Las demandas de un gobierno abierto hacia los ciudadanos son tan antiguas como la democracia. La relación de los gobernantes con la ciudadanía se ha considerado siempre como una garantía de legitimidad de ejercicio y, en los últimos tiempos, son muchos los que lo han planteado como una receta clara ante la situación de crisis actual hasta llegar a hablar del «dulce elixir de la gobernabilidad contemporánea».
Como bien señala Ramírez-Alujas, el término «gobierno abierto» aparece por primera vez de manera oficial a finales de la década de los setenta, en el espacio político británico, para referirse a la necesidad de «abrir las ventanas» del sector público hacia el escrutinio ciudadano. Desde entonces muchas cosas han cambiado y la implementación de las nuevas tecnologías en la Administración, con la llegada del gobierno electrónico, ha ido adaptando el significado de este término, generándose una vinculación, podríamos decir que esencial, entre el uso de las nuevas tecnologías por parte de la ciudadanía y su relación con las instituciones públicas.
La historia reciente del gobierno abierto ha estado protagonizada por la sociedad civil, que a través de iniciativas ciudadanas o informes independientes han ido impulsando su desarrollo, pero fue en el año 2009 cuando el gobierno abierto adquirió carta de naturaleza en las instituciones. Tras una campaña electoral en la que el uso de las nuevas tecnologías se convirtió en un elemento clave para garantizar su elección, el presidente de los Estados Unidos comenzaba su labor aprobando una directiva del gobierno abierto (Open Government Directive). En la misma establecía su compromiso para restaurar la confianza pública y establecer un sistema de transparencia, participación ciudadana y colaboración. Una apertura que, en sus palabras, fortalecería la democracia y mejoraría la eficacia de su gobierno.
Los valores del gobierno abierto: colaboración, participación y transparencia
De esta manera el concepto de gobierno abierto se va construyendo alrededor de principios como colaboración, participación y transparencia, entendidos como valores que per se contribuyen a una mejor calidad de la democracia y a una mayor adaptación a los tiempos y sensibilidades ciudadanas.
En este contexto, la colaboración apunta a la concreción del valor público entre la Administración nacional, regional y local; entre funcionarios de distintas ramas, o entre ciudadanos, empresas, tercer sector y la misma Administración. Se estaría ante la concepción del trabajo de la Administración como trabajo conjunto, colaborativo, en el que contribuyen tanto distintos niveles de la Administración, como actores no vinculados formalmente con la misma pero que, formalizados (aunque sea temporal o esporádicamente), trabajarían conjuntamente con el reconocimiento y la legitimidad de la Administración.
Su adopción implica, no solo la colaboración dentro de la Administración y entre las distintas Administraciones, sino que supone la cesión a la sociedad civil de un espacio, con el cambio de paradigma que esto supone y la sospecha permanente de abrir por esta vía el paso a la privatización de servicios que constituye un auténtico tabú en sectores amplios de la sociedad. El modelo de gobierno abierto supone una apuesta por la sociedad, por el individuo como componente esencial de la misma, y una concepción del gobierno que supera la visión del Estado como proveedor de servicios y la sustituye por una visión del Estado convertido en plataforma, en una especie de facilitador, que proporciona las condiciones para que la sociedad y sus individuos asuman el protagonismo del que disfrutaron en otros tiempos. Se trata de asumir y aplicar al Estado el principio que destaca Ortiz de Zárate: «Hoy en día el liderazgo social puede venir de posiciones periféricas». Las comunidades (materializadas en la popularidad de las redes sociales) muestran cómo hoy las respuestas tienen, muchas veces, autor colectivo. Ejemplos como el de la reacción solidaria ante el terremoto de Haití, donde las donaciones particulares sobrepasaron las donaciones institucionales, o la traducción casi en tiempo real por parte de particulares del último capítulo de una serie de televisión, Lost, son buenos ejemplos del potencial de la ciudadanía articulada para resolver problemas, aunque esto no quiere decir que estos métodos sean directamente aplicables a la democracia.
Se trataría de adaptar a la Administración conceptos como la sabiduría de multitudes (James Surowiecki), las multitudes inteligentes (Clay Shirky), la inteligencia colectiva (Pierre Lévy), la arquitectura de la participación (Tim O’Reilly) o la creación intercreativa (Tim Berners Lee).
La participación iría aún más allá, planteándose como el ejercicio efectivo del poder por parte de la ciudadanía. Frente al traspaso en la ejecución, propia de la colaboración, la participación se daría cuando se produce traspaso efectivo de poder desde la Administración hacia la ciudadanía, algo que puede producirse de distintas maneras, en función del grado de ejercicio del poder, siendo de tipo más propositivo en sus escalones inferiores y más ejecutivo en los superiores, pasando por lo deliberativo o el control.
Aunque la participación busca fundamentalmente consolidar el sistema democrático, reforzando el poder de sus propietarios originarios, los ciudadanos, es imprescindible entender que la democracia, donde la participación estaría llamada a actuar, es un sistema complejo en el que intervienen distintos elementos interrelacionados entre sí y que van más allá de la toma de decisiones por parte del pueblo (principio democrático). De ahí el peligro de introducir en el sistema instituciones participativas, a modo de parches de legitimación, sin modificar otros elementos esenciales en el sistema democrático. Estos parches, lejos de resolver los problemas, lejos de solucionar la crisis de legitimidad, paradójicamente conducirían a una mayor desafección democrática.
Aun así, son muchos los que piensan que la participación por sí misma operará a modo de bálsamo democrático; que el mero hecho de introducir nuevos actores en los procesos, y permitir a la Administración el acceso a ese caudal inmenso de conocimiento disperso que se encuentra en la sociedad, supone la mejora de la efectividad y la calidad de las decisiones públicas. Son los mismos que, en ocasiones, caen inconscientemente en la promoción de un modelo de democracia que se identifica con la democracia de las encuestas, de la colección de opiniones, de impresiones, en la que «lo importante es participar»; un modelo que implícitamente estaría renunciado a logros esenciales de la concepción del Estado constitucional contemporáneo (derechos humanos, división de poderes…), introduciendo elementos que, a pesar de sus buenas intenciones, fuera de contexto pueden convertirse en auténticas armas de destrucción masiva de la democracia.
La transparencia, que trata de garantizar a tiempo la disponibilidad de información relevante y que interesa a cada ciudadano, facilitando el control y la creación de valor público a través de la reutilización de esta información, es el primero y más importante de los principios del gobierno abierto, hasta el punto de que, sin transparencia, ni la colaboración ni la participación serían posibles. Así lo señalan Eva Campos y Ana Corojan: «Para hablar de la existencia de un gobierno abierto, es condición necesaria e imprescindible […] el acceso libre, abierto y gratuito a los datos e información relación ada (open data)».
El desarrollo del gobierno abierto: el gobierno abierto más allá de los valores
Hemos visto cómo el gobierno abierto apuesta por valores similares a los de la Web 2.0, como la transparencia, apertura y colaboración, proponiendo al ciudadano como socio de gobierno, pero todavía estamos lejos de materializar esos valores en instituciones.
Si hablamos de colaboración, por poner un ejemplo, vemos cómo las nuevas tecnologías hacen que la colaboración sea posible, y eso está creando una cultura colaborativa en campos como el académico o la financiación de proyectos que puede ser trasladada a la administración. La colaboración permite involucrar a los ciudadanos en el trabajo de su gobierno, contar con su trabajo para mejorar los resultados de esta labor. Ya existen algunos ejemplos de agencias del gobierno, normalmente norteamericanas, que han logrado comenzar los cambios necesarios para introducir la colaboración en las estructuras de gobierno, involucrando por ejemplo a grupos de expertos en la producción de contenidos, en la evaluación de patentes, en su catalogación, e incluso en la propia prestación de servicios, en una decidida apuesta por un cambio de mentalidad, de procedimientos de trabajo, de criterios de decisión. En España destaca el ejemplo de las Comunidades de Práctica de Cataluña (COPS) con más de 19.000 usuarios y 1.465 comunidades, pero aspectos como quién está llamado a colaborar, cómo se concretará esta colaboración, cómo medir la intensidad de estas colaboraciones… siguen siendo tareas aún pendientes de resolver.
Algo parecido ocurre con la participación, las iniciativas en este campo, como consultas ciudadanas o presupuestos participativos, no han sido hasta el momento más que experiencias restringidas al ámbito de lo local, aisladas y con un alto componente publicitario. Son más experimentos, símbolos, que un cambio en los principios y, como señalaba Ortiz de Zárate: «La participación sin redistribución de poder es un proceso vacío y frustrante para los que carecen de poder. Permite a los poderosos declarar que han tenido en cuenta a todas las partes, cuando solo una se beneficia». No podemos engañarnos, fuera de los experimentos de laboratorio, la participación no ha logrado colmar las expectativas generadas, y no basta con echarle la culpa al ciudadano, que, de manera abrumadora (70%), considera imposible influir en política.
Es necesario pasar de la teoría a la práctica, de los valores a los hechos. Son muchos los que están trabajando en esta dirección. No solo en Estados Unidos, donde la pionera directiva aprobada por Obama en 2009 establece una serie de obligaciones comunes para las distintas agencias del gobierno, que se han ido implementando desde entonces y a las que han seguido un gran número de iniciativas a nivel estatal y local. A pesar del éxito del término, el gobierno abierto es todavía un proyecto en construcción, al que todavía le falta impactar positivamente en la sociedad, y en el que tras la siembra de teorías y experimentos deberíamos empezar a cosechar resultados. En el panorama se encuentran distintas iniciativas sueltas, más efectistas que efectivas, estéticas pero estáticas en el camino de la regeneración democrática. Siguiendo con el símil se puede decir que de momento solo se han puesto los cimientos del gobierno abierto: la transparencia, la colaboración y la participación y, sobre esos cimientos, se ha de construir un edificio democrático sano y efectivo. Todavía falta mucho por hacer. Mucho por avanzar en el gobierno abierto que precisa de una sociedad de la información desarrollada, un marco regulatorio adecuado y un liderazgo político decidido, definido en un plan integral.
La institucionalización de la transparencia
El juez del Tribunal Supremo Louis Brandeis una vez señaló: «La luz del sol es el mejor desinfectante», y no hay duda que la transparencia es el primer paso hacia el gobierno abierto. La Administración primero ha de abrir sus datos y eliminar las barreras de acceso a la información, ya que no hay otro contexto posible para disfrutar de una ciudadanía madura, responsable y emprendedora y de un verdadero «gobierno abierto» en el que realizar los valores señalados en torno a la colaboración y la participación.
De ahí que hayamos elegido la tramitación de la Ley de Transparencia y buen gobierno en España, una tramitación que ha pretendido ser especialmente abierta, como un botón de muestra del camino que nos falta por recorrer en la materialización de estos valores. Para seguir recorriendo este camino hacia el gobierno abierto son varias las enseñanzas que podemos extraer de este proceso reciente:
1) Lleva tiempo. Cuando de tratar mentalidades se trata, el tiempo es un componente imprescindible. La Ley de Transparencia fue uno de los primeros anuncios realizados por el gobierno antes de acabar el año 2011. Los tres meses que el gobierno se dio para su aprobación en diciembre se han convertido en dos años, pero ha sido necesario un diálogo amplio con la sociedad, que ha permitido la introducción de mejoras sustanciales en la ley, en el que también las circunstancias coyunturales han colaborado decisivamente.
2) Requiere un diálogo articulado. En este proceso de diálogo se han cometido errores de bulto, fruto de la novedad y la improvisación. No basta con abrir buzones para recibir sugerencias, es preciso articular procesos de participación, adecuar la participación al momento legislativo para que esta sea útil, y no un mero «muro de las lamentaciones », proporcionar feedback permanente sobre los avances y la adecuación o no de las aportaciones…, cualquier tipo de información que haga esa participación efectiva y reconocida.
3) No se puede abusar de los términos. Otro de los grandes errores ha sido tratar de dar respuesta a dos temas distintos aunque relacionados. De esta manera la supuesta regulación del «buen gobierno», se ha quedado exclusivamente en la regulación del conflicto de intereses y la gestión económica-administrativa, dejando a un lado aspectos como el consenso, la equidad, la sensibilidad, la participación, la eficacia y la eficiencia, que constituyen aspectos esenciales en los estándares del buen gobierno en todo el mundo, tanto de entidades públicas como privadas, utilizando el nombre del «buen gobierno» en vano.
4) Establecer mandatos normativos y no meras declaraciones de intenciones. El peligro de trasladar a las leyes la retórica aperturista hace necesario que las leyes que tratan de regular la materia pasen de los principios a las obligaciones jurídicas. Aspectos como las excesivas limitaciones, el carácter genérico de las mismas, o la ausencia de responsabilidades claras para los infractores, dejan un gran margen de discrecionalidad a la Administración.
5) Organismo impulsor. Implantar el gobierno abierto supone modificar procedimientos, mentalidades…, de ahí que el papel de la Administración no pueda limitarse a exigir el cumplimiento de la ley sino que deba adoptar una rol activo para facilitar la realización de estos principios. Es necesario poner en marcha la ley, difundir los principios de transparencia y buen gobierno entre los políticos y funcionarios, establecer puentes entre la Administración y las organizaciones más implicadas en esta materia, transmitir ese cambio a la sociedad…, poner en marcha, en definitiva, un auténtico plan estratégico de la transparencia en España.
Sin poner nuestras esperanzas en el poder de transformación social de las normas, estamos convencidos que la Ley de Transparencia, por su carácter simbólico, puede abrir la puerta a un cambio en las estructuras administrativas, en sus procesos, en sus herramientas, y lo que es aún más importante, en la mentalidad (cultura) de la Administración y la sociedad en su conjunto, que lleva tiempo demandando este tipo de comportamientos abiertos como forma de hacer política.
La ley es solo un escalón más en este proceso, tan necesario, de pasar de los valores a las realidades. Estamos ante una gran oportunidad de provocar un verdadero cambio de mentalidad en la Administración y las instituciones hacia el gobierno abierto, una oportunidad de empezar a trabajar con indicadores reales, medibles y comprensibles, de empezar a abrir una puerta a la participación verdadera de la sociedad, incluso una buena oportunidad, para que emprendedores varios hagan negocio del procesamiento de esta información…, para hacer del gobierno abierto una realidad transformadora que vaya mucho más allá del eslogan publicitario.
La ley de Transparencia ya está en el Senado y será aprobada previsiblemente antes de acabar el año 2013. Es cierto que los tres meses que el Gobierno se dio para su aprobación en diciembre de 2011 se han convertido en dos años, pero también es cierto que esta larga espera es la consecuencia de un proceso amplio de diálogo y de algunos acontecimientos inesperados, lo que ha permitido la introducción de mejoras sustanciales en el texto que previsiblemente se convertirá en ley.
Aunque las organizaciones que llevan años peleando por la aprobación de esta ley no están del todo satisfechas y algunos reconocidos expertos han decretado ya su inutilidad, es un hecho que la ley introduce novedades, especialmente en materia de transparencia activa. De ahí que su aplicación y desarrollo se vuelvan claves y que los órganos que la propia ley establece se presentan como imprescindibles.
Nos encontramos con una Comisión de Transparencia sin funciones definidas y en la que se echa en falta presencia de la sociedad civil, lo que sitúa al Consejo de Transparencia, un organismo independiente que se incorpora a la ley casi finalizada la tramitación parlamentaria sustituyendo a la Agencia de Protección de Datos, como la institución clave de la que dependerá, en gran medida, poder alcanzar los objetivos de la ley. Para lograrlo será necesario garantizar su independencia y su operatividad.
La independencia es posible
Mucho se ha criticado su falta de independencia. El Consejo de Transparencia y Buen Gobierno se configura como un órgano público de los previstos en la Disposición Adicional Décima de la Ley 6/1997, de 14 de abril, de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado. De ahí que, a pesar de su adscripción al Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas (33.1), su estatus jurídico sea similar al de organismos como la Comisión Nacional del Mercado de Valores, la Agencia Española de Protección de Datos, o la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia. Este tipo de órganos están sometidos a una ley propia, que establece sus funciones y competencias, y que es la garantía para su “autonomía y plena independencia en el cumplimiento de sus fines” (33.2).
Se trata, por tanto, del estatus de mayor independencia que contempla nuestro ordenamiento, donde más allá del Banco de España es difícil encontrar organismos con mayor nivel de independencia, aunque se trate, en los ejemplos señalados anteriormente, de una adscripción orgánica, no funcional. Aunque la adscripción a un ministerio como Presidencia sin duda resaltaría más el carácter medular de esta ley, de manera simbólica, no pensamos que se produjera ninguna diferencia en su funcionamiento.
Además, su presidente, al que no se le exige dedicación exclusiva, pero será remunerado según las últimas enmiendas presentadas por el GPP en el Senado, será nombrado por un período no renovable de cinco años (art. 37), lo que le garantiza una existencia independiente de los ciclos políticos, que se refuerza al limitar su separación al incumplimiento grave de sus obligaciones, la incapacidad permanente, la incompatibilidad sobrevenida o la condena por delito doloso, fortalece, y refuerza su independencia (art. 37.2).
Una vez más, quizás la propuesta para el nombramiento de su presidente podría salir directamente de la Presidencia del Gobierno, y reforzar la mayoría parlamentaria necesaria para su ratificación contribuiría sin duda a reforzar esa independencia, pero, en conjunto, pensamos que la independencia del Consejo podría ser suficiente.
Una agencia proactiva
No ocurre lo mismo con su operatividad. La propia ley establece sus funciones de “velar por el cumplimiento de las obligaciones de publicidad, salvaguardar el ejercicio de derecho de acceso a la información pública y garantizar la observancia de las disposiciones de Buen Gobierno…” pero, es en la función más genérica, “promover la transparencia en la actividad pública”, donde encontramos la clave de su eficacia.
El Consejo de Transparencia no puede limitarse a actuar de manera reactiva, ante las denuncias de los ciudadanos, como un mero vigilante de la transparencia, sino que debe ir mucho más allá. Es necesaria, al menos durante los primeros años, organizar una agencia proactiva, que lidere el camino de la transparencia en nuestra sociedad, trabaje sobre cultura de la transparencia, en la administración, las organizaciones y los ciudadanos, establezca protocolos de actuación comunes, que vuelven la transparencia en algo natural al funcionamiento de toda la administración y facilite herramientas para que las distintas instituciones puedan poner a disposición de los ciudadanos toda la información que la ley exige de manera clara y accesible. Para ello deberá asumir labores de asesoría, formación, sensibilización, diseño… y ponerse activamente al servicio de las distintas administraciones.
En este punto, directamente relacionado con la operatividad de los organismos de Tranparencia (el Consejo y la Comisión) es preciso señalar un par de puntos que quizás merecería la pena revisar al paso de la ley por el Senado. Se trata del perfil del presidente y la composición de la Comisión. Sobre el presidente, la ley no establece la dedicación exclusiva del cargo, y tanto su perfil, en el que la preparación jurídica y su independencia se establecen como condición sine qua non, como las funciones que se le atribuyen se concentran en el apartado reactivo.
Pensamos que, al menos en el inicio de su labor, sería importante tenar en cuenta otros elementos como su carácter dinámico, capacidad de consenso en los distintos partidos políticos, experiencia en el sector, prestigio previo y llegada a las organizaciones sociales, así como capacidad de plantear una estrategia de comunicación ambiciosa para la formación y sensibilización.
Sin poner nuestras esperanzas en el poder de transformación social de las normas, estamos convencidos de que la ley de transparencia, por su carácter simbólico, puede abrir la puerta a un cambio en las estructuras administrativas, en sus procesos, en sus herramientas, y lo que es aún más importante, en una nueva cultura de la transparencia en la administración y la sociedad en su conjunto.
Desde que el 15-M llamará a tomar las plazas, e instalarse en ellas (tomalaplaza.net), han ido proliferando acciones como escraches, flashmobs, pintadas manuales o digitales y el renacer de la promoción masiva del envío de correos electrónicos personales, más o menos personalizados, a distintos cargos públicos o instituciones (hazteoir.org, change.org).
Nadie puede negar que esta explosion de iniciativas, a pesar de desenvolverse en el ámbito de lo informal, son una vía más, quizás la más notoria, de participación política. Lo que puede sorprender es saber que, a pesar de que muchos consideran esta proliferación como una consecuencia directa del agotamiento de instituciones formales de participación política, como las manifestación o la iniciativa legislativa popular (ILP), su uso no ha hecho más que crecer en los últimos años.
Las manifestaciones
Analizando las manifestaciones, ejercicio del derecho fundamental recogido en el artículo 21 de la Constitución Española y desarrollado en la ley orgánica 9/83, vemos cómo en España en octubre de 2010 el gobierno informaba de la celebración de 36.400 en los 10 primeros meses del año, más de 100 diarias.
Aunque desconocemos la cifra exacta de las celebradas en 2011, para poder conocer la progresión, sí sabemos que en esa fecha en Madrid se habían celebrado 3.419, un 74% más que durante todo el año 2010 en la misma ciudad. La progresión es todavía superior en 2013, en marzo de este año se habían celebrado ya en Madrid 1.628, multiplicando por dos las que se habían celebrado en Madrid en el mismo periodo de tiempo de 2012.
Las ILP
Algo similar ocurre en el campo de las iniciativas legislativas populares (ILP), establecidas en el artículo 87.3 de la Constitución y que, en lo nacional, fueron desarrolladas por la ley orgánica 3/84 (modificada en 2006). Un interesante trabajo publicado por Aitor Martínez Giménez para la Fundación Ideas pone de manifiesto cómo, prácticamente desde su aprobación, desde la tercera legislatura (86-89) en la que se presentaron 2, el número de ilps presentadas ha ido subiendo progresivamente, 6 (en la cuarta y la quinta), 9 (en la sexta y la séptima), 10 (en la octava), hasta llegar a las 21 presentadas en la última, la novena legislatura.
Algo similar ocurre por lo general en las distintas Comunidades Autónomas donde casos como Andalucía (donde en la última legislatura se ha duplicado el número) o Cataluña, muestran un incremento notable del uso de esta institución jurídica.
El análisis de esta información nos ofrece además otro tipo de datos valiosos que nos pueden ayudar a entender más a fondo el por qué se utilizan, o no, este tipo de canales formales de participación política. Podemos decir que existe una correlación directa entre la facilidad para presentar una ILP y defenderla y su utilización por parte de los ciudadanos.
En aquellos lugares en los que el porcentaje de firmas requerido es más bajo (en España es un elevado 1,45% que en numerosas Comunidades Autónomas oscila entre el 5% de Extremadura y el 0,95% de Cataluña); los plazos de recogida de firmas más amplios (entre los 9 meses de la ilp nacional y los 90 días habituales en las legislaciones autonómicas); y el protagonismo y la visibilidad de la Comisión Promotora más fuerte (con la posibilidad de defender la propuesta en las Cámaras en distintas fases del procedimiento legislativo), se produce un uso mucho más amplio de este canal de participación institucionalizado.
Sin entrar a analizar su éxito, que daría para otro artículo, podemos ver cómo las reformas destinadas a facilitar la participación ciudadana a través de esta figura, tanto de la ley nacional, realizada en 2006, como de aquellas legislaciones autonómicas que se han modificado en los últimos años, ha provocado un incremento de su uso, como se puede ver en casos como Canarias, donde se han presentado 31, Galicia (27) o Cataluña (26).
El modelo catalán
Es precisamente el modelo catalán, modificado en 2006, el que nos puede indicar el camino que debería seguir la reforma de esta institución para que siga respondiendo a su función canalizadora de la participación ciudadana: un porcentaje reducido de firmas (50.000 firmas, que representa en torno al 0,95%, pudiendo firmar cualquier persona mayor de 16 años empadronado en Cataluña), el uso de medios electrónicos para lograrlas, un plazo amplio (4 meses prorrogables hasta 6), la toma en consideración automática y la participación de la Comisión Promotora durante todo el procedimiento legislativo….
No hay otro camino. Para avanzar en la regeneración política sin dar la espalda a las instituciones necesitamos vías formales de participación, que serán las únicas ante las que el Estado, no sólo la política, podrá dar respuesta reglada y, desde esa perspectiva, las únicas que nos pueden garantizar una reforma profunda, pero reforma al fin y al cabo, de nuestro sistema democrático.
Según informa Fernando Garea, el Gobierno ha empezado a trabajar sobre la anunciada regulación del lobby. El mero anuncio no deja de resultar paradójico, porque la adopción de medidas que afectan al Congreso presentan la particularidad de tener que ser establecidas por las mismas cámaras, normalmente en sus respectivos reglamentos, en virtud de su autonomía normativa (garantía última de la división de poderes).
No deja de resultar paradójico que sea el gobierno el que está haciendo el trabajo a las cámaras para que, más adelante, sean ellas las que lo ratifiquen, entiendo que a través de una reforma de los reglamentos. Aún así, en este punto conviene recordar el peso legislativo que el ejecutivo tiene en el sistema español y la necesidad de trabajar en un registro integrado que vaya más allá de las actividades de presión desarrolladas en el Parlamento.
El documento al que ha tenido acceso El País, y que entrecomilla oportunamente, merece un comentario. Siempre hemos insistido en la dificultad de regular el lobby en función de los sujetos que lo desarrollan, hasta llegar a decir, a modo de provocación, que «los lobbies no existen». De ahí mi convicción de la necesidad de centrarse, a la hora de legislar, en las actividades de presión, sea cual sea el sujeto que las desarrolla.
Por eso, puestos a establecer un registro, no nos parece mal definirlo no sólo por los fines («las organizaciones sociales y representativas de intereses entre cuyos fines se encuentre influir, directa o indirectamente, en la actividad legislativa de las Cortes Generales») sino también por las actividades, entendidas de una manera amplia, como los «contactos, reuniones o comunicaciones directas con miembros de las Cámaras o con asesores al servicio de los Grupos Parlamentarios; la preparación, difusión o comunicación pública de estudios, documentos e informes orientados al debate político o a contribuir a la fijación de posiciones políticas sobre iniciativas legislativas, modificaciones en las mismas o, en general, sobre cualquier decisión política que deba adoptarse por las Cámaras o por sus órganos internos; la participación en procesos de consulta pública sobre iniciativas legislativas o mediante la comparecencia de sus representantes ante las Comisiones de las Cámaras y la organización regular de eventos, encuentros, actividades promocionales, actividades académicas o actos sociales con participación de miembros de las Cámaras o asesores de los Grupos».
Con una enumeración tan amplia, que trata de abarcar cualquier tipo de relación formal o informal entre el «lobista» y los parlamentarios, la reforma cubriría el espectro más amplio de sujetos que pueden estar sometidos a este tipo de normas: «Organizaciones empresariales, sindicatos, ONG, empresas de consultoría y relaciones institucionales y despachos de abogados, entre otras». Entendemos que la conjunción de fines y actividades dejaría fuera a fundaciones de partidos, o sin un objetivo de influencia concreto, universidades o estudiosos (la palabra experto está demasiado devaluada) cuya actividad no está destinada necesariamente a influir en la legislación, aunque lo haga de forma indirecta, hasta el punto de que su participación resulta muchas veces determinante para garantizar la eficacia de las leyes.
El asunto se complicaría al estudiar los efectos de este registro obligatorio, que, según lo publicado, supondría una suerte de llave de acceso indispensable para «participar en los procesos de consulta pública y comparecencias». Resulta difícil defender una decisión de este tipo que, interpretada literalmente, estaría dejando fuera del proceso a actores imprescindibles en el proceso legislativo como universidades y estudiosos, restringiendo en cierto modo la libertad de actuación de los propios grupos parlamentarios. Así lo reconoce la Comisión Europea, que permite las comparecencias de cualquier actor de interés para el proceso, esté o no inscrito. Otra cosa sería afrontar el registro de manera positiva, otorgando a los registrados cierta facilidad para participar en estos procesos de los que habla el texto desvelado, como también hace la Unión Europea.
Queda pendiente conocer las obligaciones que supone el registro, especialmente su contenido (especialmente en lo que se refiere a lo que la Unión Europea denomina información financiera, es decir, el dinero que se utiliza para estas actividades y la publicidad que se dará a esta información, en caso de ser requerida) y la exigencia o no de adherirse a algún tipo de Código de Conducta. También está por ver la frecuencia de actualización del registro o la obligación de entregar informes periódicos de actividad y su contenido (actividades, temas, diputados con los que se han realizado estas actividades o incluso el dinero gastado en estas actividades), y las sanciones establecidas para aquellos que no cumplan con esta obligación. Quizás ante la dificultad de gestión que esto supondría, y la necesidad de emplear recursos, la única obligación sea el registro y el único incentivo para el registro esa amenaza de quedar fuera de los procedimientos formales. Si esto es así de poco servirá la anunciada obligatoriedad del registro. Estaremos pendientes.
Durante el último año hemos asistido a un goteo de noticias en medios internacionales que critican duramente a España. Buena parte de las noticias publicadas en medios de referencia como el New York Times, y, especialmente, en los medios financieros, no dejan a al Gobierno y otras administraciones españolas en el mejor lugar.
No han sido pocos los que achacan la cobertura mediática negativa a los intereses de los omnipresentes mercados, que estarían detrás de los medios de comunicación, haciendo inútil cualquier esfuerzo de comunicación por parte del Gobierno de España y sus distintos ministerios. Otros no dudan en culpar a la ineficacia de nuestra comunicación institucional. Sea cual sea el motivo de esta situación, vamos a centrarnos en la forma en que España desarrolla la acción de comunicación internacional.
Frente a la costumbre habitual de otros países donde el peso del día a día de la comunicación internacional recae sobre el Ministerio de Asuntos Exteriores, en España la comunicación internacional del Gobierno es una responsabilidad directa de la Secretaría de Estado de Comunicación, a cargo de Carmen Martínez de Castro, dependiente de la Presidencia del Gobierno.
Nada más llegar la nueva secretaria de Estado decidió suprimir la Dirección de Información Internacional que dirigía Juan Cierco y la sustituyó por una subdirección general a cargo de Ana Belén Vázquez, algo que podría considerarse toda una declaración de intenciones. Más allá de lo que dice el BOE, y como señalaba hace unos días en Twitter Cristina Manzano, hoy como entonces se echa de menos una estrategia definida de comunicación internacional.
A pesar de los viajes internacionales del presidente del Gobierno, no es fácil encontrar noticias sobre acciones concretas desarrolladas en este sentido, más allá de las visitas de alto nivel a lugares estratégicos como Londres, donde según el Embajador, citado por Borja Bergareche en ABC, en el último año han visitado ocho ministros y altos cargos; o la ciudad de New York, donde el Rey Juan Carlos se reunió con el Consejo Editorial del The New York Times. Este tipo de acciones continúan con la actividad desarrollada por el Gobierno socialista al final de la legislatura, en el que el secretario de Estado de Economía, José Manuel Campa, tuvo un protagonismo especial.
Otro tipo de actuaciones sería la organización de visitas a nuestro país de periodistas internacionales. Si hacemos caso a las noticias, parece que en los últimos meses (y con motivo de visitas oficiales de sus resperctivos jefes de gobierno) se han organizado visitas de periodistas alemanes e ingleses, ofreciéndoles acceso a los actores más relevantes, como los ministros Montoro y De Guindos, o el jefe de la oficina económica de Moncloa, Alvaro Nadal. Este tipo de visitas, ‘off the record’, incluían también, según contaba Borja Bergareche, encuentros con ejecutivos de FCC, Iberdrola y Telefónica y el Instituto de Empresa.
La tercera vía para trabajar la comunicación internacional pasa, sin duda, por los corresponsales de los medios internacionales en nuestro país, que se han quejado en reiteradas ocasiones de falta de atención y de la dificultad de acceder a distintas fuentes de información.
Tampoco podemos dejar de considerar la importancia de las 21 oficinas de información dependientes de la Secretaría de Estado de Comunicación. Estas oficinas sufrieron algunos cambios de titular en abril de 2012 y desde entonces están vacantes puestos relevantes como el de Washington, Venezuela, Turquía, La Haya, Varsovia (según el BOE, en la Resolución de 11 de mayo de 2012, resuelta, y Resolución de 11 de julio de 2012 y el 2 de agosto).
El Ministerio de Asuntos Exteriores podría colaborar en esta labor e incluso, quizás, debería asumir esa responsabilidad, garantizando así la «unidad de acción» de nuestra política exterior e involucrando en esta labor a una buena parte del cuerpo diplomático. Aunque hoy eso es difícil, al estar las habilidades y estudios de comunicación fuera de la formación y de la práctica de los diplomáticos españoles.
Con ese fin se creó la Dirección General de medios y Diplomacia Pública y, más adelante, el Alto Comisionado de la Marca España, pero ambos departamentos están escasamente dotados de profesionales de la comunicación, más allá de la directora María Claver, y cuentan con muy pocos recursos para realizar una labor efectiva. Invertir en formación, de emergencia y permanente, con la introducción en el programa de la Escuela Diplomática de un grupo de asignaturas enfocadas con la comunicación podría ayudar a realizar ese traspaso.
No se trata de establecer un briefing diario con los medios internacionales, ni de tener una plantilla de más de mil personas dedicadas a estos menesteres, como el Departamento de Estado norteamericano, pero hay una serie de puntos en los que se podría trabajar para mejorar la imagen de España fuera de nuestras fronteras.
Además de fortalecer los equipos y mejorar procedimientos y rutinas de comunicación, caben nuevas acciones como una comunicación en redes dirigida específicamente a la opinión pública internacional (que de momento brilla por su ausencia); mejorar la comunicación directa con las embajadas situadas en España, que frecuentemente son una referencia obligada tanto para los medios como para la opinión pública de los países a los que representan, y que con frecuencia se quejan de falta de atención.
También ayudaría, en la línea del convenio firmado entre TVE y el ACME, renegociar los derechos de la programación de TVE, en gran medida inaccesible desde fuera de nuestras fronteras, para, al menos, convertir la magnífica web del ente público en una herramienta eficaz de defensa de nuestra imagen. Las posibilidades son enormes, sólo queda hacerlas realidad.
Hace unas semanas el programa Salvados de la Sexta emitió un programa sobre el «Lobby Feroz», en el que analizaba la existencia, la influencia y las formas de actuación de estos objetos políticos no identificados. El programa, que podía haber aportado luz en un tema tan necesitado de debate y claridad, puso de manifiesto la dificultad de abordar esta materia de manera objetiva, y lo fácil, y lo peligroso, que puede resultar simplificar más allá de lo razonable.
Empezó el programa con una definición, genérica y confusa, que mezclaba acciones de presión legítimas con claras acciones de corrupción desarrolladas, no por lobbies, sino por las mismas instituciones del Estado. Desde el principio existía la intención de distinguir entre el lobby bueno y el lobby malo, sin entender que la labor del lobby en la mayoría de los casos se desenvuelve en un terreno neutro, en el que existen múltiples opciones difícilmente identificables con claridad en el lado de los buenos y los malos, sino en la defensa de interés contrapuestos que presentan distintos pros y contras.
Planteamientos como el del programa, si bien facilitan al espectador tomar una posición clara y contundente sobre la materia, corren el peligro de resultar claramente antidemocráticos al presuponer una toma de decisión previa por parte de los representantes, en la que decidirían qué está bien y qué mal, y una acción posterior de los lobbies que se identifican con esta posición (los lobbies buenos) que reforzarían la posición del representante. Nada más lejos de la acción de la sociedad civil que, el propio Salvados, defendía en otro programa.
El segundo punto planteaba el lobby como una fuente de desigualdad, de unos ciudadanos desvalidos, que «no tenemos medios para hacer informes» frente a unas estructuras que invierten infinidad de recursos en convencer a los políticos de su punto de vista. El diagnóstico es contundente, pero la solución, una vez más, se plantea de manera poco práctica. Como señalaba García Pelayo hace ya muchos años, «la participación de las organizaciones de intereses en las decisiones estatales no sólo es un hecho, sino que es parte de un mecanismo necesario para el funcionamiento de la sociedad y del Estado de nuestro tiempo», de ahí que sea un error adoptar la táctica del avestruz.
Dada la labor habitual de los lobbies, consistente en gran medida en proporcionar información, no legislar sobre ellas en el sistema político actual supone condenarlos a la oscuridad, facilitando actividades y comportamientos que no se realizarían a la luz del día. Como señalaba Madison, ya en 1780, “existen dos formas de paliar las consecuencias de una facción, la primera eliminando sus causas, la segunda controlando sus efectos. Por una facción entiendo un número de ciudadanos, que unidos por una misma causa, pasión o interés, se enfrentan a los derechos de otros ciudadanos o a los intereses de la comunidad”.
La tercera idea insistía en la resistencia numantina de los propios lobbies a su regulación. Según esta tesis son los propios lobbies los que han ido retrasando e impidiendo que su actividad se regule en los distintos ordenamientos. Sorprendentemente, la oposición a la regulación del lobby ha venido siempre de la mano de los que consideran el lobby como un enemigo de la democracia. Así podemos ver cómo en los debates parlamentarios de la proposición no de ley de 1993 la oposición más dura a su regulación viniera de la mano de diputados socialistas y de IU, que defendían que «el reconocimiento formal y la regulación de los lobbies oscurecen la capacidad del legislador para discernir entre interés público general e interés parcial, limitando también la capacidad de consulta y de concertación por parte de los poderes públicos».
En una línea parecida se manifestó el Diputado de IU Pablo Castellano: «Detrás de todo esto lo que hay es el intento de profesionalización de un conjunto de operadores sociales, que, en lenguaje más coloquial llamaríamos conseguidores, los mensajeros o los presionadores. Vamos a institucionalizarlos. (…) Para el papel del gestor político está la propia ciudadanía y no necesita inscribirse en ningún registro, está inscrita en el registro fundamental: la Constitución española. (…) Nosotros somos muy conservadores, queremos conservar el papel de los partidos políticos, de los sindicatos y de las asociaciones, porque no nos gusta que haya entidades mercantiles dedicadas a la mediación política».
Fueron los gobiernos del PSOE y el PP, y no los lobbies, los que recibieron del Congreso Proposiciones de Ley que pedían la regulación del sector y fueron ellos mismos los que dejaron el tema en un cajón, a la espera de un nuevo escándalo de corrupción. La asociación profesional de los lobistas de España (APRI), que desde su creación ha impulsado la regulación del sector, no ha dejado de encontrar dificultades entre todos los grupos políticos para lograrlo.
Por último, faltaron ejemplos concretos, parecía como si esta dificultad confirmara el carácter clandestino de este tipo de acciones. Aunque quizás, preocupados como estaban en encontrar al ‘Lobby Feroz’ en Bruselas, evitaron encontrar otras acciones de presión que tenían mucho más cerca, en su propia casa: la relación de Miguel Barroso con los socios de la Sexta cuando el Gobierno le concedió su licencia de apertura del canal en 2005. O el protagonismo de la misma cadena en la campaña de las televisiones privadas para lograr que TVE suprimiera la publicidad y no la volviera a autorizar. Sin duda, dos buenos ejemplos de lobby en defensa del interés general.
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