votos necesario para lograrlo fue un 10,8%.

En estos mismos datos de las ocho elecciones generales celebradas en España vemos que cuando hablamos de promedio de votos, el porcentaje de voto para obtener dos escaños es de 30,89%, en las de tres escaños se sitúa en el 23,5%, si la circunscripción reparte cuatro escaños la media es del 17,8%, 14,8% para las de cinco escaños, y 12,6% para las de seis. Si proyectamos sobre este promedio el resultado medio de las encuestas publicadas hasta esta semana, que otorga un 27,4% de los votos al PSOE, un 20,5% al PP, un 16,8% a Ciudadanos, un 13,8% a Podemos y un 10,9% a Vox vemos cómo tres de los cinco principales partidos políticos rondan estos porcentajes y corren serio riesgo de quedarse fuera del reparto en casi todas estas circunscripciones, sin poder aprovechar los votos recibidos en esa provincia.

Caso aparte es el Senado. Con el objetivo de favorecer la representación de los territorios, se dispara la falta de proporcionalidad al repartirse el mismo número de escaños por cada provincia. Una asimetría que aumenta, aún más si cabe, si le añadimos que el sistema de reparto concede el escaño a los candidatos con mayor número de votos, escogidos en listas cerradas, pero no bloqueadas, que permiten al votante escoger tres nombres de diferentes partidos, algo, por cierto, poco habitual. De esta forma podemos decir que aquel partido que en cada provincia consiga el mayor número de votos,obtendrá tres de los cuatro escaños en juego, lo que, una vez más, a la luz de la mayoría de las encuestas publicadas, proporcionaría al PSOE un número de representantes suficientes (146 sobre los 206 asientos que se eligen), para tener mayoría absoluta sobre los 266 senadores que forman la Cámara, una vez incorporados los senadores de designación autonómica.

No es casual, por tanto, que hayan surgido ofertas del Partido Popular para unir fuerzas en estas provincias ni que, tras no ser aceptadas estas por Vox y Ciudadanos, comience la apelación a la utilidad que pretende maximizar el voto dentro de cada uno de los bloques. Estas apelaciones, si no se concretan en una serie de provincias donde el escaño está en competencia con PSOE o Podemos, corren el peligro de terminar produciendo el efecto contrario al que pretenden, perjudicando a la suma dentro del mismo bloque y, consiguientemente, a la posibilidad de formar Gobierno. Un objetivo que, más allá de los juegos aritméticos, pasa por un juego de alianzas que, a día de hoy y a todas luces, debería unir a PP-Ciudadanos-Vox o PSOE-Podemos-Nacionalistas, (aunque, según las encuestas, muchos españoles aún contemplan y aceptan la posibilidad de que Ciudadanos cambie la posición adoptada por su ejecutiva, y pase a apoyar al PSOE o al menos permita su investidura con la abstención).

Un objetivo que pasa por un juego de alianzas que, a día de hoy y a todas luces, debería unir a PP-Ciudadanos-Vox o PSOE-Podemos-Nacionalistas

Está por ver el efecto de los ataques cruzados que se dediquen los partidos a cuenta de si el voto útil es de uno o de otro. En primer lugar, está el efecto que pueda tener en el resultado final del bloque, que puede sufrir esta guerra de desgaste y que aumentaría la dificultad de formar un Gobierno alternativo al del PSOE con Podemos y los nacionalistas. En segundo lugar, está la cuestionada eficacia de este tipo de campañas, basadas en las encuestas, salvo que se realicen en los últimos días o, como ocurrió en 2016, tengan lugar muy cerca de unas elecciones anteriores. Los ciudadanos al votar no piensan tanto en la utilidad de su voto como en sus consecuencias. Y es, precisamente, en las consecuencias donde se encuentra el riesgo principal, a medio y largo plazo. Si nos atenemos a las encuestas publicadas es probable que su voto sea un voto que la misma noche electoral dejará de ser útil o inútil, quedará libre de consideraciones y cálculos para ser, sencillamente, un voto que permita gobernar a Pedro Sánchez. Esta es la gran paradoja a la que se tendrán que enfrentar muchos votantes: queriendo echar a Sánchez, habrán colaborado a mantenerlo.

Publicado en El Confidencial

Rodear la ley: el abuso del decreto ley y los bloqueos parlamentarios

Rodear la ley: el abuso del decreto ley y los bloqueos parlamentarios

Ahora que los vientos del populismo soplan más fuertes que nunca, esperemos no tener que arrepentirnos nunca de haber rodeado la ley.

En 1966 una película inesperada se alzó con 6 Oscars derrotando a ‘Quién teme a Virginia Woolf’. Se trataba de ‘Un hombre para la Eternidad’ en la que el director austriaco Fred Zinnemann traza un perfil de los últimos días del canciller de Inglaterra, y santo católico, Tomás Moro. En un pasaje memorable de la película, Moro conversa con su futuro cuñado y asistente, que le pregunta: «¿Le darías al diablo el beneficio de la ley?». A lo que responde «tú qué harías ¿dar un rodeo alrededor de la ley para dar caza al diablo?… Y cuando te hubieses saltado la última ley y el diablo se volviera contra ti, ¿dónde te esconderías si las leyes son planas? Si te las saltaras ¿crees que podrías resistir los vientos que se levantarían?». Para concluir: «Sí, yo concedería al diablo el beneficio de la ley por mi propia seguridad».

Las leyes son, en esencia, mecanismos de seguridad para la sociedad. Por eso, alterarlas, o interpretarlas en contra de su sentido original, es siempre arriesgar demasiado. Para comprobarlo no hace falta irse muy lejos. Algo así ha ocurrido durante la legislatura que concluye en España, con el extraño juego de poder que se ha despertado entre el Congreso de los Diputados y el Gobierno, y viceversa. Ambas coinciden en utilizar las instituciones con un sentido diferente a aquel con el que fueron concebidas.

Los retrasos de la Mesa

Por un lado, está el Congreso y las dificultades que la Mesa ha puesto a la tramitación de proposiciones y proyectos de Ley, con la ampliación casi automática de los plazos de enmiendas y la congelación de la fase de informe de la ponencia que han hecho imposible, en la práctica, su tramitación. Aunque pueda parecer sorprendente esta no afecta tanto al Gobierno, ya que al término de esta segunda parte de la legislatura (según los datos del propio Congreso de los Diputados) han sido seis los Proyectos de Ley presentados, de los que cuatro fueron registrados demasiado tarde para que fuera posible su tramitación, uno rechazado tras su votación en el Pleno y solo uno sometido a dos ampliaciones del plazo de enmienda. Sin embargo, han sido cuatro los Proyectos de Ley que tienen su origen en un Real Decreto Ley, los que han visto ampliados estos plazos de manera excesiva. Algo similar ocurre con las proposiciones de Ley: 14 de ellas presentadas en el Congreso, 2 en el Senado, y otras 2 procedentes de Comunidades Autónomas, que la mesa, en la que el PP y Ciudadanos cuentan con la mayoría, ha ido retrasando siguiendo los mecanismos señalados.

El abuso del Decreto Ley

Por otro, el Gobierno y el abuso del Decreto Ley. Si el 70% de las leyes aprobadas por el Gobierno de Rajoy en la primera parte de la legislatura lo fueron siguiendo este mecanismo, con el de Sánchez el número alcanza el 98%, el porcentaje más alto de toda la democracia, un porcentaje aún más llamativo si se contrasta con las palabras del propio presidente que prometía convertir: «El Congreso en el centro de la actividad política».

Si atendemos a las razones que se aducen, estas no resultan muy tranquilizantes. La primera es siempre el uso habitual que otros gobiernos han hecho de esta figura normativa. De esta manera, y a pesar del lema «ellos también lo harían» vemos cómo, aunque se ha utilizado con frecuencia este recurso, no siempre de manera correcta, el porcentaje hasta esta legislatura nunca había superado el 40% del total de normas aprobadas.

Se esgrime como excusa el bloqueo que la Mesa ha establecido sobre los proyectos de ley enviados por el Gobierno socialista durante la legislatura

Además, se esgrime como excusa el bloqueo que la Mesa del Congreso ha establecido sobre los proyectos de ley enviados por el Gobierno socialista durante la legislatura. Pero, igual que el anterior argumento, este resulta difícil de justificar porque solo 9 de los 32 reales decretos que se pretenden justificar coinciden en su objeto con los proyectos de ley presentados por el Gobierno y las proposiciones de ley presentadas por el grupo socialista. Es decir: el bloqueo de la Mesa, de haber existido como dice el Gobierno, solo habría afectado a 9 de los casos. Los 21 Reales Decretos restantes serían proyectos legislativos nuevos, iniciados por el Gobierno de Pedro Sánchez, sin relación con propuesta normativa alguna del socialismo.

Quedaría un tercer argumento, el de la «extraordinaria y urgente necesidad», que el artículo 86 de la Constitución establece como requisito indispensablepara utilizar esta figura. Esta facultad, que el Tribunal Constitucional atribuye de manera clara al Ejecutivo (STC 29/1987), no es una facultad ilimitada, a pesar de los esfuerzos del Gobierno por definir lo urgente y necesario como aquello que el Consejo de Ministros considere como tal. El propio Tribunal Constitucional es mucho más restrictivo en esta interpretación cuando señala que se limitaría a aquellas medidas que buscan: «Alcanzar los objetivos marcados para la gobernación del país, que, por circunstancias difíciles o imposibles de prever, requieren una acción normativa inmediata o en que las coyunturas económicas exigen una rápida respuesta» (STC 6/1983). Basta un rápido análisis de los temas de los 32 Reales Decretos aprobados para poner de manifiesto que, en realidad, la urgencia no es más que una excusa para sacar adelante leyes en una legislatura corta y sin apoyos suficientes. Una urgencia y necesidad que, además, es difícil de justificar en casos en los que han transcurrido 40 años desde el sorpresivo cambio de circunstancias.

El uso del Decreto Ley tras la disolución de las Cámaras

Mención aparte merece su aprobación una vez disueltas las cámaras. El debate no es si el Gobierno puede gobernar en ese momento, sino si puede meter por la puerta de atrás todas estas medidas, que más allá de su dudoso carácter de urgencia y necesidad, pueden tener un contenido orientado a la campaña electoral en ciernes. Aunque aquí también se repiten los argumentos señalados anteriormente, una vez más difícilmente soportan el contraste con la realidad. Sobre su abuso por parte de los «otros» sorprende ver como de los 41 decretos leyes que han sido aprobados una vez disueltas las Cortes Generales, 17 fueron aprobados por gobiernos de UCD, 22 por gobiernos del PSOE y solo 2 por gobiernos del PP. Sobre su urgencia y necesidad, vemos que es difícil de justificar en casos en que la norma ha sido publicada hasta cinco días después de su aprobación y fija la entrada en vigor de algunos de sus preceptos tres años después.

El problema es que, en ambos casos, este «rodeo alrededor de la ley» para lograr unos objetivos que el Gobierno considera sin duda, justos y necesarios, provoca, como señala el Tribunal Constitucional: «La relegación del poder legislativo a un papel pasivo, secundario y disminuido, en detrimento del principio representativo, de la calidad democrática y, en las propias palabras del preámbulo de la Constitución, del Estado de derecho que asegura el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular»(STC 199/2015). El Gobierno asume una función legislativa que no le corresponde, dejando en el camino las garantías de procedimiento imprescindibles en una democracia parlamentaria. Se soslayan así los principios de publicidad y deliberación en público conduciendo, como ha señalado con acierto Jorge San Miguel, a una democracia plebiscitaria.

Un riesgo para la democracia

Ante esta situación de abuso sería necesario buscar vías para evitarlo.

En el caso de «bloqueos», el problema de fondo sería la necesidad de racionalizar el calendario legislativo del Parlamento para evitar así prácticas como prorrogar plazos de enmiendas semiautomáticamente o congelar la fase de informe de ponencia. Esto se podría resolver estableciendo en el reglamento del Congreso un sistema limitado de prorrogas (con un máximo razonable de 3 o 4), y obligando a que las siguientes prórrogas o bien necesiten una mayoría reforzada o una mayor motivación del acuerdo. A esto se podría añadir el establecimiento, por parte del Gobierno, de un calendario legislativo a largo plazo, que permita que las Cámaras pueden planificar el trabajo legislativo.

En lo que se refiere al abuso de reales decretos, habrá que asumir que su coste es casi nulo, ya que, en el peor de los casos, será declarado inconstitucional años después una vez que ha producido todos sus efectos, en los que difícilmente cabe dar marcha atrás. De ahí el interés de propuestas como la de Antonio Torres del Moral que plantea modificar la ley del Tribunal Constitucional, para establecer un mecanismo para su control, y poder así dar una respuesta pronta que evite este abuso.

En cualquier caso, el problema se ha puesto ya de manifiesto y parece más que necesario atender a lo evidente: ni la Mesa puede bloquear la actividad parlamentaria ni el Gobierno evitar el trámite parlamentario para lograr sus objetivos. Lo primero desvirtúa el parlamentarismo; lo segundo, erosiona las instituciones. Ambos suponen un riesgo para la democracia en un momento en el que se repiten las advertencias sobre los peligros que en tiempos de populismo afronta la democracia. Una de ellas, las más alarmante, es la que advierte de que los enemigos de la democracia vienen de dentro, de aquellos que para protegerse no dudan en traspasar las barreras de la ley sin pensar que, lejos de ser un obstáculo, son su principal protección y la última garantía de la democracia.

Ahora que los vientos del populismo soplan más fuertes que nunca, esperemos no tener que arrepentirnos nunca de haber rodeado la ley.

*Todos los datos mencionados han sido obtenidos de la página web del Congreso de los Diputados. www.congreso.es

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Manual de resistencia: de la Constitución soviética a la bolivariana

Manual de resistencia: de la Constitución soviética a la bolivariana

El pueblo cubano seguirá bromeando sobre el secreto de la supervivencia de la dictadura más longeva de nuestra época, mientras se pregunta en privado: ¿qué he hecho yo para merecer esto?

hablar en estos días, nos ofrece el título perfecto para analizar un nuevo capítulo de otra historia de supervivencia, la de la dictadura cubana. Una historia que ha conseguido mantener la isla congelada en el tiempo, convertida en un museo temático del comunismo, desde que Fidel Castro se alzó con el poder en 1959, logrando, desde entonces, sobrevivir a la caída del Muro de Berlín, el fin de la URSS, el período especial, la muerte de su fundador e incluso un nuevo relevo de poder.

Para conseguirlo Cuba se ha beneficiado siempre de la indiferencia internacional (rozando en ocasiones la admiración) y el apoyo de un «tonto útil» que ha ido cambiando, un país que ofrecía al régimen el dinero y el avituallamiento necesario para sobrevivir, a cambio de disfrutar del «prestigio» revolucionario de la isla cárcel, beneficiarse de misiones sociales (una suerte de esclavitud estatal moderna) en áreas como la salud, la educación o el deporte y, sobre todo, su asesoramiento en las artes del control social. En el comunismo no existe el altruismo, y cada vez que estos «socios revolucionarios» han entrado en crisis, el Gobierno cubano se ha sentado a contemplar cómo paseaban su cadáver, mientras aumentaba la leyenda de la inmortalidad del comunismo caribeño.

El último ‘partner in crime’ de la dictadura cubana ha sido la Venezuela de Chávez y Maduro

El último ‘partner in crime’ de la dictadura cubana ha sido la Venezuela de Chávez Maduro, con la que ha mantenido una relación de dependencia enfermiza en los últimos años. Mientras Cuba apuntalaba el sistema represivo del ejército y los servicios secretos venezolanos, Venezuela pagaba la factura en forma de subsidios y petróleo casi regalado.

Hoy, los cubanos contemplan con cierta envidia, una vez más, cómo en Venezuela aquellos que han mantenido la dictadura se tambalean ante la fuerza de una sociedad civil que, sin violentar la ley, siempre supo mantener su esperanza y lograr el respaldo de una presión internacional que ya quisieran para sí los cubanos. Mientras, el Gobierno de Díaz-Canel escribe un nuevo capítulo de su propio manual de supervivencia y ha buscado refugio en una reforma constitucional, liderada por Raúl Castro. Un nuevo texto que apuntala las viejas herramientas totalitarias en las que el régimen cubano basa su poder.

La Constitución cubana

La Constitución cubana, que hoy se somete a referéndum, contiene 224 artículos, 113 que reforman artículos ya existentes en la Constitución anterior, de 1976, añade 87 nuevos y conserva 11 artículos mientras elimina definitivamente 13. Se trata de un ejercicio de puro constitucionalismo semántico, según la tipología de Loewenstein. En contra de lo que cualquier Constitución democrática exige, la que el régimen pretende imponer, lejos de servir a la limitación del poder, se convierte en un instrumento de legitimación de quienes llevan décadas ejerciéndolo. La Constitución no cumple con los requisitos esenciales que desde 1789, en el artículo 16 de la «Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano», son considerados imprescindibles para hablar de un Estado democrático. No consagra la supremacía del texto constitucional y su aplicación directa, imprescindible para la existencia de un Estado constitucional, ni establece un órgano jurisdiccional para su aplicación; ni siquiera respeta parte de los compromisos internacionales adquiridos por el propio Estado cubano, como la Declaración de Viena de 1993. La división de poderes, connatural a cualquier Constitución, es sustituida por mecanismos deconcentración de poderes, en el que la Constitución se subordina al poder siguiendo la vieja máxima socialista, «no se hace la Revolución con el Derecho sino con la política». La suma de todo lo anterior convierte el texto constitucional en letra muerta, un panfleto incapaz de generar verdaderas obligaciones jurídicas.

La nueva Constitución cubana también se queda muy corta, respecto a constituciones contemporáneas, en lo que se refiere a los derechos fundamentales. Aunque amplía la carta existente en la Constitución anterior, reconociendo la propiedad privada, no se incorpora ni la jerarquía constitucional de los tratados internacionales de derechos humanos firmados por el país, ni la clausula abierta en el reconocimiento de derechos que sí incluyen, por ejemplo, constituciones más recientes. Tampoco se refiere a la universalidad de los derechos, limitando expresamente los mismos a los extranjeros con residencia legal y ni siquiera lo hace en condiciones de plena igualdad, abriendo la puerta a que la ley establezca diferencia de acceso a los mismos entre cubanos y extranjeros residentes. Sorprende, además, cómo derechos como el de la educación y la salud, emblemas simbólicos del comunismo cubano durante muchos años, se desvinculan de la ortodoxia comunista eliminando la gratuidad en el caso de la educación postgraduada, y abriendo la posibilidad que los servicios de salud no sean ofrecidos directamente por el Estado.

Derechos como el de la educación y la salud, emblemas del comunismo cubano durante muchos años, se desvinculan de la ortodoxia comunista

Todo esto mientras consagra al Partido Comunista como fuerza dirigente superior de la sociedad (art. 5) y establece como irrevocable el sistema socialista de partido único (art.4) que, por si quedaban dudas, declara perpetuo (art. 229), estableciendo el «derecho ciudadano» de «combatir por todos los medios, incluyendo la lucha armada, (…) a cualquiera que intente derribar el orden político, social y económico establecido» (artículo 4), una amenaza explícita que institucionaliza los CDR, que no son otra cosa que los Comités de Defensa de la Revolución.

Todo lo anterior nace además viciado desde su origen. El referéndum en el que los cubanos están llamados a ratificar el texto de la nueva Constitución, difícilmente reúne las características para ser considerado como tal. No ha existido la libertad para hacer campaña defendiendo cualquiera de las opciones; ni la igualdad de condiciones en la competición electoral, ni existe la necesaria independencia del organismo electoral, ni la presencia de observadores internacionales en todas las fases del proceso. No se da nada más que la omnipresencia y poder de un Gobierno que ha puesto su enorme aparato de propaganda al servició de la campaña del ‘Sí’, violando de paso su propia ley electoral, mientras reprime a los que intentan hacer campaña por el ‘No’.

De poco servirán los debates celebrados que, a pesar de ser presentados por la propaganda como «el más colectivo de los ejercicios de pensamiento», no se han traducido en cambios relevantes al texto original más allá del rechazo al matrimonio igualitario que formaba parte de la propuesta inicial.

De ninguna manera estamos ante el comienzo de una nueva etapa

Ganará el ‘Sí’. Lo hará, porque de ninguna manera estamos ante el comienzo de una nueva etapa, sino ante un capítulo más del manual de supervivencia del régimen cubano. El camino que el comunismo ha recorrido hasta aquí es el que pretende seguir recorriendo en adelante, mientras aumenta la división de una sociedad que, como señala Rafael Rojas, ha entrado «en una fase imparable de pluralización».

El pueblo cubano seguirá bromeando sobre el secreto de la supervivencia política de la dictadura más longeva de nuestra época, mientras se pregunta en privado: ¿qué he hecho yo para merecer esto?

Publicado en El Confidencial

 

De la manifestación como arte político

De la manifestación como arte político

La historia de la democracia en España no estaría completa sin sus manifestaciones. Las marchas son como los carteles electorales: nadie sabe para qué sirven pero nadie deja de utilizarlas.

En la democracia representativa, en un primer momento cuesta ver el lugar de una manifestación. Aun así, la historia de los 40 años de democracia en España, no estaría completa sin mencionar algunas de sus manifestaciones.Los más viejos del lugar recordarán aquellas que, tras la victoria de Felipe González en 1982, se oponían a las leyes del aborto, la primera ley educativa, o exigían la liberación de Miguel Ángel Blanco; las que, ya con José María Aznaren el gobierno, se oponían a la guerra de Irak, la gestión del asunto del Prestige o expresaban su repulsa y solidaridad frente al atentado del 11-M; o aquellas que, ya con José Luis Rodríguez Zapatero, pedían suspender la negociación del Gobierno con la banda terrorista ETA o se oponían a las reformas en materias como la educación, el aborto o el matrimonio entre personas del mismo sexo. Podemos decir que las manifestaciones son como los carteles electorales en campaña, algo que nadie sabe para qué sirve pero nadie deja de utilizar.

No es de extrañar que en la política-espectáculo las manifestaciones sigan siendo una de las actuaciones estelares del circo político. En un momento en el que el individualismo domina la acción política, en el que los nombres propios sustituyen a las siglas y las plataformas virtuales de recogidas de firmas son la herramienta favorita de los ciudadanos para hacer oír su voz, la política necesita más que nunca este tipo de ceremonias colectivas en las que visibilizar la existencia de un corpus político y en las que sus miembros puedan sentirse acompañados de gente que comparte las mismas ideas u objetivos. Cualquiera que ha participado en una manifestación que no haya sido un auténtico desastre vuelve a su casa con la sensación de ser parte de una comunidad influyente, mayoritario, imparable, de haber pasado a formar parte de la historia.

A pesar de ser una forma de ejercicio de derechos reconocidos por la Constitución Española como la reunión pacífica (art. 21) y la libertad de expresión (art. 20), las manifestaciones, como cualquier acción política informal, generan problemas de inserción y traducción en el sistema político. De ahí que su mera convocatoria, habitualmente en contra del que tiene capacidad de decisión, despierte recelos entre los aludidos. No deja de sorprender que, esta vez, sean los que han optado por sacar el diálogo sobre Cataluña del marco institucional, promoviendo una mesa de partidos que no forma parte del sistema, los que critican ahora que se haga política en las calles y no en el parlamento.

Los convocantes

La manifestación de estos días es original en su convocatoria, al haber sido convocada en paralelo por dos partidos políticos: el Partido Popular y Ciudadanos, a los que se han sumando otros mas. Esto está dejando de ser habitual. Hasta hace un tiempo la convocatoria de una manifestación requería una capacidad logística sólo al alcance de los partidos políticos y de ciertas organizaciones como la Iglesia Católica. Hoy, la tecnología hace posible su difusión masiva, reduce las dificultades de organización y acorta los tiempos de manera espectacular, haciendo posible lo que unos años sería impensable: convocar una manifestación, a la que se convoca a gente de toda España, con menos de tres días de antelación.

Ante esta facilidad con la que es posible organizar este tipo de llamamientos, los partidos políticos, se ven forzados a asumir el liderazgo para evitar ser sustituidos por otros actores con mejor reputación social y que suplen con la tecnología su falta de organización para poner en marcha este tipo de convocatorias masivas.

Por qué una manifestación

Se discute mucho si la convocatoria de esta manifestación ha podido ser la causa indirecta de la ruptura temporal de las negociaciones. La decisión de convocar una manifestación no es obvia. Habría otras formas de lograr sus objetivos políticos con otras formas de acción política, formal o informal. En el campo de la movilización social existen otras acciones de impacto como ‘flashmob’ o ‘performances’, que, con un coste inferior, buscan el impacto mediático a través de la originalidad y la sorpresa y plantean sus reivindicaciones en términos binarios de apoyo o rechazo. Pero las manifestaciones añaden a estos dos elementos la intención de mostrar su respaldo social, tanto de cara a la opinión pública como dentro de la propia organización, lo que en ocasiones es mucho más importante. El gran peligro de estas formas de acción política informal es su «efecto espuma» que en una sociedad de aceleración informativa hace que su eco difícilmente se mantenga más allá de las 24 o 48 horas.

Dada su dificultad organizativa, frecuentemente la manifestación se reserva como último recurso, cuando todos los anteriores han fracasado o como una demostración de fuerza en momentos clave de una negociación. Su utilidad va muchas veces más allá de la respuesta inmediata a sus reivindicaciones. La manifestación sirve también, para marcar agenda, reforzar a los ya convencidos, dar un chute de adrenalina a aquellos que forman parte de la organización y ofrecer una imagen de respaldo social, que no siempre es un reflejo exacto de la realidad, a la opinión pública.

En España donde, más allá de las guerras de cifras, se han celebrado manifestaciones numerosísimas, es difícil encontrar una manifestación que, por sí misma, haya tenido efectos inmediatos sobre la vida política, pero algunas de ellas han supuesto un cambio en el marco y en la actitud de la sociedad, en su mirada hacia determinados temas. Todos recordamos el efecto a medio plazo de movilizaciones como las que se celebraron en torno al Prestige o a la guerra de Irak, aunque también es cierto que otras muchas se diluyeron como un azucarillo celebrada la marcha, a pesar de su aparente éxito de convocatoria.

El éxito

Aunque no podremos evitar la tradicional guerra de cifras, el éxito de la manifestación no debemos buscarlo en el número de asistentes. Cuando se han medido estas convocatorias con cierto rigor se ve cómo, salvo un par de excepciones, la asistencia a las manifestaciones más numerosas de la historia de nuestro país no ha superado los 200.000 asistentes. A partir de cierto umbral, que ronda las 50.000 personas, todas las manifestaciones se vuelven «históricas».

Y después qué

Como en los debates electorales el éxito se consigue, sobre todo, en el día después. No hay nada peor que considerar la manifestación como un fin en sí mismo, cuando no es más que un medio para conseguir unos objetivos.

Las manifestaciones pueden servir también para ser el germen de una movilización más duradera, una ocasión para generar símbolos, encumbrar líderes e incluso para articular movimientos transversales a los partidos. Dada la baja credibilidad de las formaciones políticas, no es fácil que estas sean capaces de convertir el entusiasmo habitual que sale de estas concentraciones, en vinculación social, pero no es descartable que una sociedad civil fuerte y organizada, en caso de existir en España, con o sin su apoyo pudiera llevar a cabo esa tarea.

Publicado en El Confidencial